Jornada I

 

Salen OCAÑA, lacayo, con un mandil y harnero, y CRISTINA, fregona.

OCAÑA

Mi sora Cristina, denmos.

CRISTINA

¿Qué hemos de dar, mi so Ocaña?

OCAÑA

Dar en dulce, no en huraña,

ni en tan amargos estremos.

CRISTINA

¿Querría el sor que anduviese

de pa y vereda contino?

OCAÑA

No hay quien ande ese camino

que algún gusto no interese.

[CRISTINA]

Siempre la melancolía

fue de la muerte parienta,

y en la vida alegre asienta

el hablar de argentería.

Motes, cuentos, chistes, dichos,

pensamientos regalados,

muy buenos para pensados,

y mejores para dichos.

OCAÑA

Sé yo, Cristina, con quién

te burlas, y no es conmigo.

CRISTINA

¿Sabe, Ocaña, qué le digo?

OCAÑA

¿Qué dirás que me esté bien?

CRISTINA

Dígole que no malicie

con tan dañados intentos.

OCAÑA

Pues a fe que en estos cuentos

ando por la superficie:

que, si llegase hasta el centro,

¡oh, qué diría de cosas!

CRISTINA

Muchas, pero maliciosas.

OCAÑA

Sálenme mil al encuentro

del corazón a la lengua.

CRISTINA

No te pienso escuchar más.

OCAÑA

Vuelve, Cristina; ¿a dó vas?

CRISTINA

Es el escucharte mengua,

y enfádanme tus ruindades

y tus modos de decir.

OCAÑA

El que está para morir,

siempre suele hablar verdades.

Yo estoy muriendo, y confieso

que quieres bien a Quiñones.

CRISTINA

De tus malas intenciones

agora se vee el exceso;

agora se echa de ver

que eres loco y laca...

OCAÑA

Bueno;

pronuncia de lleno en lleno,

aunque el «yo» no es menester;

que el ser lacayo no ignoro,

sin rodeos y sin cifras.

Y mal tu venganza cifras

en no guardar el decoro

que debes a ser fregona

de las más lindas que vi,

entre Quiñones y mí,

ya cordera y ya leona.

CRISTINA

¿Soy, por ventura, mujer

que he de avasallarme a un paje?

¿O vengo yo de linaje

de tan bajo proceder?

¿No soy yo la que en mi flor,

por no querer ofendella,

presumo más de doncella,

que no el Cid de Campeador?

¿No soy yo de los Capoches

de Oviedo? ¿Hay más que mostrar?

OCAÑA

Con todo, te has de quedar,

Cristina...

CRISTINA

¿A qué?

OCAÑA

A buenas noches,

Eres muy solicitada

y muy vista, y no está el toque

en que la flor no se toque,

si al serlo está aparejada.

Las flores en el campo están

sujetas a cualquier mano:

a las del bajo villano

y a las del alto galán,

al arado y al pie duro

del labrador que le guía;

pero la flor que se cría

tras el levantado muro

del recato, no la ofende

el cierzo murmurador,

ni la marchita el ardor

del que tocarla pretende.

La mujer ha de ser buena,

y parecerlo, que es más.

CRISTINA

Gran predicador estás;

mas tu dotrina condena

a tus lascivos intentos.

OCAÑA

Levántasles testimonio:

que al blanco del matrimonio

asestan mis pensamientos.

CRISTINA

A mucho te has atrevido.

Muestra; aquí está la cebada.

(Dale el harnero.)

(Éntrase CRISTINA.)

OCAÑA

Toma el harnero, agraviada

deste que de ti lo ha sido.

¡Oh pajes, que sois halcones

destas duendas fregoniles,

de su salario alguaciles,

de sus vivares hurones!

Lleváisos la media nata

deste común beneficio;

dais en ella rienda al vicio,

sin hallar ninguna ingrata:

gozáis del justo botín

y de la limpia chinela,

y os reís del arandela

y del dorado chapín;

hacéis con modos süaves

burla que os cuesta barata

de aquellas lunas de plata

que van pisando las graves.

¡Qué presto Cristina vuelve

con la cebada y Quiñones!

¡Corazón, triste te pones!

¡La sangre se me revuelve

en ver a estos dos tan juntos,

tan domésticos y afables!

(Entra CRISTINA, con la cebada, y QUIÑONES, el paje.)

  

CRISTINA

No le mires ni le hables.

Si le hablares, no sea en puntos

que te descubran celoso;

que hará mil suertes en ti.

QUIÑONES

Aunque mozo, nunca fui,

ni soy, ni seré medroso.

CRISTINA

Advierte que está delante.

Tome, galán, la cebada.

OCAÑA

¿Bien medida?

CRISTINA

Y bien colmada.

OCAÑA

¿Midióla mi so galante?

CRISTINA

No la midió sino el diablo,

que tu mala lengua atiza.

