Capítulo XX. Justicia de Dios


Et que ton âme, errante au milieu de ces âmes
y soit la plus abjecte entre les plus infames!

Víctor Hugo
 

Habían ya pasado algunos días, días de triste inacción y de silenciosa y lánguida tranquilidad.

La enferma parecía resignada; y melancólica y tranquila veía pasar su nueva existencia como un sueno indefinible del que ni nos importa despertar ni seguir soñando, y aun cuando algunas veces quiso penetrar el secreto de su existencia contentóse con las evasivas respuestas de Ángela.

Tal vez su alma fatigada no tenía ya fuerzas sino para sufrir el yugo que quisieran imponerle, sometiéndose a todo con la indiferencia propia del que no espera sufrir ya más ni tampoco gozar ni aun de la más pequeña felicidad. Su sensibilidad parecía muerta, su pensamiento estaba paralizado y su memoria no recordaba más que en confuso las escasas y monótonas sensaciones de cada día. La locura había desaparecido, pero quedara en su lugar el desaliento y la inacción; parecía un dócil niño y ciego que se dejaría guiar a donde quiera que la voluntad ajena quisiese, porque su voluntad estaba muerta.

Pasaba los días contemplando una flor o mirando cómo se deslizaban las aguas del arroyo que bajaba rodando dulcemente sobre las guijas y entre las hermosas plantas de la orilla; semejaba así su inactiva existencia la de un débil niño enfermo de melancolía.

Ángela salía del gabinete de la enferma al tiempo que el doctor iba a entrar.

—¿Cómo sigue? —le preguntó.

—Como siempre; es decir, triste, indiferente a todo, silenciosa.

El doctor meneó la cabeza con aire pensativo y pareció reflexionar algunos momentos.

—¿Sabes, acaso —le preguntó de nuevo—, algunas historias tristes?

—Algunas —replicó Ángela—, y por desgracia demasiado ciertas.

—Pues es necesario —dijo entonces Ricarder— que las oiga la enferma, pero que te las oiga contar a ti, con sentimiento, con ternura, si es posible con lágrimas en los ojos.

—Para lograr eso me basta apelar a mi corazón; recuerdos hay en mi alma capaces de hacer derramar torrentes de lágrimas; pero ¿no le hará daño?

—Al contrario, Ángela, al contrario: es necesario que vuelva a sentir, pues la inacción en que se halla sumida puede serle muy perjudicial. Necesita llorar más de lo que ha llorado, porque su corazón debe estar tal vez oprimido por alguna pesadilla desconocida para nosotros y que puede conducirla de nuevo a la locura o al sepulcro.

—Pues bien, señor —dijo Ángela—, desde hoy trataré de hacer lo que usted dice, le contaré algunas historias, serán tristes y conmovedoras como se necesitan; ¡así se renovarán mis recuerdos perdidos entre las sombras del olvido!

Al decir esto, Ángela volvió la cabeza, estaba la ventana abierta y se veía desde ella el campo, los jardines, toda aquella soberbia y hermosa naturaleza; Ángela miró hacia el sendero largo, estrecho, tortuoso, que iba a perderse al pie de un bosquecillo de olivos. Viose entonces aparecer la escuálida figura de una mujer, cuyos rotos vestidos dejaban descubiertas sus carnes blancas pero ajadas por la intemperie. Ángela dio un grito de sorpresa y se apartó de la ventana diciendo:

—¡Infeliz! Es ella, voy a buscarla… ¡Cuánto tiempo ha pasado sin poder hablarle, sin poder prestarle socorro alguno! —y diciendo esto bajó las escaleras precipitadamente.

Momentos después volvía ya conduciendo a aquella mujer cuyo aspecto extraño y salvaje no se sabe si infundía lástima o terror.

Tenía algo de mártir su aspecto y en el semblante arrugado y marchito se notaban todavía las huellas de una pasada hermosura.

