XXXIV

Era aquella noche una noche cruda y fría, y Mara y la vieja María la pasaron sentadas al fuego de la chimenea hablando de Flavio.

—Debes acostarte ya, Mara —le decía esta última a la joven, que, inmóvil, contemplaba con aire triste y distraído el rojo fulgor de las llamas—. Si viniesen y te hallasen a pie no creerían en tu mal.

—Mamá nada sospecha; ya lo sabes.

—Mi señora nada sospecha, es verdad; pero, ¿puedes adivinar las personas que vendrán acompañándolas? En verdad, Mara, que ya no debes retardar más tu enlace con Flavio... Habéis hecho comprender demasiado al mundo los secretos de vuestro amor, y este mal no tiene ya otro remedio que el casamiento, que haga enmudecer las bocas de los maldicientes...

—Demasiado lo sé, María... ¿A qué me atormentas más? Pero tú no puedes comprender nunca ni mis temores ni mis dudas... Casarse... Y bien, esto es muy fácil de hacer; pero, ¿y quién desata después esos lazos indisolubles?...

—Aunque no comprenda los misterios que oculta tu pobre corazón, hija mía, no ignoro la intensidad de tus pesares, y yo, tal vez, tanto como tú, temo y deploro el porvenir... Flavio es celoso y desconfiado, y él me ha asegurado un día que no admitirá un solo hombre a su servicio, y que si su propio padre viviera, él no podría confiar aun en su padre... ¿Quieres más locura, más fanatismo? Tendrías que vivir, pues, sola en compañía de sus galgos y demás perros de caza; te llevará a contemplar las estrellas a medianoche y te hará tocar el piano cuando el primer rayo del alba asome en el cielo... Todos estos proyectos me los ha comunicado él, con gran espanto mío, y yo traté en vano de disuadirle de estas locuras, convenciéndome al fin de que todo era inútil, hija mía. Pero ¿qué hacer? Está ya comprometido tu porvenir y no se puede desafiar al mundo impunemente. Tú debes casarte ya, antes hoy que mañana, y resignarte a sufrir tu suerte... ¿Quién sabe? Todo muda en este mundo, y puede que llegue un día en que, convencido de que hace así tu desdicha, varíe en su modo de pensar y sea razonable, como la mayor parte de los hombres...

Mara movió lentamente su cabeza, en tanto seguía con su mirada la pálida llama que empezaba a apoderarse de un grueso y seco tronco de roble, que parecía resistirse a sus caricias abrasadoras.

—No desconfíes, Mara; cuando de un modo tan extraño ha llegado a encadenarse tu suerte con la de ese hombre, es prueba de que otra cosa no te conviene. Espera y no te desesperes en vano...

En aquel instante la campanilla de la puerta sonó tan fuerte que las dos mujeres no pudieron menos de estremecerse...

—¡Jesús!... ¡Santa Madre de Dios!... —murmuró la anciana—. ¿Quién puede llamar de este modo? Veamos...

Y saliendo a abrir. Mara vio entrar pocos instantes después a Flavio en la estancia.

—¡Flavio! —exclamó poniéndose en pie y palideciendo—. ¿Qué es esto? ¿No sabéis que acaban de dar las doce?

—¡Mara..., querida santa mía!... —exclamó Flavio arrojándose a sus pies y besando sus rodillas—. ¡Cuán feliz me has hecho hoy!... No has ido al baile al fin, y me dijeron... Se habían atrevido a asegurarme que irías...; pero he aquí que tú les has desmentido porque estabas inocente, ¿no es verdad? ¡Tú has complacido al hombre que te ama y has dado así un mentís a los que te infamaron! ¡Malditos sean y bendita tú mil veces!... Bendita... Bendita.

Mara pudo comprender entonces todo el amor que la profesaba Flavio y cuánta angustia causaban a su pobre corazón las calumnias con que pretendían apartarle de ella, extinguir el ardiente amor que la profesaba. Entonces, como él le decía muchas veces, le tuvo lástima, le perdonó tanto como la hacía sufrir por sus caprichos, y casi nos atrevemos a asegurar que estaba por agradecérselos. En efecto: ningún otro hombre que la amara menos sería capaz de sentir los terribles celos ni de mortificar tan incesantemente a la mujer que amase; él solo podía hacerlo, porque ninguno podía sentir como él, ninguno; tener por única dicha, por única felicidad en la tierra una mujer y nada más que una mujer...

—Flavio —le fijo al fin, después que se hubieron hecho, como de costumbre, mil protestas de amor—, volved inmediatamente al lado de vuestros compañeros... Estoy segura que, a pesar de que pretendisteis engañarlos diciéndoles que ibais a otro sitio, ellos no lo han creído, y no sabéis aún lo terrible que pueda ser esto para mí...