OCAÑA

Voyme a mi caballeriza,

por no ver este retablo

destas dos figuras juntas

que no se apartan jamás.

QUIÑONES

En tales malicias das,

que con una mil apuntas;

y que te engañas sé yo.

OCAÑA

Y también sé yo muy bien

que a los dos estará bien

el callar.

CRISTINA

Yo sé que no,

porque quien calla concede

con el mal que dél se dice.

OCAÑA

Ninguno te dije o hice.

QUIÑONES

Ni él decir o hacerle puede.

OCAÑA

Por vida suya, que abaje

el toldo; que, en mi conciencia,

que hay muy poca diferencia

entre un lacayo y un paje.

La longura de un caballo

puede medirla a compás,

yo delante, y él detrás:

andallo, mi vida, andallo.

(Éntrase OCAÑA.)

CRISTINA

¡Y que tú no tengas brío

para responderle! Creo

que he de recobrar mi empleo

y volverme a lo que es mío.

QUIÑONES

¿Qué tengo de responder?

¿Ciño espada? No la ciño.

Y más, que es mengua si riño

con...

CRISTINA

Quiñones, a placer:

que es Ocaña hombre de bien,

y espadachín además.

(Entran DON ANTONIO y su hermana MARCELA.)

   

DON [ANTONIO]

¡Porfiada, hermana, estás!

Quiero, mas no diré a quién.

Tengo ausente mi alegría,

sin saber adónde yace,

y de aquesta ausencia nace

toda mi malencolía.

Hanla escondido, y no sé

adónde, en cielo ni en tierra;

muévenme los celos guerra,

y dan alcance a mi fe,

no porque la menoscaben:

que, celos no averiguados,

ministran a los cuidados

materia porque no acaben;

son la leña del gran fuego

que en el alma enciende amor,

viento con cuyo rigor

se esparce o turba el sosiego.

QUIÑONES

Aún no han echado de ver

que estamos aquí nosotros.

DON [ANTONIO]

Dejadnos aquí vosotros.

CRISTINA

Entra aquí el obedecer.

(Éntranse QUIÑONES y CRISTINA.)

MARCELA

¿Siquiera no me dirás

el nombre desa tu dama?

DON [ANTONIO]

Como te llamas, se llama.

MARCELA

¿Como yo?

DON [ANTONIO]

Y aun tiene más:

que se te parece mucho.

MARCELA

[Aparte.]

¡Válame Dios! ¿Qué es aquesto?

¿Si es amor éste de incesto?

Con varias sospechas lucho.

¿Es hermosa?

DON [ANTONIO]

Como vos,

y está bien encarecido.

MARCELA

[Aparte.]

El seso tiene perdido

mi hermano. ¡Válgale Dios!

 

(Entra DON FRANCISCO, amigo de DON ANTONIO.)

  

DON FRANCISCO

¿Andan hinchadas las olas

del mar de tu pensamiento?

DON [ANTONIO]

Entraos en vuestro aposento;

dejadnos, hermana, a solas;

retiraos, hermana mía.

MARCELA

¡Dios tus intentos mejore!

(Éntrase MARCELA.)

DON [ANTONIO]

¿Traéis desdichas que llore,

o ya venturas que ría?

DON FRANCISCO

Promesas que se han cumplido

con dádivas, se han probado;

industrias se han intentado

del Sinón más entendido;

las diligencias que he hecho

frisan con las imposibles;

linces ha habido invisibles,

y espías de trecho a trecho;

pero no puede mostrar

sagacidad o cautela

dónde han llevado a Marcela;

cosa que es para admirar.

Solamente se imagina

que una noche la sacó

su padre, y se la llevó;

pero adónde, no se atina.

DON [ANTONIO]

¿Si podrá la astrología

judiciaria declarallo?

DON FRANCISCO

Yo no pienso interrogallo;

que tengo por fruslería

la ciencia, no en cuanto a ciencia,

sino en cuanto al usar della

el simple que se entra en ella

sin estudio ni experiencia.

Si acaso Marcela fuera

alguna joya perdida,

yo buscara otra salida,

que buena en esto la diera.

Santos hay auxiliadores

veinte, o más, o no sé cuántos;

pero no querrán los santos

curarnos de mal de amores.

A la justa petición

siempre favorece el Cielo.

DON [ANTONIO]

Pues, ¿no es muy justo mi celo?

¿No está muy puesto en razón?

¿Busco yo a Marcela acaso

sino para ser mi esposa?

¿Della pretendo otra cosa?

DON FRANCISCO

O vámonos, o habla paso:

que no sabes quién te escucha.

DON [ANTONIO]

Vamos, amigo, y advierte

que fío mi vida y muerte

de tu discreción, que es mucha.

 

(Éntranse DON ANTONIO y DON FRANCISCO.)

