Jornada cuarta

Tocan al arma con gran prisa, y a este rumor sale ESCIPIÓN, JUGURTA, y MARIO alborotados

ESCIPIÓN: ¿Qué es esto, capitanes? ¿Quién nos toca

 al arma en tal sazón? ¿Es, por ventura,

 alguna gente desmandada y loca

 que viene a demandar su sepultura?

 Mas no sea algún motín el que provoca

 tocar al arma en recia coyuntura;

 que tan seguro estoy del enemigo,

 que tengo más temor al que es amigo.

Sale QUINTO FABIO con el espada desnuda y dice

QUINTO FABIO: Sosiega el pecho, general prudente,

 que ya de esta arma la ocasión se sabe,

 puesto que ha sido a costa de tu gente,

 de aquél en quien más brío y fuerza cabe.

 Dos numantinos, con soberbia frente,

 cuyo valor será razón se alabe,

 saltando el ancho foso y la muralla,

 han movido a tu campo crüel batalla.

 A las primeras guardas embistieron,

 y en medio de mil lanzas se arrojaron,

 y con tal furia y rabia arremetieron,

 que libre paso al campo les dejaron.

 Las tiendas de Fabricio acometieron,

 y allí su fuerza y su valor mostraron

 de modo que en un punto seis soldados

 fueron de agudas puntas traspasados.

 No con tanta presteza el rayo ardiente

 pasa rompiendo el aire en presto vuelo,

 ni tanto la cometa reluciente

 se muestra y apresura por el cielo,

 como estos dos por medio de tu gente,

 pasaron, colorando el duro suelo

 con la sangre romana que sacaban

 sus espadas doquiera que llegaban.

 Queda Fabricio traspasado el pecho;

 abierta la cabeza tiene Eracio;

 Olmida ya perdió el brazo derecho,

 y de vivir le queda poco espacio.

 Fuéle ansimismo poco de provecho

 la ligereza al valeroso Estacio,

 pues el correr al numantino fuerte

 fue abreviar el camino de la muerte.

 Con presta diligencia discurriendo

 iban de tienda en tienda, hasta que hallaron

 un poco de bizcocho, el cual cogiendo,

 el paso, y no el furor, atrás tornaron.

 El uno de ellos se escapó huyendo;

 al otro mil espadas le acabaron;

 por donde infiero que la hambre ha sido

 quien les dio atrevimiento tan subido.

ESCIPIÓN: Si estando deshambridos y encerrados

 muestran tan demasiado atrevimiento,

 ¿qué hicieran siendo libres y enterados

 en sus fuerzas primeras y ardimiento?

 Indómitos! ¡Al fin seréis domados,

 porque contra el furor vuestro violento

 se tiene de poner la industria nuestra,

 que de domar soberbios es maestra!

Vanse todos, y sale MARANDRO, herido y lleno de sangre, con una cesta de pan

MARANDRO: ¿No vienes, Leonicio? Di.

 ¿Qué es esto, mi dulce amigo?

 Si tú no vienes conmigo,

 ¿cómo vengo yo sin ti?

 Amigo que te has quedado,

 amigo que te quedaste;

 no eres tú el que me dejaste,

 sino yo el que te he dejado.

 ¿Que es posible que ya dan

 tus carnes despedazadas

 señales averiguadas

 de lo que cuesta este pan,

 y es posible que la herida

 que a ti te dejó difunto,

 en aquel instante y punto

 no me acabó a mí la vida?

 No quiso el hado crüel

 acabarme en paso tal,

 por hacerme a mí más mal

 y hacerte a ti más fïel.

 Tú, al fin, llevarás la palma

 de más verdadero amigo;

 yo a disculparme contigo,

 envïaré presto el alma,

 y tan presto, que el afán 

 a morir me lleva y tira

 en dando a mi dulce Lira

 este tan amargo pan,

 pan ganado de enemigos

 pero no ha sido ganado

 sino con sangre comprado

 de dos sin ventura amigos.

Sale LIRA con alguna ropa para echarla en el fuego, y dice

LIRA: ¿Qué es esto que ven mis ojos?

MARANDRO: Lo que presto no verán,

 según la prisa se dan

 de acabarme mis enojos.

