XI

La frente erguida y ceñuda, el ademán resuelto y firme y la mirada llena de osadía, Flavio seguía andando con paso acelerado y aire imponente, como si se dirigiese a un combate, en tanto cruzaban estas ideas por un loco pensamiento. Apoyada en su brazo, su pobre compañera tenía que seguirle casi jadeante, sin que pareciese atender a las miradas severas que empezaba a dirigirle como una justa reconvención. Flavio, impasible ya, decidido a no retroceder en sus propósitos de venganza, se había transformado en otro hombre.

Habían desaparecido ya de su rostro la ingenua dulzura y aquel sello de inocente timidez que bastaba a distinguirlo de los demás hombres, como se distinguirá el justo de los réprobos el día de la ira.

En vano su compañera, alzando hasta él sus airados ojos, trataba de adivinar el misterioso pensamiento que se ocultaba tras las sombras que nublaban su semblante; en vano quiso que la muda estatua hablase, que de sus labios inmóviles saliese una sola palabra de maldición o de felicidad, pues todo quedaba oculto para ella, y sólo pudo comprender que en aquel instante Flavio estaba satisfecho de poder cumplir su extraño destino.

Entonces la altiva joven tomó una repentina resolución: al disgusto que se notaba en su semblante airado sustituyóle una fría y glacial indiferencia, y tranquila y con la mayor calma esperó que Flavio diese la señal de combate, que ella presagiaba ya. Y en verdad que el taciturno y sombrío silencio de Flavio no era otra cosa que los primeros rumores de la tormenta que iba a estallar sobre su cabeza, fuerte como la del santo atleta de la Escritura antes que una mujer cortara sus cabellos.

Por fin llegaron al lugar del baile, y como si esto fuera lo único que desease y hubiese ido hasta allí para buscar un lugar de reposo, Flavio tomó asiento al pie de un árbol desnudo de follaje, pero que aun así parecía con sus ramas descarnadas formar un regio dosel sobre los que se cobijasen bajo su cariñoso abrigo.

Después con un gesto que más tenía de injurioso que de galante, Flavio invitó a la joven a que se sentase a su lado.

Obedecióle ésta con inalterable calma, con serena frente y sin que la más leve sombra de disgusto anublase aquel semblante, en el que se percibía tal indiferencia, tal impasibilidad y sosiego, que se creería imposible pudiesen llegar a turbarse jamás aquellas facciones frías como los mármoles.

Pero toda aquella frialdad, todo aquel reposo no eran más que ficción, apariencia engañosa que ocultaba sentimientos profundos y turbulentos.

«¿Por qué habré aceptado su brazo? —se decía allá en lo más íntimo de su alma, en donde nadie podía sorprender el despecho que la devoraba—. ¿Por qué habré pretendido adivinar su pasada existencia, percibir algo del misterio de que me pareció llena su vida y amar su mirada, en la que creí percibir un resplandor suave y apacible como el que iluminaba el hermoso rostro que he visto en mis sueños?... ¡Loca de mí, había olvidado que los sueños no pueden ser más que sueños!... Y he aquí ahora que ese hombre, de quien me burlé primero para ocultar a los ojos de los que me rodeaban que había hecho profunda impresión en mi alma; ese hombre a quien creía inocente, virgen en sensaciones, apasionado y suave al mismo tiempo como el aroma de la violeta... ese hombre, al acercarse a mí, se convierte en salvaje, anubla la hermosa frente, me mira ceñudo y parece decirme con sus ojos, en los que como por encanto ha desaparecido la dulzura: «Buscaba una víctima, mujer, y esa víctima eres tú». Este hombre no sabe que le he ofendido y quiere, no obstante, vengar en mí, de un modo grosero, el mal humor que le devora. ¿Por qué? Tal vez sea porque me odia instintivamente, tal vez no soy hermosa para él; he aquí todo. ¡Desvanécete, pues, deliciosa locura que has venido a enseñorearte en mi pensamiento! Tú, alma mía, has encontrado un hombre en tu camino, y te volviste para contemplarle, porque era hermoso..., porque en sus grandes ojos brillaba el claro rayo de la inocencia. ¿Quién era ese hombre? ¿Tú no has llegado a saberlo? ¿Y qué te importa? Él te aborrece; aparta, pues, de él tus ojos y mira hacia el opuesto horizonte en donde veas destacarse todavía su figura esbelta y airosa».

