ESCENA TERCERA

Smirnov y Elena.

Elena.—Caballero, en mi soledad, hace mucho tiempo que he perdido la costumbre de oír la voz humana, y no puedo sufrir que se grite. Le ruego a usted que no turbe mi calma, que respete el dolor de una viuda desconsolada.

Smirnov.—¡Págueme usted lo que me debe, y me voy.

Elena.—Ya se lo he dicho a usted: ahora no puedo pagarle. Espere hasta pasado mañana.

Smirnov.—Yo también se lo he dicho a usted: ¡Necesito el dinero hoy y no pasado mañana! Si no me paga usted hoy, mañana tendré que suicidarme, lo cual quizá la regocije a usted, pero a mí no me hace maldita la gracia.

Elena.—Pero ¿qué quiere usted que yo haga, si no tengo dinero? ¡Qué testarudez!

Smirnov.—Así es que, decididamente, no me paga usted hoy...

Elena.—No puedo.

Smirnov.—Muy bien. No me muevo de aquí hasta que me pague usted. (Se sienta.) ¿No me paga usted hasta pasado mañana? Pues yo, hasta pasado mañana, estaré sentado en este sillón. (Levantándose bruscamente.) Dígame, usted: ¿tengo que pagarle al Banco o no?

Elena.—Señor, le ruego que no grite. ¡No está usted en una cuadra!

Smirnov.—Le hablo del Banco y ella me habla de la cuadra. ¡La lógica de las mujeres!

Elena.—¡No sabe usted tratar con señoras!

Smirnov.—¡Qué he de saber! Es muy difícil. Prefiero encontrarme ante la boca de un cañón a encontrarme ante una mujer.

Elena.—¡Es usted un mal educado, un grosero! Ninguna persona correcta se permitiría hablar en ese tono a una señora.

Smirnov.—¿Cómo demonios quiere usted que le hable? ¿En francés, ceceando? (Fuera de sí, empieza a cecear en francés.) 'Madame, je vous prie... permettez moi.. avec le plus grand respect... Me es tan grato, señora, que no quiera usted pagarme mi dinero... Perdóneme que la haya molestado... Hace un día hermosísimo, ¿verdad, señora?... ¡El luto le sienta a usted muy bien, señora! Es usted encantadora, señora... (Saluda irónicamente.) ¿Es así como he de hablarle a usted?

Elena.—¡Qué grosería y qué estupidez!

Smirnov.—¡Caramba! (Imitándola.) ¡Qué grosería y qué estupidez! ¡Me ha matado usted! ¿Qué hago yo ahora? (Cambiando de tono.) Se engaña usted, señora, si piensa que no sé tratar con mujeres. He conocido en mi vida más mujeres que gorriones ha visto usted, señora. He tenido tres duelos por mujeres; doce mujeres han sido abandonadas por mí; yo, a mi vez, he sido abandonado por nueve mujeres. ¡Gracias a Dios, no ignoro lo que es una mujer! ¡Sí, señora! Yo, en otro tiempo, era romántico, galante, enamorado; suspiraba, sufría, me pasaba noches enteras mirando a la Luna, como un idiota; recitaba versos amorosos, dedicaba sonetos a criaturas poéticas. Hablaba furiosa, apasionadamente; hablaba como un imbécil de la emancipación de la mujer; derrochaba mi patrimonio a los pies de ángeles con faldas; en fin, era el más imbécil de los idiotas. ¡Y ya no quiero más, gracias! ¡Ya no caeré más en el lazo tendido por manos poéticas! He pagado demasiado cara la experiencia. Los ojos negros, los labios de púrpura, los quedos coloquios de amor, las declaraciones a la luz de la Luna, son cosas ahora para mí por las que no daría ni un céntimo. No me refiero a las presentes; pero todas las mujeres, sin excepción, son coquetas, embusteras, maldicientes, vanas, ligeras, mezquinas, malignas, ambiciosas, egoístas. Su lógica es disparatada, y en cuanto a cacumen, el último de los gorriones está por encima de cualquier filósofa con faldas. Por fuera son todas ustedes criaturas encantadoras: tules, encajes, mil primores, mil atractivos, semidiosas; pero si miramos su alma, criaturas divinas, la de un cocodrilo no nos parecerá peor. (Aprieta con ambas manos rudamente el respaldo de la silla, que cruje.) Y lo que más me subleva es que se creen ustedes tiernas, sentimentales, capaces de amar de verdad...

