La Tigra

José de la Cuadra

Los agentes viajeros y los policías rurales, no me dejarán mentir —diré como en el aserto montuvio— Ellos recordarán que en sus correrías por el litoral del Ecuador —¿en Manabí?, ¿en el Guayas?, ¿en Los Ríos?— se alojaron alguna vez en cierta casa-de-tejas habitada por mujeres bravías y lascivas… Bien; ésta es la novelita fugaz de esas mujeres. Están ellas aquí tan vivas como un pez en una redoma; sólo el agua es mía; agua tras la cual se las mira… Pero, acerca de su real existencia, los agentes viajeros y los policías rurales no me dejarán mentir.


"Señor Intendente General de Policía del Guayas: Clemente Suárez Caseros, ecuatoriano, oriundo de esta ciudad, donde tengo mi domicilio, agente viajero y propagandista de la firma comercial Suárez Caseros & Cía., a usted con la debida atención expongo: En la casa de hacienda de la familia Miranda, ubicada en el cantón Balzar, de esta jurisdicción provincial, permanece secuestrada en poder de sus hermanas, la señorita Sara María Miranda, mayor de edad, con quien mantengo un compromiso formal de matrimonio que no se lleva a cabo por la razón expresada. Es de suponer, señor Intendente, que la verdadera causa del secuestro sea el interés económico; pues la señorita nombrada es condómina, con sus hermanas, de la hacienda a que aludo, así como del ganado, etc., que existe en tal propiedad rústica. Últimamente he sido noticiado de que se pretende hacer aparecer como demente a la secuestrada. En estas circunstancias, acudo a su integridad para que ordene una rápida intervención a los agentes de su mando en Balzar.

De usted, respetuosamente.— (Fdo.): C. Suárez Caseros . — (Sigue la fe de entrega): "Guayaquil, a 24 de enero de 1935; las tres de la tarde; Telegrafíese al comisario nacional de Balzar para que, a la brevedad posible, se constituya, con el piquete de la policía rural destacado en esa población, en la hacienda indicada, e investigue lo que hubiere de verdad en el hecho que se denuncia; tomando cuantas medidas juzgue necesarias en ejercicio de su autoridad.

Transcríbansele las partes esenciales del pedimento que antecede. (Fdo.): Intendente General".

—(Siguen el proveído y la razón de haberse despachado el telegrama respectivo).


Son tres las Miranda. Tres hermanas: Francisca, Juliana y Sarita.

Su predio minúsculo —ellas le dicen "la hacienda"— no es más grande que un cementerio de aldea. Pero, eso no importa. Jamás las Miranda han tendido cerca en los linderos, sencillamente porque no los reconocen. Se expanden con sus animales y con sus desmontes como necesitan.

Talan las arboladas que requieren. Entablan potreros ahí en la tierra más propicia para la yerba de pasto.

El fundo está abierto en plena jungla, sobre las manchas de maderas preciosas. Se llama, en honor de sus dueñas, "Tres Hermanas", y desde él cualquier lugar queda lejos. El poblado más próximo es Balzar; y, para venir a Balzar, hay que andar, o mejor, arrastrarse por senderos de culebras, un día con su noche. El invierno, exponiéndose a toda cosa —por ejemplo, a matarse entre las piedras filudas, bajo la correntada—, se puede utilizar el camino del río, por el cual descienden, ayudadas desde el ribazo por las mulas, las tupidas alfajías. Sólo que esta vía del agua tarda un poco más en ser cumplida: hasta Balzar "se gastan" cuatro días y cuatro noches.

Entre cada Miranda y la siguiente, media aproximadamente un lustro de diferencia. Así, Francisca —la niña Pancha— va por los treinta años; Juliana, por los veinticinco; y Sarita es ya una ciudadana.

La hermosura de las tres hermanas no es únicamente rústica y relativa al ambiente. En justicia y dondequiera se las podría calificar de hembras soberanas. Refieren los balzareños que las Mirandas tuvieron un antecesor extranjero, probablemente napolitano. Sin duda a este abuelo europeo le deberán las tres la tez mate y las cabelleras de ébano lustroso, amplias como una capa; Francisca y Juliana, los ojos beige; y, Sarita, los suyos maravillosos, color uva de Italia.

A la niña Pancha le dicen "La Tigra". No la conocen de otro modo. Ella lo sabe. Algún peón borracho mascullaría a su paso el remoquete, creyendo no ser oído. Ella habría sonreído.

—¡La Tigra!

No le molesta el apodo. Por lo contrario, se enorgullece de él.

—Sí; la Tigra…

A la niña Pancha le envuelve en sus telas doradas la leyenda. Pero, su prestigio no requiere de la fábula para su solidez. La verdad basta.

La niña Pancha es una mujer extraordinaria.

Tira al fierro mejor que el más hábil jugador de los contornos: en sus manos, el machete cobra una vida ágil y sinuosa de serpiente voladora.

Dispara como un cazador: donde pone el ojo, pone la bala, conforme al decir campesino. Monta caballos alzados y amansa potros recientes. Suele luchar, por ensayar fuerzas, con los toros donceles (ella nombra así a los toretes que aún no han cubierto vacas).

Muy de tarde en tarde, la niña Pancha trasega aguardiente. Gusta de hacer esto alguna noche de sábado, cuando el peonaje, después de la paga, se mete a beber en la tienda que las mismas Miranda sostienen en la planta baja de la casa-de-tejas.

En tales ocasiones, la niña Pancha se convierte propiamente en una fiera; y a los peones, por muy ebrios que estén, en viéndola así se les despeja la cabeza.

—¡La Tigra está ajumándose!