(Entran CARDENIO, con manteo y sotana, y tras él TORRENTE, capigorrón, comiendo un membrillo o cosa que se le parezca.)

  

CARDENIO

Vuela mi estrecha y débil esperanza

con flacas alas, y, aunque sube el vuelo

a la alta cumbre del hermoso cielo,

jamás el punto que pretende alcanza.

Yo vengo a ser perfecta semejanza

de aquel mancebo que de Creta el suelo

dejó, y, contrario de su padre al celo,

a la región del cielo se abalanza.

Caerán mis atrevidos pensamientos,

del amoroso incendio derretidos,

en el mar del temor turbado y frío;

pero no llevarán cursos violentos,

del tiempo y de la muerte prevenidos,

al lugar del olvido el nombre mío.

¿Comes? Buena pro te haga;

la misma hambre te tome.

TORRENTE

No puede decir que come

el que masca y no lo traga.

No se me vaya a la mano,

que désta, si acaso es culpa,

ser me sirve de disculpa

el membrillo toledano.

Sé cierto que decir puedo,

y mil veces referillo:

espada, mujer, membrillo,

a toda ley, de Toledo.

Las acciones naturales

son forzosas, y el comer

una dellas viene a ser,

y de las más principales;

y esto aquí de molde viene,

y es una advertencia llana:

come el rico cuando ha gana,

y el pobre, cuando lo tiene.

   

CARDENIO

Con todo, me darás gusto

de que en la calle no comas.

TORRENTE

Si estas niñerías tomas

por deshonra o por disgusto,

yo me aturaré la boca

con cal y arena a pisón.

CARDENIO

Sé que tienes discreción.

TORRENTE

¡Y golosina no poca!

CARDENIO

Sabes lo que nunca supo

el diablo.

TORRENTE

Y aun soy peor.

CARDENIO

¿Vuelves a comer, traidor?

TORRENTE

Ya no como, sino chupo.

 

(Entra MUÑOZ, escudero de MARCELA.)

Pero ves dónde parece

tu Santelmo.

CARDENIO

Así es verdad,

puesto que mi tempestad

nunca mengua y siempre crece.

En estas benditas manos

tengo mi remedio puesto.

MUÑOZ

Vos veréis cómo echo el resto

en daros consejos sanos.

Advertid, hijo, que son

las canas el fundamento

y la basa a do hace asiento

la agudeza y discreción.

En la mucha edad se muestra

que asiste toda advertencia

porque tiene a la experiencia

por consejera y maestra;

y estas canas no han nacido

en aqueste rostro acaso.

CARDENIO

Hablad, señor Muñoz, paso,

que ya os tengo conocido,

y sé que sabéis cortar,

colgado del aire, un pelo.

MUÑOZ

Así me ayude a mí el cielo

como os pienso de ayudar;

porque el premio es el que aviva

al más torpe ingenio y rudo.

CARDENIO

Si es premio este pobre escudo,

vuestra merced le reciba

con aquella voluntad

sana con que yo le ofrezco.

MUÑOZ

¡Oh señor, que no merezco

tanta liberalidad!

TORRENTE

Tomóle, besóle y diole

quizá perpetua clausura;

del oro la color pura

sin duda que enamoróle,

porque tiene una virtud

de alegrar el corazón,

y la avara condición

vive con la senetud.

Pero, ¿a qué pecho no doma

la hambre del oro?

MUÑOZ

Escucha,

y con advertencia mucha,

hijo, este consejo toma.

De Marcela no hay pensar

que es de tan tiernos aceros,

que la han de ablandar terceros,

ni rogar, ni porfiar,

ni lágrimas, ni suspiros,

ni voluntad verdadera:

que son con ella de cera

de amor los más fuertes tiros.

A las olas que se atreven

a embestirla por amar,

se muestra roca en la mar,

que la tocan y no mueven.

Esto con Marcela pasa.

CARDENIO

No me acobardes y espantes.

TORRENTE

¡Oh, cuántos destos diamantes

he visto volver de masa!

¡Cuántas he visto rendidas

a un billete trasnochado!

¡Cuántas, sin darlas, han dado

de ganadas en perdidas!

¡Cuántas siguen sus antojos

en mitad de su recato!

¡Cuántas en el dulce trato

tropiezan, y aun dan de ojos!

MUÑOZ

Pues ni Marcela tropieza

ni cae.

TORRENTE

¡Gran milagro!

CARDENIO

Calla:

que es estremo que se halla

hoy en la naturaleza,

y el señor Muñoz bien sabe

lo que dice.

MUÑOZ

Yo estoy cierto

que, aún más bien del que os advierto,

todo en mi señora cabe.

Pero vengamos al punto

de lo que quiero decir.

CARDENIO

Hasta acabarle de oír,

estoy, Torrente, difunto.

