VII

Cuando Flavio, después de atravesar las encrucijadas que conducían al primer molino, pudo ver la multitud de luces de apariencia fantástica que se percibían en un bosque no muy lejano, se creyó verdaderamente transportado a aquel lugar por alguna mano invisible para ser testigo de cosas misteriosas y extraordinarias.

Una vaga sombra de temor resbaló por su pensamiento... Las historias de encantamientos con que le habían entretenido en su niñez se presentaban de improviso a su memoria, y vaciló pensando si aquellas ficciones, que eran casi una creencia para los sencillos campesinos, no tendrían algún fondo de realidad. Diremos, en honor de la verdad, que nuestro valiente joven estuvo casi a punto de retroceder, temiendo alguna traición de las hadas... ¿Quién sabe si alguna misteriosa Amida trataría de atraerle con tan dulces sonidos para sorprenderle en medio de su sueño?

Mas como Flavio tuviese talento y fuese en realidad valiente, desechó bien presto tan necios y absurdos temores, persuadido de que debía observarlo todo sin extrañarse de nada, y posar con seguridad su planta doquiera hubiese un palmo de tierra habitado o no por el hombre.

Aquellos habían sido sus sueños, su eterna ambición, y era necesario por lo mismo marchar con valor y sin retroceder ante ningún obstáculo.

—¿Será posible —dijo enojado consigo mismo— que vacile y me conmueva al primer paso que doy en mi camino? ¡Oh!, no; tanto valdría ver caer la primera piedra que indicase la ruina de mis más caras ilusiones. ¡Adelante, pues!

Y se puso en camino hacia el lugar adonde su paso errante le llevaba, siguiendo un estrecho sendero marcado a orillas de un bosque de espesos robles.

A medida que caminaba, oía más distintamente aquellos sonoros ecos, que llenaban el aire y parecían repetirlo, en confuso, los árboles del bosque.

Pero, apenas había dado los primeros pasos, un grupo de jóvenes pasó a su lado con alegre algazara, saludándole.

—¡Buenas noches! —le dijeron en un acento que revelaba quizá demasiada franqueza.

—Buenas noches —les contestó Flavio secamente y mirando hacia otra parte.

Sin embargo, ni su aire adusto ni su acento algún tanto despreciativo pudieron librarle de que el más hablador o más curioso se acercase a Flavio y le dijese:

—Perdonad, amigo mío; sin duda alguna, hoy es la primera vez que recorréis estos hermosos lugares, y no sabéis, por lo mismo, que la estrecha senda por que camináis con tan seguro paso está llena de peligros que no podéis adivinar. ¿Queréis permitirme que os sirva de guía?

Flavio no contestó, miró a su interlocutor de la manera más impertinente, y haciendo un gesto de fría indiferencia, siguió por el mismo camino.

—A lo que veo —prosiguió el joven desconocido con un acento de fina reconvención—, sois como aquel muchacho de la fábula, que dormía tranquilo a la orilla de un pozo, y a quien la fortuna le despertó, llamándole al mismo tiempo insensato; pero advierto que no os agrada la compañía de los desconocidos; os dejo, pues; pero tened entendido...

—¿Qué? —preguntó Flavio.

—Que si es la primera vez que venís a estos sitios, no debéis marchar con tanta tranquilidad; hay peligros en estos caminos, y, creedme, la fortuna os dice por mi boca como al niño: ¡tened cuidado!

—¿Tantos son, pues, y tan grandes esos peligros de que habláis?

—No, ciertamente; no son muchos ni muy grandes; pero son peligros, al fin.

—¡Es posible! —replicó Flavio con ironía.

Y siguió silenciosamente su camino.

Su nuevo compañero hizo otro tanto.

—¿Queréis decirme —preguntó Flavio, volviéndose bruscamente— qué peligros corro?

—¿Vais al baile? —le preguntó aquél a su vez.

—Ciertamente; pero no sé qué queréis darme a entender con semejante pregunta.

—¡Bueno! Vais al baile; es la primera vez que recorréis estos sitios en que la mano pródiga de la naturaleza vertió todos sus preciosos dones, y no creéis que hay peligro en esto. ¡Ah!, ya veo que sois confiado como un niño.

—Puede ser, amigo mío —se atrevió a decir Flavio—; pero, o me engaño —añadió con cierta infantil alegría—, o hemos llegado al lugar encantado.

Una alegre multitud, dispersa por las frondosas alamedas, se movía a la claridad semifantástica de las luces de colores, como un río que mezcla su murmurio al armonioso ruido de los cañaverales.

Los rayos de la luna, filtrándose a través del espeso follaje, y las estrellas, que, como si quisiesen prestar también sus encantos a la fiesta nocturna, aparecían brillando como pálidos diamantes en medio de la oscuridad, daban a este cuadro toda la hermosura y poesía de que están llenas las tranquilas noches del otoño.