Todavía Ángela no había podido dirigir algunas preguntas a su extraña amiga cuando se abrió la puerta y apareció la enferma, pálida, vestida de blanco, coronando su hermosa cabeza con una flor azul. Era lento su paso y su mirada distraída y melancólica: sus labios no se abrieron más que para llamar por Ángela, y aquella voz semejó su débil quejido; en su frente ancha y despejada y en sus grandes ojos azules brillaba tibiamente un destello de aquella lenta tristeza que la devoraba.

De repente la vieja desharrapada, la de semblante extraño y manos arrugadas, lanzó una exclamación de júbilo y acercándose bruscamente a la enferma, le dijo pasando la mano por sus sedosos cabellos:

—¿Conque tienes también cabellos rubios? ¡Oh! No hay cosa más bella que ese color de oro alrededor de una frente pálida. ¡Qué hermosa eres! ¡Como tú debía ser ahora mi hija! ¡Déjame besarte!…

Ángela trató en vano de alejarla de aquel sitio, pues la vieja vagamunda opuso una fuerte resistencia.

—No tema usted, señorita, no le hará a usted daño —dijo Ángela a la enferma—; es una pobre loca, una desgraciada criatura que ha padecido mucho.

—¡Ha sufrido! —murmuró con extrañeza la enferma—. ¿Y por qué?

—Ya se lo contaré a usted, señorita; pero ante todo es necesario que ella se marche; voy pues a llevarla, a cubrir con nueva ropa sus carnes desnudas, aunque aparezca a los pocos días como tiene de costumbre tan rota y desharrapada como la ve usted ahora —y, diciendo esto, se acercó a la vieja y le dijo que la siguiera; rehusólo la vagamunda, sentóse sobre la alfombra y cerca de la enferma, y al ver Ángela este movimiento de resistencia, dijo:

—¡Es necesario dejarla, señorita! —Y volviendo a la loca añadió—: Quédate, pues, pero estate quieta.

—Esas cabezas así —decía ella en voz baja y como hablando consigo misma—, esas cabezas rubias y pálidas las cortaría todas y haría con ellas un altar ante el cual me prosternaría, ¡son tan bellas! Pero como ésa no he visto ninguna —añadió con exaltación y, levantándose rápidamente, se acercó a la enferma y le dijo con extraño acento—: ¿Quieres darme tu cabeza? ¡Yo la llevaré conmigo, yo la cubriré de flores!

Tan rara petición, el agrio timbre de aquellas palabras, hizo salir a la enferma de su apática indolencia y acercando hacia ella la cabeza le contestó con una sonrisa dulce y tranquila.

—Aquí la tienes, ¿para qué la quieres?

La vagamunda escondió entonces sus manos ásperas y callosas entre los abundantes rizos que acariciaban las pálidas mejillas de la enferma, quien lanzó un grito de dolor; y levantándose con una ligereza de que no se la creería capaz al verla tan pálida y tan endeble, preguntó:

—¿Por qué quiere mi cabeza esa mujer?

—¿Por qué? —respondió la vieja llena de ira—. ¿Y me lo preguntas aún? ¡Ah, qué crueles, qué crueles se muestran todos conmigo! —exclamó cambiando en dolor su cólera—. ¡Dios mío! ¡Mi pobre hija!… ¡Ella tenía los cabellos rubios!… ¡Ella era pálida como las hojas de la azucena! Y me preguntan por qué quiero esas cabezas y esas frentes blancas y no quieren que las bese ni que desee llevarlas conmigo para que me acompañen en mi soledad. Hija mía, hija mía, ¿en dónde estás? Yo no cesaré de buscarte hasta que muera, porque para mí no hay nada querido en la tierra sino tu memoria. Yo mataré a Alberto y le pediré después a sus cenizas tu sangre inocente.

Apenas concluyó la frase, la loca se levantó furiosa y huyó… Poco después se la veía pasar ligera como el viento, triste como un espectro por entre los árboles de los jardines.