Así pensaba aquella loca niña, en tanto contemplaba con la más aparente impasibilidad las descarnadas ramas que se inclinaban fríamente sobre su cabeza, y marcaba con sus pequeños pies el compás de la música que se dejaba oír en aquellos momentos.

¿Quién es capaz de explicar lo que pasaba dentro de su corazón altivo y soberbio? ¿Qué tempestades rugían en el fondo de su alma, poética y ensoñadora como ninguna?

A su vez, Flavio contemplaba absorto cuanto pasaba en torno suyo; detenía sus escudriñadoras miradas en cada objeto, y volvía la cabeza a todas partes, como si no quisiese perder un solo detalle de tan variado como alegre cuadro, y parecía que estaba gravemente ocupado de cuanto le rodeaba, menos de la mujer que tenía a su lado silenciosa, serena, fría, como una estatua de bronce; y, sin embargo, esto no era verdad.

Ella, sin embargo, era su único pensamiento y nada veía de cuanto se agitaba en torno suyo sino a ella, a quien quería humillar por medio del desprecio; ella, a quien, a pesar de todo, hallaba más indiferente y más olvidada de sí misma que lo que Flavio deseaba.

¡Así se estrellaba en el vacío el primer golpe de su meditada venganza! ¡Así se volvió a sentir humillado por su débil enemigo! ¡Así sintió acrecentarse su ira y su aborrecimiento hacia aquella mujer de hielo que no le miraba siquiera, que no demostraba ni impaciencia, ni disgusto, ni siquiera vergüenza!

En un momento de enojo, y cansado ya de hacer un papel inútil, Flavio, lanzando sobre la joven una mirada, la volvió después la espalda con ademán del más profundo desprecio.

«Me había engañado, y sin duda está loco —dijo para sí la joven, palideciendo—; pero yo le haré ver que el débil compromiso que haya tenido la debilidad de contraer con un loco no es para mí más que una palabra vana que desaparece cuando le place a mi voluntad».

Levantándose entonces rápidamente, y tomando su rostro una expresión profundamente irónica y mordaz, dijo inclinándose ante Flavio como si fuese a darle gracias:

—Caballero, o me engañé creyendo que erais un hombre cuerdo, o vos habéis juzgado neciamente que yo era capaz de hacer un papel tan ridículo como el que vos hacéis. Acompañadme, pues, al lado de alguna de mis amigas, porque me siento fatigada de toleraros.

Como si le hubiesen lastimado en el corazón, volvióse Flavio, pálido y conmovido, hacia la joven, cuya voz acababa de resonar en sus oídos como el eco vaporoso que recordamos haber escuchado en algún sueño de dolorosa tristeza. No le era aquella voz desconocida; alguna vez debió haber resonado dolorosamente en su corazón cuando tanto se conmovió al oírla de nuevo. ¿Cómo no, si de aquellos mismos labios habían salido las terribles palabras que le hicieron gustar por primera vez cuanto hay de amargo en la vida?

La joven no pudo menos de retroceder asustada al ver aquel semblante demudado que acababa de volverse hacia ella.

Pero Flavio, cogiéndola por un brazo tan fuertemente que casi le hizo arrancar un grito, la atrajo a sí, en tanto le decía sonriendo amargamente:

—¡Y fuisteis vos!

La joven lanzó un grito ahogado.

—¡Dios mío! —prosiguió Flavio, contemplándola y moviendo lentamente la cabeza—. Vos, ¿y por qué? ¡Ni me conocíais siquiera, ni yo os había ofendido jamás!

La joven vaciló al oír aquella dolorosa reconvención y casi inclinó su frente ante Flavio como reconociéndose culpada.

