XXXIII

Llegaron, al fin, para Flavio días tranquilos y serenos, si pueden llamarse así los que se pasan entre el amor y la esperanza. Ricardo no había vuelto a casa de Mara. Ésta parecía doblegarse a los caprichos del viajero como una flor de débil tallo a impulsos del viento que la mece. El tiempo, en extremo lluvioso y aun borrascoso, alejaba a los amigos de la casa, y horas y horas se pasaban en que nadie venía a interrumpir sus cariñosas pláticas, nadie a turbar sus dulces éxtasis de amor...

Por vez primera pudieron comprender entonces aquellos dos seres la dicha inmensa que proporciona un amor verdadero y profundo que se desliza sin obstáculos por el camino limpio y apaciblemente bello de la pasión sentida en el silencio y la soledad.

Si alguna vez la sombra de un pensamiento que no comprendía todavía hacía enrojecer las mejillas de Flavio; si alguna vez los cabellos de Mara, rozándose con sus cabellos, hacían latir apresuradamente su corazón, Flavio se contentaba con decir a aquella mujer a quien tanto amaba con la candidez de un niño:

—Mara..., ¿por qué me prohibís que os bese? Hay instantes en que me violento en vano por apartar de mi memoria este pensamiento; instantes en que el más leve impulso basta para que os desobedezca...; me contengo luego, sin embargo, arrepintiéndome de mi culpa...; pero ¡si supierais, Mara, cuánto cuesta a mi corazón este inmenso sacrificio!... Decidme: si un día cediese a la fuerza que me impele hacia vos en esos momentos..., ¿no me perdonaríais?

—Quizás no, Flavio...

—Dios mío, Mara..., ¡qué crueldad!... Decidme: luego, ¿qué debo hacer cuando estas tentaciones infernales me dominen?

—Alejaros de mi lado por aquel día.

Y Flavio obedecía, y Mara sonreía y se alegraba en el fondo de su corazón de hallarle tan inocente, tan puro, como no se hubiera atrevido a soñar que existiese ningún hombre sobre la tierra.

Pero, en tanto, la situación de ambos variaba, los papeles se cambiaban, si así podemos decirlo, y, sin embargo, ni el uno ni el otro se apercibían de este cambio, que tanto había de influir en su felicidad futura.

Naturalmente altivo, Flavio, aunque sin orgullo, exigente por pasión y violento por carácter, había llegado, sin intentarlo, a dominar de un modo absoluto casi el corazón de Mara. Él era, en fin, el que empezaba a mandar y ella a obedecer.

Decidida a condescender con los caprichos y las exigencias del viajero cual si tratase con un niño enfermizo y mimado, orgullosamente compadecida de aquella existencia que le pertenecía por completo, de aquella vida que podía quizá aniquilar con una palabra suya, de aquel corazón que manejaba a su antojo, ella se había acostumbrado ya a complacerle y a verle alegrarse como una joven que estrena un vestido nuevo cuando le concedía el favor que él imploraba con lágrimas en los ojos; se había acostumbrado a creer como un deber preciso no destrozar por más tiempo aquel corazón puro como el de un ángel, ni turbar con la más ligera sombra de pesar su alegría inocente, y creyendo hallar siempre en Flavio un ser que dependía de su ser, vino a convertirse en esclava suya, pronta siempre a satisfacer el menor de aquellos ruegos, que no eran, en realidad, más que mandatos.

Mara, en casa, en el paseo, en todas partes donde una mirada, una palabra indiscreta, podía levantar una tormenta en el corazón de Flavio, trataba de librar el loco espíritu del viajero de todos aquellos pensamientos que los celos despertaban a cada momento en su amante.

Vivía, en fin, intranquila y temerosa como la madre que vela incansable por la delicada salud de su único hijo, endeble y achacoso. La circunstancia más leve la inquietaba, y todo le causaba impaciencia y temor.

Desde entonces, ningún hombre podía decir que Mara le había hecho concebir la más pequeña esperanza; ya no sabía modular aquellas vacías palabras, que son lo mismo una repulsa que una muestra de simpatía; ya no quería ser tampoco la altiva reina de otros tiempos; había despedido graciosamente a todos sus admiradores; se había consagrado por entero a su amor, y se podía decir de ella que había abdicado su soberanía, y todo esto por Flavio.