—No, Mara; nada sabrán; pero, en fin, me voy, no quiero que digáis que no soy obediente y que no me sacrifico también por vos... ¡Ah, Mara, amada mía!, ¿por qué no consentís en nuestro enlace, y que de una vez para siempre se acaben estas luchas?

—Bien Flavio...; pero, ¿y vuestras locuras? ¿Creéis que puedo yo sufrir tranquila que me ofendáis con pensar que os ofendo?...

—¡Oh, no! No sería eso lo peor... Lo pasado, Mara... Vamos, no pensemos en esto...

—Sí, Flavio, pensemos; el día que nos uniésemos para siempre tendríais que jurarme, por el Dios de los cielos, que vuestra fe en mí era ilimitada y que ya no podríais dudar ni de lo pasado ni de lo presente; sería necesario, en fin, que yo comprendiese que sentíais todo esto; de lo contrario, ¿cómo sería posible que pudiese cobijarnos un mismo techo?... ¿No comprendéis que esto sería peor que la muerte? Ni vos ni yo podríamos estar contentos... ¿Y quién sabe, Flavio, si concluiríais por cometer un crimen?...

—Tenéis razón —dijo Flavio con acento sombrío—. La duda es el infierno...; pero yo llegaré a creer en vos. Sí; ya creo, Mara. La prueba que esta noche me habéis dado, ¡oh Mara!, vale un mundo; es la felicidad... Seguid siempre así; dadme de continuo pruebas como ésta y habrán desaparecido nuestros pesares.

—¡Cuán niño sois! ¿Causan siempre en vos las grandes pruebas un mismo efecto?

—Tal vez, no —repuso—; pero ¿a qué, si estoy contento con la presente felicidad, venís a levantar el velo para descubrir que nada vale quizás?... Nada, no hablemos ya de otra cosa que de amarnos... Prometedme que me dejaréis hablar mañana a vuestra madre...

—Sí, Mara; dejadle que le hable —dijo la vieja María—. ¿A qué aguardar más tiempo?

—Deliráis —dijo Mara, estremeciéndose—. ¡Mañana!...

—Sí; mañana, mañana —repuso Flavio—. Sí, consentid... ¡Cuán felices, Mara!... ¿Para qué queréis esperar más tiempo? Vivir siempre entre zozobras, entre sobresaltos, y todo inútilmente... Adiós, Mara; mañana hablaré a vuestra madre...

—Tienen que pasar aún algunas horas antes que hagáis semejante cosa; yo os conozco y sé que pasan por vuestro pensamiento ráfagas de viva lumbre y de ardiente fe que desaparecen pronto... Si así no fuera, ¿hubiera yo rechazado lo que tanto como vos deseo?... Pero idos, por piedad... ¡Dios mío, si supieran que habéis estado aquí a estas horas!... ¡Idos, Flavio, y ya hablaremos más despacio mañana!...

—¿Qué os importa ya el qué dirán? Mara, estoy por quedarme al lado vuestro para comprometeros formalmente y hacer de modo que no podáis ya decir que no por más tiempo...

—¡Flavio!... —murmuró la joven palideciendo ante tan terrible idea, pero tratando de disimular su temor—. ¿No comprendéis que, ni aun así, sería eso ni para vos ni para mí honroso? ¿Queréis que puedan echaros en cara que vuestra esposa ha faltado a sus deberes, aunque esto hubiese sido con el mismo que le ha dado su nombre? ¡Adiós! —le dijo cogiendo su mano y llevándole hacia la puerta—. Mañana hablaremos con mucha formalidad y decidiremos esa difícil cuestión favorablemente, según espero... ¿Dudáis?... ¡Vamos!... No seáis tan niño como de costumbre y bajad presto... ¡Bien! Os lo agradezco, Flavio... Os amo más así, cuando sois dócil... Escuchad: tomad un camino opuesto para que nadie pueda conocer a dónde habéis ido... ¡Adiós!...

Flavio salió por fin de la casa y dispuesto a hacer cuanto Mara le había mandado. Sin embargo, pocos pasos habría andado, cuando vio a un embozado que parecía querer ocultarse a sus miradas y que despertó de nuevo en su espíritu terribles sospechas. Detúvose algunos instantes indeciso, dudando si debía seguirle o si volver al lado de Mara y conocer el misterio que, digámoslo así, encerraba en aquel sitio y a aquella hora aquel hombre, que parecía recatarse a todas las miradas y, más especialmente, a las de Flavio; pero viéndole desaparecer por una calle opuesta, él siguió, por fin, su camino, aunque con la duda en el corazón.