 Ves aquí, Lira, cumplida

 mis palabras y porfías

 de que tú no morirías

 mientras yo tuviese vida.

 Y aun podré mejor decir

 que presto vendrás a ver

 que a ti te sobra el comer

 y a mí me falta el vivir.

LIRA: ¿Qué dices, Marandro amado?

MARANDRO: Lira, que acates la hambre

 entre tanto que la estambre

 de mi vida corta el hado;

 pero mi sangre vertida

 y con este pan mezclada,

 te ha de dar, mi dulce amada,

 triste y amarga comida.

 Ves aquí el pan que guardaban

 ochenta mil enemigos,

 que cuesta de dos amigos

 las vidas que más amaban.

 Y porque lo entiendas cierto

 y cuánto tu amor merezco,

 ya yo, señora, perezco,

 y Leonicio está ya muerto.

 Mi voluntad sana y justa

 recíbela con amor,

 que es la comida mejor

 y de que el alma más gusta.

 Y pues en tormenta y calma

 siempre has sido mi señora,

 ¡recibe este cuerpo agora,

 como recibiste el alma!

Cáese muerto y recógele en las faldas o regazo LIRA

LIRA: ¡Marandro, dulce bien mío!

 ¿Qué sentís, o qué tenéis?

 ¿Cómo tan presto perdéis

 vuestro acostumbrado brío?

 Mas, ¡ay triste, sin ventura,

 que ya está muerto mi esposo!

 ¡Oh caso el más lastimoso

 que se vio en la desventura!

 ¿Qué os hizo, dulce amado,

 con valor tan excelente,

 enamorado y valiente,

 y soldado desdichado?

 Hicisteis una salida,

 esposo mío, de suerte

 que, por excusar mi muerte,

 me habéis quitado la vida.

 ¡Oh pan de la sangre lleno

 que por mí se derramó!

 ¡No te tengo en cuenta, no,

 de pan, sino de veneno!

 ¡No te llegaré a mi boca

 por poderme sustentar,

 si no es para besar

 esta sangre que te toca!

Entra un MUCHACHO, hermano de LIRA, hablando desmayadamente

MUCHACHO: Lira, hermana, ya expiró

 mi madre, y mi padre está

 en términos, que ya, ya

 morirá, cual muero yo.

 El hambre le ha acabado.

 Hermana mía, ¿pan tienes?

 ¡Oh pan, y cuán tarde vienes,

 que no hay ya pasar bocado!

 Tiene el hambre apretada

 mi garganta en tal manera,

 que, aunque este pan agua fuera,

 no pudiera pasar nada.

 Tómalo, hermana querida,

 que, por más crecer mi afán,

 veo que me sobra el pan

 cuando me falta la vida.

Cáese muerto

LIRA: ¿Expíraste, hermano amado?

 ¡Ni aliento, ni vida tiene!

 Bueno es el mal cuando viene

 sin venir acompañado.

 Fortuna, ¿por qué me aquejas

 con un daño y otro junto,

 y por qué en un solo punto

 huérfana y viuda me dejas?

 ¡Oh duro escuadrón romano!

 ¿Cómo me tiene tu espada

 de dos muertos rodeada:

 uno esposo y otro hermano?

 ¿A cuál volveré la cara

 en este trance importuno,

 si en la vida cada uno

 fue prenda del alma cara?

 Dulce esposo, hermano tierno,

 yo os igualaré en quereros,

 porque pienso presto veros

 en el cielo o en el infierno.

 En el modo de morir

 a entrambos he de imitar,

 porque el yerro ha de acabar

 y el hambre mi vivir.

 Primero daré a mi pecho

 una daga que este pan;

 que a quien vive con afán

 es la muerte de provecho.

 ¿Qué aguardo? ¡Cobarde estoy!

 Brazo, ¿ya os habéis turbado?

 ¡Dulce esposo, hermano amado,

 esperadme, que ya voy!

Sale una MUJER huyendo, y tras ella un SOLDADO numantino con una daga para matarla

MUJER: ¡Eterno padre, Júpiter piadoso,

 favorecedme en tan adversa suerte!

SOLDADO: ¡Aunque más lleves vuelo presuroso,

 mi dura mano te dará la muerte!

