Capítulo IX. Tormentos


—Voyez-vous ces nuages épais qui obscurcissent en ce moment la terre? Il est de même bien des coeurs enveloppés de ténèbres impénétrables.
—Mais le soleil brille au dessus des nuages.
—C’est possible, mais qu’importe à ceux qui ne le voient pas?

Miss Cummings
 

A un cuarto de legua del pueblo de Mugía y siguiendo aquel tortuoso camino que deja a un lado el antiguo priorato de Morayme, se encuentra una pequeña casa de campo rodeada de naranjos y limoneros, de altos tilos y floridas y olorosas acacias en donde hacen sus nidos los pocos pájaros que se encuentran en aquel país estéril. Solitarios huéspedes cuyo canto monótono y triste no hace más que aumentar la melancolía de tan áridos lugares, aunque al saltar de rama en rama parezca que dan alguna vida a la naturaleza, de quien siempre les he llamado hermanos.

Una alta tapia circunda los jardines y en ellos crecen a fuerza de cuidado las flores más raras y caprichosas.

La huerta de sabrosas frutas sigue a los jardines, y a la huerta los frescos bosquecillos, con cristalinos arroyos y fuentes que murmuran. Pudiera decirse muy bien que semejan allí, huerta, jardines y bosques, un paraíso en medio del infierno, un ramo de violetas arrojado en un zarzal, mi rayo de luz iluminando una noche sombría.

Sólo al abrigo de aquella tapia protectora había arboles y frutas, flores, aromas, pájaros: después, todo cuanto rodeaba aquel lugar privilegiado se presentaba árido e inculto, todo tenía impreso el sello de la desolación y de la tristeza. Sólo en los aristocráticos salones de aquella vivienda existían la riqueza y el lujo, el refinado gusto de la elegancia y todo lo que puede hacer soportable y aun querido un destierro. Fuera de allí, las casuchas que se hallaban diseminadas a corta distancia de aquel pequeño palacio, que parecía insultar osadamente la miseria que le rodeaba, eran de un aspecto lúgubre, llenas de pobreza y faltas de todo lo que puede hacer agradable la vida. Al mirarlas no podría menos de preguntarse uno a sí mismo si los que vivían en semejantes barracas tenían razón como nosotros, si eran hombres que pensaban y vivían y si, siendo así, no desesperaban de su suerte maldiciendo lo que todos los del universo deben maldecir.

Cuando las nieblas que a la hora del anochecer vienen del mar cubrían la tierra como un sudario y cada cual se retiraba a su miserable vivienda falta de fuego y de luz, en el interior de la casa de que venimos hablando resonaban los acordes de un piano, las luces resplandecían a través de las cortinas de raso blanco que caían en graciosos pabellones, el humo de las viandas empañaba los cristales demasiado cerca de la mesa y los aromáticos trozos de cedro ardían en la chimenea crujiendo al paso de las llamas.

El luto reinaba en el cielo y en la tierra en tanto que en aquellos dichosos recintos todo era alegría y riqueza.

¿Podríamos asegurar, sin embargo, que allí no se derramaban lágrimas? ¿Que en medio de aquellas suntuosas costumbres no se encerraba algún misterio doloroso, algún alma llena de pesares que mezclase sus suspiros de amargura a los melodiosos acordes de una música enervadora?

El dolor es el eterno compañero de lo creado… ¿qué hay en la tierra que no caiga herido por su dardo?

Algunas veces he querido penetrar el misterio de las humanas existencias con la turbia mirada de mi entendimiento rodeado de tinieblas, para convencerme de que los dolores que yo creía aquejaban a la humanidad entera eran, tal vez, exageración de mi espíritu enfermizo y visionario, pero bien pronto he tenido que cerrar los aterrados ojos cuando la luz de la verdad, descorriendo el paño rosado con que parecen cubiertas todas las bajezas de los que pretendemos elevarnos a la altura de dioses, presentó a mi vista la fúnebre túnica que envuelve entre sus sombríos pliegues todas las santas aspiraciones que brotan del hombre hacia la felicidad…, y una sonrisa amarga a través de todas nuestras pobres alegrías…, vano oropel de ventura y fingidas esperanzas con que llenamos la tierra los mortales para engañar de algún modo nuestras miserias.

Todas las comodidades que llenaban la casa que hemos descrito no eran capaces de disipar las negras melancolías que pesaban en la existencia de los que vivían en ella.

Aquel lujo y aquella ostentación eran por el contrario un tormento horrible que mortificaba su alma, y un motivo de continua envidia para los que faltos de todas las comodidades que sobraban allí, tenían que contentarse con admirarle de lejos, pero sin aspirar siquiera el aroma de una de sus flores y adivinar tan sólo los ocultos misterios que se encerraban en aquellos secretos gabinetes.