«¿Quién sabe? —se dijo al fin—. ¿No hay en esta calle más mujeres jóvenes que Mara? Hay muchas veces apariencias engañosas que atraen sobre las imaginaciones crédulas desgracias inevitables... Desechemos, pues, sospechas importunas... ¿Por qué dudar de Mara, cuando no ha ido hoy al baile, cuando he visto claramente que ellos la habían calumniado, cuando casi me ha ofrecido que hable a su madre? ¡Oh, no, pobre santa mía! ¿Por qué dudar de ti, hoy que me has hecho tan feliz?... ¡Si yo pudiera saber que no existen en tu memoria recuerdos eternos e indelebles!... ¡Dios mío!... ¡Dios mío! Apartad de mi imaginación pensamientos tan crueles... ¡Que yo pueda creer al fin..., creer siempre!»

Pensando de este modo entró en el baile, en donde lo esperaba Luis en compañía de otros amigos.

Juzgando todos estos a Flavio víctima de una pasión loca e inspirándoles un verdadero interés, había cada cual conspirado por su parte para arrancarle del precipicio, y tenían reservado para esta noche el golpe más certero y decisivo.

Creyendo firmemente que Mara era culpable y Flavio inocente, ninguno había dudado en ponerle de manifiesto sus dudas respecto al pasado de la joven ni en acumular todas las pruebas posibles o todas las peligrosas apariencias que pudieran probar sus culpas de que la pobre Mara se hallaba inocente.

La mayor parte de los amigos son, en verdad, muy oficiosos en casos semejantes; sobre todo, cuando nada particularmente les atañe. La conciencia anda por ellos muy alta en ocasiones semejantes, y creen cumplir con un deber rompiendo las cadenas en las cuales se hallan alegremente presos aquéllos a quienes tienen lástima, y que si alguna vez derraman lágrimas, que el mundo está siempre dispuesto a perdonarles, no hacen más que añadir con esto un episodio más en la lista de su aventuras y una ilusión menos en el libro rosado de sus esperanzas.

—Eres incorregible... —le dijo uno de ellos al verle—. ¡y bien! Creerás que has ganado..., ¿no es cierto?

—¿Cómo no?... ¿La veis aquí, por ventura?

—¿Lo creéis así en verdad?...

—¿Qué si lo creo?... Es inútil que os esforcéis en calumniarla; ella no ha venido hoy al baile...; pero, ¡por lo más sagrado que existe en la tierra...!

—Basta, basta. Cuando así lo afirmas, ya no dudamos que debe constarte de una manera innegable... No ignoramos de dónde vienes en este instante...

—¡Mentís!

—¡Bah!, no te pongas tan encendido... Es necesario que te acostumbremos a no ruborizarte de esas cosas; no puedes vivir así entre nosotros... ¿Qué importa que vengas de su lado?

—Y bien. ¿Qué importa? —repuso Flavio exasperado—. ¿Quién puede tomarme satisfacción por ello?

—¡Oh! Nadie en verdad, al menos de los presentes...; pero ¡quién sabe si entre los ausentes...! ¿No has hallado a nadie cuando saliste de su casa? Ricardo te siguió tan pronto te ausentaste del salón; el porqué, pregúntaselo...; pero él nos ha asegurado varias veces que, si quisiera, no le hubiera sido difícil que la puerta de la casa de Mara se hubiese abierto para él, así como se ha abierto para ti...

—¿En dónde está ahora Ricardo? —exclamó Flavio—. Es necesario, al fin, que él y yo tengamos una explicación.

—¡Qué necio eres! —le dijo Luis—. ¿No te he advertido mil veces que ésa sería una insigne torpeza? ¿Temes tanto al ridículo, te zahiere tanto el que te digamos que te engañan y luego quieres ir a batirte con un hombre como Ricardo?... ¡Vergüenza!

—¡Nunca debe ser vergüenza el vengar una ofensa!...

—Véngala, pues, en Mara... Los hombres nos hallamos siempre dispuestos a recibir... Ellas son las que no deben ni aun prometer.

—¡Vengarme de ella!... Pero si la amo... Si no es cierto que me haya ofendido... ¡Si me ha jurado que todo era un falso engaño!... ¡Oh!, dejadme o seré capaz de vengarme en vosotros mismos... ¿Por qué os habéis empeñado en destrozarme el corazón?