—¿De veras? Yo me voy.

—Es pior. Hay que estar quedito hasta ver a quién agarra.

—Ahá. Si advierte que te vas, te seguirá a bala limpia.

Es así. Cuando la niña Pancha descubre que, mientras ella bebe, alguno deja furtivamente la cantina, lo caza a balazos en la oscuridad.

—Ah, hijo de perra! ¡Corre! ¡Corre! Esto te ayudará a correr.

Apoyada en el hombro la dos-cañones —"la gemela"—, dispara a las piernas del huidizo.

También le place "hacer bailar".

—¡Baila, Everaldo! ¡Baila, Everaldo!

Utiliza entonces el Smith Wesson. Apunta a los pies del indicado.

—¡Baila, Everaldo!

Y el hombre tiene que bailar hasta que a la "patronita linda" le viene en gana, para caer luego rendido, acezante, como un perro con aviva, a revolcarse en el suelo de la cantina.

—¡Flojo bía sido Everaldo! Veremos con vos, Cara'e caballo, qué tal eres pa'l baile! ¡La Tigra! Cuando ya está completamente borracha, necesita un domador.

Vaga su mirada por el concurso de peones.

Al fin, se fija en alguno.

—¡Ven, Tobías!

No cabe resistir a la voz imperiosa. Es la patrona y la hembra que llaman en la voz de la niña Pancha: la patrona implacable y la hembra implacable.

—Ven, Tobías…

Es una dulce orden; pero, es una orden.

Lo sube a la casa tras de ella, y lo hace entrar en su propia alcoba.

Con frecuencia, el escogido tiene que abandonar, horas después, antes del amanecer, por la ventana, la alcoba a que ingresara por la puerta.

¡La Tigra!

Cuando a la Tigra se le esfuman las nubes del alcohol, le fastidian los hombres.

—¡Largo, perro!

Casi siempre, al domador ocasional lo despide, con todos los honores, un tiro de revólver que le cruza juguetón, una cuarta arriba de la cabeza.

Momentos antes, esa misma cabeza ha sido devorada a besos profundos. Ahora, nada vale. Es como la almendra de una fruta exprimida. Fue gustada. Se la arroja.

—¡Largo, perro!

Le desagrada a la niña Pancha que el domador ocasional recuerde. Satisfácele el amante desmemoriado.

Un día, Venancio Prieto, que a su turno resultó favorecido, le dijo algo a la niña Pancha.

Algo sobre aquello.

¡La Tigra!

La Tigra estaba frente a él, con el machete en la diestra. De un revés admirable, que no tocó la nariz, que ni siquiera golpeó los dientes, se le llevó los belfos gruesos, abultados, de negroide.

—Tenías mucha bemba, Venancio, y hablabas feo. Ahora te la he recortao pa que puedas hablar bonito.

Desde los dieciocho años, la niña Pancha fue el ama. El jefe inexpugnable de su casa y de sus gentes. El señor feudal de la peonada.

Amaneció señora.

Una noche…

Llovía a cántaros esa noche. Parecía que la selva se venía abajo, que no podría resisitir el peso de las aguas volcadas desde el cielo. Afuera, todo estaba oscuro, densamente oscuro, entre relámpago y relámpago. La vacada mugía aterrorizada en el potrero punzado de rayos que quebrantaban los troncos añosos.

Desde su ventana, la niña Pancha adivinaba a las vacas apretujándose en redor del toro padre; creía verlo a éste, afirmándose con los cuatro traseros en el lodazal, recogiendo las manos como si se arrodillara a implorar clemencia del cielo tremendo.

¡Mariquita er "Segundo", vea! ¡Mujerona!

Tiene miedo.

Ella —la niña Pancha— no tenía miedo. ¿Y por qué habría de tenerlo? ¿Qué le iba a hacer el agua? ¿Qué le iban a hacer los rayos? ¿se la iban a comer, acaso? ¡Ja, ja, ja! ¿Se la iban a comer? No; a ella no le pasaba nada. Nunca le había pasado nada. Jamás le pasaría nada. Ella era la hija mayor de papá Baudilio, el más hombre entre los hombres, y de mama Jacinta, la mujer más mujer… Y ella misma era, ¡la niña Pancha!

Todavía no la Tigra. Desde esa noche iba a empezar a serlo, precisamente.

Baudilio Miranda se mecía en su hamaca de la sala. Cerca de la lámpara, junto a la mesa, mama Jacinta cosía. La niña Pancha estaba asomada en la galería, sobre el temporal. Sus hermanitas dormían ahí atrás, en la alcoba. Nadie más había en la casa-de-tejas esa noche.

De repente, ño Baudilio se levantó de la hamaca. Había percibido un ruido de pasos en la escalera, y se dirigió a la puerta. Pensó que sería gente conocida pues los perros guardianes no ladraron. No alcanzó a pisar el umbral. Cayó de redondo, con el pecho atravesado de un balazo.

Sonó en seguida otro disparo, y ña Jacinta se abatió sobre sus trapos de costura. Todo fue cuestión de segundos.

En la sala penetraron cinco hombres armados.

Uno de ellos inquirió:

—¿Y las chicas?

—Han de estar acostadas —repuso otro.

—¿No se habrán recordao?

—No… ¡qué va! El sueño del muchacho es como el sueño del chancho.

—Ahá… Oye… ¿y la Pancha? ¡Buen cuerazo! ¡No hay que olvidarse!