Era uno de estos envidiosos Fausto, el pobre inocente cuya miserable cabaña se hallaba situada en frente casi del palacio tan maravilloso a sus ojos, y tan lleno de todas las bellezas que pudiera ambicionar su corazón desgarrado ya por tormentos que marchitan en flor la vida del hombre.

El rostro del pobre marinero estaba pálido y macilento, sus negros cabellos caían con abandono sobre las sienes enjutas y comprimidas, y su nariz afilada y sus labios cárdenos indicaban demasiado qué padecimientos físicos y morales iban minando aquella naturaleza vigorosa al tiempo mismo en que debía desarrollarse.

Compadezcamos los sufrimientos del pobre enamorado que se muere por falta de luz y de ambiente, que se muere delirando de amor sin que pueda acercarse un solo instante a la amada de su alma, al niño que siente venir la muerte en medio de su miseria y su soledad, teniendo delante de sus ojos a todas horas la abundancia y el lujo, y unas paredes infernales que esconden a sus miradas el tesoro de su alma, el aliento de su vida.

Un paso más allá de aquellas puertas que se cierran para él, como se cierra el cielo para los condenados, y Fausto hubiese vuelto a la vida, Fausto se hubiera levantado de su postración como la flor que próxima a marchitarse por falta de rocío vuelve a entreabrir sus hojas perfumadas al sentir su frescura.

Pero aquellas puertas permanecerán cerradas, y el joven marinero se sentirá morir de cólera, de celos y de envidia, tres furias que desgarraban su corazón de una manera impía.

¿Ignoráis, acaso, lo que es esa envidia mortificadora, que se pega al alma como fría concha a la roca, creando en ella el odio y la maldad que la endurece y la irrita volviéndola al fin estúpida o cruel? ¡Oh!, si sabéis lo que es, sabréis también cuán grande era el sufrimiento de Fausto comprendiendo a la vez que su envidia es la más perdonable y la más digna que puede abrigar el corazón del hombre.

Fausto ronda día y noche aquella codiciada casa, se complace en admirarla, aunque siente entonces aumentarse el odio en su corazón, y algunas veces, ¡pobre insensato!, besa con transporte las húmedas piedras de la tapia.

¿Y sabéis por qué? Porque el roce de los vestidos de Esperanza ha llegado por aquella parte a su oído atento…, tal vez un eco de su voz…, un doloroso suspiro.

Allí es donde vive el ángel de sus sueños, allí le esconden y le aprisionan.

¡Ah! ¡Y estos tormentos eran infernales!

Por eso vagaba solitario por la playa, por todas las cumbres, en torno de la hermosa quinta en cuyos encantados salones sólo podía entrar su pensamiento.

Creyóle loco su padre, y al verle cruzar a media noche, como sombra ligera, bajo los árboles cuyas ramas salían fuera de las tapias, figurábanse los sencillos moradores de aquella comarca que era un alma en pena que venía a pedir a los vivos sepultura para sus cenizas abandonadas tal vez en algún paraje maldito.

Pero y Esperanza y Teresa, ¿eran acaso más felices que el pobre niño?

Desde el momento mismo en que por primera vez traspasaron el dintel de una puerta que cerraba a todos el hermoso misterio y el lujo de tan suntuosa estancia, la libertad de Esperanza murió con su felicidad.

Sobre su existencia hasta entonces tan alegre y risueña, pesaba la voluntad de un tirano que la mortificaba a todas horas: él se había posesionado de su vida como un dueño inclemente y avaro hasta la crueldad; y la hermosura de la pobre niña la ocultaba a todas las miradas, cerrando para ella las ventanas del palacio y las puertas de los jardines.

Los juegos de su infancia, a los que prestaba vida Fausto, el dulce compañero; los sueños juveniles y llenos de inocencia con que sonreían el uno al otro, tímidos precursores de una felicidad vacilante como la superficie de aquel mar que amaban, ya no son más que un recuerdo doloroso que se reproduce cercado de dolores en su enferma imaginación, y las lágrimas que derraman sus ojos no hacen otra cosa que abrasar sus frescas mejillas para no dar alivio a su corazón.

El recuerdo de Fausto le persigue incesante, y el ruido de aquel horrible latigazo suena todavía en sus oídos como el eco de un torrente, como la pesadilla de un sueño de que no se despierta.

Un día, un triste día, uno de aquellos en que las primeras lluvias de noviembre azotaban los cristales de su ventana, oyó un quejido lastimero que atravesando el espacio vino rectamente a herir su corazón: aquel gemido doloroso parecía un adiós lleno de amargura que iba a despertarla en su agonía.