—¡Eres un loco que no tienes vergüenza ni mereces compasión! —le dijo Luis con enojo—. Reniega, pues, de nosotros y de tu honor y síguela. ¡Nosotros te abandonaremos! Una chiquilla que cuenta treinta y cinco amantes por lo menos; una mujer que Ricardo se alaba..., en fin..., llegará... ¿Quién sabe de lo que es capaz una niña aturdida y sin corazón?

—¡Dios mío..., Dios mío!... —murmuró Flavio, dejándose caer con desesperación, en tanto el ruido de las máscaras y de la orquesta resonaba con estrépito en torno suyo—. ¡Y bien, dejadme, pues! —les dijo—. ¡Desgraciado o no, yo no necesito a nadie para reír o llorar!

Sus amigos se ausentaron y Flavio quedó solo con su desesperación.

Pero bien pronto dos máscaras, cuyo escotado y elegante traje dejaba percibir un cuello torneado y alabastrino, vinieron a importunarle con su conversación seductora. En vano él trató de despedirlas con ásperas palabras y modales bruscos y llenos de un salvaje desprecio; ellas, tomando asiento a su lado, le asediaron, haciendo resonar en sus oídos su armoniosa voz. Cuando Flavio se levantó, se cogieron de su brazo, asegurándole que no le abandonarían, y él hubo de creerlo y ceder ante tan dulce y encantadora terquedad. ¿No eran mujeres, al fin, las que así se empeñaban en consolar su tristeza?

Sus labios finos y del color de las rosas se dejaban ver bajo el delicado tul que los cubría; sus hermosos ojos negros parecían despedir rayos brillantes a través de la careta del blanco raso, harto indiscreta, en verdad, y sus brazos torneados, que se apoyaban con suave fuerza sobre los de Flavio, le mostraban provocativos su blancura mate y su perfecto y bello contorno. Flavio no pudo mostrarse insensible a tantas gracias.

Dejóse arrastrar, al fin, por la fuerza de sus pasiones; Mara desapareció por un instante de su memoria, y llegó un momento en que vio con sentimiento cómo la noche terminaba, y con la noche sus placeres; ya no faltaban más que dos horas para concluirse el baile y estaba inquieto.

Sus amigos, que desde lejos le miraban, se complacían ya en verle preso en las redes que le habían tendido, y se decidieron a consumar la obra.

—Vamos —dijo Luis rápidamente, al pasar cerca de una de las elegantes máscaras, quien respondió con un signo afirmativo.

—Te dejamos —le dijo entonces a Flavio, que hablaba con la otra máscara, hermosa y llena de provocadores encantos—, es ya muy tarde...

—¡Tarde! —repuso Flavio, apretando suavemente los brazos de la joven—. ¡Tarde!... No lo creáis... Mi reloj anda adelantado, y mirad: son las dos y minutos...

—Te engañas —contestó la máscara mostrándole a su vez un pequeño y lindo reloj; son las tres y minutos... Tu reloj, por esta vez, es un loco de atar que camina, sin embargo, muy lentamente. Tenemos, pues que dejarte...

—Pues lo siento —contestó Flavio, sin dejarlas marchar—. ¿No habría nada —añadió— que os hiciese permanecer en el baile siquiera una hora más?

—No; pero sí habría medio de que no nos separáramos si no estuvieras enamorado...

—¿Cuál?

—El que nos siguieras, prometiéndonos permanecer en nuestra compañía hasta que el toque del alba sonase en las campanas de la catedral...

—¿Nada más que eso?

—Y que no nos rehusaras nada de cuanto te pidiéramos...

—Eso es ya demasiado...

—No será nada que pueda hacerte daño; al contrario, tú te alegrarás, por último, de habernos seguido... ¿Consientes?

—¿Y para eso —repuso Flavio— era menester que no estuviese enamorado?

—¿No comprendes, pues, que tu amada te reprocharía una infidelidad?

—Infidelidad... —murmuró Flavio, pensativo—; no lo comprendo... Yo no dejaré de amarla aun cuando os siga.

—Más valiera que no fuese así... ¿No desearías curarte de tu pasión?

—Quizás... sí...

—Pues anda, que, como suelen decir, todo pasa. Has sido un necio hasta hoy, y te prometemos iniciarte en los misterios de la vida y enseñarte a olvidar un amor ingratamente correspondido.

Flavio se dejó arrastrar por aquellas dos mujeres, cuyo lenguaje le había ido pareciendo cada vez más libre e incomprensible al mismo tiempo, y sus amigos le siguieron triunfantes a alguna distancia.

Habían conseguido arrastrarle hasta el lodazal de la lascivia para despojarle de su santa pureza, creyendo que sólo así podría curarse de su pasión y ser al fin un verdadero hombre...

