Capítulo VIII. Alberto


Estaban quietos los remos para no hacer ruido; y las lanchas se deslizaban a merced de la corriente. Mezclábanse las suaves armonías con la brisa…

Jorge Sand
 

Los últimos rumores de la tormenta se escuchaban todavía mezclados al murmullo de las olas y al graznido de los cuervos que en inmensas bandadas remontaban su vuelo y se escondían tras los últimos vapores que cubrían el azul del cielo.

La arena, húmeda aún por la lluvia, exhalaba ese aroma fresco y penetrante de las marinas que rejuvenece los ánimos; y el silencio de la playa, interrumpido por músicas alegres y risotadas estrepitosas, parecía haberse alejado con ligero paso de aquel lugar en que había gozado largos días de calma y de reposo.

Un elegante y ligero vapor se mecía blandamente sobre las aguas cercano a la orilla, con las airosas velas caídas lánguidamente a lo largo de los palos, cual si se hubiesen rendido al cansancio y a la fatiga, las azules banderas húmedas y agitadas apenas por una leve brisa que parecía despreciarlas porque no eran ya hermosas, y desierta la cubierta, cual si sus gentes quisieran dejarle en reposo, sobre el lecho inquieto en que tan valerosamente acababa de combatir. Semejaba en aquellos instantes pájaro de lejanos climas que cansado en su rápido vuelo desciende hasta las olas para tomar descanso sobre ellas.

El silencio más profundo reinaba en su interior, en tanto que multitud de marineros esparcidos en numerosos grupos por la playa, con las ropas húmedas y ajadas, desgreñado el cabello y el sudor de la fatiga no enjuto aún en sus morenos rostros, parecían querer olvidar en el bullicio y el placer de unos instantes el peligro que acababa de amenazar su existencia, siempre combatida y expuesta al furor de los elementos.

El soplo de alegría que rodaba sobre la playa les prestaba la vida y animación de los seres felices y, ahuyentando de su memoria los malos recuerdos, iluminaba las tinieblas en que se hallaban sumidas aquellas almas y las acariciaba en cuanto encierran de hermoso las imágenes del olvido.

No presentaban ellas a sus ojos más que las esencias embriagadoras del placer presente, incisivas, penetrantes y con todo el poder de esas armonías que en un solo sonido abarcan los delirios y los sueños de cien notas vibrantes y conmovedoras, escogidas en cada día hermoso de la existencia.

Su corazón estaba ansioso de placeres y querían hastiarse de ellos para no recordarlos después con dolor, porque el recuerdo de la felicidad es un tormento si comprendemos que no volverá tan presto a nuestro lado y que, cuando pudimos estrecharla en nuestros brazos y bañarnos en su luz y en su armonía, no hemos hecho más que tomar apenas las orlas de su ligero manto… ¡Oh! ¡Y es esta idea eterno remordimiento para aquellos que no cuentan en su vida más que algunas horas de felicidad por siglos de amarguras!…

Los panderos hacían compás a las guitarras y bandurrias que unas manos callosas pero hábiles hacían resonar armoniosamente aunque con ese estilo áspero, ruidoso y un tanto duro que acostumbra la gente de mar.

Voces destempladas unas veces, otras vibrantes, entonaban en coro hermosos cantos populares, aun cuando algunos de ellos no fuesen para escuchados por oídos castos.

Circulaban las botellas de mano en mano, sucedíanse las libaciones con harta rapidez y las cabezas, cediendo al suave influjo del vino, enloquecían cada vez más y llegaban hasta el delirio de la embriaguez.

Voces no muy santas se mezclaban a las preces que dirigían a Dios corazones contritos por haberles salvado del naufragio, infame blasfemia en que se unían escandalosamente las palabras del obsceno a las lágrimas del verdadero arrepentimiento.

Ellos cantaban y reían, gritaban frenéticos y lanzaban al aire sus sombreros vitoreando al mar.

Locos y beodos se revolcaban en la arena y jugaban la última moneda de sus bolsillos y la última copa de ron que ya no podían beber.