Sintióle ella en su alma como una reconvención amarga y, llena de espanto, pues había reconocido la voz de Fausto entre el leve y quejumbroso gemido de los vientos de octubre, quiso entonces huir de su prisión, quiso volar en su auxilio, pero todo era en vano; unos brazos de hierro la sujetaron al punto y una voz ronca por la ira la amenazó de muerte e hizo acallar sus gemidores lamentos.

¡Dios mío! ¿En dónde se halla esa felicidad tan buscada en la tierra, pues ni aun en la áspera soledad de aquellas desiertas riberas la halla la pobre niña?

¿Qué le importaba que aquellos brazos y aquella ronca voz, endulzándose, la llenasen de caricias si eran éstas para ella mucho más amargas que los más crueles padecimientos? La infeliz niña se ahogaba en una atmósfera envenenada y, para colmo de desgracia, desde aquel momento persiguióla su tirano con más encarnizamiento que nunca.

¡Oh! ¡Señor de justicia! ¡Brazo del débil y del pobre! ¿Por qué no te alzas contra el rico y el poderoso que así oprimen a la mujer, que la cargan de grillos mucho más pesados que los de los calabozos, y que ni aun la dejan quejarse de su desgracia? Infelices criaturas, seres desheredados que moráis en las desoladas montañas de mi país, mujeres hermosas y desdichadas que no conocéis más vida que la servidumbre, abandonad vuestras cumbres queridas en donde se conservan perennes los usos del feudalismo, huid de esos groseros tiranos y venid aquí en donde la mujer no es menos esclava, pero en donde se le concede siquiera el derecho del pudor y de las lágrimas.

Hombres que gastáis vuestra vida al fuego devorador de la política, jóvenes de ardiente imaginación y de fe más ardiente, almas generosas que tantos bienes soñáis para esta triste humanidad, pobres ángeles que Dios manda a la tierra para sufrir el martirio, ¡no pronunciéis esas huecas palabras civilización, libertad! No, no las pronunciéis, mirad a Esperanza y decidme después qué es vuestra civilización, qué es vuestra libertad. Dejad, pues, tan hermosos sueños, dejad al mundo que marche como quiera, siempre habrá para vosotros un solitario rincón de la tierra en donde poder ser libres…, pero no, ya que nada pasa aquí que no deba pasar, seguid soñando, levantad vuestra voz armoniosa como un himno de redención, vuestra palabra fructificará, lo sé bien, ¡pero, por Dios, no seáis tan egoístas como los hombres que pasaron!… El día en que el mundo se eche en vuestros brazos, acordaos de Esperanza…, es decir, ¡de la mujer débil, pobre, ignorante!…

No menos desgraciada Teresa que su hija adoptiva, tenía que presenciar silenciosa tan insultantes escenas que su marido no se tomaba siquiera el trabajo de ocultar.

Pobre mujer que, al verse de nuevo en los brazos del que amaba, creyó penetrar en el paraíso, cuyas puertas doradas no guardan ya para ella los serafines de espada centellante; pero ella no hizo más que dar vida a su corazón oprimido en una atmósfera de fuego, que debía hacerla morir.

Todos los delirios, todas las ilusiones de aquella imaginación ensoñadora habían desaparecido en un instante, dejando, sin embargo, un doloroso recuerdo de su paso.

Las protestas de cariño que habían escuchado sus oídos faltos tanto tiempo de esas armonías del corazón, de esas notas melodiosas que saliendo de los labios de la persona amada penetran hasta el alma, devolviéndole la vida y la felicidad, habían sido vanas; mentirosos halagos de un instante que pasando como un relámpago le habían deslumbrado con su viva luz para dejarla después entre tinieblas.

Él le devolvió un momento sus caricias y la atrajo hacia el lecho de flores del engaño con sus palabras bañadas en miel: le prometió una fe eterna, una dicha sin término; presentó ante sus ojos la felicidad que se escondía tras los días venideros y ella, creyéndole, le amó con toda la vehemencia de que era capaz aquella naturaleza de fuego. Entregóse de lleno a esos sueños sin nombre, velados siempre por nubes de color de rosa, sueños que se suceden rápidamente para tomar un tinte más hermoso cada vez, ensanchándose en el horizonte purísimo de nuestras risueñas ilusiones.

Pero ¡cuán pronto concluyó su dicha!

Cambióse en un instante en largas horas de sufrimiento; no pudo soportar tan rudo desengaño, y su corazón lleno de dolores parecía pronto a romperse bajo el peso de sus desgracias.

Había veces que dentro de aquella casa sobre la que estaba fija eternamente la mirada de Fausto, tenían lugar escenas que nadie podría presenciar sin estremecerse.

Alberto, el dueño, el señor de aquellas vidas, se complacía en amargarlas. En medio de Teresa y Esperanza, brutal sultán, que pretendía como los de Oriente echar su pañuelo y hallar una voluntad sumisa a la suya, se hacía acariciar por aquellas dos mujeres que si alguna vez obedecían era con la desesperación en el alma y la muerte en el corazón.