Y, en efecto, después de aquella noche, Flavio apareció regenerado; cuando la luz del nuevo día vino a iluminar su frente, la mujer apareció a sus ojos como un ser degradado, débil e imperfecto, y la virtud no fue para él más que un problema.

Cuando se presentó ante Mara, la joven se estremeció, creyendo notar algo de repugnante en su rostro.

—Vengo a deciros —exclamó en tono áspero, después de tomar asiento al lado de la joven— que ya no puedo creer en vuestra virtud.

Y añadió ciertas palabras con las cuales no queremos manchar estas páginas.

Mara se levantó temblando de su asiento y mirándole con los ojos espantados.

—Nada —añadió Flavio—, no os molestéis... Como esto sería perjudicial así para vos como para mí, como es lo cierto que yo os mataría si llegase a saber que, en realidad, me habíais engañado, nada os exigiré...

—Idos, idos para siempre Flavio... —repuso la joven aterrada—. Ni una palabra más..., ni una sola... ¡Como todos, al fin!... Yo juraría que ya no ignoráis lo que es el vicio...; alejaros y no manchéis mi nombre con vuestros labios impuros...

—Y bien... —dijo Flavio, imperturbable—, ¡los niños llegan a ser hombres! Si os pesa de que ya no sea un necio, ignorante de todo, razón de más para que yo me alegre de ello; así no podré ser más vuestro juguete.

—Salid, Flavio —repitió Mara, convulsa—. Salid para no volver más... Ahora que sois tan sabio, id a prosperar en la virtud lejos de los criminales...

—Pues bien —dijo Flavio con duro acento—; me voy, y no volveré a veros sino cuando os ame menos..., porque aún os amo y no dejaré nunca de amaros... ¡Rogad a Dios que os perdone todo el mal que me habéis hecho..., y adiós!...

Se acercó a ella en este instante, y sin que pudiera impedírselo la besó frenéticamente, apretándola contra su pecho...

—Mara —le dijo al fin, con la desesperación pintada en su rostro—, me voy lejos de vos... Si sigo amándonoos como hasta aquí, Flavio dejará de existir. Si puedo amaros menos, volveré...

Y se alejó.

Mara le esperó en vano un día tras otro día; le parecía imposible que le hubiese perdido para siempre, y aunque con el corazón destrozado, ella no cesaba por esto de amarle y de soñar con su vuelta.

Pasados algunos años, un antiguo conocido de Mara, que hacía algún tiempo se hallaba viajando, apareció de improviso en su casa. Mara le recibió con glacial frialdad.

—¿Cómo tan pronto habéis vuelto de vuestros viajes? —le preguntó la madre de Mara

—Asuntos de familia —le respondió—. Pronto volveré a marcharme, porque me caso.

—Me alegro —dijo Mara con la misma frialdad que hacía tiempo se notaba en todo su ser.

—¿Sabéis quién acaba de venir también conmigo en compañía de su esposa?

—¿Quién?

—Una antiguo conocido vuestro... Ella es vieja y horrible, pero tiene ocho millones de capital y él no ha vacilado en vender por ella su libertad. Una pobre niña víctima suya, que le esperaba creyendo casarse con él, se ha suicidado con su pequeño hijo al saber la infausta nueva. ¿Qué queréis? Cosas del mundo...

—Pero escuchad, Ricardo —repuso la madre de Mara, viendo que aquél se disponía a marcharse—: no nos habéis dicho el nombre de ese antiguo conocido nuestro..., ni el de la infeliz víctima...

—¡Ah!, ¿no os lo he dicho? La víctima ha sido Rosa, la de la posada nueva y el seductor, Flavio...

Mara rogó a su madre desde aquel día que se retiraran a vivir a la pequeña quinta, y allí pasó parte de su juventud complaciéndose en recordar como un hermoso sueño cierta imagen que algún día había pasado ante ella sonriendo para no volver más.

Flavio, por su parte, quedó muy pronto dueño del inmenso capital de su mujer y habitando su viejo palacio de Bredivan, en donde se cuenta que hacía una vida verdaderamente oriental.

Por lo demás, cuando sus amigos hablaban de lo pasado se reía a más no poder y aseguraba que en sus primeros años había sido el muchacho más inocente y más necio del mundo.

—Dios tenga en descanso a la pobre Rosa, que tan aprisa se empeñó en morirse, y haya convertido a la coquetilla y sutilísima Mara, que hubo de volverme loco con sus gracias... Pero, amigos míos, no creáis que miento; aquí en donde me veis, esas pequeñas historias me han causado sus disgustillos en otro tiempo... No me arrepiento, sin embargo, y nunca está de más una historia para contar en la vejez...

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