Pero, ¿valía algo acaso que, por no causar el más leve disgusto al amado de su alma, huyese de todo trato y afectase una gravedad y una modestia que aparecía ridícula en aquel rostro, que siempre había sonreído a las palabras galantes y amorosas? Nada.

El pobre viajero se tornaba cada vez más celoso, y hacía de este modo más insoportable su tiranía.

Creyendo siempre sorprender miradas o gestos significativos, sus celos imprudentes se despertaban y martirizaban incesantemente a aquella desdichada.

De este modo, llegó a conocer Mara cuán inútiles eran sus sacrificios, puesto que para Flavio todo era sospechoso, y desde este momento sintió que la tristeza la devoraba, que sus sufrimientos aumentaban, y vio que sus mejillas empezaban a palidecer...; pero ya era tarde... No amar a Flavio era imposible. Ella intentaba, pues, complacerle; pero esto era quizás más imposible todavía, supuesto que él no pensaba en otra cosa que en llevarla al viejo palacio y vivir después allí solos, aislados; los perros de casa por toda compañía, y la de sus sirvientes, casi tan viejos como el mismo palacio, en donde quizás habían nacido.

Mara espantada ante su espantoso porvenir, temblaba a que llegase la hora de unir su suerte a la del viajero, y por lo mismo hallaba siempre ingeniosos medios para dilatar el casamiento con que Flavio soñaba eternamente.

—Somos muy jóvenes —le decía—; esperad siquiera a que yo cumpla dieciséis años.

Cuando resonaban todavía en sus oídos estas y otras reflexiones con que ella le entretenía, ya sonriendo unas veces, ya hablando otras con gravedad, Flavio consentía en esperar; pero al día siguiente volvía a formar proyectos nuevos sobre su próximo enlace.

—Hablaré a vuestra madre —le decía—, y ella decidirá.

—Sois un niño —le respondía la joven—. ¿No reflexionáis que si yo no quiero, mi madre me ama lo bastante para permitirme que haga en esto lo que me parezca?

Flavio se irritaba al oír esto, y añadía:

—No; vos no me amáis; en vuestra alma existe algún antiguo recuerdo que os hace vacilar entre el nuevo amor y lo que habéis amado en otro tiempo... ¡Ah, Mara, el amor que no es bastante fuerte para olvidar un pasado ajeno a él, no es amor!

Y estas quejas salían a cada momento de sus labios, y a la menor sombra que oscureciese el semblante de Mara, exclamaba irónicamente:

—¿De qué os acordáis? —y repetía esta eterna pregunta siempre que Mara quedaba algún instante pensativa o meditabunda...

Mara le decía a veces con terrible enojo:

—Sois insoportable, y creo que no dejaréis de serlo nunca... ¿Os parece esto un bello porvenir para una mujer que pretendéis unir a vuestra suerte?

—Te comprendo, mujer —respondía entonces Flavio con un acento amargo y penetrante que le era peculiar cuando sufría—, y harto sé que sólo me complaces por compasión... ¿Cómo es posible que quieras casarte conmigo? Yo te amo por inclinación, te amo con toda la fuerza de mi alma, en tanto que tú, sólo por convencimiento y condescendencia consientes en decir que me quieres. Yo aborrezco el mundo, y deseo vivir solo contigo, porque me bastas para mi felicidad; pero tú amas al mundo y rehúsas alejarte de él, porque sola conmigo sentirías consumirse tu alma de fastidio... ¿Qué hay de común entre tú y yo? Nada más que el amor inextinguible que yo te profeso... Y esto... es mucho para mí, pero para vos, humo vano...

¡Dios mío!... Flavio..., os habéis vuelto injusto y cruel..., me hacéis muy desgraciada...

—Sí —murmuraba Flavio con desesperación—; tengo la fatalidad de haceros desgraciada porque os amo como un loco, porque para mí no es nada sin vos la vida, porque deseo poseeros solo, sin que ninguna mirada pueda posarse en vos, ningún pensamiento codiciaros..., porque tengo celos hasta de los pensamientos..., sí... celos de vuestros recuerdos que me asesinan..., celos de todo..., compadecedme, Mara..., ¡os amo tanto..., tanto!... Mara, amada mía, no os irritéis por esto..., no tengo yo la culpa de que sufráis noche y día: la tiene mi corazón, que ama hasta el leve rumor de vuestros vestidos.