MUÑOZ

Es el caso que está en Lima

un hermano de su padre

de Marcela, caballero

de ilustre y claro linaje.

De los bienes de fortuna

dicen que le cupo parte

tanta que, entre los más ricos,

suelen por rico nombrarle.

Tiene un hijo que se llama

don Silvestre de Almendárez,

el cual con doña Marcela,

aunque prima, ha de casarse.

Cada flota le esperamos;

mas, si en esta que se sabe

que ha llegado a salvamento

no viene, echado ha buen lance.

Fíngete tú don Silvestre,

que yo te daré bastantes

relaciones con que muestres

ser él mismo; y serán tales,

que, por más que te pregunten,

podrás responder con arte,

que, acreditando el engaño,

tus mentiras sean verdades.

Aposentaránte en casa,

haránte gasajos grandes,

y tú dentro, una por una,

podrás ver cómo te vales.

CARDENIO

Está bien; pero si acaso

en aquesta flota traen

cartas dese don Silvestre,

y de que no viene saben,

yo dentro en casa, ¿qué haré?

¿Cómo podrá acreditarse

tan conocida mentira

para que pase adelante?

MUÑOZ

Dirás que, después de escritas

y dadas, quiso tu madre

que te vinieses a España,

aunque a hurto de tu padre;

que ella, deseando verse

con nietos en quien dilate

su nombre y posteridad,

no quiso que más tardases.

Y este venirte a escondidas

podrá, señor, escusarte

de no venir con riquezas

que el ser quien eres señalen;

mas no dejes de traer

algunas piedras bezares,

y algunas sartas de perlas,

y papagayos que hablen.

CARDENIO

En eso yo daré trazas

que dese aprieto me saquen,

y tales, que satisfagan.

TORRENTE

Todo aquesto es disparate.

CARDENIO

La memoria sea cumplida,

y los puntos importantes

que en este nuevo edificio

han de ser fundamentales,

vengan especificados,

de modo que me declaren

por el mismo don Silvestre.

MUÑOZ

Ven por ellos esta tarde.

CARDENIO

Volverá este mi criado.

TORRENTE

Volveré, si a Dios le place;

que, sin su ayuda, no puedo,

ni estornudar, ni mudarme.

MUÑOZ

Señor, si acaso, si a dicha,

si por buena suerte traes

otro escudillo, bien puedes

con liberal mano darle:

que es invierno, y no hay bayeta,

y no será bien que pase

frío el que al incendio tuyo

procura refrigerarle.

CARDENIO

No le traigo, en mi conciencia;

pero yo haré que se os saque

un vestido de bayeta,

y a mi cuenta le hará el sastre.

MUÑOZ

Venderéle, ¡vive Roque!

No consentiré se ensanche

Marcela con mis trofeos,

que cuestan gotas de sangre.

Vístame la que quisiere

que polido la acompañe:

que gastar yo mi bayeta

en servicio ajeno, ¡tate!

Y voyme, porque conviene

que la memoria se estampe

que fortifique este embuste.

Y a Dios quedéis.

CARDENIO

Él os guarde.

MUÑOZ

Mire que no se le olvide

lo de la bayeta y sastre:

que en este punto consisten

sus gustos o sus pesares.

(Éntrase MUÑOZ.)

CARDENIO

¡Gran principio a mi quimera!

TORRENTE

Llámala, señor, dislate;

torre fundada en palillos,

como casica de naipes.

Dime: ¿dónde están las perlas?

¿Dónde las piedras bezares?

¿Adónde las catalnicas

o los papagayos grandes?

¿Dónde la prática de Indias,

de los puertos y los mares

que se toman y navegan?

¿Dónde la bayeta y sastre?

Si quieres que tus negocios

en felice punto paren,

lleva, y esto te aconsejo,

siempre la verdad delante.

Capigorrista soy tuyo,

y como padezco hambre,

tengo sotil el ingenio,

y en dar consejos soy sacre.

CARDENIO

Yo me remito a la lista

de Muñoz; tú no desmayes,

que en las empresas de amor,

tal vez se ha visto que valen

el ingenio y la ventura

más que las riquezas grandes.

TORRENTE

Deste laberinto, el cielo

con las narices nos saque.

 

(Éntranse.)

(Entran MARCELA y DOROTEA, su doncella.)

DOROTEA

Dime, señora: ¿qué muestra

te ha dado tu hermano tal,

que sea indicio y señal

de alguna intención siniestra?

No puedo darme a entender

que te ama viciosamente,

aunque es caso contingente.

MARCELA

¡Y cómo si puede ser!

¿Ya no se sabe que Amón

amó a su hermana Tamar?

¿Y no nos vienen a dar

Mirra y su padre ocasión

de temer estos incestos?

DOROTEA

Con todo, señora, creo

que encamina su deseo

por términos más compuestos,

y esto tengo por verdad.

