Conclusión

Cantan los pájaros en los árboles saludando la aurora, y las flores de las acacias y los limoneros lanzan sus primeros perfumes: el rocío humedece mi cabeza y yo corro desalentada hollando las rosadas margaritas que me miran con tristeza como pidiéndome compasión, pero yo desprecio su ruego.

¿Quién ha escuchado los míos, ¡ay!, cuando su voz del cielo me llamaba sin que yo pudiera volar en su socorro, sin que pudiera arrancarla de las manos de aquellos hombres sin corazón?

¡Hija mía, pedazo de mis entrañas, yo te busco anhelante, yo salvo los precipicios y los torrentes porque creo oír tu débil vagido entre el murmullo de los ríos, en el crujido de las secas ramas que estallan bajo mis plantas, entre el ruido que forma la barca del pescador al hendir las olas en una noche de verano!

El eco de tu voz se mezcla a las brisas de la tarde que orean las flores en sus ligeros tallos, al rugido de la tempestad que azota las añosas encinas y hasta el arrullo de las tórtolas que se acarician. Marcho de contino en pos de esa sombra ligera que me sonríe en todos los objetos llamándome hacia su seno cariñoso…, pero ¡ay!, nunca la tocan mis manos… ella se desvanece como humo ligero, y va a esconderse cuando las sombras descienden sobre la tierra, allá en donde se esconde el sol.

Ayer mismo, cuando este astro luminoso parecía hundirse en el mar y las soberbias olas apaciguadas formaban un inmenso lago azul, grande como la inmensidad… un ángel, sin duda, tomando tus formas aéreas se mecía rozando apenas la superficie del agua con la suave ondulación del oleaje. Coronaban su frente grandes rizos de cabellos rubios como un rayo de sol, tus cabellos, hija de mis entrañas… y sonriéndome con la sonrisa de los ángeles me llamaba hacia sí con una voz dulce y armoniosa como el canto del ruiseñor.

Yo iba a arrojarme al mar para acercarme a aquella imagen bienaventurada que quería estrechar contra mi corazón, aunque luego muriese, cuando sentí que una mano de hierro me sujetó, volví airada la cabeza y la sombra murmuró a mi oído:

—Tú sueñas; tu hija no mora entre las ondas, ¡tu hija vive en el mundo!…

¡Mi hija entre los hombres! ¿En dónde estás, pues, que jamás te encuentro? ¡Mi hija entre los hombres! ¡Oh! no; yo te veo en el blanco cendal en que se envuelve la luna, entre los vapores y entre las ligeras nieblas que se levantan de los ríos y se pierden en el cielo.

¿Qué es sino tu voz la extraña música que escucho en mis sueños? ¿Qué beso es sino el tuyo el que el viento deja en mis labios impuros, el santo aroma que los purifica? ¡Tus besos! ¿Pudieran ser los tuyos cuando existe en la región de las nubes? ¿O es que mi corazón de madre adivina que también allá, flor de las vírgenes inmaculadas, podrán marchitarse tus hojas?

¡Ven! Ven a decirme cuál es el mundo en donde habitas; ven, pero no cuando duerma, porque después no sé recordar sino en confuso tu pura imagen.

Ven, verás cómo el llanto ha secado mis mejillas, cómo mis carnes jugosas se pliegan a los huesos como la mojada túnica al cadáver. ¡Ven, ven que te llamo! ¡Que pueda estrecharte una sola vez en mis brazos! ¡Que pueda darte mi beso de madre!

Calló la voz; y el día, risueño como día de primavera, siguió su curso; y crecieron las hierbas; y las flores dieron sus perfumes; y el sol, descendiendo majestuosamente hacia su ocaso, iluminó con sus últimos rayos la inculta ribera, las altas cumbres, y los undosos valles, y los lagos azules que duermen al abrigo de los olmos de su orilla. Entonces más sonora y vibrante llenó el espacio y entonó este canto:

¡Oh, madre mía! ¿En dónde estás que mi alma te busca y no te halla nunca? ¿Quién te ha robado mis infantiles caricias? ¿Quién te ha impedido que me arrullaras con tus dulces cantos? En el revuelto torbellino del mundo giran confundidos esposos y hermanos, padres e hijos que se aman como yo te amo, ¡madre mía! Tu alma debía ser pura y sin mancha como el azul del cielo, y benéfica como la sombra de una fuente en el verano caluroso.