Éntrase la MUJER

LIRA: El hierro duro, el brazo belicoso

 contra mí, buen soldado, le convierte;

 deja vivir a quien la vida agrada,

 y quítame la mía, que me enfada.

SOLDADO: Puesto que es decreto del senado

 que ninguna mujer quede con vida,

 ¿cuál será el brazo o pecho acelerado

 que en ese hermoso vuestro dé herida?

 Yo, señora, no soy tan mal mirado

 que me precie de ser vuestro homicida;

 otra mano, otro hierro ha de acabaros

 que yo sólo nací para adoraros.

LIRA: Esa piedad que quiés usar conmigo,

 valeroso soldado, yo te juro,

 y al alto cielo pongo por testigo

 que yo la estimo por rigor muy duro.

 Tuviérate yo entonces por amigo

 cuando, con pecho y ánimo seguro,

 este mío afligido traspasaras

 y de la amarga vida me privaras.

 Pero, pues quiés mostrarte piadoso,

 tan en daño, señor, de mi contento,

 muéstralo agora en que a mi triste esposo

 demos el funeral y último asiento.

 También a éste mi hermano, que en reposo

 yace, ya libre del vital aliento.

 Mi esposo feneció por darme vida;

 de mi hermano, el hambre fue homicida.

SOLDADO: Hacer yo lo que mandas está llano,

 con condición que en el camino cuentes

 quién a tu buen esposo y caro hermano

 trajo a los postrimeros accidentes.

LIRA: Amigo, ya el hablar no está en mi mano.

SOLDADO: ¿Que tan al cabo estás? ¿Que tal te sientes?

 Lleva a tu hermano, que es de menos carga;

 yo a tu esposo, que es más peso y carga.

Llevan los cuerpos, y sale una mujer armada con una lanza en la mano y un escudo, que significa la GUERRA, y trae consigo la ENFERMEDAD y la HAMBRE. La ENFERMEDAD arrimada a una muleta y rodeada de paños, la cabeza con una máscara amarilla, y la HAMBRE saldrá con un desnudillo de muerte, y encima una ropa bocací amarilla, y una máscara descolorida

GUERRA: Hambre, enfermedad, ejecutores

 de mis terribles manos y severos,

 de vida y salud consumidores,

 con quien no vale ruego, mando o fieros,

 pues ya de mi intención sois sabidores,

 no hay para qué de nuevo encareceros

 de cuánto gusto me será y contento

 que luego luego hagáis mi mandamiento.

 La fuerza incontrastable de los hados,

 cuyos efectos nunca salen vanos,

 me fuerza a que de mí sean ayudados

 estos sagaces mílites romanos.

 Ellos serán un tiempo levantados

 y abatidos también estos hispanos;

 pero tiempo vendrá en que yo me mude

 y dañe al alto y al pequeño ayude;

 que yo, que soy la poderosa Guerra,

 de tantas madres detestada en vano,

 aunque quien me maldice a veces yerra,

 pues no sabe el valor de ésta mi mano,

 sé bien que en todo el orbe de la tierra

 seré llevada del valor hispano

 en la dulce ocasión que están reinando

 un Carlos y un Felipo, y un Fernando.

ENFERMEDAD: Si ya el hambre, nuestra amiga querida

 no hubiera tomado con instancia

 a su cargo de ser fiera homicida

 de todos cuantos viven en Numancia,

 fuera de mí tu voluntad cumplida

 de modo que se viera la ganancia

 fácil y rica que el romano hubiera,

 harto mejor de aquella que se espera.

 Mas ella, en cuanto su poder alcanza,

 ya tiene tal al pueblo numantino,

 que de esperar alguna buena andanza,

 le ha tomado la senda y el camino;

 mas del furor la rigurosa lanza,

 la influencia del contrario sino,

 le trata con tan áspera violencia

 que no es menester hambre ni dolencia.

 El furor y la rabia, tus secuaces,

 han tomado en su pecho tal asiento,

 que, cual si fuese de romanas haces,

 cada cual de su sangre está sediento.

 Muertos, incendios, iras, son sus paces;

 en el morir han puesto su contento,

 y por quitar el triunfo a los romanos,

 ellos mismos se matan con sus manos.