Conmovióse la enferma al ver un tan extraño y vivo dolor, sumióse en una especie de triste meditación, y con el alma llena de ansiedad y afán pasó la mano por los ojos cual si una viva luz la deslumbrara y murmuró con cierta especie de temor y como quien recuerda:

—¡Alberto!… ¡Alberto!… ¿Quién es Alberto?… Dios mío, ya recuerdo, aunque confusamente… ¿qué es lo que ha pasado por mí? Habla, Ángela, dime quién es esa mujer, quién soy yo, quién es Alberto…; ven, ven —añadió arrastrando a Ángela hacia sí con una especie de fuerza convulsiva—, es necesario que me lo cuentes todo.

Y la llevó hacia el jardín.

—Era —le dijo Ángela— esa pobre vieja una hermosa mujer nacida en un aislado y desconocido pueblo de América, a quien nunca había favorecido la fortuna a pesar de ser un vástago ilustre de una noble familia: huérfana ya a los diez años de edad, quedó bajo la tutela y amparo de una tía, quien la abrumó desde entonces con todo el peso de sus crueles caprichos y de sus ridiculeces sin cuento. Ella sufría todo, más bien con calma que con resignación, y en el fondo de su alma, en medio de sus locos ensueños de niña, se había forjado una esperanza sin fundamento hacia la cual sonreía a todas horas, con la cual deliraba y con la que mitigaba las hieles amargas que su tía derramaba a cada instante en su joven corazón. Abandonar un día de felicidad aquella casa que más bien era una cárcel que un asilo, huir del lado de aquella mujer que era su tormento eterno y no volver jamás a aquel país en donde tanto sufría, he aquí su risueña, su dorada esperanza.

—Huiré lejos —se decía a sí misma— y seré feliz con mi juventud y con mi libertad… ¡Ah! ¡Libertad santa! Libertad bienhechora, tú eres tan necesaria a mi existencia como el aire que respiro…, yo vivo con la esperanza de alcanzarte, y tu luz purísima iluminando mi alma me da aliento para sufrir esta vida a la que me atan las cadenas de una esclavitud odiosa.

Esto decía la pobre Candora, que no sabía del mundo más que lo bastante para poder ser engañada y que no contaba tampoco, para la realización de su loco sueño, con apoyo alguno que no fuera su soledad; y mientra tanto, su tía parecía rejuvenecer y ni una nube rosada venía a hacer más hermoso aquel horizonte de sus dulces sueños, en los cuales gastaba cada vez mas su juventud y su vigor, vanas ilusiones que le dejaban consumirse en tristes días de fastidio y desesperación. Pero su loca imaginación no se inquietaba por eso; esperaba un no sé qué salvador que la alentaba, y parecía esperar en la Providencia, única tabla de salvación para los desdichados, con la misma fe que si estuviera tocando ya los ámbitos de su encantado palacio. Un hombre penetró un día hasta aquella soledad, y este hombre era al mismo tiempo que hermoso, audaz e irresistible. Al parecer sólo asuntos de comercio le llevaban a aquella casa, pero el astuto supo adormecer la vigilancia de la tía de Candora hasta el extremo de ser para aquélla la única persona de quien no debía desconfiar.

