XII

Envuelto por las frías nieblas de la mañana, que apenas daban paso a su respiración jadeante, Flavio agitaba el látigo con su brazo infatigable. Su mirada, extraviada, no alcanzaba a distinguir entre los densos vapores si caminaba por la ancha y fácil carretera, o si su carruaje rodaba a orillas de un precipicio, y su convulsa mano no podía detener ya los desbocados caballos.

Las ramas de los árboles que hallaban al paso azotaban su rostro; las voces desgarradoras de su cochero se unían al ruido estridente de las ruedas, que saltaban sobre las piedras ásperas y desiguales de aquellas sendas salvajes y desconocidas. La alta maleza desgarraba la ropa de los viajeros; los caballos corrían a la ventura, con la velocidad del relámpago. ¡Cuán horrible aquella huida, marchando al azar envueltos por las nieblas negras e insondables como el caos!

Flavio, loco, delirante, caminando hacia el abismo, recordó que con su vida iba a extinguirse la de otro hombre a quien había arrastrado en su desgracia. Bredivan y su austero palacio pasó también en confuso por su extraviado pensamiento; recordó su tranquila niñez, las últimas palabras de sus padres; pasó por su imaginación conturbada la idea de Dios, que le habían enseñado a adorar y a temer: se acordó del infierno, de la eternidad.

Entonces gritó también, pidió socorro, y su voz se perdía en el silencio y las tinieblas que le rodeaban. Temía la muerte, no quería abandonar tan pronto la vida; pero el fantasma de negras alas y enjutas mejillas parecía sonreír entre la niebla y atraerle hacia sí con sus miradas tristes y sin brillo.

Veía con el alma desgarrada cómo la rapidez de aquella carrera infernal le robaba de minuto en minuto su existencia.

Pero tan terrible angustia no podía durar mucho tiempo.

—¡Saltemos al camino! —gritó el cochero.

—¡Saltemos! —murmuró Flavio.

Dos gritos desgarradores atravesaron el espacio; las colinas los repitieron en confuso, como si el abismo les contestara con un gemido. Los desbocados caballos rodaban por la vertiente de una profunda cañada, y momentos después caballos y carruajes se estrellaban en lo profundo de la abierta sima.

Share on Twitter Share on Facebook