—Eso pa dispué… Ahora vamo a ver qué hay de plata. Este desgraciao —y el que hablaba sacudió un puntapié al cadáver de Baudilio Miranda—; este lagarto preñao era rico, dicen…

La niña Pancha estaba en la penumbra de la galería, encogida como un pequeño animalito asustado. Pero, no estaba asustada. No se había alterado lo más mínimo. Antes se le habían templado los nervios. Debía hacer algo… Algo… ¡Ya!…

Se resolvió. Amparada en las tinieblas, se deslizó por las piezas interiores —¡ella se sabía su casa de memoria! — hasta la alcoba de las hermanitas.

Las encontró dormidas y las alzó en vilo.

Cargada con ellas se encaminó a la escalera del mirador, y trancó la puerta por dentro.

Respiró. iAhora sí!

La niña Pancha subió muy despacio hasta el torreoncito que dominaba la casa. Por ventura, las chiquillas no despertaron, y las depositó en el suelo, una junto a otra.

Conocía la niña Pancha las costumbres de su padre, hombre precavido, habituado a la vida de la selva. Estaba segura, por eso, de que en el mirador guardaba un rifle de ejército, de cañón recortado listo siempre, y una reserva de cartuchos.

Tanteó las paredes y dio con el arma.

—Por fin, ¡Dios mío!

Estaba serena la niña Pancha. Solo una idea la obsedía: vengar a los viejos. Pero, no se atolondraba.

No; eso no. Había que aprovechar las ventajas de que en este momento gozaba. No la habían oído. ¡Ah, esta lluvia bendita! ¡Esta santa tempestad!

Se asomó al ventanal con el fusil amartillado.

Desde ahí veía toda la casa. La arquitectura montuvia ha dispuesto los miradores en forma que sean como torres de homenaje para la defensa.

¿Dónde estaban los asaltantes? ¡Ahí! ¡Qué bien los distinguía! Se alumbraban con velas de sebo y rebuscaban en los dormitorios. Aún no se habían dado cuenta de nada.

La niña Pancha se acodó en el alféizar y enfiló la dirección. Primero, a ése. Ése había matado a sus padres. Estuvo afianzando la puntería durante un largo minuto y disparó.

Tumbó al hombre de contado. Los otros se alarmaron. ¿Qué ocurría? ¿De dónde aquel disparo?

Sacaron a relucir sus armas contra el enemigo invisible.

La niña Pancha no les dio tiempo para más.

Un instante significaba la vida. Estaba decidida a exterminarlos. Disparó a los bultos, sin tregua ni descanso. Parecía haberse vuelto loca. Un balazo tras otro.

Los criminales se desconcertaron y sólo pensaron en huir; pero, en su terror ansioso, portaban en la mano las velas encendidas, ofreciendo blanco a maravilla.

Aun cuando la niña Pancha vio caer a los cinco hombres, no paró el fuego. La poseía una alta fiebre de muerte. Quería matar. ¡Matar! ¡Destruir!

Golpeaba a las hermanas, que, despiertas ahora y temblorosas, se le abrazaban a las piernas.

—¡Quiten! ¡Dejen! ¡Vaina!

Disparaba. Disparaba. Disparaba al azar sobre las habitaciones. Oía los impactos en el piso de tablas gruesas. Oía el zumbido de los proyectiles que partían las cañas de las paredes. Oía el chililín de las lozas quebradas. Oía el campaneo de las ollas de fierro de la cocina, tocadas por las balas. Y, en medio de esta algarabía que la excitaba más todavía, seguía disparando.

A la postre, se calmó.

Escuchó. ¿Qué habría abajo? ¿Estarían todos muertos? No; alguien se quejaba.

—¡Perdón! ¡Perdón! ¡Perdón, por Dios!

¿Quién sería?

La voz herida suplicaba:

—¡Agua! Agua, niña Pancha…

La había visto. La había reconocido. A la luz de algún relámpago. De algún fogonazo. Pero, ¿quién sería? Y, sobre todo, ¿dónde estaría?

La niña Pancha se guio por la voz. Y comenzó una horrible cacería. Disparaba sobre el sonido. Una vez. Otra vez. Hasta que se extinguió la voz herida y el gran silencio reinó en la casa.

Entonces, la niña Pancha sonrió.

Sonrió… Pero, ¿qué era eso, ahora? Se estremeció la muchacha. Prestó atención. Semejaba un vagido de niño. ¡Ah! ¡Su perrito! ¡"Fiel amigo"!

¿Lo habría alcanzado alguna bala? ¿Estaría, no más, asustado?

La niña Pancha se dispuso a socorrer al bicho.

¡No! ¡No! ¿Y si alguno de los asaltantes estaba vivo aún, escondido, esperándola?

Se sintió, de pronto, una débil mujer, y soltó a llorar casi a gritos. Luego, sacudió la campana que convoca a los peones. Desde ahí distinguía las masas negras de sus casas, destacándose más negras que la noche, en sombra profunda. ¡Cobardes! ¡No venían! ¡No se atrevían a venir! ¡Supondrían a los patrones difuntos, incapacitados ya de hacerse obedecer, detenidos en su gesto de mando por la muerte intempestiva! ¡Cobardes!

El resto del tiempo, hasta el alba, la niña Pancha se lo pasó en el torreoncillo, abrazada de sus hermanas temblando, sintiendo miedo de todo, deslumbrada por los relámpagos.

Cuando salió el sol, bajó a las habitaciones.

Había siete cadáveres humanos y el de un perro.

La niña Pancha besó el rostro de ño Baudilio, besó el rostro de ña Jacinta, y mojó con lágrimas ardorosas, teniéndolo en los brazos, como a su bebé muerto la madre desolada, el cuerpecito frío de "Fiel amigo".