MARCELA

Mi querida Dorotea,

plega al Cielo que así sea;

Él rija su voluntad.

De contino trae en la boca

mi nombre, a hurto me mira,

gime a solas y suspira,

las manos me besa y toca;

y da por disculpa desto,

que me parezco a su dama,

que de mi nombre se llama.

DOROTEA

¿Hase, a dicha, descompuesto

a hacer más de lo que dices?

MARCELA

No, por cierto; ni querría.

DOROTEA

Pues desto, señora mía,

no es bien que te escandalices;

pues podrá ser que su dama

se llame, señora, así,

y que se parezca a ti,

si de hermosa tiene fama.

(Entra DON ANTONIO, hermano de MARCELA.)

MARCELA

Mira do viene suspenso;

tanto, que no echa de ver

que aquí estamos. De su ser

que está trastrocado pienso.

Escuchémosle, y advierte

cómo de Marcela trata.

DON [ANTONIO]

Es tu ausencia la que mata;

no el desdén, aunque es tan fuerte.

¡Ay dura, ay importuna, ay triste ausencia!

¡Cuán lejos debió estar de conocerte

el que al furor de la invencible muerte

igualó tu poder y tu violencia!

Que, cuando con mayor rigor sentencia,

¿qué puede más su limitada suerte

que deshacer la liga y nudo fuerte

que a cuerpo y alma tiene inconveniencia?

Tu duro alfanje a mayor mal se estiende,

pues un espíritu en dos mitades parte.

¡Oh milagros de amor, que nadie entiende!

Que, del lugar de do mi alma parte,

dejando su mitad con quien la enciende,

consigo traiga la más frágil parte.

¡Oh Marcela fugitiva

y sorda al lamento mío!

¿Cómo quiere tu desvío

que ausente muriendo viva?

¿Dónde te ascondes? ¿Qué clima,

inhabitable te encierra?

¿Cómo a tu paz no da guerra

el dolor que me lastima?

¡Téngote siempre delante,

y no te puedo alcanzar!

MARCELA

Para temer y pensar,

¿esto no es causa bastante?

DOROTEA

Sí, por cierto. Nunca estés

sola, si fuere posible;

de que aspire a lo imposible,

jamás ocasión le des;

rómpase en tu honestidad,

en tu advertencia y recato,

la fuerza de su mal trato,

que nace de ociosidad.

Y vámonos, no nos vea;

dé a solas rienda a su intento.

MARCELA

Yo estoy en tu pensamiento,

que es muy bueno, Dorotea.

 

(Éntrase MARCELA y DOROTEA.)

(Sale OCAÑA, de lacayo, con una varilla de membrillo y unos antojos de caballo en la mano, y pónese atento a escuchar a su amo.)

  

DON [ANTONIO]

Amor, que lo imposible facilitas

con poderosa fuerza blandamente,

allanando las cumbres,

¿por qué las nubes de mi sol no quitas?

¿Por qué no muestras por algún Oriente

las dos hermosas cumbres

que dan rayos al sol, luz a tus ojos,

por quien te rinde el mundo sus despojos?

¿Qué quieres, Ocaña?

OCAÑA

Quiero

herrar el bayo, señor,

y no acierta el herrador

a herralle si no hay dinero.

Débense cuatro herraduras

y un brebajo; mira, pues,

si andarán aquellos pies,

siendo tus manos tan duras.

Y vengo por seis raciones

que me deben: que amohína

ver que sobren a Cristina

y resobren a Quiñones,

y que falten para mí,

que sirvo mejor que todos,

de tres y de cuatro modos.

DON [ANTONIO]

Confieso que ello es así,

Ocaña amigo, y sabed

que todo se os pagará.

Y andad con Dios.

OCAÑA

Siempre está

conmigo vuestra merced

riguroso por el cabo.

DON [ANTONIO]

¿En qué modo?

OCAÑA

¿Yo no veo

que, cual si fuera guineo,

bezudo y bozal esclavo,

apenas entro en la sala

por alguna niñería,

cuando cualquiera me envía,

si no en buena, en hora mala?

A nadie se le trasluce,

por más que yo lo procuro,

el ingenio lucio y puro

que en este lacayo luce.

Anda conmigo al revés

fortuna poco discreta:

que, si tú fueras poeta,

quizá fuera yo marqués,

o, por lo menos, ya fuera,

tu consejero y privado;

pero de mi corto hado

tamaño bien no se espera.

Hay poetas tan divinos,

de poder tan singular,

que puedan títulos dar

como condes palatinos;

y aun, si lo toman despacio,

en tiempo y caso oportuno,

no habrá lacayo ninguno

que no casen en palacio

con doncellas de la reina,

de valor único y solo:

que, por la gracia de Apolo,

esta gracia en ellos reina.