—En verdad, sois una mujer infame —volvió a decirla Flavio con torva mirada—, ¡y merecéis que os castigue!

—¡Castigarme! —contestó la joven, reponiéndose con altivez—. ¡Castigarme! —volvió a repetir mirándole frente a frente con orgullosa severidad—. ¿Y quién sois vos, caballero, para dirigirme semejantes amenazas? ¿Queréis decirme a qué raza extraña pertenecéis?

Esta pregunta, hecha con la ironía más cruel, devolvió a Flavio toda la energía de su orgullo, toda la ira, adormecida un instante por la sorpresa del dolor, renovado en la reciente herida de su amor propio ofendido.

Alzóse de su abatimiento más fiero y salvaje que nunca, y clavando en el rostro de la joven una mirada más terrible y sañuda que cuantas hasta entonces le había dirigido, le respondió con una voz que se asemejaba al sordo rumor del trueno que se oye en lejanía:

—Mujer, yo pertenezco a la raza de los hombres, pero de unos hombres de tal condición que tienen por ley vengar los ultrajes que reciben. Pero no temáis, yo soy benigno —añadió con extraña sonrisa—, y por hoy limitaré mi venganza... ¡a bailar con vos! —la joven fijó en él con sorpresa sus grandes ojos—. Sí —prosiguió Flavio—, nada más que bailar con vos. Es necesario —añadió, acercándose a ella y tocando casi su oído con sus ardientes labios—, es necesario que os estrechen hoy los brazos del hombre a quien con vuestros insultos habéis hecho casi morir de vergüenza.

—¡Estrecharme en vuestros brazos!... —exclamó la joven aterrada y haciendo un vano esfuerzo para desasirse de Flavio, que sujetaba su brazo fuertemente.

—¡Os espanta tanto... mi venganza! —repuso aquél con infernal acento—. Es decir, que sólo a mí está negado lo que concedéis al primero que llega; tan sólo a mí, quizá por haber tenido la debilidad de creeros ángeles siendo demonios; por haberos respetado, adorado, citando para ellos no sois más que un juguete que arrojan lejos de sí, después que lo han mancillado con su contacto.

—Todo lo que estáis diciendo —se atrevió a murmurar la joven—, ¡no es más que una locura, una necia locura!

Y lanzó en torno suyo una mirada de temor. Pero nadie reparaba todavía en aquella escena que la causaba vergüenza, dolor y miedo. «Al menos —dijo para sí— aún nadie sabe que este hombre me está insultando, que me ha escogido para blanco de sus iras».

—¡Una locura!... —repitió Flavio, cada vez con más amargo y conmovedor acento—. Tal vez me creéis loco porque os echo en cara la perversidad de vuestro corazón, porque os digo que sólo a mí me han sido negados los abrazos sin pudor que en el vértigo de esa danzas locas concedéis al primero que se acerca a deciros: « ¡Venid y bailemos!». No sé, mujer, quien es en verdad el verdadero demente, si yo por haberos creído reinas del universo y no humildes criaturas que descienden bajamente hasta los brazos de los que las miran como inferiores suyos, o vosotras por haber despreciado al que os profesaba una adoración tan santa, tan sincera, que sólo fuera posible tuviese por rival al Dios que con sus supremas alegrías llena el espíritu de los que le bendicen en sus obras... Cual si en mi frente llevase el sello de la más infame reprobación, me habéis despreciado indignamente, me habéis convertido en enemigo vuestro, aun a despecho de mi voluntad. Vos la primera lanzasteis el rayo sobre mi cabeza inocente, hiriéndome sin piedad; clavasteis en mi pecho el primer dardo del dolor, y he aquí que deseáis ser también la primera sobre quien descargue el peso de mi venganza. Bailaré con vos, tocaréis mi mano, que estrechará la vuestra, hasta lastimaros; quizá mi aliento se juntará con vuestro aliento y os arrastraré conmigo en loco remolino hasta haceros caer rendida de cansancio y de angustia... ¡Oh!, sí...; todo esto..., más aún si me fuera posible, ¡y, sin embargo, no podréis decirme que soy tan cruel como vos..., que os ofendo... sin motivo, señora!...