Ese día niña Pancha asumió su jefatura omnipotente, cuyo más sólido apoyo lo constituía el temor que inspiraba.

Cualquier comarcano antiguo diría esto de ella, al comentar, con el cigarro de tras la merienda en la boca desdentada, la hazaña irrepetible:

cinco hombres muertos.

—Una tigra…

Desde entonces la niña Pancha dejó de ser, para el vecindario, la niña Pancha, y se convirtió en la Tigra.

—¡La Tigra!

Hacia media mañana los peones atendieron a la convocación de la campana angustiada de llamados.

Uno tras otro, primero los más valientes y arrojados después los más tímidos y medrosos, fueron aproximándose a la casa-de-tejas.

—¿Qué ha pasado anoche, patroncita? Me dijeron. Yo no estaba. Me fui temprano onde mi comadre Petita que tiene un hijo enfermo… Mi compadre Petita, ¿ricuerda?, la de Piedra Gúeca…

—Ahá.

Otro más se sinceraba:

—Yo, como usté estará cierta, tengo un sueño que parezco un palo, mala la comparación…

Ni oí, siquiera…

—Ahá.

La niña Pancha se había recobrado por completo.

Sus ojos estaban hinchados y enrojecidos de llorar; pero, su voz era firme, y su ademán, seguro.

Lo había previsto todo. A las hermanas las había puesto a la máquina, a coser la zaraza negra de los trajes de luto. En cuanto a sus dos muertos queridos, los había vestido ya con lo mejor que encontró, acomodándolos en el gran lecho conyugal, en la postura yacente definitiva, con las manos cruzadas en actitud suplicante sobre el pecho. De los demás cadáveres no se había preocupado.

Permanecían donde fueron cayendo, en sus desesperados gestos de lucha contra la oscuridad y contra la muerte, revolcados en su sangre.

La niña Pancha se dirigió a los peones:

—A ver: cuatro de ustedes caven una fosa pa los patrones. ¡Vayan!

—¿Y ónde, niña Pancha?

—Allá, en el cerrito, en la mancha de guaránganos.

Me avisan.

Un anciano se atrevió a preguntar, refiriéndose a los cuerpos muertos de los atacantes:

—¿Y a ésos? ¿Ónde les enterramos?

La niña Pancha se lo quedó mirando fijamente.

Bailaba en sus ojos la burla. ¿Enterrarlos?

¿Es que eres mismo, o te haces, Gabriel? ¿O es que los años…? Conque, enterrarlos, ¿no? ¡A éstos! ¡Bah! Los haré tirar a medio potrero, pa que se los coman los gallinazos, de día, y los agoreros, de noche. Eso haré.

Rio a carcajadas.

—¡Enterrarlos! ¡Tas jumo, Gabriel! ¡Tas jumo!

Lo hizo como lo dijo. Al atardecer llevó a sepultar los cadáveres de ño Baudilio y ña Jacinta. Los metió en una misma fosa, bajo los nervudos guaránganos, y colocó una rústica cruz para marcar el sitio.

Antes, había mandado a arrojar a la sabana los cinco cadáveres restantes. No amanecieron. En la noche, los parientes se los robarían, sin duda.

La niña Pancha se puso pensativa.

—¿Se los habrán cargao ellos? —musitó.

Luego, la dominó una idea:

—No; se los ha llevado el diablo.

En breve, esta versión fabulosa, cara a la fantasía montuvia, se generalizó:

—El patica se los jaló al infierno, pues.

La niña Pancha había olvidado a su perro. Al otro día tropezó con el cadáver en la azotea. Lo miró un instante. Hedía horrorosamente. La niña Pancha lo empujó al vacío con un palo de escoba. Al caer, "Fiel amigo" reventó como una camareta.

Como al mes de aquellos sucesos se presentó en la hacienda el comisario de policía de Balzar.

Lo acompañaban el secretario y dos números de la gendarmería rural.

—Venimos, pues, a levantar el sumario.

—Ahá.

—¿Qué le parece, guapa?

—Por mí, levante lo que le dé la gana, no más.

Era la niña Pancha quien respondía.

El comisario formuló una serie de preguntas, que después repetía do otro modo.

Así que usté mató a los cinco, ¿no?

—Claro, pues; ya le hey dicho.

—¡Ah!…

—¿Y eran cinco, mismo?

—Sí, hombre; ya me'stá usté cansando.

La delegación merendó en la casa-de-tejas.

La niña Pancha hizo los honores de la mesa.

El comisario era un tipo joven. Delatábase dado a las faldas. Galanteaba a la niña Pancha. La niña Pancha lo escuchaba, sonriente. El comisario hablaba acerca de su importante persona y de su ciudad natal.

—Yo soy de Guayaquil, ¿sabe?

—Ahá.

—Silvano Moreira, el capitán Silvano Moreira, de Guayaquil. Me llaman capitán, por el cargo; pero, soy, no más teniente. Teniente de infantería de línea.

—¡Ahá!

—¿Usté ha estado en Guayaquil, señorita?

—No; en Balzar, no más.

—Guayaquil es muy lindo. Precioso. ¡Qué calles!

—En Balzar también hay calles.

—Pero, no como las de Guayaquil. Son enormes.

—Ahá.

La charla insulsa del comisario se desenvolvía de esa manera, pero sus ojos, más activos, devoraban a la muchacha. Notábase en ellos una exacerbada lujuria. El Secretario y los gendarmes le llevaban la cuerda a su superior jerárquico.

Alzada la mesa, el comisario tomó del brazo a la niña Pancha y la condujo a la galería.