Pero yo nací, sin duda,

para la caballeriza,

haciendo en mis dichas riza

mi suerte, que no se muda.

El discreto es concordancia

que engendra la habilidad;

el necio, disparidad

que no hace consonancia.

Del cuerpo por los sentidos

obra el alma, y, cuales son,

o muestra su perfección,

o términos abatidos.

De aquesto quiero inferir

que tan sotil cuerpo tengo,

que en un instante prevengo

lo que he de hacer y decir.

Lacayo soy, Dios mediante;

pero lacayo discreto,

y, a pocos lances, prometo

ser para marqués bastante,

como aquel de Marinán,

de dinare, e più dinare,

si la suerte no estorbare

este bien que no me dan. 

DON [ANTONIO]

¡Alto! Vos habéis hablado

de modo que me obligáis

a que de humilde subáis

a más eminente estado,

siendo al primero escalón

servirme de consejero;

y así, amigo Ocaña, quiero

mostraros mi corazón,

para que, viendo patentes

las ansias que en él se anidan,

ellas a tu ingenio pidan

los remedios suficientes:

que tal vez una dolencia

casi incurable la sana

de una vejezuela cana

una fácil experiencia.

OCAÑA

Dime tu mal, mi señor,

y verás cómo en tantico

tantos remedios aplico,

que sanes con el menor.

Y si por ventura es

el ciego el que te atormenta,

puedes, señor, hacer cuenta

de que ya sano te ves,

porque no se ha de tomar

conmigo el dios ceguezuelo.

DON [ANTONIO]

Que no estás en ti recelo.

OCAÑA

¿Pues en quién había de estar?

Que, a no tomarme del vino,

por costumbre o por conhorte,

no hubiera en toda la corte

otro Catón Censorino

como yo.

DON [ANTONIO]

Ya desvarías.

Vuélvete, Ocaña, a tu establo.

(Éntrase DON ANTONIO.)

OCAÑA

Aunque más sentencias hablo

y elevadas fantasías,

se me trasluce y figura,

conjeturo, pienso y hallo,

ha de ser mi sepultura.

Y está muy puesto en razón:

que, el que quiere porfiar

contra su estrella, ha de dar

coces contra el aguijón.

Cristinica estará agora

en la plaza; allá me impele

aquella fuerza que suele,

que dentro del alma mora.

Búscola como a mi centro,

y si la encontrase yo,

nunca jugador echó

tan rico y gustoso encuentro.

Deste gusto no me prive

Amor, que en mi ayuda llamo,

y siquiera, con mi amo,

ni más medre ni más prive.

(Éntrase OCAÑA.)

(Salen DON AMBROSIO, caballero, y CRISTINA, con un billete en la mano.)

CRISTINA

Hasta ponerle yo en parte

donde le vea, harélo;

pero en lo demás recelo

que no podré contentarte.

DON AMBROSIO

Haz, amiga, que le lea:

que en sólo aquesto consiste

la alegría deste triste.

CRISTINA

Digo que haré que le vea.

Quizá, por curiosidad,

querrá leerle Marcela:

que se ha de usar de cautela

con su mucha honestidad.

No desplegaré la boca

para decirla palabra:

que en sus entrañas no labra

fuerza de amor, mucha o poca.

DON AMBROSIO

¿Regálala, por ventura,

don Antonio?

CRISTINA

Como a hermana.

DON AMBROSIO

De ser su intención tan sana,

no sé yo quién lo asegura.

¡Oh padre mal advertido!

CRISTINA

No le tiene.

DON AMBROSIO

Sí le tiene;

pero a mí no me conviene

el darme por entendido.

De las cosas que sospecho

y de las que son tan graves,

tenga la lengua las llaves,

y no las arroje el pecho.

CRISTINA

Vete, señor, que allí asoma

un paje de casa.

DON AMBROSIO

Amiga,

por tu industria y tu fatiga,

este pobre premio toma.

Y prométete de mí

montes de oro, que bien puedes.

CRISTINA

La menor de tus mercedes

suele ser un Potosí.

(Dale una cajita pintada.)

(Vase AMBROSIO, y entra QUIÑONES.)

QUIÑONES

¿Quién era, Cristina, el lindo

que con tanta sumisión

debió encajar su razón?

«Tuyo soy, y a ti me rindo».

¡Vive el Dador de los cielos,

que es la fregona bonita!

Ordena, manda, pon, quita;

ta, ta, también pide celos.

CRISTINA

El so paje, por su entono,

que primero se tarace

la lengua, que otra vez trace

palabras, y no en mi abono.

¿Hásenos vuelto otro Ocaña?

¡Celos y más celos!

QUIÑONES

Calle,

y advierta que está en la calle.

CRISTINA

¡Ay! Por mi fe, que se ensaña

el mancebito frión.

QUIÑONES

Cristina, menos gallarda;

que esa gallardía aguarda...