Mujeres hermosas pasaban y repasaban como un ejército de fantásticas hadas, pálido el semblante y armoniosa y fresca la voz. Crujían débilmente sus leves vestidos, temblaban a su paso las ramas de los pequeños árboles, el viento venía cargado de sus perfumes y lo llenaban todo con su presencia. Frescas rosas que abrían sus hojas al primer beso del sol, así eran ellas; verlas y no amarlas era imposible.

Flavio las vio, Flavio las sintió pasar a su lado: alguna vez el tibio aliento de la más hermosa llegó hasta su rostro, sus leves vestidos le rozaron al pasar, su voz resonó en su corazón como una música dulce y conmovedora, sus miradas se cruzaron.

—He aquí las mujeres —exclamó en tanto las seguía con sus ávidas miradas—, las mujeres en quien no había pensado aún, y de quien mi maestro me habló vagamente y como de una cosa mezquina y débil... ¡Mezquina! —repetía—. ¡Mi maestro estaba loco! ¿Por ventura esas frentes tersas y blancas como el marfil, esos talles ligeros y esbeltos como el tronco de un álamo joven, esa belleza perfecta, son una cosa mezquina? ¡Oh!, no; jamás. Yo creo que no hay nada más sublime que la mujer, nada más bello, más digno de nuestros pensamientos.

Y pensó entonces, como había pensado en medio del religioso silencio que le acompañara hasta allí en su camino, que morir al final de una de aquellas noches de animación y de placer, y viendo pasar ante sus ojos aquellas hermosas mujeres, sería la mayor felicidad a que podría aspirar un hombre sobre la tierra.

¡Tal era aquel corazón, que se había creído con fuerzas para recorrer el mundo sin recibir más que impresiones de esas que nacen y mueren a impulsos de la voluntad!...

Su compañero, que le había observado hasta entonces con inteligente y escudriñadora mirada, le arrancó de su éxtasis.

—¿Qué os parece esto? —le dijo con un acento particular, que pasó desapercibido para Flavio.

—Enloquece —le respondió aquél, cediendo a la fuerza de sus impresiones.

En los labios del joven se dibujó una vaga sonrisa indefinible que tampoco vio Flavio.

—¡Oh!, sí —le contestó—; ya os lo había dicho; todo esto es encantador; es una de esas escenas que sólo pueden contemplarse en nuestras deliciosas campiñas, porque no en todas partes se hallan robles tan corpulentos y frondosos, noches tan claras, mujeres tan hermosas, música y danzas tan enloquecedoras.

—Robles como éstos —replicó Flavio—, mayores quizá, los hay en mi parque; lo que nunca he visto tan bello son esas criaturas —y señaló a las mujeres—, que parecen ángeles. ¿No creéis, como yo, que los ángeles no deben de ser más hermosos que ellas?

—¡Los ángeles!... —murmuró el joven con voz pausada—. Yo no voy tan lejos como vos, y es, sin duda —añadió con cierta galantería que tenía algo de irónica—, porque mi modo de sentir es menos delicado, menos sublime que el vuestro.

Flavio le miró de un modo particular, y respondió después, haciendo un gesto de indiferencia:

—¡Puede ser!

—Os lo digo —repuso el joven en el mismo tono galante, aunque más suave— porque me he figurado que debéis de ser hombre de sensaciones profundas. Vuestra espaciosa y alta frente, vuestro modo de mirar, audaz y tímido al mismo tiempo; todo vuestro aspecto, en fin, revela una extraña fuerza que os hace diferenciar de los tipos vulgares.

—¡También puede ser! —volvió a contestar Flavio, algo pensativo y siguiendo con sus miradas a las mujeres que pasaban ante él.

—Por lo demás, os pido perdón por haberme atrevido a hacer esta ligera disertación sobre algunas cualidades notables que he creído adivinar en vos. Soy algo fisonomista, y la inclinación me arrastra, aun contra mi voluntad.

—Podéis hablar lo que gustéis respecto a mis cualidades —dijo Flavio con ingenua indiferencia—. Estad seguro de que os escucharé como si os oyese hacer el retrato de un hombre a quien hubiese visto muy rara vez.

¿Tan poco os conocéis? —preguntó el joven en tono de chanza.

—Caballero —repuso Flavio volviéndose hacia él—, me parece recordar haber leído que el conocerse uno a sí propio es empresa difícil...

—Lo será —dijo el joven, dibujándose en sus labios una risa burlona—. ¡Los libros dicen tantas cosas!... Mas yo, por mi parte, os aseguro que el día que me propusiera hacer una definición de mí mismo, sin mentir, no me ganaría a ello el sabio más grande del universo.

Flavio no oyó estas últimas palabras, absorto en contemplar lo que pasaba en torno suyo. El joven, notándolo, llamó de nuevo su atención.

—Amigo mío —le dijo—, tengo que retirarme, y no quiero hacerlo sin ofreceros antes mis respetos, pues lo conceptúo un deber, siendo como sois forastero; podéis, pues, contar con un amigo.

Flavio, dándole las gracias, le tendió la mano y se separaron; él, satisfecho de que le dejasen solo, y su nuevo amigo, contento de haber conocido a un hombre como Flavio.

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