Burlábase él de lo que llamaba en su cínico lenguaje ligeros escrúpulos de conciencia; las hacía padecer y nada ablandaba su corazón, ni las súplicas, ni el llanto, ni la pasiva resistencia de tan pobres criaturas.

Gruesas lágrimas rodaban entonces por las mejillas de aquellas dos mujeres tan hermosas y tan ultrajadas, pero ambas permanecían atadas al victorioso carro de su dueño, la una sujeta por los robustos brazos que la oprimían, la otra… ¡por su corazón!: cadenas que en aquellos instantes supremos no podían romperse a pesar de todas las violencias de la tierra.

La hiel más amarga rebosaba en el alma de aquella madre…, de aquella esposa…, y, sin embargo, faltábale valor para separarse de un hombre que la retenía a su lado por medio de tormentos, pues éstos, en el amor, tienen su parte de atracción así como las caricias. Atracción desesperada que forma el delirio y la locura; atracción que arrastra en pos de sí un alma enamorada, como arrastra el viento a las nubes y el huracán las hojas secas que encuentra a su paso.

La contemplaba ya su marido como un juguete olvidado y que sólo cogemos de nuevo para gozar el placer de destrozarle.

Pero ¿qué importaba todo esto si él era el único objeto que llenaba todos los días de su existencia, si desde que él estaba a su lado todo era indiferente para la pobre loca, todo, hasta el recuerdo de su hijo?

Vosotros, los que no hayáis sentido nunca esas pasiones devoradoras en donde muere el orgullo y se pisan los celos, en donde no se vive otra vida que la del ser que amamos; vosotros, los que no os hayáis olvidado de vosotros mismos para pedir de rodillas al tirano que os domina una sola mirada de amor o una efímera promesa que sabemos morirá mañana con el desencanto de una ilusión, quizá no comprenderéis a Teresa, pero sabed que esto sucede y que tales tormentos son los más horribles de la vida, los que hieren de muerte.

Ella se arrodilló a los pies de Alberto, arrastró en el polvo su frente y pasó largas noches de insomnio y desesperación en que rogaba a su esposo y se olvidaba del cielo.

Tuvo momentos de locura y borrascas turbulentas en que sus pensamientos y los latidos de su corazón y sus lágrimas se mezclaban tumultuosamente…, aquello era ya más que un vértigo, era una cosa sin nombre, que parecía no tener término ni aun en la muerte; era una chispa del infierno, una gota de amargura destilada del corazón de Luzbel en el de aquella infeliz destinada a vivir muriendo.

Llegó hasta maldecir el instante en que recogiera en el rincón de su cabaña a aquella pobre huérfana con quien había partido el pan ganado con su trabajo, a aquella que había visto crecer, gozándose en verla hermosa.

—Sin esa niña —decía— yo hubiera sido tan feliz como los ángeles en el cielo…, él me amaría… ¡Oh! Sí, él me amaría como en el primer momento en que le he visto volver a mis brazos más amante que nunca…, me amaría como me amó en todo aquel día de felicidad en que aún no la había visto a ella.

Y fue tal la exaltación de sus celos que pensó en el crimen; nube negra que pasó ante sus ojos como un relámpago y rehusó manchar sus manos en sangre inocente que, como la de Macbeth, teñiría los mares; rehusó al crimen, y tuvo que resignarse a su suerte, aunque sabía muy bien que ella sucumbiría en la lucha.

Éranle a su esposo indiferentes sus ruegos y sus lágrimas, y aun pudiéramos decir que le servían de distracción en algunos instantes de aburrimiento.

Él se había retirado a aquel lugar salvaje en donde nadie podía penetrar el misterio de su vida para reinar en él como un pequeño reyezuelo y para llenar su corazón de los únicos placeres que no había experimentado en la tierra, el absoluto dominio de su voluntad sobre los que le rodeaban y la tiranía puesta en toda su fuerza, sin ley que contuviese sus maldades ni jueces que le juzgaran.

He aquí por qué la única esperanza de aquellas dos mujeres no era otra que una desesperación amarga y una lenta agonía que duraría tal vez una eternidad de siglos. Aquellos débiles seres no tenían otro apoyo sobre la tierra que el Dios que vela por los desvalidos y los huérfanos.

¡Infelices expósitos! Infelices los que, abandonados a la caridad pública desde el momento en que vienen a la vida, vagan después por la tierra sin abrigo y sin nombre; pobres desheredados de las caricias maternales y de todo cuanto puede dar felicidad al hombre en este valle de dolor. ¡Infelices!… de ellos es el pan de las lágrimas y de ellos la soledad y el abandono.

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