CRISTINA

¿Qué, mi rufo?

QUIÑONES

Un bofetón.

CRISTINA

¿En mi cara?

QUIÑONES

En la del cura

le diera, a venir a mano.

CRISTINA

¿Y que alzarás tú la mano

contra tanta hermosura

como pusieron los cielos

en mis mejillas rosadas?

QUIÑONES

Siempre son desatinadas

las venganzas de los celos.

Ocaña es éste. Camina,

y escóndete entre la gente.

 

(Éntranse QUIÑONES y CRISTINA, y sale OCAÑA.)

OCAÑA

Partió mi sol de su Oriente,

y al ocaso se encamina,

y tras sí lleva la sombra

que le sirve de arrebol.

Para mí no es este sol,

sino niebla que me asombra.

Plega a Dios, humilde paje,

asombro de mi esperanza,

que ni valgas por privanza,

ni te estimen por linaje;

sirvas a un catar[r]ibera,

que te dé corta ración;

sea tu estado un bodegón;

no te dé luto, aunque muera;

y cuando el cielo te adiestre

a servir a un titulado,

tu enemigo declarado

el maestresala se muestre.

De las hachas no te valgas,

ni de relieves veas gozo,

y nunca te salga el bozo,

porque de paje no salgas.

Póngante infames renombres;

juegues; pierdas la ración,

que es la mayor maldición

que pueden darte los hombres.

(Éntrase OCAÑA.)

(Sale MUÑOZ.)

MUÑOZ

Despierto y durmiendo, estoy

pensando siempre y soñando

cuándo ha de llegar el cuándo

mude el pellejo en que estoy;

cuándo querrá aquel planeta

que sobre mí predomina,

que remedien mi rüina

el gran sastre y la bayeta.

Diles la memoria, y diles,

previniendo mil barruntos,

de los más sotiles puntos

las respuestas más sotiles;

pero, con todo, me pesa

de haberme empeñado así,

porque tengo para mí

ser de peligro la empresa.

(Entran DON ANTONIO y TORRENTE en hábito de peregrino.)

  

DON [ANTONIO]

Mucho más es melindre que advertencia,

y hase tenido confianza poca

de quien yo soy. Por Dios, que estoy corrido.

MUÑOZ

¡Válgate el diablo! ¿Qué disfraz es éste?

Esto no puse yo en la lista.

TORRENTE

Digo

que el señor don Silvestre de Almendárez

no pudo más. El caso fue forzoso,

y la borrasca tal, que nos convino

alijar el navío, y echar cuanto

en su anchísimo vientre recogía

al mar, que se sorbió como dos huevos

catorce mil tejuelos de oro puro.

Al cielo las promesas y oraciones

volaban más espesas que las nubes,

que la cara del sol cubrían entonces;

entre las cuales oraciones, una

envió don Silvestre al sumo alcázar

con tan vivos y tiernos sentimientos,

que penetró los cascos de los cielos.

Conteníase en ella que de Roma

aquello que se llama Siete Iglesias

andaría descalzo peregrino,

si Dios de aquel peligro le sacaba.

Añadió a su promesa mi persona;

añadidura inútil, aunque buena

en parte, pues que soy su amparo y báculo.

En fin: salimos mondos y desnudos

a tierra, ni sé adónde, ni sé cómo,

habiéndose engullido el mar primero

hasta una catalnica que traíamos,

de habilidad tan rara, y tan discreta,

que, si no era el hablar, no le faltaba

otra cosa ninguna.

DON [ANTONIO]

Bien, por cierto,

la habéis encarecido; aunque yo pienso

que catalnicas mudas valen poco.

TORRENTE

Por señas nos decía todo cuanto

quería que entendiésemos.

MUÑOZ

¡Milagro!

TORRENTE

De perlas, ¡qué de cajas arrojamos;

tamañas como nueces, de buen tomo,

blancas como la nieve aún no pisada!;

de esmeraldas, las peñas como cubas,

digo, como toneles, y aun más grandes;

piedras bezares, pues dos grandes sacos;

anís y cochinilla, fue sin número.

MUÑOZ

Entre esas zarandajas, ¿por ventura

fue bayeta al mar?

TORRENTE

¡Y el sastre y todo!

MUÑOZ

A malísimo viento va esta parva;

no me cuadra ni esquina esta tormenta,

puesto que viene bien para el embuste.

DON [ANTONIO]

¿En qué paraje sucedió el naufragio?

TORRENTE

Estaba yo durmiendo en aquel trance,

y no pude del paje ver el rostro.

DON [ANTONIO]

Paraje dije; pero no me espanto,

que aun hasta aquí os conturba la borrasca,

ni que en ella os durmiésedes; que el miedo

tal vez suele causar sueño profundo.