Y como Flavio decía esto llorando y apretando, con su ira y adoración a un tiempo, las manos de Mara entre las suyas, hacía que ella se lo perdonara todo... Encerraba al mismo tiempo para su alma tales encantos aquel loco amor... aquella poción de fuego, no manchada todavía por ningún pensamiento impuro...

Los carnavales se aproximaban en tanto y la tertulia de la casa de Mara volvía a estar animada y concurrida. Pero no fue ya un placer para ella, como en pasados días. Aunque trataba de ocultar su disgusto, era extremada su impaciencia cuando, al hablar con los que la rodeaban, veía brillar entre la sombra del estrecho corredor unos ojos de fuego que la miraban sin cesar.

Un día, un nuevo presentado, sentándose al lado de la joven, empezó a hablarla con amabilidad y galantería. Flavio, acercándose a la prima de Mara, a quien hacía confidenta de sus pesares, le dijo:

—Avelina... Llamad a Mara con cualquier pretexto, decidla que no hable más con ese hombre. De lo contrario, me acercaré a ellos y le haré ver a todo el mundo que Mara sólo puede ser mía...

—¡Flavio! —le respondió la joven—. ¿Os habéis vuelto petulante y fanfarrón?... ¿Sabéis, por ventura, si ese hombre le habla de amor? ¿Si ha soñado siquiera en semejante cosa?

—¿No le veis?

—Veo que la habla como pudiera hablar a otra; por ejemplo, como pudiera hablar a mi buena y anciana tía, nada más...

—¿También vos queréis encubrir sus veleidades?

—¡Eh..., callad, por Dios y no deliréis!... Escuchad...; tomad asiento a mi lado, que quiero haceros una pregunta...

—Ahora no, luego..., ya que no queréis avisar a Mara iré yo mismo...

—Deteneos, os lo ruego —murmuró la joven, viéndole decidido a cometer la mayor locura—; yo iré...

Y, levantándose de su asiento, dijo en voz baja algunas palabras a Mara, la que, levantándose a su vez como avergonzada, se alejó, dejando a su prima en su lugar...

Esta muda escena no pasó desapercibida para nadie, y mucho más cuando vieron al lado de la joven a Flavio con aire adusto y ceñudo. Pero ya no culpaba nadie al viajero, sino a Mara; su fama de coqueta le hacía parecerlo siempre a los ojos de los demás, aun cuando, en realidad, ya no lo fuera.

—La ama como un loco —decían los más—, y nada tiene de extraño que se desespere al ver su eterna volubilidad. Ella no puede ver a ningún hombre que la diga palabras de amor sin mentirle esperanza con sus ojos... ¿Y quién tiene paciencia para sufrir tanto?

—Pues yo creo que os engañáis en cierto modo —decía alguna rancia y envidiosa dama, con aire de adivina—. Mara se ha tragado que va a casarse con ese hombre, que dicen ser huérfano y muy rico, y se desvive por complacerle... Reflexionad que Ricardo no frecuenta ya su casa, y es que ella le ha desechado decididamente, cosa que quiere decir mucho; observadla detenidamente y notaréis que ya no se muestra ni tan coqueta ni tan alegre..., y es que quiere fingir gravedad y romanticismo como su novio...; pero creo que no va a ser pequeño el desengaño.

—En verdad —añadió otra— que no sé cómo puede haber necias que se fían de esos amantes que no saben más que aparentar melancolía, mirar al cielo y presentarse ante los demás como seres originales...

—Habéis dicho una gran verdad, y sólo por eso me hubiera alegrado que Flavio se burlase de ella, y no creáis que esto sea porque yo desee el mal del prójimo, no, por cierto; no puede haber nadie que, más que yo, se alegre del bien ajeno; pero como podía ser una buena lección para otras tontas que, como Mara, se fían inocentemente de apariencias engañosas, he aquí por qué el tal lance no sería del todo desagradable.

—Lo que a mí me parece —repuso un imberbe jovencillo— es que el tal Leopardo sabe fingir a las mil maravillas, y que no se dejará coger en la red... Pero si llega a abandonarla, como toda persona sensata debe suponer, bien empleado le está a la coquetilla...; ella le ha hecho pagar bien caro su fingimiento... ¡Oh, son muy divertidas esas luchas! Que prosigan, que prosigan, y nos reiremos del vencido.

Y se frotaba las manos el diminuto joven, mirando al soslayo a los dos amantes, que estaban lejos de acordarse de aquella caterva murmuradora.