Nosotros dormiremos aquí —dijo—. Nos acomodaremos en cualquier parte. Somos soldados y estamos acostumbrados a todo. Como en campaña.

La niña Pancha guardó silencio. El capitán Moreira entendió el silencio por una tácita aceptación.

—Y pasaremos los dos una noche jay… — murmuró a la oreja de la muchacha.

Intentó ahora acariciarle los senos.

—¡Dame un beso!… ¿Quieres?

La niña Pancha se volvió bruscamente y cruzó la cara del comisario con la mano abierta.

—¡Busque la manga, hombre! Usté y su gente dormirán en la casa del negro Victorino. Ya sabe.

Dio un salto atrás, en guardia.

El capitán Moreira pretendió imponerse:

—Es que yo soy la autoridá, y hago lo que me parece..

—Vea, señor… ¡Déjese de cosas! Aquí…, aquí mando yo…

La niña Pancha cobró un aspecto resuelto.

Rebrillaron sus ojos de rabia. Y el bravo capitán Moreira recordó con toda oportunidad a los cinco asaltantes muertos a bala, y optó por retirarse.

—Como sea su gusto. Yo soy muy galante con las damas.

—Bueno; lárguese…

A la madrugada, la delegación policial dejó la hacienda.

El comisario dijo al negro Victorino, al despedirse:

—¿Sabe? Para mí, este caso es legítima defensa.

Ño Victorino no comprendió nada; pero, creyó menester asentir.

—Así es jefe.

El capitán agregó, mientras tomaba el camino de regreso:

—¿Y para qué instruir el sumario? Total, para nada. El muerto es muerto.

Añadió aún:

—¡Buen rancho la patrona, ¿no?, la niña Pancha!

Ahora sí comprendió ño Victorino; y, poniendo los ojos en blanco y relamiéndose los labios, dijo picarescamente:

—¡Y es coco, jefe! ¡Virgen doncella!

Más o menos al año apareció por la hacienda el tuerto Sotero Naranjo.

El tuerto era un hombrachón fornido, bajo de estatura, de regular edad y metido en sus grasas.

Tenía un aire vacuno, pacífico, que justificaba su apodo de Ternerote.

Les explicó a las Miranda:

—Yo soy tío de ustedes, mismamente. La mama de ustedes, la finadita Jacinta Moreno, era sobrina del difunto mi padre.

—Ahá.

Las Miranda no discutieron el parentesco.

Les convenía aceptarlo. Ellas necesitaban un hombre de confianza. Podía ser éste. Justamente ahora que habían abierto la tienda, les era indispensable.

—Ta bien, Ternerote. ¿Te querés hacer cargo de la tienda?

El tuerto Sotero Naranjo se encantó. ¡De perlas! Era para eso que él servía. En Colimes había tenido una tienda de su propiedad. Pero, lo arruinaron los chinos. Los chinos, claro; ¿quiénes otros? Como ellos no gastan en nada: no comen, no beben, no usan mujer… Así, Venden más barato.

¡Vaya! los nacionales, en cambio, son otra cosa, de otra madera, pues comen, beben, y lo demás…

¡Muy justo! Él, Sotero Naranjo, era, antes que nada, un nacional. Bueno, pues; como iba diciendo, hubo de ceder el negocio. ¡Cuánto sufrió en esa ocasión! Fue, para él, tanta tristeza, mala la comparación, como si vendiera a su propia mujer.

Y es que así quería a su negocio. Así quería a sus mostradores, a sus perchas, a sus anaqueles.

Como a una mujer o como a un caballo. Así. Con decir que quería hasta los artículos de expendio.

En fin… ¡Qué se le iba a hacer!… Pero, él era lo que se dice un entendido en materia de abarrotes.

—Es pa lo que me preciso.

Por descontado, él, además, valía para muchos otros menesteres. Tumbar cacao, arguenear, pisonar; todo eso sabía. Rajar leña, ¡ah!. Distinguía y separaba los palos como cualquier montañero el algarrobo del aromo; el ébano del compoño; el matasarna del porotillo. El algarrobo, lo mejor, por supuesto. ¿Y dónde dejar el guarángano?

Arde solo, también. Él tenía visto, al venir, aquí en la hacienda, una mancha enorme de guaránganos que incitaba a meterle hacha. ¡Ah!, ¿y lo otro? Hacer quesos, batir mantequilla, ordeñar, chiquerear, herrar, señalar, castrar, los mil y un oficios menores de la ganadería: todos los dominaba.

Pero, "más menos".

—Más menos, claro, que lo de enflautarle a uno, por verbigracia, ruán pasado en vez de olán pa calzonaria. Pa eso soy una águila.

—¡Ah!…

A poco de su llegada, Sotero Naranjo estaba colocado como dependiente en el despacho de abarrotes. Se alojaba en la trastienda, pero comía con las hermanas a la mesa común. Hacía con las Mirandas trato de familia.

El tuerto era de trato simpático y agradable.

Gustaba de contar picantes chascarrillos y aventuras obscenas en las que se exorbitaba su fantasía, atribuyéndolas a su propia persona.

Serían escasas dos vidas para que en ellas le hubiera sucedido cuanto narraba.

Los peones, a quienes permitía muchas confianzas y lo llamaban ya por su remoquete, solían decirle:

—¿Pero, por qué, ño Ternerote, no se aprovecha de las hembritas?

Sotero Naranjo se defendía, escandalizado:

—¡Cómo! ¡Si yo soy de la misma carne que ellas! ¡Hay cosas sagradas, amigo! Por mí, ni atocarlas…

—¡Bay, ño Ternerote! Lo que se ha de comer er moro, que se lo coma er crestiano, como dice er dicho.