HAMBRE: Volved los ojos, y veréis ardiendo

 de la ciudad los encumbrados techos.

 Escuchad los suspiros que saliendo

 van de mil tristes, lastimados pechos.

 Oíd la voz y lamentable estruendo

 de bellas damas a quien, ya deshechos

 los tiernos miembros de ceniza y fuego,

 no valen padre, amigo, amor ni ruego.

 Cual suelen las ovejas descuidadas,

 siendo del fiero lobo acometidas,

 andar aquí y allí descarriadas,

 con temor de perder las simples vidas,

 tal niños y mujeres desdichadas,

 viendo ya las espadas homicidas,

 andan de calle en calle, ¡oh hado insano!,

 su cierta muerte dilatando en vano.

 Al pecho de la amada y nueva esposa

 traspasa del esposo el hierro agudo.

 Contra la madre, ¡nunca vista cosa!,

 se muestra el hijo de piedad desnudo;

 y contra el hijo, el padre, con rabiosa

 clemencia levantado el brazo crudo,

 rompe aquellas entrañas que ha engendrado,

 quedando satisfecho y lastimado.

 No hay plaza, no hay rincón, no hay calle o casa

 que de sangre y de muertos no esté llena;

 el hierro mata, el duro fuego abrasa

 y el rigor ferocísimo condena.

 Presto veréis que por el suelo tasa

 hasta la más subida y alta almena,

 y las casas y templos más preciados

 en polvo y en cenizas son tornados.

 Venid; veréis que en los amados cuellos

 de tiernos hijos y mujer querida,

 Teógenes afila agora y prueba en ellos

 de su espada al crüel corte homicida,

 y cómo ya, después de muertos ellos, 

 estima en poco la cansada vida,

 buscando de morir un modo extraño,

 que causó en el suyo más de un daño.

GUERRA: Vamos, pues, y ninguno se descuide

 de ejecutar por eso, aquí su fuerza,

 y a lo que digo sólo atienda y cuide,

 sin que de mi intención un punto tuerza.

 . . . . . . . . . . . . . . . .

 . . . . . . . . . . . . . . . .

 . . . . . . . . . . . . . . . .

 . . . . . . . . . . . . . . . ..

Vanse y sale TEÓGENES con dos hijos pequeños y una hija, y su mujer

TEÓGENES: Cuando el paterno amor no me detiene

 de ejecutar la furia de mi intento,

 considerad, mis hijos, cuál me tiene

 el celo de mi honroso pensamiento.

 Terrible es el dolor que se previene

 con acabar la vida en fin violento

 y más el mío, pues al hado plugo

 que yo sea de vosotros crüel verdugo.

 No quedaréis, oh hijos de mi alma,

 esclavos, ni el romano poderío

 llevará de vosotros triunfo o palma,

 por más que a sujetarnos alce el brío.

 El camino más llano que la palma

 de nuestra libertad el cielo pío

 nos ofrece y nos muestra y nos advierte

 que sólo está en las manos de la muerte.

 Ni vos, dulce consorte, amada mía,

 os veréis en peligro que romanos

 pongan en vuestro pecho y gallardía

 los vanos ojos y las fieras manos.

 Mi espada os sacará de esta agonía,

 y hará que sus intentos salgan vanos,

 pues por más que codicia les atiza,

 triunfarán de Numancia hecha ceniza.

 Yo soy, consorte amada, el que primero

 di el parecer que todos perezcamos

 antes que al insufrible desafuero

 del romano poder sujetos seamos;

 y en el morir no pienso ser postrero,

 ni lo serán mis hijos.

MUJER: ¿No podamos

 escaparnos, señor, por otra vía?

 ¡El cielo sabe si me holgaría!

 Mas no puede ser, según yo veo,

 y está ya mi muerte tan cercana,

 lleva de nuestras vidas tú el trofeo,

 y no la espada pérfida romana.

 Mas, ya que he de morir, morir deseo

 en el sagrado templo de Dïana.

 Allá nos lleva, buen señor, y luego

 entréganos al hierro, al rayo, al fuego.

TEÓGENES: Ansí se haga, y no nos detengamos,

 que ya a morir me incita el triste hado.

HIJO: Madre, ¿por qué lloráis? ¿Adónde vamos?