Pero Mara, con su mirada penetrante y certera, abarcaba, no obstante, de un solo golpe, cuanto de malicioso y de envidioso se alzaba en torno suyo. Su orgullo se rebelaba entonces; pero como el ave moribunda que pretende en vano remontar el vuelo con sus débiles alas, volvía a caer fatigada y llena de cansancio.

Para ella, Flavio estaba ya sobre todas las consideraciones; él solo lo abarcaba todo, lo llenaba todo, y nada existía para ella sobre la tierra que no fuese él.

Había, sin embargo, cierto fondo de temor y de amarga tristeza en aquella osada arrogancia con que se atrevía a despreciar todo lo que tanto había respetado en otro tiempo. Velado el porvenir por una densa niebla, no podía adivinar en él más que sombras y sombras, caos profundo..., incertidumbre. Pero todo esto, tan vagamente y tan en confuso, que el sentimiento de su pasión y la necesidad de creer en el hombre que adoraba aparecían delante de su porvenir como el telón que, cubriendo el escenario, oculta a los ojos del público la nueva decoración que ha de presentarse a su vista.

El viajero, por su parte, nada veía tampoco más que sus celos y su desconfianza eterna, su cercana boda y su pasión loca, egoísta y avasalladora.

Y así proseguían amando y sufriendo, y así se pasaban los días sin esperanzas de mejorar de suerte, ni de que su posición llegase a tomar más favorable aspecto. Pero Luis velaba por ellos, y descontento de aquellos amores que comprendía llegarían a formar la desgracia de ambos, pues uno al otro se arrastrarían de precipicio en precipicio, había pensado en separarlos y trabajaba con este objeto con un afán incansable.

Luis ignoraba todo el mal que podía causar con esto en el corazón de aquella mujer, que juzgaba incapaz de hacer la felicidad de ningún hombre.

Ella empezaba a ser ahora la verdadera víctima; ella empezaba a pagar bien caros sus pecados de orgullo y sus coqueterías; coqueterías y pecados, si bien en cierto modo imperdonables, inocentes también, y nada más que inocentes.

Al menos, en medio de tantos combates y de tantas luchas, en que otras mil hubieran sucumbido, ella había salido siempre victoriosa, pura y sin mancha, como si cuantas palabras de amor resonaban una y otra vez a su oído no fueran más que humo vano o viento frío de invierno, que pasa y hiela...

Pero, ¿qué importaba?

El mundo la había juzgado ya con su fallo irrevocable, y en vano la infeliz clamaría y clamaría, diciendo que el mundo era injusto:

Nadie, a pesar de no notar en sus labios aquellas sonrisas juguetonas con que en otro tiempo halagaba a los que la rodeaban, podía olvidar su pasado, que algunos juzgaron culpable e impuro, y nadie creía en su arrepentimiento, que tachaban de hipócrita y fingido.

La maledicencia y la envidia, ensañándose en ella, habían llegado a velar día y noche sobre su reputación, manchada incesantemente por unos y otros labios asquerosos e impuros. El mismo Luis, prescindiendo de su talento claro y razonable, la creía siempre culpable y la única causa de que Flavio no pudiese ser más feliz y más razonable con ella...

Pero la pobre Mara no había llegado a comprender todavía todos los tormentos que amenazaban estallar sobre su zozobrante felicidad.

Se acercaban en tanto los carnavales, ese tiempo de locura y de desórdenes, ese tiempo en que la obscenidad y el adulterio corre y circula alegremente y sin pudor bajo una impasible careta; ese tiempo, en fin, que los más locos, después de una noche de ruido y de torpezas sin fin, despiden con gritos y silbidos, en tanto los fuegos de bengalas hacen aparecer lívidos sus ya ajados y asquerosos rostros, y al compás de un galope infernal, verdadero final de un baile y de una fiesta de demonios, aúllan y se retuercen como verdaderos poseídos.

Lo primero que hizo, pues, tan pronto llego a comprenderlo, fue prohibir a Mara que se disfrazase, pues esto le parecía una locura peligrosa y de mal gusto.

Pero pronto llegó él a familiarizarse también con aquellos diablillos de rostro de terciopelo, que ya dejaban adivinar elegantes y airosas formas, o ya murmuraban a su oído historias misteriosas que le dejaban entrever un mundo desconocido.