—¡Oh no! ¡Yo no bailaré con vos —exclamó la joven en voz baja y convulsa—, yo no puedo bailar con un loco!...

—¡Loco!... —repitió Flavio con mayor amargura. Me llamáis loco otra vez..., cuando sufro tanto..., cuando siento que me ahoga el dolor... ¡Ah! —añadió lanzando un profundo suspiro mal comprimido—. Me habéis hecho llorar una vez, sabedlo... Pues bien... Las lágrimas se agolpan de nuevo a mis ojos, esto es una debilidad vergonzosa que no se olvida... ¡Y esto todo por vos!

Y Flavio, en medio de esta exaltación dolorosa, apretaba con fuerza contra su pecho el brazo de la joven. Su voz, en un principio dura y vibrante, había concluido por ser sofocada y doliente, y de sus ojos inflamados estaban próximas a saltarse las lágrimas ardientes que hinchaban sus párpados.

La joven, por su parte, temblaba como la hoja del árbol sacudida por el viento, no sabemos si de miedo o de emoción; pero sus ojos claros parecían próximos a bañarse también en el abundante llanto, a duras penas comprimido en su pecho.

Siguióse un instante de angustioso silencio, que ninguno de los dos se atrevía a interrumpir. Sus ardientes miradas se tropezaban, volviendo a separarse y buscándose de nuevo. Flavio apretaba el brazo de la joven contra su corazón, haciéndole sentir sus apresurados latidos, y ella se estremecía; las palabras asomaban a sus labios, y, sin embargo, ni la más pequeña sílaba venía a interrumpir su silencio.

En aquellos instantes, arrastrados el uno hacia el otro por una fuerza oculta y desconocida, ya nada veían de cuanto pasaba en torno suyo; la cuerda del dolor, vibrando a un mismo tiempo en lo íntimo de sus almas, acabada de unirlos, y no podían hacer más que escuchar los sonidos acordes que tan dulcemente resonaban en su corazón.

En vano la joven esperaba, sin respirar casi, volver a oír la dulce voz de Flavio. Flavio había enmudecido. ¿Sabía ya, por ventura, con qué extrañas palabras debía expresar los sentimientos que se agitaban en su alma? Ya no era cólera lo que sentía, no era dolor, ni odio; era otra cosa inexplicable, dulce y angustiosa a un tiempo...; era un deseo, una incertidumbre... Pero, ¿cuál era la causa? Eso lo ignoraba aún.

—¿Por qué no proseguís? ¿Qué tenéis?... —le dijo por fin la joven en una voz tan callada y tan suave que Flavio la sintió resbalar por su corazón.

—¿Qué tengo?... —le respondió con entrecortado acento—. ¡No lo comprendo! Me siento ahogar... ¡Pero ya no os aborrezco, no; vuestra voz acaba de resonar en lo más profundo de mi alma, y me ha trastornado!... ¡Habladme, habladme otra vez, os lo ruego!... ¡Que no dejen de mirarme vuestros ojos y que yo perezca!... ¡Mi venganza, al fin lo conozco, ya no puede convertirse más que en lágrimas!...

—¡Perdón, perdón... por lo que os hice sufrir! —exclamó la joven viendo brillar el llanto en los ojos de Flavio—. Yo no os había comprendido... Sabed que mis labios os han ofendido, pero no mi corazón..., que siente..., y no os puede decir lo que siente —añadió con voz pausada y débil.

Dos lágrimas rodaron por sus encendidas mejillas al decir estas palabras, escapadas a un sentimiento más poderoso que su voluntad, más grande que todas las consideraciones del mundo.