Tornáronse las voces más roncas: formaban un sordo ruido los panderos y las bandurrias, pues las cuerdas no vibraban ya bajo las pesadas y entorpecidas manos que las tañían, y la gritería, bajando un punto en entonación, aumentaba en murmullos y estrepitosas carcajadas que se ahogaban en una penosa respiración.

La fiesta iba degenerando en orgía y ésta se presentaba ya en sus últimos detalles con todo el repugnante colorido propio de tan groseras escenas, horribles sin duda alguna a nuestros ojos, pero no tanto como debían serlo las que se ocultan bajo dorados techos al son de armoniosas músicas.

Aquel desorden a la luz del sol, aquella orgía después de una tormenta, aquel olvido del momento que pasó lleno de tinieblas y del que llegará presto no menos oscuro y tenebroso, encerrando tal vez en su seno fría tumba que no pueden visitar los vivos, oculta en las entrañas del mar y acompañada de una soledad de la que la muerte debe horrorizarse, aquella orgía, repetimos, en que se trataba de ahogar el sentimiento, de ahuyentar la ternura del corazón para endurecerle con un valor en que hay mucho de desesperación, y de abarcar en un solo instante el placer de veinte años estériles en felicidad y regados con el amargo sudor de un trabajo jamás recompensado tenía, sin embargo, alguna disculpa de que ciertamente carecen los desórdenes de los salones cínicos y obscenos por sólo el placer de serlos.

Siempre he creído que algunos defectos imperdonables en el hombre deben, sin embargo, ser absueltos en el marino.

El soldado perece, y cien poetas cantan su heroica muerte, el recuerdo de su valor vuela en alas de la fama y sus cenizas son respetadas, pues las guardan los mármoles del obelisco: pero a la muerte del marino sigue el silencio más profundo.

Nadie canta su valor, ni nadie puede contar sus últimos momentos, los más llenos de desesperación y más horribles que existen en la tierra.

Él sucumbe después de una lucha sublime y terrible, y al hundirse en la húmeda tumba que le recibe y le esconde para siempre, lleno de vida y de esperanzas, sabe que el recuerdo de sus días pasará como una sombra que se disipa por la memoria de los que le esperan en la tierra, y el de su muerte quedará sepultado tal vez con su cuerpo inanimado en el fondo de las arenas.

Al lanzar su último suspiro no hay para él ni una lágrima, ni un beso cariñoso que endulce las angustias de aquel instante postrero, ni aun el ruido de la metralla que destroza heroicamente y de un golpe solo nuestras entrañas, ni un pensamiento de gloria, ni un destello de esa esperanza bienhechora de que sobreviva nuestro nombre a la materia que fenece, postrera vanidad, postrera ambición del hombre que le sonríe al borde de la tumba y le anima para marchar al último destierro.

El paso del marino sobre la tierra es como el de las águilas de los Andes, que sólo descienden un instante sobre las cumbres para dirigir de nuevo su vuelo a la región de las nubes. Perdonadle, pues, que cuando llegue a la playa, beba y jure y se apresure a ser feliz aun cuando no sea más que un solo día: el cañón de leva sonará pronto y su dicha se disipará como el humo en el postrer acento de un adiós que tal vez será el último.

Un viento norte que soplaba entonces con alguna fuerza agitó las banderas del vapor tranquilo y casi inmóvil hasta entonces, sus pequeñas velas se desplegaron graciosamente desdoblando sus rizados pliegues y las olas, estrellándose con alguna violencia contra los costados del buque, debieron parecerle la voz de alerta que debía despertarle de su sueño.

Pero él, negligente y perezoso, no hizo más que dejarse acariciar y, balanceándose pausadamente sobre las aguas por algunos instantes, hizo escuchar el ruido que formaban sus banderas y volvió a quedar en completa inmovilidad.

Entonces aparecieron sobre cubierta dos figuras esbeltas y elegantes.

En sus rostros se leía la felicidad; parecía que respiraban un mismo aliento, experimentaban las mismas sensaciones, estaban sus almas unidas en una sola y que sus corazones latían a un mismo tiempo a impulsos de la pasión más vehemente.