Elena.—Caballero, permítame...

Smirnov.—No, déjeme acabar. He sufrido lo que no es decible, por culpa de sus semejantes de usted, y sostengo que las mujeres no son capaces de amar. Lo que llaman amor no es, en realidad, sino un engaño, una astucia de que se valen en su guerra contra los hombres, un timo. Mientras que el hombre sufre de veras y está dispuesto a todos los sacrificios, la mujer vierte lágrimas artificiales mirándose al espejo. Nos engaña, se ríe de nosotros. Usted, que es mujer—¡desgraciadamente para usted!—, dígame con franqueza si ha conocido alguna mujer sincera, fiel, constante. ¡No, no y no! Sólo las feas y las viejas son fieles y constantes, porque no tienen más remedio. Es más fácil encontrar un gato con cuernos o un toro con seis patas que una mujer constante...

Elena.—¿Y tendrá usted el valor de afirmar que los hombres lo son?

Smirnov.—¡Sí, señora! ¡Lo afirmo!

Elena. (Con una risa amarga.)—¡Los hombres! ¿Afirma usted que los hombres son constantes en el amor? ¡Ja, ja, ja! ¡Qué disparate! ¡El mejor de los hombres que he conocido era mi difunto marido! Yo le amaba apasionadamente, con toda mi alma, con una ternura desbordante. Le había entregado mi juventud, mi vida, mi fortuna; era para mí un Dios, ante quien me inclinaba religiosamente... Y, sin embargo... el mejor de los hombres me engañaba, de una manera vergonzosa, a cada paso. Después de su muerte he encontrado en los cajones de su mesa una porción de cartas de mujeres... Me dejaba semanas enteras sola en casa, les hacía delante de mí el amor a otras, derrochaba mi patrimonio, se burlaba de mi cariño. Y a pesar de todo, yo le amaba y le era fiel. Más aun: sigo siéndole fiel ahora, después de su muerte. Me he enterrado para toda la vida entre estas cuatro paredes, y no me quitaré nunca el luto.

Smirnov. (Con una risa desdeñosa.)-No me venga usted a mí con lutos! ¿Se cree usted que me chupo el dedo? Bien sé por qué se enluta usted y por qué se entierra entre cuatro paredes; ¡es eso tan poético, tan novelesco!... Un tenientillo o un imbécil poeta melenudo, al pasar por delante de su balcón de usted, se dirá: "Aquí vive una criatura poética que se ha enterrado en vida voluntariamente." ¡Pero yo conozco esos trucos!

Elena. (Encolerizada.)—¿Cómo se atreve usted a decirme esas cosas?

Smirnov.—Sí, señora. Se ha enterrado usted viva, y, no obstante, no se ha olvidado de vestirse con elegancia ni de ponerse polvos.

Elena.—¡Basta! ¡No tiene usted derecho a hablarme así!

Smirnov.—¡No me chille usted, que no soy su criado! Soy dueño de decir lo que pienso. No soy una mujer para ocultar la verdad, y le ruego que no me chille.

Elena.—¡Si el que chilla es usted! ¡Quítese de mi vista!

Smirnov.—Pagúeme mi dinero, y me iré.

Elena.—¡No le pago a usted!

Smirnov.—¿No me ha de pagar?

Elena.—¡Ni un céntimo! ¿Lo oye usted? Dentro de un año recibirá usted su dinero, ni un día antes; ¡Vayase de mi casa!

Smirnov.—Señora, no tengo el honor de ser su marido de usted, ni su novio, y le suplico que no me arme escándalos. (Se sienta.) No me gustan los escándalos.

Elena. (Ahogándose de cólera.)—¿Se ha sentado usted?

Smirnov.—Sí, señora.

Elena.—Le ruego que se vaya.

Smirnov.—Venga mi dinero.

Elena.—¡No quiero discutir con un mal criado! ¿Se marcha usted? (Pausa.) ¿Se marcha?