 Teneos, que andar no puedo de cansado.

 Mejor será, mi madre, que comamos,

 que el hambre me tiene fatigado.

MUJER: Ven en mis brazos, hijo de mi vida,

 do te daré la muerte por comida.

Vanse y salen dos MUCHACHOS huyendo, y el uno de ellos es el que se arrojó de la torre

MUCHACHO: ¿Dónde quieres que huyamos,

 Servio?

SERVIO: Yo, por do quisieres.

MUCHACHO: Camina. ¡Qué flaco eres!

 Tú ordenas que aquí muramos,

 ¿no ves, triste, que nos siguen

 dos mil hierros por matarnos?

SERVIO: Imposible es escaparnos

 de aquellos que nos persiguen.

 Mas di. ¿Qué piensas hacer

 o qué medio hay que nos cuadre?

MUCHACHO: A una torre de mi padre

 me pienso de ir a esconder.

SERVIO: Amigo, bien puedes irte;

 que yo estoy tan flaco y laso

 de hambre, que un solo paso

 no puedo dar, ni seguirte. 

MUCHACHO: ¿No quieres venir?

SERVIO: No puedo.

MUCHACHO: Si no puedes caminar

 ahí te habrá de acabar

 el hambre, la espada o miedo.

 Yo voyme, porque ya temo

 lo que el vivir desbarata;

 o que la espada me mata,

 o que en el fuego me quemo.

Vase el MUCHACHO a la torre, y queda SERVIO, y sale TEÓGENES con dos espadas desnudas y ensangrentadas las manos, y como SERVIO le ve, huye y éntrase, y dice TEÓGENES

TEÓGENES: Sangre de mis entrañas derramada,

 pues sois aquélla de los hijos míos;

 mano contra ti misma acelerada,

 llena de honrosos y crüeles bríos;

 Fortuna, en daño mío conjurada;

 cielos, de justa piedad vacíos;

 ofrecedme en tan dura, amarga suerte

 alguna honrosa, aunque cercana muerte.

 Valientes numantinos, haced cuenta

 que yo soy algún pérfido romano,

 y vengad en mi pecho vuestra afrenta,

 ensangrentando en él espada y mano.

 Una de estas espadas os presenta

 mi airada furia y mi dolor insano;

 que, muriendo en batalla, no se siente

 tanto el rigor del último accidente.

 El que privare del vital sosiego

 al otro, por señal de beneficio

 entregue el desdichado cuerpo al fuego,

 que éste será bien piadoso oficio.

 Venid. ¿Qué os detenéis? Acudid luego.

 Haced ya de mi vida sacrificio

 y esta terneza que tenéis de amigos

 volved en rabia y furia de enemigos.

Sale un NUMANTINO, y dice

NUMANTINO: ¿A quién, fuerte Teógenes, agora invocas?

 ¿Qué nuevo modo de morir procuras?

 ¿Para qué nos incitas y provocas

 a tantas desiguales desventuras?

TEÓGENES: Valiente numantino, si no apocas

 con el miedo tus bravas fuerzas duras,

 toma esta espada y mátate conmigo,

 ansí como si fuese tu enemigo;

 que esta manera de morir me place

 en este trance más que en otra alguna.

NUMANTINO: También a mí me agrada y satisface

 pues que lo quiere ansí nuestra fortuna;

 mas vamos a la plaza adonde yace

 la hoguera a nuestras vidas importuna,

 porque el que allí venciere pueda luego

 entregar al vencido al duro fuego.

TEÓGENES: Bien dices, y camina; que se tarda

 el tiempo de morir como deseo.

 ¡Ora me mate el hierro, o el fuego me arda,

 que gloria y honra en cualquier muerte veo!

 . . . . . . . . . . .

 . . . . . . . . . . .

 . . . . . . . . . . .

 . . . . . . . . . . ..

Vanse, y salen ESCIPIÓN, JUGURTA, QUINTO FABIO, MARIO, EMILIO, LIMPIO y otros soldados romanos

ESCIPIÓN: Si no me engaña el pensamiento mío,

 o salen mentirosas las señales

 que habéis visto en Numancia del estruendo

 y lamentable son y ardiente llama,

 sin duda alguna que recelo y temo

 que el bárbaro furor del enemigo

 contra su propio pecho no se vuelva.