Ella era alta, morena; sus negros ojos despedían una luz brillante que parecía abrasar cuanto alcanzaba en torno suyo; sus labios de carmín un tanto gruesos y entreabiertos respiraban una voluptuosidad fascinadora; y el vestido de terciopelo que la cubría, negro como sus rizados cabellos, le daba el aspecto de una diosa digna de ser adorada por su hermosura en los mejores tiempos de la Grecia artista, en la Grecia creadora.

Sus manos diminutas y torneadas se distinguían apenas entre los oscuros encajes que pendían de las mangas de su traje, y su leve pie se escondía en la ondulante y larga falda de su vestido con la que parecía acariciar la cubierta del buque al pasar sobre ella.

Era él uno de esos seres en quien se reconoce un poder irresistible en la primera mirada que nos dirigen, en el primer acento que escuchamos de sus labios bañados de miel.

Sus ojos son azules, rodeados de largas y sedosas pestañas negras; sus párpados son largos, también pálidos y dormidos: la mirada que descubren cuando se levantan tiene la atracción de la serpiente y la dulzura de la paloma.

Son sus modales hijos de la más refinada elegancia, y en ellos se descubre al hombre de mundo, al lion de los salones, gastado y sin corazón, pero con toda la deslumbradora brillantez de la buena sociedad que oculta los defectos más detestables en un alma empeñada por los vapores del vicio.

Los dos se dirigieron pausadamente hacia la proa, desde la cual se descubría la playa llena de los desórdenes de la pasada orgía.

—Mis gentes duermen como lirones —dijo aquel hombre señalando los marineros—; la fiesta ha sido completa y ahora descansan sobre la arena como sobre un lecho de plumas; una tormenta cual la que ha pasado no sería capaz de dispertales. Sentémonos sobre cubierta, amada mía, y respiremos el aire libre y aromático que rueda sobre las olas.

Entonces, dando un silbido con su silbo de plata, tomaron asiento sobre blandos divanes orientales que se habían dispuesto a propósito, y una música suave y melodiosa, rompiendo el silencio de aquella muda soledad, llenó el espacio de armonías incomprensibles que una mano hábil hacía vibrar en un magnífico piano oculto sin duda en el fondo de la cámara.

Aquellas notas llenas de sentimiento, escuchadas sobre la cubierta de una hermosa embarcación en medio de ese aislamiento grandioso que envuelve en sus pálidas alas a las apartadas riberas, aquella música llena de suspiros y de quejas, delicada como las primeras ilusiones, armoniosa como el murmullo que se levanta de la naturaleza a la hora del anochecer, aquella fantástica creación de un alma poeta y sensible que sueña con el cielo y se halla de pronto transportado a este valle de dolor y sube de nuevo hasta el trono del eterno después de derramar sus lágrimas en la tierra, no podían ser más a propósito para exaltar la imaginación de aquellos dos seres que parecían sumidos en el éxtasis inefable de una felicidad deseada largo tiempo y realizada al fin en uno de esos venturosos días que tiene nuestra vida y que uno cree delirios del pensamiento o dichoso ensueño del que creemos no despertar jamás.

Escucharon largo tiempo, como sumidos en la dulcísima percepción de la melodía, pero al fin los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas y los del hombre de una voluptuosidad contagiosa y ardiente que, reflejándose en el rostro de ella, secó su llanto e hizo cubrir sus mejillas con el carmín delicado de ese rubor próximo a extinguirse en la palidez de una emoción mil veces más vehemente que la más abrasadora fiebre.

Sus rostros se confundieron, sus labios se tocaron, el ruido de un beso cruzó el espacio, y nadie pudo escucharle sino las olas y los vientos que le arrebataron entre sus murmullos.

En las mejillas de la hermosa no apareció, sin embargo, ese rubor que cubre la frente de las doncellas cuando les sorprende un beso de amor, y en el rostro del hombre no se notó tampoco esa alegría inexplicable que no se confunde con otra alguna y que sólo produce la victoria alcanzada sobre la inocencia de una virgen o la virtud austera de una mujer. Y era que aquel beso había sido un beso de esposos, una caricia concedida de antemano por las leyes…, aquella no era fruta prohibida ni


… de cercado ajeno;
 

era, sí, la abandonada largo tiempo por capricho y vuelta a recoger por un sentimiento de dulces reminiscencias en él, y en ella porque era la gloria de su vida, la felicidad que con sus brazos de rosa la había arrancado a la desesperación transportándola a un cielo que creía ser eterno.