TORRENTE

No quiso mi señor, ni por semejas,

de cuatro mil y más ofrecimientos

que de darle dineros se le hicieron,

recebir sino aquellos que bastasen

a no pedir limosna en su viaje;

pero no supo bien hacer la cuenta,

porque ya casi todos son gastados.

MUÑOZ

¡Válgate Satanás, qué bien lo enredas!

TORRENTE

La primera estación fue a Guadalupe,

y a la imagen de Illescas la segunda,

y la tercera ha sido a la de Atocha;

a hurto quiso verte, y esta tarde

quiere partirse a Roma; agora queda

en San Ginés hincado de hinojos,

arrojando del pecho mil suspiros,

vertiendo de sus ojos tiernas lágrimas,

pidiendo a Dios que le encamine y guíe

en el viaje santo prometido.

Yo, señor, soy ternísimo de plantas,

a quien callos durísimos enclavan,

de tan largo camino procedidos;

querría que se diese alguna traza

de que por quince días descansásemos,

para tomar aliento y refrigerio

en el nuevo camino que se espera.

Además, que también [él] es ternísimo,

y podría el cansancio fatigalle,

de modo que el camino con la vida

se acabase en un punto: caso triste

si tal viniese a ser, por el tremendo

dolor que sintiría mi señora

doña Ana de Briones, madre suya.

DON [ANTONIO]

Vamos, que yo pondré remedio en todo.

TORRENTE

No hay decir, señor, que yo te he visto,

porque me ha de matar si es que tal sabe.

¡Oh pecador de mí!, ¡Éste es que viene!

¡En la red me ha cogido! ¡Negativa,

señor; si no, yo muero!

DON [ANTONIO]

No hayas miedo.

 

(Entra CARDENIO, como peregrino.)

Mi señor don Silvestre de Almendárez,

¿para qué es encubriros de quien tiene

tantas obligaciones de serviros?

CARDENIO

¡Oh traidor, malnacido! Por Dios vivo,

que os engaña, señor, este embustero:

que yo no soy aquese don Silvestre

que dices de Almendárez, sino un pobre

peregrino, y tan pobre.

TORRENTE

¿Qué me miras?

Yo no le he dicho nada; y si lo he dicho,

digo que miento una y cien mil veces.

[Aparte, a DON ANTONIO.]

¡Vive Dios!, que es el mismo que te digo.

Apriétale, y conjúrale, y confiese.

DON [ANTONIO]

¡Por Dios, primo y señor, que es caso fuerte

negarme esta verdad! ¿Qué importa vengas

rico o pobre a tu casa, que es la mía?

TORRENTE

¡Eso es lo que yo digo, pesia al mundo!

DON [ANTONIO]

¿Mandabas tú a los vientos, o pudiste

del proceloso mar las altas olas

sosegar algún tanto? ¿No es locura

hacer caso de honra los sucesos

varios de la fortuna, siempre instable,

o, por mejor decir, del cielo firme?

TORRENTE

¡Ea, señor, que ya pasa de raya

tan grande pertinacia! ¡Vive Roque,

señor, que es don Silvestre de Almendárez,

vuestro primo y cuñado, el peregrino,

y mi amo, que es más!

CARDENIO

Pues tú lo dices,

no quiero más negarlo, pues no importa.

Dadme, señor, las manos.

DON [ANTONIO]

Doy los brazos,

y el alma en su lugar, querido primo.

CARDENIO

Tomad los míos, que, entre aquestos brazos,

también os doy mi alma.

[A TORRENTE.]

En recompensa,

no te la cubrirá pelo, si puedo.

TORRENTE

Que no temo amenazas mal nacidas,

porque esto es lo que importa a nuestro hecho.

MUÑOZ

¿Y cómo?

DON [ANTONIO]

No hayáis miedo que se os toque

al pelo de la ropa por lo dicho.

TORRENTE

Mi señor es discreto, y verá presto

de cuán poca importancia era el silencio,

en semejante caso.

DON [ANTONIO]

Señor primo,

vamos a casa, y sepa vuestra esposa

vuestra buena venida y deseada.

CARDENIO

Siempre he de obedecer.

MUÑOZ

¡Qué bien trazada

quimera! Si ella llega a colmo, espero

un Potosí de barras y dinero.

TORRENTE

¿Qué os parece, Muñoz?

MUÑOZ

Que me parece

que es verdad cuanto ha dicho, y que lo veo.

TORRENTE

¡Y cómo que es verdad! Sin que le falte

un átomo, una tilde, una meaja.

 

(Éntranse DON ANTONIO, CARDENIO y TORRENTE.)

 

MUÑOZ

Términos tienen estos socarrones

de hacerme a mí entender que la borrasca

y el alijo de ropa es verdadero.

Ahora bien, veremos lo que pasa,

que, una por una, los dos ya están en casa.

 

FIN DE LA PRIMERA JORNADA

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