El tuerto meditaba profundamente.

—¿O es que le tiene miedo a la Tigra?

—Yo no me abajo ante naide.

—¿Entonces?… Vea, don Naranjo; cierto que la niña Pancha es brava y macha pa todo; pero, en eso… ¡quién sabe!… La mujer es frágil.

Concluía Sotero por franquearse:

—Mire, amigo, ¡pa qué vo a engañarlo!, yo le dentro a la entremedia, a Juliana; pero, ¿sabe?, hay que cuidarse de Pancha. Pancha es, pues, fregada.

Decía verdad Sotero Naranjo. Mantenía estrechas relaciones amorosas con Juliana Miranda; y si no habían pasado a mayores, según confesaba, no era por falta de ganas. Entre el afán de poseer a la muchacha y la realización del deseo, se interponía con su sangriento prestigio la figura temerosa de la Tigra.

—¡Capaz me mata!

—¿Y por qué no se acomoda con ella, pues?

—¿Con quién?

—Con la niña Pancha, pues.

—¡Bay, usté está mamao, amigo!

—Puede que se sea así, don Naranjo —concluía, transigiendo, el interlocutor—; pero, siga mi consejo, no más. ¡Déntrele a la Tigra! Esa fruta está madura; pudriéndose, mismo.

De frecuentes diálogos de la laya, Sotero Naranjo salía envalentonado. Paulatinamente iba cobrando ánimos. Hasta que se decidió a echarlo todo por la borda.

Cierta tarde de domingo cerró temprano la tienda, y se encaminó al picado donde estaba la cancha de gallos, en un redondo placer detrás de la casa. Apostó sin entusiasmo, al principio; mas, luego fue excitándose con las incidencias de la lidia y los tragos de chicha fuerte con punta de mallorca. Hasta que se resolvió. Iría a buscar a Juliana.

Le propondría. Descontaba de antemano la aquiescencia de la chica.

—Si sale mal la cosa, me largo, pues, ¡qué vaina! Pa eso es grande el monte.

Encontró a Juliana, en la orilla del río, sola, buscando pedruscos. Acababa de bañarse y llevaba el pelo suelto a la espalda. La ropa se le pegaba al cuerpo limpio, mal enjugado, delatando las formas oscuras.

—Vamo a andar, ¿quieres?

Juliana aceptó. Se metieron por los brusqueros apretados, entre el abrazo de los hierbajos rastreros y de las lianas colgantes.

—¡Cuidao las culebras, Sotero!

—No; a mí me juyen . Tengo colgao de una piola en el pescuezo, el cormillo de una equis rabo'e hueso. Es la contra negra.

—¡Ah!…

Dieron con un pequeño despampado y se sentaron en unos troncos caídos.

Se habían alejado bastante. El tuerto Naranjo calculó que ni aun gritando los oirían de la casa- de-tejas. Esto lo acabó de envalentonar.

—¿Quieres ser mi mujer, Juliana?

Los catorce años bobalicones de Juliana estaban estremecidos de amor por Ternerote.

—Ya te hey dicho de que sí… —balbuceó.

La niña Pancha los había seguido. A la distancia.

Sin que se dieran cuenta. Guiándose sobre la huella de las hierbas pisoteadas.

Nada pudo impedir. Cuando ya llegaba al despampado, oyó el agudo grito con que su hermana se despedía de su virginidad florecida.

La niña Pancha se sacudió como en un escalofrío.

El grito ése, punzante, la agitó toda. Sentía que le hincaba las entrañas. Que le arañaba los nervios. Que le hacía hervir la sangre en las arterias intensas.

¡Qué grito! Era un alarido más que un grito.

Estaba cargado de dolor, grávido de lujuria. Y, al propio tiempo, parecía una carcajada a la que un golpe de hipo intenso sofocara en suspiro.

La niña Pancha pretendió ponerse en su sitio.

¡La Tigra! Pero, no lo consiguió. Se le nublaron los ojos y sintió que la cabeza le daba vueltas, como si fuera a desmayarse… Y nunca supo luego cómo hizo entonces lo que hizo.

Irrumpió en la escena terrible. Vio a su hermana tumbada sobre el suelo, como dormida, con la respiración disneica. Y, frenética, se lanzó sobre Naranjo. Lo agarró fuertemente de los hombros, y le dijo, con vehemencia entrecortada:

—Ahora…, ¡fórzame a mí, Ternerote!..

¡Fórzame o te mato!…

Desde aquella tarde, al tuerto Sotero Naranjo se le hizo insoportable la existencia, hasta el extremo de que pensó seriamente en acabar con ella.

En cambio, los hombres de la hacienda, viejos y mozos, sin excepción, lo envidiaban.

—¡Hay gente suertuda! ¡Véanlo al tuerto, que parecía pasao por agua tibia, como los güevos!…

¡Bía sido macho juerte!… Vive con las dos hermanas; y, de seguro, cuando madure la otra fruta…, se la come, también.

Algún anciano buscaba oportunidad de interpolar su historia:

—Todo tuerto es así, bragao de las entrepiernas.

Mi recuerdo que pa'l año de los Chapulos, vide a un mentao Segundino que era falto de un ojo…

Otro anciano lo interrumpía:

—¿Y mi general Buen? ¿Ónde me lo deja? El catiro tenía los dos ojos, y veía usté como era pa'l montamiento… Es que mismo habimos hombres así, ajustadores…

—¿Usté, ño Serapio?

—Juí; juí, en un tiempo antiguo, como dicen los samborondeños, hace-olla-e-barro…

Las risotadas se sucedían; pero, volvían en seguida a los comentarios:

—¿Y cómo se alcanzará Ternerote pa las dos?