Esa mujer era Teresa, aquel hombre su marido, su marido que había sido tan locamente llorado y esperado durante tantas horas de amargura.

Pero cuando la felicidad se digna visitarnos en nuestra terrenal morada, cuando la hermosa deidad nos sonríe no se contenta sólo con llamarnos hacia sí: como mujer acaricia, embriaga, arroja sus bienes a manos llenas en nuestro regazo; así fue que Teresa no sólo halló en aquel día de ventura al que esperaba su alma, sino que aun el sol no se acercara a las peladas colinas detrás de cuyos blancos picachos se oculta todas las tardes cuando el previsor, el obsequioso marido le había traído para ella lujosas galas que sustituyeron al pobre y mezquino traje de aquellos lugares.

Al renunciar Teresa a sus viejos trajes, tuvo que renunciar también a su choza ahumada, triste y pestilente.

Así como cambió sus groseros vestidos por los terciopelos y encajes, así también aquella solitaria choza fue abandonada por las agradables comodidades que se disfrutaban en el vapor y que eran tantas como podían reunirse en aquellos palacios flotantes, tan hermosos y también tan desdichados.

Los marineros les habían dejado solos. ¿Por qué el capitán no había de ser feliz mientas ellos se alegraban? —se dijeron, y miraron de reojo a la hermosa Teresa, que volvía a hallarla su marido más dulce y más bella que en otros días.

Si el dolor había añadido una tinta más de serenidad a su semblante, el amor que dominaba su corazón prestaba una luz radiante y luminosa a sus miradas, a sus movimientos, a todo aquel conjunto, en fin, de perfecciones sin tacha, capaces de conmover el corazón de otro hombre que no fuera Alberto hasta volverle loco de amor, pero de amor eterno, mientras a él sólo alcanzaría a satisfacerle por algunos meses, por algunos días…, ¡tal vez por algunas horas!…

Pero esta volubilidad, este cinismo, ese desprendimiento falsamente razonado de todo lo que es bueno y santo, semejante esterilidad de sensaciones nobles y constantes se ocultaba bajo la máscara más fascinadora y el semblante más bello y lleno de dulzura.

Teresa, la pobre Teresa enamorada y loca, ciega antes por la desesperación, hoy más ciega aún por el amor, ¿sería capaz de penetrar, tras aquel antifaz de rosa, el cúmulo de iniquidades que se escondía a sus ojos?

Pero ella es dichosa cuanto puede serlo una criatura en la tierra, ella no recuerda ya el ayer, no piensa en la desgracia…; aun cuando ésta se presentase otra vez ante sus ojos con toda su horrible desnudez, ella los cerraría para no mirarla, porque quería soñar, quería vivir en medio de su engañoso delirio.

—Los marineros que has enviado en busca de mi hija —dijo a Alberto después de pasados algunos momentos de cariñosa contemplación— no han vuelto todavía, y esto me tiene en un cuidado que sólo tu presencia puede mitigar…, pero es necesario que antes que el sol se oculte baje yo a la playa y la recorra para ver si la encuentro. ¡Oh, Dios mío! —añadió con lágrimas en los ojos—, ¡si hubiese perecido durante la terrible tormenta!… Sería para mí un golpe demasiado duro que turbaría esta felicidad que hoy llena todo mi ser.

—¿Tanto amas a esa niña? —le preguntó el marino con dulce acento y mirada un tanto celosa.

—¡Oh, sí, la amo, la amo como hubiera amado a nuestro hijo…, porque has de saber que ella fue mi compañera, mi amiga; la amo porque es buena y hermosa como deben ser los ángeles.

—¿Es tan hermosa?

—Jamás has podido imaginártela más bella.