Mara creyó hallarle más malicioso y desconfiado desde que los bailes de carnaval animaban los salones, y sin saber por qué empezó a disgustarse viendo que Flavio oía con demasiada complacencia a ciertas máscaras que nunca le abandonaban. Sin embargo, temiendo despertar en él ideas que no conocía aún, y quizás también por un resto de noble orgullo, no hizo a Flavio la más leve indicación, contentándose con observar y sufrir en silencio.

Pero ella se estremecía siempre que veía entrar a dos misteriosos personajes que, dirigiéndose a Flavio, y como si fuese él su único objeto, le hablaban de continuo y de una manera extraña.

En vano aquéllos se presentaban siempre con trajes distintos; allí en donde aparecían, el corazón de Mara le decía al instante: «Ellos son».

Una noche, en vez de dos, aparecieron tres, y Mara tembló al percibir bajo uno de los largos dominós un pie un poco largo, pero delgado y elegante. Aquella máscara pasó, sin embargo, a su lado y pareció no mirarla siquiera; pero la joven estaba segura de que no se había engañado. Esperó, pues, con impaciencia a saber el objeto de semejante aparición, pensando con temor si, como una nube tempestuosa de verano, vendría a agitar en torno suyo alguna tormenta.

La máscara se acercó a ella, por fin, y le dirigió la palabra con voz baja. Mara fingió no conocerla.

—Es inútil tu disimulo —le contestó entonces la máscara—. Es imposible que no me conozcas, y yo no lo intento tampoco... Si te hablo en voz baja, es porque los demás —y acentuó esta palabra— no sepan que soy yo.

—Más acertado hubiera sido que no te expusieras a que pudieran conocerte, no viniendo aquí ni sentándote a mi lado... Creí que ya habías cesado de hacerme la guerra... ¿Me habré engañado?

—¿He pretendido yo alguna vez hacerte guerra? No, en verdad; sólo he querido ser amado, aunque fueron vanos mis deseos... Ahora bien: se me prohíbe la entrada aquí, se me dice: «No me habléis cuando puedan verme». Y yo, a pesar de todo, no puedo olvidarte... Aprovecho el carnaval para cubrir mi rostro y entrar como un desconocido en donde he entrado en otro tiempo como un amigo... Busco otra ocasión de poder hablarte, siquiera algunos instantes, ahora que nadie puede conocerme; vengo a pedirte algunas palabra de amistad..., como un mendigo que pide pan, devorado por el hambre... ¿También me lo negarás ahora?...

—Mal pudiera negarte estas palabras de amistad por voluntad mía, cuando aún no te he negado la amistad misma... Ahora bien: recordarás que te he pedido por favor que no me hicieras daño. Si quieres cumplir petición tan justa debes comprender que así como yo te he conocido, pudieran los demás conocerte... Idos, pues, Ricardo, o creeré que vuestra intención no es buena... Esas máscaras que hablan ahora con Flavio y que nos miran han venido con vos y me parecen de mal agüero... Idos, y dejadme en paz...

—Os hallo muy grave y muy mudada —dijo Ricardo, sin levantarse—. ¿Será cierto que una especie de monstruo horrible ha podido encontraros?

—No es cierto, cuando el monstruo sois vos y os he desechado... Dejadme, Ricardo..., no me martiricéis más.

Las dos máscaras se acercaron entonces a ellos, y una dijo en voz alta, de modo que Flavio pudiese oír:

—Me agrada veros juntos como en mejores días. ¿A qué, como las mariposas, voláis de una en otra flor, si sólo servís el uno para el otro?... Mara, por más que aparentes, nunca podrás amar a otro hombre más que aquel que primero te hizo conocer el amor, y tú, mascarita..., nunca, a pesar de tu fingida veleidad, podrás amar a otra mujer más que a Mara... ¿Os acordáis de aquellos hermosos días de verano que pasasteis alegres en el seno de la virgen naturaleza?... La huerta, llena de árboles frutales reverdeciendo a orillas del ancho río; vosotros contemplabais sus aguas tras el follaje de las higueras y hablabais de vuestros amores, viendo esconderse el sol tras de la lejana montaña... ¿Puede todo eso olvidarse? Jamás, Mara; recuerda aquellos días, aquellas escenas... Ningún otro hombre podrá ocupar en tu corazón el lugar que aquél ha llenado un día...

—Declamas muy bien, máscara —le respondió Mara con su reprimido enojo y frialdad—; pero el asunto que has elegido es malo y no encierra ninguna de la poesía ni de la belleza con que tú pretendes rodearlo.