Ceguedad eterna de las almas celosas y desconfiadas. El cómo burló aquel Argos de cien ojos, el cómo supo ganarse su afecto y su confianza, pueden comprenderlo bien aquellas mujeres que sin el atractivo de la juventud sienten inclinación hacia aquellos hombres con quien la suerte o la casualidad les hace encontrar en su camino, sin creer nunca que no les aguarda después otra recompensa ni otro premio a su desvarío que el olvido y la miseria. Lo cierto aquí fue que el día en que Alberto, pues éste es el hombre que había llegado hasta aquel solitario rincón, se dispuso a abandonar aquellas riberas y volver a España, fue un día de duelo para la tía de Candora. Duelo oculto, duelo que no podía manifestarse más que como un triste sentimiento de una amistad sincera y que por lo mismo era más grande y más amargo. Pero lo que aquella desdichada mujer ignoraba era que aquel día, de desdicha para ella, era de inmensa felicidad para Candora. No parecía sino que el pájaro ansioso de libertad iba por fin a romper sus grillos y volar por el espacio inmenso, libre y dichoso. Cuando la hora de embarque se acercó, las etiquetas sociales no permitieron a aquella mujer demostrar lo grande de su sentimiento, limitóse todo a repetir las insulsas frases de costumbre deseando al viajero toda clase de felicidades. Pero en su corazón había una grande inclinación hacia Alberto y ella se decidió por fin a hacer la última locura; fue, pues, con una criada a ver desde lejos cómo el hombre que amaba se alejaba de ella. Dilataba su dicha un momento más, poco le importaba lo que costase aquella dicha. La pequeña bahía estaba llena de curiosos, los viajeros fueron acercándose uno tras otro, pero Alberto no venía. La tía de Candora medía ansiosa el tiempo que tardaba para que el buque anclado diese la señal de leva. Hubo momentos en que la angustia de su dicha fue tal que creyó volverse loca. Dejaron de llegar los viajeros, los botes que los llevaban a bordo se alejaron de la playa por última vez… Fue aquél un momento de dicha inmensa para ella, un rayo de alegría iluminó su rostro. Pero la justicia divina es inmutable y jamás se hace esperar mucho y apenas volvió la cabeza hacia atrás vio un hermoso bote que se iba acercando al buque a fuerza de remo: sólo el ojo de una mujer que ama podía distinguir, sentado en medio de la frágil embarcación, a Alberto; ella le conoció, y una nube de tristeza ocupó su corazón. No era, sin embargo, el único castigo que debía experimentar; otro dolor más grande, más amargo, hirió su alma, despertando los celos y la desesperación de la impotencia. Ella vio al lado de Alberto la figura de una mujer elegante y un dardo agudo hirió su corazón, pero se dijo a sí misma —¡Será su mujer!—, y se calmaron sus celos; pero estaba escrito que aquel día había de ser un día de prueba para ella: una ráfaga de viento hizo ondear el velo con que la desconocida ocultaba su rostro, hubo además una mano impía que le levantó el velo y el semblante hermoso y agraciado de Candora se apareció a los ojos de su tía resplandeciente de felicidad. La tía de Candora dio un grito agudo, desesperado, y cayó sin sentido; el bote en tanto se acercó al buque, entraron los últimos viajeros; un momento después sonó en cañón de leva y el buque hendió las ondas majestuosamente.

Viose entonces aparecer sobre cubierta una mujer cuya mirada parecía fija en la tierra que dejaba detrás de sí. Cualquiera creería que se despedía con lágrimas de unos lugares queridos. ¡Desdichada! Daba el último adiós a una tierra en donde tanto tiempo había sido esclava: ¿adónde iba? ¡A cualquier sitio donde fuese libre!

Fácil, sumamente fácil había sido para Alberto la seducción de Candora, y ya se sabe que este pecado de la mujer lo paga siempre con el más cruel olvido, con la más insufrible indiferencia. Candora no se libró de esta triste expiación. Había entregado a Alberto su honor y su corazón, lo había sacrificado todo por él, sin temor, sin recelo; el arrepentimiento debía de ser horrible pues aquel hombre no supo agradecer tan grande sacrificio. Triste fue para la pobre mujer el despertar de su loco sueño; el buque había arribado en una de las más tristes y desiertas playas de Galicia, y Candora vio bien pronto cambiarse el hermoso cielo de su patria por el nubloso y triste de uno de los pueblos cercanos a Mugía, lugar árido, salvaje, inculto, país de nieblas, en fin, que hacía recordar a la hermosa hija de los trópicos la pujante y viva vegetación de su patria, sus tibias auras cargadas de aroma, el brillante sol, el cielo transparente y la mar tranquila de aquellas costas en donde había nacido. El ruido eterno de una mar siempre irritada, y el agudo chillido de las aves marinas, era lo único que turbaba el largo silencio de tan triste soledad, soledad que le fue insoportable tan pronto como Alberto abandonó aquellos lugares dejándola sola, con la única esperanza de una pronta vuelta. Pero los días pasaban y ni Alberto volvía ni se sabía si aquella desdichada mujer había sido abandonada en tan inhospitalaria costa como una cosa inútil. Cuando comprendió Candora todo el peso de su desgracia, un terrible pensamiento pasó por su alma: ¡Dios perdone a los desdichados que piensan como ella cuando sufren más de lo que pueden soportar sus fuerzas! El Ser Supremo debió perdonarle, sin duda, cuando quiso que un interno, un vivo estremecimiento, la hiciese conocer que era madre, y la salvó de una muerte cierta, y la conservó para todas las desdichas; fortuna inmensa para ella, puesto que ese Dios de justicia, que tan cruelmente la azotaba con todos los infortunios, reserva para los que en la tierra padecen hambre y sed de justicia uno de los más hermosos lugares de su gloria. Una sola persona le demostraba cariño en este mundo, una sola persona parecía compadecerse de su triste situación y querer aliviarla; Daniel, que era el único apoyo y amparo que el cielo le había enviado, la amaba como un hijo a su madre, y el pobre marinero cuando vio que la indigencia había venido por fin a hacer más angustiosa aquella existencia amargada, trabajó para ella y pudo conseguir que Candora no sufriese más penas que las de la ausencia.