—¿De veras, no?

—¡Y qué ranchazos, baray! ¡Pa quedarse templao como lagarto en playón!

—Ahá.

Lo envidiaban al infeliz; deseaban sustituido; y él, precisamente, habría dado algo porque lo reemplazaran.

—Una mano, pongo por caso.

—Pero, ¿es que está tan hostigao, don Sote?

—Cualquiera de los ancianos metería basa:

El mucho dulce empalaga, pues…

Ternerote sonreía tristemente:

—¡Hostigao! ¿Usté ha visto un zorro apaleao cómo queda? Pues, igual…

—¡Baray, don Sote; qué esageración!

—Así es.

El transcurrir del día era una gloria para el tuerto Naranjo. Desde la tarde aquella, las dos hermanas se disvivían por agasajarlo. Le separaban los platos más delicados, los bocados más suculentos.

—Tienes que alimentarte, Sotero. Estás amarillo como plátano pintón.

No consentían que trabajara. Alternaban ellas en el despacho de la tienda.

—Descansa, Sotero.

Se pasaba el tuerto acostado en la hamaca de la galería, comiendo y durmiendo. Fumaba sendos cigarros dauleños. Punteaba la guitarra.

Sí; el día era una gloria.

¡Pero, la noche!

Las dos hermanas se disputaban la preferencia de sus favores.

—Yo soy la mayor —alegaba la niña Pancha.

—Pero, jue mío más primero —redargüía la niña Juliana.

Sin embargo, no reñían, y terminaban por entenderse. El pobre tuerto pasaba de una alcoba a otra, como un mueble.

Tanto amor lo iba matando. A pesar de los alimentos, a pesar del régimen de ocio, enflaquecía cada día más. Los ojos se le hundían en las órbitas excavadas. Se le brotaban los pómulos.

Cobraba una facies comatosa. Al andar, vacilaba como un muñeco descuajeringado. Concluyó por rebelarse. No fue la suya una rebelión violenta.

Carecía de fuerzas para eso. Fue una rebelión sórdida y oscura que apenas llegó a cuajarse en la fuga silenciosa.

Aprovechado el sueño de hartura que dormía niña Pancha y niña Juliana, Sotero Naranjo, en la sombra de la alta noche, emprendió la huída.

Todo lo dejó. Apenas si portó consigo el hato de sus mudas.

Tomó la ruta de los Andes lejanos y fue a caer, tras mil peripecias, en la aldea leonesa de Angamarca.

Lo último se supo meses después, cuando ya se lo creía muerto en la selva, víctima de las fieras, comido de las aves…

Pero, todo esto es historia antigua, marea pasada…

Los policías rurales han sentido siempre especial predilección por hospedarse en la casa- de-tejas del fundo "Tres Hermanas". Probablemente, ahora no les ocurra lo mismo.

En sus cruceros sobre Manabí, cuando montaban la raya de Santa Ana y se introducían por las tierras ásperas y sedientas de los piñales, persiguiendo a los ladrones de ganado en sus ocultaderos del río Tigre; los jefes de piquete procuraban dejarse coger por las sombras en la hacienda de las Miranda.

—Un güequito, no más. Vamos lo que se dice atrasaos…

—¿Nos darían, niñas, un güequito pa pasar la noche?

Jugaban con las palabras en un primitivo doble sentido. Las Miranda no entendían, o fingían no entender. Por lo común, la niña Pancha respondía en nombre de todas:

—Como sea su voluntá. Aquí no se niega posada al andante.

—Gracias, pues.

Recibían con placer a los hombres armados.

Gustaban de ellos más que de los civiles. Les brindaban la merienda sabrosa y el café bienoliente.

—¿Prefieren con puntita?

Era el comienzo. Les servían las grandes tazas, mediadas de negra esencia y de puro de contrabando.

Después, menudeaban las copitas.

—¡Hay que alegrarse, pues! —decía la niña Pancha—. La noche está joven.

—Así es, niñas.

—Vamos, pues, a dar una vueltita.

—Vamos.

Ponían en marcha el caduco fonógrafo de corneta, marca Edison, cuyos rayados cilindros emitían sonidos destemplados, roncos, cascados, que imitaban perdidas armonías: valses somnolientos, habaneras lánguidas o desaforadas machichas brasileras.

Por rústico que fuera el oído de los gendarmes, aquellos sones les molestaban, antes que agradarlos. No se atrevían, empero, a manifestarlo así, claramente.

Alguno insinuaba:

—Son un poco pasaos de moda, mismo, estos toques.

—Ahá.

—Mi mama no era mi mama, y ya se rascaban estas músicas —osaba decir el más atrevido.

La niña Pancha miraba con rabia no disimulada a los soldados. ¡Imbéciles! Ella adoraba su máquina Edison. Pensaba que no había nada mejor que eso. ¡A qué, pues! Pero, intuía que era un deber suyo complacer a los visitantes. "Er güespe ej er güespe", le oyó repetir a su padre, el finado ño Baudilio; y había hecho de eso artículo de fe.

—Bueno, pues. Paren el fonógrafo.

De un rincón de la sala sacaba entonces una guitarra española, de honda y sonora barriga, adornada con un lazo de cinta ecuatoriana en el astil, cerca del clavijero.

—Ya que no les place el Endison, aquí viene la vigüela. Si arguien sabe…

De principio, no confesaba que ella misma glosaba para acompañamiento, y que la niña Juliana, sobre pulsar la guitarra, cantaba con la gracia de una colemba dorada.