 Ya no parece gente en la muralla

 ni suenan las usadas centinelas.

 Todo está en calma y en silencio puesto

 como si en paz tranquila y sosegada

 estuviesen los fieros numantinos.

MARIO: Presto podrás salir de aquesa duda

 porque, si tú lo quieres, yo me ofrezco

 de subir sobre el muro, aunque me ponga

 al riguroso trance que se ofrece,

 sólo por ver aquello que en Numancia

 hacen nuestros soberbios enemigos.

ESCIPIÓN: Arrima, pues, oh Mario, alguna escala

 a la muralla y haz lo que prometes.

MARIO: Id por la escala luego, y vos, Ermilio,

 haced que mi rodela se me traiga

 y la celada blanca de las plumas;

 que a fe que tengo de perder la vida

 o sacar de esta duda al campo todo.

ERMILIO: Ves aquí la rodela y la celada;

 la escala vesla allí. La trajo Limpio.

MARIO: Encomiéndame a Júpiter inmenso;

 que yo voy a cumplir lo prometido.

JUGURTA: Alza más alta la rodela, Mario.

 Encoge el cuerpo y cubre la cabeza.

 ¡Animo, que ya llegas a lo alto!

 ¿Qué ves?

MARIO: ¡Oh santos dioses! ¿Y qué es esto?

JUGURTA: ¿De qué te admiras?

MARIO: De mirar de sangre

 un rojo lago, y de ver mil cuerpos

 tendidos por las calles de Numancia,

 de mil agudas puntas traspasados.

ESCIPIÓN: ¿Que no hay ninguno vivo?

MARIO: ¡Ni por pienso!

 A lo menos, ninguno se me ofrece

 en todo cuanto alcanzo con la vista.

ESCIPIÓN: Salta, pues, dentro, y mira, por tu vida.

 Síguele tú también, Jugurta amigo.

Salta MARIO en la ciudad

 Mas sigámosle todos.

JUGURTA: No conviene

 al oficio que tienes esta impresa.

 Sosiega el pecho, general, y espera

 que Mario vuelva, o yo, con la respuesta

 de lo que pasa en la ciudad soberbia.

 Tened bien esa escala. ¡Oh, cielos justos!

 ¡Oh, cuán triste espectáculo y horrendo 

 se me ofrece a la vista! ¡Oh, caso extraño!

 Caliente sangre baña todo el suelo;

 cuerpos muertos ocupan plaza y calles.

 Dentro quiero saltar y verlo todo.

Salta JUGURTA en la ciudad

QUINTO: Sin duda que los fieros numantinos,

 del bárbaro furor suyo incitados,

 viéndose sin remedio de salvarse,

 antes quisieron entregar las vidas

 al filo agudo de sus propios hierros

 que no a las vencedores manos nuestras,

 aborrecidas de ellos lo posible.

ESCIPIÓN: Con uno solo que quedase vivo

 no se me negaría el triunfo en Roma

 de haber domado esta nación soberbia,

 enemiga mortal de nuestro nombre,

 constante en su opinión, presta, arrojada

 al peligro mayor y duro trance;

 de quien jamás se alabará romano

 que vio la espalda vuelta a numantino,

 cuyo valor, cuya destreza en armas

 me forzó con razón a usar el medio

 de encerrallos cual fieras indomables

 y triunfar de ellos con industria y maña,

 pues era con las fuerzas imposible.

 Pero ya me parece vuelve Mario.

Torna a salir MARIO por la muralla y dice

MARIO: En balde, ilustre general prudente,

 han sido nuestras fuerzas ocupadas.

 En balde te has mostrado diligente,

 pues en humo en viento son tornadas

 las ciertas esperanzas de victoria,

 de tu industria continuo aseguradas.

 El lamentable fin, la triste historia

 de la ciudad invicta de Numancia

 merece ser eterna la memoria;

 sacado han de su pérdida ganancia;

 quitado te han el triunfo de las manos,

 muriendo con magnánima constancia;

 nuestros designios han salido vanos,

 pues ha podido más su honroso intento

 que toda la potencia de romanos.