—¡Oh, amable Mara!... No finjas enojarte porque te hable de una cosa que, en el fondo de tu corazón, te halaga; cesa, al fin, de ser coqueta, cesa de engañar a aquellos que te aman y no amas y reconcíliate con el único amante que desde tu niñez tiene elegido tu corazón.

Las máscaras desaparecieron, y Mara, previendo el efecto que aquella broma, dada con toda intención, causaría en Flavio, permaneció inmóvil y como anonadada. En otro tiempo se hubiera burlado de aquellas palabras insulsas, pero maliciosas; se hubiera reído en vez de irritarse, y cansado y aburrido con sus chanzas picantes a los que pretendían cansarla y aburrirla; pero entonces, pensativa e inmóvil, apenas se había atrevido a contestar la más trivial vulgaridad, no pensando sino en ver cómo había de conjurar la horrible tormenta que la amenazaba. Ricardo se atrevió a hablarla, y ella le contestó con un marcado desprecio. Empezaba a odiarle mortalmente.

—Adiós, Mara... —le dijo entonces—. Veo que volvéis contra mí todo el enojo que los demás os han causado... Os irrita que os echen en cara vuestra ingratitud, y por eso queréis vengaros en mí... Arrepentíos, Mara, de un proceder que todos condenan...

Mara, por la única respuesta, se levantó, y volviéndole la espalda se acercó a un grupo de amigos y no volvió a ver a Ricardo en toda la noche; pero Flavio tampoco apareció en el salón.

La joven sufría tanto que todos le preguntaban si estaba enferma.

—Un poco —respondía sonriendo—. No es más que un dolor nervioso a la cabeza. Incomodan estos dolores, aunque nada valen..., pero no creáis por eso que ya estoy rendida; pienso bailar todo el resto de la noche, y con esto todo pasará pronto.

Y bailó, en efecto... Estaba desesperada y coqueteó de nuevo. Su alegre sonrisa podía juzgarse histérica, y sus ojos, un poco hinchados, estaban rodeados por un círculo azul y sombrío. En aquellos momentos era digna de compasión la pobre Mara.

A la siguiente mañana apareció Flavio, pálido; también demacrado... Podría asegurarse que había pasado largas horas de insomnio; pero en vano esperó Mara que la recordase la terrible escena, y esto la causaba una inquietud más terrible que todas las inquietudes de la tierra juntas.

Cansada de sostener conversaciones indiferentes, que él parecía buscar con predilección, trató de cortarlas, permaneciendo en silencio; pero Flavio, pasado algún rato, cogió fríamente su sombrero para marcharse... la joven palideció de tal modo que Flavio no se atrevió a atravesar el umbral de la puerta.

—¡Flavio! —murmuró entonces Mara con una voz que indicaba extrañeza y amargo dolor—. ¿Ya habéis dejado de amarme?

—¿A qué me hacéis una pregunta inútil? ¿Por humillarme quizás? Dejar de amaros... ¿No sabéis que eso es imposible?

—¡Imposible! —murmuró Mara con una amargura intensa, pero se contuvo temiendo ver estallar de improviso la cólera de Flavio.

Éste seguía, en tanto, impasible y próximo a la puerta.

—Flavio —le dijo Mara sin poder contenerse—. ¿Qué tenéis hoy? Jamás os he visto tan frío..., tan...

—¿Os pesa de ello? —le preguntó el viajero con cierto sarcasmo.

—¿Cómo no? —repuso Mara con gravedad—. ¿Por ventura sois para mí un extraño?

—En verdad que no... Soy para vos un ser muy querido, ¿no es cierto? Como que me habéis aceptado quizás como un entretenimiento constante, que sabíais no había de faltaros nunca.

—Flavio —dijo Mara, dejando caer la labor que tenía sobre su regazo y cruzando sus manos—, ¿qué palabras son las vuestras? ¿Qué pretendéis? Hablad de una vez y concluyamos... Hoy no sois el Flavio de ayer... Nuestro lenguaje debe ser, pues, distinto... Hablad...

—El Flavio de ayer es el Flavio de hoy, será el de mañana... Si acaso el destino o la fatalidad hiciesen dirigir mi rumbo hacia otro camino, Flavio no sería por esto culpable... La honra de un hombre es sagrada, y él mismo no tiene derecho a echar sobre ella una mancha eterna... Ni tampoco yo os culparía por lo pasado; no ha dependido de vos ni de mí el que yo llegase tarde.