—¿Y no la igualas tú, diosa mía? Tú, con esos cabellos negros, esos ojos fascinadores, esos dientes de perlas, ese talle esbelto… tú, que pareces hija de la Grecia con tu airoso cuello y tus formas que pudieran servir de modelo a las mejores estatuas… tú te engañas, Teresa, esa niña no puede aventajarte en belleza, tu tipo es puro, perfecto…; hasta ahora, te lo juro, no he hallado nada comparable a tu hermosura.

Escuchó la pobre pescadora este extraño y para ella incomprensible lenguaje, y escuchóle con alegría porque el corazón de la mujer, lo han dicho ya muchas veces célebres escritores y yo lo digo también, con nada se trastorna mejor que con el viento de la lisonja.

Fueron escuchadas tan tentadoras frases con la sonrisa del contento en los labios y las lágrimas que le había hecho derramar el recuerdo de su hija, suspendidas en sus largas pestañas; pero aquellas lágrimas enjugadas por el suave beso del esposo le hicieron olvidarse de nuevo que su hija no había aparecido desde la mañana y que debía bajar a buscarla a la playa antes que se ocultara el sol…

El amor, cuando es verdadero, es una locura…, una embriaguez que lo hace olvidar todo…, todo, hasta la misma vida: perdonemos pues a esta pobre mujer, tanto tiempo ansiosa de las caricias de su esposo, falta del aliento de su vida; no amará menos por eso a su hija, y al despertar de su loco sueño derramará lágrimas por su olvido. ¡Pobre Teresa!

En tanto Fausto y Esperanza habían llegado a la playa y examinaban, llenos de asombro, aquellos hombres de hediondo aspecto tendidos sobre la arena.

Miraba Esperanza con ojo atento y curioso aquel hermoso buque anclado a corta distancia de la playa y que se balanceaba graciosamente entre el vaivén de las olas; flotaban todavía las húmedas banderolas y el agua transparente de aquellos mares reflejaba la movible sombra del vapor, que parecía dormirse al suave impulso de la marea.

De pronto un agudo grito cruzó el espacio e hirió el oído de aquellos dos curiosos vagamundos.

Levantaron éstos la vista, y una hermosa y enlutada figura se les apareció sobre cubierta desde donde les hacía señas…, era Teresa que decía a su marido:

—¡Mi hija! ¡Mi hija!…, es aquélla —y señalaba a los pobres niños—. ¡Pobrecita mía y cuánto me he olvidado de ella en este tiempo! Vamos, Alberto, di que la traigan pronto a mi lado, que la traigan pronto…

Y Teresa, llena de contento por verla, pues la amaba como si fuese su verdadera hija, le hacía señas con un pañuelo, señas que Esperanza no comprendía, pues no acertaba a creer que era su madre aquella que se cubría con tan elegante como hermoso traje.

—¿Quién será la que nos hace señas desde el buque? —preguntaba a su amigo.

Y éste no le contestaba; miraba a aquel hombre que les miraba a su vez con el lente y con una tenacidad terrible…, su corazón latía con violencia…, agolpábasele la sangre a sus mejillas…, aquel hombre le era muy conocido…, su presencia le hería de muerte sin comprender por qué; le reconoció a pesar de la distancia, su odio le hubiera adivinado entre una multitud. ¿Quién eran aquellos marineros, quién era él que tan arrogante se paseaba por la cubierta del buque tan locamente envidiado aquella mañana, que tanto miedo le había causado, que le hacía sufrir como el pobre niño no había sufrido nunca?

¡Oh! Fausto se puso trémulo de cólera…, de asombro…, de envidia; faltó poco para que las lágrimas llenaran sus ojos…

Una voz vibrante resonó entonces en el espacio, una voz clara, una voz de marido, y al punto aparecieron en el mar, como si fueran evocados, dos pequeños botes que se acercaron a la orilla.

De cada uno de ellos saltaron dos hombres en tierra que traían dos grandes látigos en la mano, los cuales hicieron ondear en el aire con suma rapidez.

Después otro hombre, en cuyos bruscos movimientos se leía serle naturales los hábitos de mando, saltó a tierra y se acercó a los dos niños.