 El fatigado pueblo en fin violento

 acaba la miseria de su vida,

 dando triste remato al largo cuento.

 Numancia está en un lago convertida

 de roja sangre, y de mil cuerpos llena,

 de quien fue su rigor propio homicida.

 De la pesada y sin igual cadena

 dura de esclavitud se han escapado

 con presta audacia, de temor ajena.

 En medio de la plaza levantado

 está un ardiente fuego temeroso,

 de su cuerpos y haciendas sustentado;

 a tiempo llegué a verlo que el furioso

 Teógenes, valiente numantino,

 de fenecer su vida deseoso,

 maldiciendo su corto amargo sino,

 en medio se arrojaba de la llama,

 lleno de temerario desatino

 y, al arrojarse, dijo: "Clara fama

 ocupa aquí tus lenguas y tus ojos

 en esta hazaña, que a contar te llama.

 ¡Venid, romanos, ya por los despojos

 de esta ciudad, en polvo y humo vueltos,

 y sus flores y frutos en abrojos!"

 De allí, con pies y pensamientos sueltos,

 gran parte de la tierra he rodeado,

 por las calles y pasos más revueltos,

 y un solo numantino no he hallado

 que poderte traer vivo siquiera,

 para que fueras de él bien informado

 por qué ocasión, de qué suerte o manera

 cometieron tan grande desvarío,

 apresurando la mortal carrera.

ESCIPIÓN: ¿Estaba, por ventura, el pecho mío

 de bárbara arrogancia y muertes lleno,

 y de piedad justísima vacío?

 ¿Es de mi condición, por dicha, ajeno

 usar benignidad con el rendido,

 como conviene al vencedor que es bueno?

 ¡Mal, por cierto, tenían conocido

 el valor en Numancia de mi pecho,

 para vencer y perdonar nacido!

QUINTO FABIO: Jugurta te hará más satisfecho,

 señor, de aquello que saber deseas,

 que vesle vuelve lleno de despecho.

Asómase JUGURTA a la muralla

JUGURTA: Prudente general, en vano empleas

 más aquí tu valor. Vuelve a otra parte

 la industria singular de que te arreas.

 No hay en Numancia cosa en que ocuparte.

 Todos son muertos, y sólo uno creo

 que queda vivo para el triunfo darte,

 allí en aquella torre, según veo.

 Yo vi denantes un muchacho; estaba

 turbado en vista y de gentil arreo.

ESCIPIÓN: Si eso fuese verdad, eso bastaba

 para triunfar en Roma de Numancia,

 que es lo que más agora deseaba.

 Lleguémonos allá, y haced instancia

 cómo el muchacho venga a aquestas manos

 vivo, que es lo que agora es de importancia.

Dice BARIATO, muchacho, desde la torre

BARIATO: ¿Dónde venís, o qué buscáis, romanos?

 Si en Numancia queréis entrar por fuerte,

 haréislo sin contraste, a pasos llanos;

 pero mi lengua desde aquí os advierte

 que yo las llaves mal guardadas tengo

 de esta ciudad, de quien triunfó la muerte.

ESCIPIÓN: Por ésas, joven, deseoso vengo;

 y más de que tú hagas experiencia

 si en este pecho piedad sostengo.

BARIATO: ¡Tarde, crüel, ofreces tu clemencia,

 pues no hay con quien usarla; que yo quiero

 pasar por el rigor de la sentencia

 que con suceso amargo y lastimero

 de mis padres y patria tan querida

 causó el último fin terrible y fiero!

QUINTO FABIO: Dime. ¿Tienes, por suerte, aborrecida,

 ciego de un temerario desvarío,

 tu floreciente edad y tierna vida?

ESCIPIÓN: Templa, pequeño joven, templa el brío;

 sujeta el valor tuyo, que es pequeño,

 al mayor de mi honroso poderío;

 que desde aquí te doy la fe, y empeño

 mi palabra que sólo de ti seas

 tú mismo propio el conocido dueño;

 y que de ricas joyas y preseas

 vivas lo que vivieres abastado,

 como yo podré darte y tú deseas,

 si a mí te entregas y te das de grado.