Mara se levantó rápidamente de su asiento, y cogiendo a Flavio por una mano, le atrajo violentamente hacia el sofá.

—Decidme lo que significan esas palabras que acabáis de pronunciar —murmuró con voz reconcentrada—. ¡Oh! —añadió—. Lo presentía mí corazón... Las grandes felicidades no pueden ser duraderas... Hablad, Flavio..., yo os lo ruego. Hablad.

—Nada tengo que deciros, puesto que lo adivináis...

—Flavio... Flavio... Hablad.

—Ni una palabra... ¡Básteos saber que ya nada ignoro!...

—¿Qué es lo que no ignoráis...? Hablad, que me volvéis loca... ¡Ah!... ¿Qué me ocultáis? ¿Va a hacer que dejéis de amarme...? Sí, lo comprendo..., ¡y no queréis decírmelo!... ¡Dios mío! ¡Dios mío!... ¡Qué desgraciada soy!

Mara rompió en un mar de llanto... Su dolor la ahogaba; acababa de ver a la fatalidad asomar su pálida cabeza por el rosado horizonte de su esperanza y de su amor.

Flavio, duro como una roca en un principio, se postró de rodillas ante ella, exclamando:

—Mara... Mara... Amada mía... ¡Júrame que no es verdad; júramelo..., y habrás arrancado el puñal clavado en mi corazón!...

—Juro... juro... —dijo Mara con entereza—, juro que todo es una calumnia infame. ¿Qué pudieran deciros de mí, siendo cierto, que os hiciese dejar de amarme? Pero, y vos, ¿por qué escucháis al primero que se os acerca para ultrajar a la mujer que amáis? Si en este instante no juráis, Flavio, os hubiera despreciado como indigno de arrastraros siquiera a mis pies...

Flavio permaneció algunos instantes como humillado, pero luego dijo:

—Mara, no me insultéis... Cuando debierais compadecerme... ¡Si supierais!... Me han ofrecido pruebas...: «Lo veréis —me han dicho— con vuestros propios ojos». ¿Y qué queríais que yo hiciera? Acepté porque deseaba ver esas pruebas... ¡Y las veré Mara! La duda es un infierno... ¡Yo no puedo vivir en esta horrible incertidumbre! ¿Por qué me habrán sacado de mi ignorancia? Yo hubiera vivido entonces feliz con vos, como si fuerais pura y sin mancha...

—¿Qué? —dijo Mara, levantándose pálida como un cadáver—. ¿Se habrán atrevido...?

Flavio la miró algunos instantes con extraña expresión; después, aproximándose a ella, exclamó:

—¡Cuán pálida os habéis vuelto... y cuán asustada os mostráis! ¿Sabéis lo que quiere decir esto?

—¿Qué? —preguntó Mara más inmutada al escuchar el acento iracundo que Flavio dio a la frase.

—Esto quiere decir... ¡que es verdad!... «Habladle de ello —me dijeron— y la veréis temblar... y por su emoción podréis adivinarlo todo». Y he aquí que cada vez os mostráis más espantada, más sobrecogida... más temerosa y... avergonzada quizá.

—¡Silencio!... —dijo Mara con ahogado acento—. ¡Salvaje..., mil veces salvaje!... ¡No digáis una palabra más...!

—¡Oh! Después que me habéis engañado infamemente queréis que calle... Después que todos los que os rodean se han burlado del pobre ignorante, después que intentabais echar sobre mi frente el borrón más ignominioso, queréis que enmudezca y no os recuerde vuestra infamia y el horrible daño que me habéis hecho... Sí, os lo repito; sois infame, mil veces infame y sin conciencia y sin fe... No beséis mi frente —me repetíais—, no se besa a las mujeres a quienes se respeta... Y en tanto, otro hombre que ni os amaba ni respetaba gozaba a manos llenas de vuestras caricias más impuras...

—¡Dios mío! —murmuró Mara aterrada—. ¿Quién será capaz de decir que no hay infierno? ¿Estas calumnias que yo no puedo vengar quedarán sin un eterno castigo?

—No tratéis de enternecerme con vuestra hipocresía; no, Mara..., a pesar de esto, yo os amo y seguiré a vuestro lado hasta que pueda al fin huir para amaros menos, ya que no pueda olvidaros. Confesádmelo, pues; esto será menos humillante para mí y más honroso para vos... ¿Quién sabe si os perdonaría? Me han dicho que esas debilidades humanas, que no conozco aún, son tan fáciles como frecuentes, para desgracia vuestra. Hablad..., hablad...