¡Ay! ¿Dónde estás? ¡Véate yo si estás viva, bese yo tu sepulcro si ya no existes! Pero no, quizá profanaría tu losa con el lodo de mi ropaje, porque las cosas de los vivos no deben llegar nunca al sitio en donde reposan para siempre los que ya no son del mundo más que un puñado de cenizas o una vana memoria.

¡Oh, madre mía! Tal vez tú, como yo, fuiste arrastrada por la mano de la desgracia y rodaste, como las arenas impelidas por las olas, hasta el fondo del precipicio desde el cual llamaste a tu hija, como llamo ahora por ti, sin que a tu voz lastimera respondiese mi voz, resonando quizá en el espacio al otro lado del mundo que tú habitas…

Cuando me acerco a la morada de los muertos, creo percibir en cada sepultura acentos melancólicos gemelos de mi alma que me dicen cosas secretas y lastimeras, y pienso entonces si serás tú la que me habla.

Pero no…, al cruzar la selva, al vagar bajo los álamos frondosos, me pareció oír una voz y unos acentos que penetraron hasta lo más recóndito de mi alma… ¿Sería un sueño como los que tantas veces han perturbado mis mañanas de primavera? Yo no lo sé, pero he aligerado mi paso en pos de no sé qué sombra que me llamaba… ¡Oh, sí, que me llamaba! Y creo que me llama todavía.

Si eres tú la que busco, ven a mi lado, ya se esparza tu esencia en los céfiros que mueven las ramas de los cipreses, ya existas todavía entre los mortales. ¡Oh!, ven; alejémonos de estos campos y de estas ciudades que emponzoñaron mi corazón en las largas horas de mi soledad, las unas con los recuerdos de sus caricias, los otros con el aroma de sus flores.

Todo calla en torno mío y el sol que se esconde tras las montañas no me dejará ver entre sus rayos la imagen de hermosura que quiero abrazar…, ¿me volveré sola a ese mundo de seres que bullen y se agitan como abejas en su colmena, para disputarles y que me disputen riquezas que son mentira y placeres que no quiero brindarles?

Mas ¿por qué he de alejarme de este valle? ¿No es cierto que nadie existe en este mundo que haya de llorarme?

El mar que ruge a mis pies me muestra su blanca espuma, semejando lecho de descoloridas flores azotadas por el vendaval en donde duerme el último sueño la virgen melancólica de pesares…; ¿para qué sufrir, pues, esta fatiga de todas las horas y esta soledad que me rodea y me ahoga? ¡Madre del alma! ¡Esta hora es la más triste de los afligidos, es la hora de la duda y de la desesperación!… Si acaso me miras, y más pura que yo te sientas al lado de Dios que todo lo ve y todo lo juzga, si puedes tú medir lo inmenso de mi tristeza, ruégale que me perdone…

Un ¡ay! prolongado y lastimero, último acento que lanza el moribundo al despedirse de este mundo, un ¡ay! desgarrador nacido de las esencias más amargas y de los pesares más intensos, fue a perderse entre el ruido del mar, y al mismo tiempo un cuerpo humano flotó entre las espumas dejando un círculo sombrío en aquel remolino de aljófares.

A la dulce claridad de la luna vióse adelantar hacia la ribera a una mujer enlutada: las olas arrojaron a la playa un cadáver.

Aquella mujer lanzó un grito, alzó los ojos suplicantes y llenos de lágrimas al cielo y exclamó:

—¡Dios mío! ¡Perdonadla!

Y luego besó con transporte el cadáver más frío que las olas… Era Teresa que besaba por última vez las hermosas mejillas de Esperanza.

El mar del Rostro dejaba oír allí sus eternos bramidos; la Hija del mar volvió a ser arrastrada por las olas sus hermanas, hallando en su lecho de algas una tumba que el humano pie no huella jamás.

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