BARIATO: Todo el furor de cuantos ya son muertos

 en este pueblo, en polvo reducido,

 todo el hüír los pactos y conciertos,

 ni el dar a sujección jamás oídos,

 sus iras, sus rencores descubiertos,

 está en mi pecho solamente unido.

 Yo heredé de Numancia todo el brío.

 Ved, si pensáis vencerme, es desvarío.

 Patria querida, pueblo desdichado,

 no temas ni imagines que me admire

 de lo que debo hacer, en ti engendrado,

 ni que promesa o miedo me retire,

 ora me falte el suelo, el cielo, el hado,

 ora vencerme todo el mundo aspire;

 que imposible será que yo no haga

 a tu valor la merecida paga.

 Que si a esconderme aquí me trujo el miedo

 de la cercana y espantosa muerte,

 ella me sacará con más denuedo,

 con el deseo de seguir tu suerte;

 del vil temor pasado, como puedo,

 será la enmienda agora osada y fuerte,

 y el error de mi edad tierna inocente

 pagaré con morir osadamente.

 Yo os aseguro, oh fuertes ciudadanos,

 que no falte por mí la intención vuestra

 de que no triunfen pérfidos romanos,

 si ya no fuere de ceniza nuestra.

 Saldrán conmigo sus intentos vanos,

 ora levanten contra mí su diestra,

 o me aseguren con promesa incierta

 a vida y a regalos ancha puerta.

 Tened, romanos, sosegad el brío,

 y no os canséis en asaltar el muro;

 con que fuera mayor el poderío

 vuestro, de no vencerme estad seguro.

 Pero muéstrese ya el intento mío,

 y si ha sido el amor perfecto y puro

 que yo tuve a mi patria tan querida,

 asegúrelo luego esta caída.

Arrójase el muchacho de la torre, y suena una trompeta, y sale la FAMA, y dice ESCIPIÓN

ESCIPIÓN: ¡Oh! ¡Nunca vi tan memorable hazaña!

 ¡Niño de anciano y valeroso pecho

 que, no sólo a Numancia, mas a España

 has adquirido gloria en este hecho;

 con tu viva virtud, heroica, extraña,

 queda muerto y perdido mi derecho!

 Tú con esta caída levantaste

 tu fama y mis victorias derribaste.

 Que fuera viva y en su ser Numancia,

 sólo porque vivieras me holgara.

 Que tú solo has llevado la ganancia

 de esta larga contienda, ilustre y rara;

 lleva, pues, niño, lleva la jactancia

 y la gloria, que el cielo te prepara,

 por haber, derribándote, vencido

 al que, subiendo, queda más caído.

Entra la FAMA, vestida de blanco, y dice

FAMA: Vaya mi clara voz de gente y gente,

 y en dulce y süave son, con tal sonido

 llene las lamas de un deseo ardiente

 de eternizar un hecho tan subido.

 Alzad, romanos, la inclinada frente;

 llevad de aquí este cuerpo, que ha podido

 en tan pequeña edad arrebataros

 el triunfo que pudiera tanto honraros;

 que yo, que soy la Fama pregonera,

 tendré cuidado, en cuanto al alto cielo

 moviere el paso en la subida esfera,

 dando fuerza y vigor al bajo suelo,

 a publicar con lengua verdadera,

 con justo intento y presuroso vuelo,

 el valor de Numancia único, solo,

 de Batria a Tile, de uno al otro polo.

 Indicio ha dado esta no vista hazaña

 del valor que los siglos venideros

 tendrán los hijos de la fuerte España,

 hijos de tales padres herederos.

 No de la muerte la feroz guadaña,

 ni lo cursos de tiempos tan ligeros

 harán que de Numancia yo no cante

 el fuerte brazo y ánimo constante.

 Hallo sólo en Numancia todo cuanto

 debe con justo título cantarse,

 y lo que puede dar materia al llanto

 para poder mil siglos ocuparse.

 La fuerza no vencida, el valor tanto,

 digno de prosa y verso celebrarse;

 mas, pues de esto se encarga la memoria,

 demos feliz remate a nuestra historia.

FIN DE LA JORNADA CUARTA  

¡Gracias por leer este libro de www.elejandria.com!

Descubre nuestra colección de obras de dominio público en castellano en nuestra web

Share on Twitter Share on Facebook