No comprendió Flavio, ciertamente, el verdadero sentido de aquellas palabras; pero el acento con que habían sido pronunciadas, y sobre todo sus abundantes lágrimas, de que fueron precedidas, hablaron más vivamente aún a su alma, si esto era posible. Loco, delirante, el pobre viajero se lanzó, dando un grito de sentimiento y de júbilo, a enjugar aquellas lágrimas que resbalaron hasta las manos de la joven, que él cubrió de inocentes besos. Después, cual si se hallase en lo más retirado de sus parques solitarios y sombríos, gimió, sollozó libremente, dando rienda suelta al llanto largo tiempo comprimido.

Las estrepitosas risas que entonces estallaron en torno suyo les hicieron conocer que cien miradas burlonas habían estado contemplando la sencilla y hermosa escena en que el hombre de la naturaleza había expresado sus más íntimos pensamientos. Olvidados de todos, su fatal olvido tuvieron que pagarlo bien caro.

La joven, lanzando un ¡ay! desgarrador, cayó inerte al suelo, y Flavio, aterrado, cogiéndola en sus brazos con una ligereza que nadie pudo estorbar, estampó, lleno de angustia, ardientes besos en aquella frente helada, como si con ellos quisiera volverla a la vida.

Flavio oyó entonces resonar a su alrededor voces amenazadoras que pronunciaban palabras cuyo sentido no podía comprender su turbada imaginación. Como si se hallase presa de un loco delirio, veía a la multitud acercarse cada vez más y rodearle, formando en torno suyo una muralla compacta. Pero él, inmóvil, estrechaba cada vez más entre sus brazos aquel hermoso cuerpo; besaba sus manos heladas y la llamaba con los nombres más cariñosos de su alma, esperando el momento de verla volver a la vida.

—¡Al loco, al loco! —gritaron entonces los que le rodeaban, en tanto que levantaban los brazos sobre él.

—¡Prendedle! —contestaban los que se hallaban más lejos.

Y, aprovechándose de su estupor, lograron apoderarse de él, llevándose lejos de allí a la pobre joven que, desmayada todavía, no había podido ver, por su fortuna, nada de cuanto pasaba a su alrededor.

En medio de su estupor, Flavio apenas tuvo tiempo para reflexionar. Sin embargo, pronto y como un león herido que destroza cuanto halla a su paso, hizo conocer a los que le rodeaban la fuerza hercúlea de su brazo. El hijo de la montaña volvió a su libertad y quiso huir; pero la multitud que le rodeaba le persiguió furiosa con gritos y con aullidos, y fuele preciso volverse hacia los que le seguían y desafiarlos.

Chispeaban sus ojos bajo los párpados y lanzaban en torno suyo miradas de fuego llenas de rencor y de ira, que ora se fijaban en los más tímidos, ora en los más atrevidos, como si quisiese elegir entre tantas cabezas aquélla sobre la cual debía descargar todo el peso de su ira.

De pronto, toda su atención se concentró en un solo objeto; pintóse en su semblante la sorpresa, la cólera y el orgullo más noble. Semejaba un dios irritado que iba a aniquilar con su palabra a los mortales que habían osado provocar su enojo.

Entre aquella turba que gritaba: «¡Al loco, al loco!»; entre aquellos rostros groseramente animados, acababa de ver a su buen consejero, a su primer amigo, que dejando oír su voz sobre las demás voces gritaba más que todos:

—¡Al loco, prended al loco!...

Una terrible idea pasó entonces por el pensamiento de Flavio, sombrío como la noche y rápido como la cárdena luz del relámpago.

Flavio echó entonces mano a sus pistolas y disparó; la bala fue a clavarse a dos pasos de su traidor amigo, en el tronco de un álamo, que pareció gemir y estremecerse de dolor, y la multitud huyó espantada.

Nuestro héroe huyó también, aprovechándose de la confusión que reinaba en torno suyo, y salvando ligero como un gamo la distancia que mediaba entre el bosque y el camino, llegó al sitio en donde se hallaba su carruaje, y hasta donde llegaban los feroces aullidos de la multitud burlada.

Colocóse Flavio en la delantera, cogió las riendas, y agitando el látigo rompieron los caballos al galope, impulsados por un estallido diabólico que hizo erizar sus crines de espanto.

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