—¿Será ésta una traición o volverá el día menos pensado? —preguntó un día a Daniel.

—Espere usted, señora, es lo más fácil esto último —contestó el joven marinero y tuvo la fortuna de acertar, pues una tarde volvió lleno de contento a la choza en que vivía Candora y le entregó una carta de Alberto.

«No sé —decía— cuándo me será posible volver a tu lado, mi viaje ha sido como sabes impremeditado, e ignoro el tiempo que durará, prolongando de este modo nuestra ausencia. No te olvides de quién te quiere y espérame. —Alberto».

Estas pocas palabras, áridas, adustas, casi groseras, fueron, sin embargo, un bálsamo para el dolor de Candora; renació de nuevo a la esperanza, sonrió dulcemente a aquella tierra ingrata en donde no había sido feliz un solo día y esperó con ansia el momento en que Alberto volviese. Santo deseo, ilusión consoladora que devolvió a la vida a aquella mujer, pobre planta joven destinada a secarse en un clima ingrato. Una noche de invierno —prosiguió Ángela después de un momento de silencio— dio a luz una niña de cabellos rubios, una niña hermosa como una aparición celeste…, pero la desgracia no había aún abandonado a tan infeliz criatura; el inefable gozo de la madre fue turbado por la alegría y el dolor más grande del universo. No había tenido tiempo todavía de recoger en sus brazos de bienhechor aquella hija de la ingratitud, cuando se le presentó Alberto, adusto el ceño y la mirada sombría:

—¿De quién es esta niña? —preguntó con colérico acento.

—¿Y lo preguntas todavía? —respondió la infeliz Candora.

—¿De quién es esta niña? —volvió a preguntar.

—¿De quién es? Tuya y mía —replicó ella con seguridad.

—¡Ah! —exclamó Alberto, lanzando una carcajada—, pues es extraño; ¿y tú dices lo mismo? —repuso, dirigiéndose a Daniel.

—Lo que yo digo es que esas palabras no suenan muy bien en los labios de un hombre que ha abandonado miserablemente a la mujer que todo lo ha sacrificado por él. En cuanto a mí, señor, lo perdono todo, he hecho cuanto pude porque no faltase el pan que se olvidaban de proporcionarla los que tenían tan sagrado deber.

Alberto no respondió una sola palabra, pareció reflexionar, depuso lo adusto de su ceño y salió del aposento. Pasaron algunos días de un frío silencio sobre aquella casa y aquellas gentes; parecía haber caído un velo sombrío y Alberto dispuso abandonar tan solitarios y tristes lugares. Viose una mañana que el buque había izado sus velas y se disponía a partir, y los que observasen lo que pasaba a bordo podían ver tendida sobre cubierta una mujer medio desmayada al lado de la cual se paseaba Alberto, el elegante de los salones, con el traje caprichoso de aquella horda de piratas, que no eran otra cosa cuantos componían la tripulación. Daniel estaba amarrado al palo mayor, y cuando el buque se alejó ligero de la costa, el pobre marinero exhaló un grito de angustia y desesperación en que parecía dar el último adiós a los queridos lugares en que había pasado su dulce infancia. El buque se detuvo, sin embargo, tan pronto se alejaron del puertecillo y los marineros echaron al agua dos botes. Entonces Alberto dispuso lo que ningún hombre se hubiera atrevido a pensar. Daniel fue arrojado maniatado sobre uno de los botes, y la hija de Candora sobre el otro.