Fausto sintió que le abandonaban las fuerzas, turbáronse sus ojos, flaquearon sus piernas y tambaleóse su cuerpo como si fuese el de un beodo.

El hombre se acercó a Esperanza, y cogiendo suavemente entre sus manos aristocráticas aquel hermoso rostro, pudo contemplarle entonces; le vio de lleno en toda su sorprendente belleza y quedó suspenso.

Sin duda le había deslumbrado la hermosura de aquel ángel.

Después, cogiéndola en sus brazos y dándole un beso que hirió, como si fuera un puñal, el corazón de Fausto, se dirigió con ella hacia la ribera, en donde les esperaban los elegantes botes del vapor. Pero Esperanza, que hasta entonces había permanecido muda, prorrumpió en gritos diciendo:

—¡Déjeme usted! ¡Déjeme usted! ¿A dónde me llevan de este modo? ¡Fausto, Fausto, sálvame!

El niño entonces, ebrio de furor, partió como un relámpago y poniéndose delante del que llevaba a Esperanza, le dijo con acento salvaje y entrecortado por la ira y los celos:

—¡Déjela usted o le mato!…

Y se adelantó con aire resuelto.

Tal vez el niño hubiera entonces cumplido su amenaza, tal vez aquel pequeño David hubiera hecho caer exánime a sus pies al nuevo gigante, pero en aquel mismo momento un agudo silbido hirió sus oídos, una flexible cuerda ciñó su frente y la apretó cual si fuera de hierro. El gaucho no hiere con su bola de hierro más pronto al toro salvaje que le amenaza en medio de las desiertas pampas de América, el infeliz niño cayó en tierra.

¡Inocente! Mucho menos hubiera bastado; hizo el huracán lo que la más débil brisa hubiera hecho, ¡pobre hoja suspensa en la rama y expuesta a todos los vientos que soplan despiadados sobre el bosque!

Oyó entonces, y como en confuso, el eco de una carcajada sardónica que él creyó reconocer, y al mismo tiempo llegaron a él como amenazadora promesa estas palabras:

—Ese pilluelo es demasiado atrevido…, le prometo una buena lección.

Cuando el pobre niño salió de su letargo recordó confusamente toda la pasada escena…, los gritos de Esperanza, el latigazo que le hizo caer sin sentido, y sobre todo, ¡aquel hombre infernal!… Y entonces, aguijoneado por la curiosidad, como si saliera de un loco sueño, quiso saber si todo aquello era cierto, o si era vaga creación de su delirio, si era verdad o ilusión de sus sentidos…; pocos momentos de reflexión le bastaron, levantóse y miró al mar. El vapor estaba lleno de gente, las banderas desplegadas, hinchadas las velas, la chusma empeñada en la maniobra, la chimenea arrojando al cielo pausadamente gruesas y negras columnas de humo.

Distinguió sobre cubierta, al lado de aquel hombre pálido que aborrecía, a una mujer toda vestida de negro y a Esperanza, que se conocía por su chambra encarnada con cinturón de terciopelo negro, por su falda de percal claro, que dejaba descubiertos sus rosados pies, por la gracia, en fin, y la sencillez que encierra el tocado de las hermosas hijas de aquel país desierto. Tiene su traje en aquellos puertos cierto encanto que no he notado hasta ahora en parte alguna; han logrado seguramente descifrar el gran enigma, resolver el dificultoso problema de las mujeres, pues a la sencillez añaden la gracia, y a la gracia, la originalidad.

En aquel momento el cañonazo de leva resonó en la mar y en la playa silenciosa; partió el vapor rápidamente y alegres vivas y cantos estrepitosos llegaron a sus oídos en alas del viento.

La frente de Fausto ardía, sus mejillas estaban lívidas como las de un cadáver y, en aquellos instantes, tan crueles para él, hubiera querido morir…, pero él no comprendía aún el suicidio.

Llamó a Esperanza, gritó, se arrojó sobre la arena como un verdadero poseído; cuando la noche envolvió la tierra con su manto de sombras, Fausto había desaparecido ya de la playa.

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