—Idos..., idos... —repetía Mara incesantemente y sin valor para defenderse ni pronunciar una sola palabra más.

Aquella espantosa calumnia, que en un corazón tan crédulo como el de Flavio era ya peor quizás que un hecho consumado, la había dejado completamente anonadada, y Flavio, con sus palabras de desprecio, contribuía a aumentar su angustiosa posición, y si no le amara con toda la intensidad de su alma se hubiera alejado de él para siempre; pero, aun a pesar de tanta dureza, de tantos insultos, Mara no se atrevía más que a pronunciar débilmente, y entre las angustias de su inmenso dolor, aquella palabra: —Idos—, que él no escuchaba siquiera. El orgullo de Mara se había disipado como humo vano, y ya no sabía más que sufrimiento y amargas lágrimas...

—¡Ni siquiera tenéis valor para confesar o para seguir mintiendo!... Mara... Mara... —añadió en el colmo de la desesperación—. ¡Responded, Mara; hablad —prosiguió—, defendeos! ¿No veis que me estáis matando?

Entonces Mara, la orgullosa Mara, comprendiendo que Flavio aún podía llegar a creer en su inocencia, se arrodilló ante él y juró por cuanto existía de sagrado en el universo que era pura e inocente... Flavio llegó casi a creerla; pero era ya imposible que la duda desapareciese por completo de su corazón.

Así prosiguieron, entre lágrimas, entre dudas y desesperación, por espacio de muchos días, sin que su mal se mitigase... Por el contrario, aumentaba cada vez más, y la madre de Mara empezaba ya a inquietarse por la salud de su hija. La vieja María, por su parte, después de intentar en vano calmar tan desesperadas luchas, se contentaba con llorar en silencio con su querida hija, a quien, sin embargo, como todos, culpaba.

Llegó el martes de carnaval, y Flavio vino a rogarle a Mara que no asistiera al baile.

—Estoy ya comprometida con mis amigas —le respondió.

—¿Qué importa? —dijo Flavio—. ¿Os interesa algo el mundo?

—Flavio, no me exijáis tal cosa: os lo ruego... Ya sabéis que no bailaré, y es más, me retiraré pronto... Pero no ir... ¿qué dirán? Es necesario recordéis que aún no tenemos derecho para desafiar las murmuraciones de los hombres...

—Mara..., os lo pido por lo que decís que me amáis... ¡No vayas al baile, amada mía!... Hoy va Ricardo; lo sé. Volverá a hablarte, y yo sería capaz de cometer una imprudente locura... Además..., te lo agradeceré tanto... ¡Tú no puedes comprenderlo todavía!...

—¡Bien! —dijo Mara con la resignación de una mártir—. Pero vos iréis; es necesario que os vean allí la noche entera, que no os alejéis del salón un solo instante.

—¿Por qué tal exigencia? —repuso Flavio frunciendo el ceño.

—¡No penséis ya mal! —dijo Mara—. Mamá tiene hoy que ir precisamente al baile acompañando a mi prima, que tiene a su madre ausente. Yo tengo que fingir un fuerte dolor de cabeza y quedarme en cama, y si no os viesen en el baile creerían que esto no había sido más que un pretexto para ocultar una falta... Creerían que vos me acompañabais...

Os comprendo, Mara... Tenéis razón; yo iré al baile.

—¡Y os divertiréis...!

Divertirme sin vos... ¡Qué injusta sois! Ya sabéis lo que haré.

—Yo...

—Sí; lo sabéis como yo mismo... Entrar y sentarme y no hablar con nadie; ver cómo aquel hormiguero de locos bulle y se revuelve en torno mío; salir a respirar un aire más puro y volver a sentarme para reírme de nuevo de los hombres que se dicen civilizados, y pensar en vos, cuyo recuerdo será lo único que pueda hacerme soportable noche tan infernal y temible.

Llegó la noche, y Mara, pretextando una ligera indisposición, rogó a su madre que la dejase quedar en casa, y que no por esto dejase ella de acompañar a su prima. La pobre madre, tan ignorante como siempre de todo, consintió, aunque con el pesar de dejarla enferma; Mara pudo cumplir así el capricho de su exigente e inconsiderado amante.

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