—¿Qué hacemos de esto, capitán? —dijeron los de este bote.

—¡Ahí, sobre la roca negra!

Aquellos hombres acostumbrados a la obediencia cogieron los remos, hendieron las olas y se fueron acercando a la roca negra que, como un sombrío gigante, se levantaba inmóvil sobre las ondas turbulentas que bramaban en torno de las ásperas rompientes.

—¡Al agua con ese pez! —gritó a los del otro bote.

Se oyó un grito agudo, las ondas se abrieron y Daniel desapareció en su hervidor tumulto. Cuando el buque se alejó por completo de aquellos mares, habían desaparecido por completo las huellas del crimen tan infame. Bien cruelmente pagó Candora su falta; pero aquélla de que Alberto quiso castigarla, sabe Dios cuán inocente era.

—Yo, que amaba a Daniel con todo el amor de mi alma, sé cuán casta era su compasión hacia Candora, sé que ningún pensamiento impuro pasó por su alma, porque la mujer que ama lo adivina todo y yo le amaba mucho. Tanto le amaba que estoy aquí… ¡para vengarle!… —dijo Ángela en voz baja y conmovida.

—¿Y ella era mi madre? ¿Aquella loca mi madre? ¿Y yo soy hija de Alberto, soy Esperanza, la hija abandonada? ¡Ah, Dios mío!… ¡Dios mío! —murmuró entre sollozos Esperanza, pues ella era la enferma a quien Ansot, o Alberto que es lo mismo, había llevado a otros climas desde las solitarias playas que besa el mar de Mugía.

—¡Ah! —gritó Ángela sorprendida—. ¿Será usted, señorita, será usted la hija de Candora? ¿Podré en fin cumplir mi venganza?

—¡Sí —respondió Esperanza como presa de un vago delirio—, soy hija de esa mujer desgraciada, a mí fue a quien hallaron en una noche de horror abandonada entre las frías rocas de la Peña Negra, cerca de Mugía!

—¡Mugía! —exclamó Ángela interrumpiéndola y estrechándola contra su corazón—. ¡Tú eres la misma! ¡Dios mío! —añadió—. ¡Pobre Candora! ¡Pobre Daniel! ¡Yo os vengaré ahora, y os vengaré para siempre! Cúmplase la voluntad del cielo.

Habían desaparecido de la quinta Ángela y Esperanza.

Cuando Ansot volvió a ella, la halló triste, deshabitada; en vano recorrió los elegantes salones de aquel rústico palacio; en vano llamó a Ricarder, todos le habían abandonado, ninguno de sus antiguos servidores acudió a su voz; parecíase a un caudillo abandonado por los suyos en la derrota.

Un triste y siniestro pensamiento llenó desde aquel instante su alma, présago de las más funestas desgracias.

Empujó la puerta de su gabinete que halló tan solitario como el resto del edificio: allí estaba su butaca, allí la chimenea sobre la cual se alzaban airosas dos hermosas estatuas de blanco mármol, allí el velador cubierto con los últimos periódicos, pero reinaba allí un silencio tan sepulcral, había tal aire de olvido que Alberto Ansot, sentándose tristemente en la butaca, se entregó a una profunda melancolía.

Descendía el sol hacia su ocaso, y los árboles cuyas ramas podían cogerse desde la ventana hacían más triste la augusta soledad de la naturaleza y espesaban al mismo tiempo las sombras de la noche.

Sumergido Ansot en sus meditaciones, apenas sintió entrar en el gabinete con lento paso una mujer, toda vestida de negro, haciendo resaltar de este modo la blancura mate de su rostro.

Esta mujer se acercó a Alberto, y tocándole en el hombro le dijo:

—¡Alberto!