Smirnov.—¡No!

Elena.—¿No?

Smirnov.—¡No!

Elena.—¡Muy bien! (Toca el timbre. Entra Lucas.) Lucas, acompaña a este señor a la puerta.

Lucas. (Acercándose a Smirnov.)—Señor, tenga usted la bondad... La señora lo manda...

Smirnov. (Levantándose bruscamente.)—¡Cállate, granuja! ¡Te voy a romper la cara! ¡Te voy a hacer picadillo!

Lucas. (Aterrorizado, retrocediendo.)—¡Dios mío, qué hombre! ¡Es un verdadero bandido!

Elena.—¡Dacha! ¿Dónde está Dacha? (Toca el timbre.) ¡Pelaguella!.

Lucas.—No hay nadie. Están todos en el bosque, cogiendo setas...

Elena.—¡Largúese!

Smirnov.—¿Quiere usted ser más cortés, señora? ¡Tanto luto y tan poca finura!

Elena. (Apretando furiosa los puños y taconeando con cólera.)—¡Es usted un tío, una fiera, un oso!

Smirnov.—¿Cómo? ¿Qué dice usted?

Elena.—Digo que es usted una fiera, un oso.

Smirnov.—¡Perdón, señora! No tiene usted derecho a insultarme.

Elena.—¡Y se atreve a pedirme explicaciones! ¿Se cree usted quizás que le tengo miedo?

Smirnov.—¿Y se cree usted que por ser una criatura poética tiene derecho a insultarme? ¡Se equivoca usted! ¡La desafío!

Lucas.—¡Dios mío, qué horror!

Smirnov.—¡Vamos a batirnos!

Elena.—¿Piensa usted que me va a asustar con su fuerza y su cuello de buey? ¡Fiera! ¡Oso!

Smirnov.—¡A batirnos! No le permito a nadie que me insulte, y me importa un bledo que sea usted una mujer, una criatura poética.

Elena. (Queriendo interrumpirle.)—¡Oso! ¡Oso! ¡Oso!

Smirnov.—Es un estúpido prejuicio el que sólo los hombres deban responder de sus insultos, y hay que acabar con él. Puesto que la mujer quiere tener los mismos derechos que el hombre, debe tener también las mismas obligaciones. ¡A batirnos!

Elena.—¿Quiere usted un duelo? ¡Aceptado!

Smirnov.—¡En seguida!

Elena.—Sí, al punto. Mi marido dejó pistolas. Voy por ellas... (Sale presurosa, pero vuelve en seguida y se asoma a la puerta.) ¡Con qué placer le alojaré a usted una bala en la odiosa cabeza! ¡Que el diablo se le lleve a usted! (Se va.)

Lucas. (De rodillas.)—¡Señor, tenga usted piedad de nosotros! Esa pobre mujer... un duelo... pistolas...

Smirnov. (Sin escucharle.)—¡Esta es la verdadera emancipación de la mujer, la verdadera igualdad de los sexos! ¡Quiero matarla nada más que para dar principio de una manera seria a la emancipación femenina!... (Pausa.) ¡Pero, demonio, qué mujer! (Imitando a Elena.) "¡Con qué placer le alojaré a usted una bala en la odiosa cabeza! ¡Que el diablo se le lleve a usted!" ¡Es magnífica la mujercita! ¡Y qué colorada se pone y cómo le brillan los ojos! ¡Y acepta el duelo! ¡Palabra de honor, en mi vida he visto una mujer así!

Lucas.—¡Señor, se lo suplico, váyase! ¡Yo rogaré a Dios eternamente por usted!

Smirnov. (Sin haberle caso.)—¡Canastos, qué mujer! ¡Una mujer de veras, no un manojo de nervios perfumado, empolvado! ¡Fuego, dinamita, temperamento! ¡Sería una lástima matarla!

Lucas. (Llorando.)—¡Señor, se lo ruego!...

Smirnov.—¡Decididamente, me gusta esta mujer! Es una cosa... (Hace gestos vagos.) Estoy dispuesto hasta a perdonarle la deuda... ¡Es una mujer admirable, canastos!

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