Levantó Ansot la cabeza y miró hacia atrás; pero de pronto se pintó el espanto en sus ojos, lanzó un grito y preguntó con voz de enojo a la que había entrado que, de pie, en ademán severo, le miraba impasible:

—¿Qué buscas aquí?

—Extraña pregunta —respondió la enlutada—; te busco a ti, a ti, Alberto, Ansot, pirata y ladrón, a ti que me robaste a Esperanza, a ti de quien soy esposa… Allá quemé tu palacio, aquí… vengo a anunciarte que Teresa la expósita, Teresa la abandonada de su marido, la befada, insultada, escarnecida, ha descubierto por fin el rincón oculto del mundo a donde has ido a sepultarte con tus crímenes, y, lo que es peor para ti, viene a ver por fin cómo cae sobre la cabeza del hombre que amó tanto como hoy le aborrece todo el peso de su venganza.

—¡Teresa! —respondió Alberto con voz suplicante—. Tú no me perderás, mírame aquí en medio de este lujo como un avaro en medio de sus riquezas; heme solo, abandonado. ¡Oh! Tú aquí, que tanto te he ofendido —añadió poniéndose de rodillas—, perdóname y quédate conmigo: aquí podemos todavía ser felices, olvidando todo y volviéndonos a amar. ¡Ah! ¡De todas cuantas afecciones he despertado en la loca carrera de mi vida, de ninguna he desconfiado menos que de la tuya; perdóname, pues estoy solo; alegra mi soledad: todo lo abandonaré por ti!

Hubo un largo silencio que Ansot, con los ojos bajos y afligido el semblante, no se atrevió a interrumpir.

Teresa le miró con tristeza.

—Son inútiles tan engañosas palabras; las he escuchado en tus labios tantas veces que ya no puedo creerte. Además, Alberto, no te amo ya…; venía dispuesta a vengarme, a gozar en tu última agonía, pero conocí al verte y al oírte que, o te he amado demasiado, o soy más buena de lo que siempre he creído. Yo, Teresa, la que tantas veces has burlado, aquella en quien has encendido tan gran ansia de venganza que te buscó de ciudad en ciudad, de continente en continente, próxima a tocar el fruto de tanta fatiga y de tanto dolor devorado en silencio, no sabe más que decirte… Huye, Alberto, huye ahora mismo o, tal vez, no podrás hacerlo más tarde.

—¿Huir? —preguntó aterrado Alberto—. ¿Tan grande es el peligro que me amenaza?

—Grande es en efecto: el traidor no supo más que abrigar víboras en su seno… Ángela, la amante de Daniel, halló por fin en tu misma casa a aquella Esperanza a quien tanto amé y amo aún, que era tu hija, la hija de Candora, la niña abandonada en la Peña Negra. Ángela acaba de delatarte, te buscan por todas partes lo mismo que a Esperanza, para que la hija ayude a llevar al cadalso al padre a quien nunca amó… ¿Comprendes, pues, cuán grande es tu peligro?

—¡Gracias, Teresa! ¡Ah, cuánto te debo! —y quiso echarse a los pies de la expósita.

—Huye —replicó ésta tristemente— y pronto, no pierdas un tiempo tan precioso en protestas que no creo.

Alberto no escuchó más; el peligro le libró del abatimiento en que había caído, y quiso huir… pero era imposible.

Un mes más tarde en la plaza de la ciudad de *** ahorcaban por pirata, asesino e incendiario a Alberto Ansot. Una mujer le contemplaba con cierta alegría intensa que brillaba en sus ojos; un anciano atravesó entonces por entre la multitud y la apartó de allí, sustrayéndola a tan repugnante espectáculo.

—Yo bien lo había pensado —murmuró con aire sombrío al alejarse—. Alberto Ansot no se parecía a su padre…, era un infame.

Este anciano era el doctor Ricarder, la mujer era Ángela.

Teresa les vio pasar y apartó la vista diciendo:

—Ellos son los instrumentos de la justicia divina… Pero yo amé demasiado a Alberto para que no les aborrezca.

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