—También hay bandolina… Y un clarinete…

Suspiraba al pronunciar la última palabra.

Casi nunca faltaba entre los huéspedes algún gritador experto que se apoderaba en seguida del instrumento.

La niña Pancha se apresuraba a expresar sus aficiones:

—Valses, ¿quiere? O amorfinos. O pasillos.

Pero pasillos de acá; no de la sierra.

—Ahá.

La niña Pancha detestaba a la sierra y a sus cosas. Jamás había tenido un amante que fuera de esa región. Afirmaba que todos los serranos son piojosos y que, además, les apestan los pies. De la música se conformaba con decir que era triste.

—Pa llorar no más sirve…

Rompían el silencio de la selva anochecida, las notas simples de los pasillos:


Cuando tú te haigas ido…


O si no:


Yo te quise, Isabel, con toda mi pasión…


La corriente era que la guitarra tomara su propio camino, y que la voz del cantador se trepara a donde podía, como mono en árbol. De cualquier manera, el baile se hacía, alentado por las repetidas libaciones de mallorca.

—Er trago, pues, anima.

—Ahá.

En breve, Juliana y la Tigra se dejaban convencer a tanto ruego, y tocaban y cantaban. Pero, lo más que hacían era bailar. Bailaban… zangolotéabase la casa enorme. Trinaban sus cuerdas y sus vigas. Quejábanse sus tablones de laurel. Sus calces profundos de palo incorruptible, esforzábanse por mantener la firmeza del conjunto.

—Este armazón se mueve, ¿no?

—De vera.

—Será que baila, también, como nosotros.

—Así ha de ser, pues.

Las tres hermanas hacían las atenciones en la sala. Las tres se entregaban al movimiento melodioso y pausado del valse, o el agitado sacudir del pasillo, o a las ráfagas lúbricas de la jota, en los brazos de los gendarmes. Las tres bebían el destilado quemante que cocinaba las gargantas. Pero, Juliana y la Tigra escamoteaban servidas a Sara, cuidando que no tomara demasiado. Vigilaban sus menores actos. Controlaban sus gestos más nimios.

—Vos eres medio enfermiza, Sara. ¡No vaya hacerte daño!

Cuando advertían que, a pesar de todo, Sara se había embriagado o estaba en trance de embriagarse, acudían a ella. A empellones la conducían a su cuarto, la desnudaban y la metían en la cama, echando luego candado a la puerta y escondiendo la llave. Lo propio hacían cuando notaban que en los huéspedes el alcohol comenzaba a causar sus efectos, por mucho que Sara estuviera aún en sus cabales.

Por supuesto, la muchacha no dejaba gustosa la diversión. Negábase a salir de la sala, y sólo a viva fuerza conseguían sus hermanas sacarla de ahí. Ya en su alcoba, se la oía sollozar.

Los huéspedes la defendían según sus aficiones:

con interés o por elemental cortesía.

—¿Y por qué, pues, se va la niña Sarita?

La Tigra hablaba, entonces:

—Es maliada, ¿sabe? No le conviene esto.

—¡Ah!…

Miraba a los soldados con ojos relampagueantes; se ponía en jarras, con lo que sus senos robustos emergían soberbiamente, esculpiéndose en la tela de la blusa, como un par de boyas en la pleamar; contoneaba las redondas caderas en una actitud promisora y lasciva; Y decía, con voz sorda, baja, hueca, de hembra placentera:

—Aquí estamos nosotras: Juliana y yo… ¿Pa qué más? ¿No es cierto?

Los hombres subrayaban la afirmación con los ojos desenfrenados.

—Ahá.

Era cuando la orgía llegaba a su máximum.

Juliana y la Tigra escogían sus compañeros.

—Bailamos, ¿ah?

Y en mitad de la danza apretaban a la pareja contra los pechos enhiestos:

—¿Vamos, negro?

Desaparecían las dos a un tiempo, o una después de otra, seguidas del elegido; y volvían luego con los rostros empalidecidos, castigados de fatiga amorosa, a continuar la fiesta.

Solía ocurrir que no volvieran en toda la noche; y, entonces, los desdeñados se consolaban bebiendo hasta dormirse.

Alguna vez, cuando los gendarmes eran novatos —"altas", les decían—, y no conocían las costumbres de la casa, ni la fama de la niña Pancha, provocaban riñas y alborotos por la preferencia.

Si el jefe del piquete no metía orden, la Tigra se encargaba de ello. Contábase que más de una ocasión la sangre policía, que ella hizo verter, mojó las tablas de la sala. Pero, la verdad es que se referían tantas cosas…

Mas, quien realmente daba la nota trágica en estas escenas, era la menor de las Miranda.

Cuando desde su encierro Sara comprendía que sus hermanas conducían a sus alcobas al amante transitorio, lloraba a gritos.

—¿Y yo? ¿Y yo?

Era terrible.

Se revolcaba en su lecho de obligada virgen, como una envenenada; se tiraba sobre el piso; golpeaba las paredes y pretendía traer abajo la puerta.

—¡Yo, también! ¿por qué no me dejan a mí también?

Luego, insultaba a sus hermanas, endilgándoles los más asquerosos y repugnantes adjetivos, hasta que, extenuada, agotada, vacía, caía como una muerta, rendida de sueño profundo.

A la niña Juliana la conmovía un tanto la angustia de la ñañita. A la Tigra, no.

Decíale aquella:

—Acuérdate de vos, Pancha, con Ternerote…

—Me acuerdo, ¿qué crees? ¡Pero, esa no! Tú ya sabes por qué; tú ya sabes…

Y si alguno de los visitantes inquiría sobre lo que le acontecía a Sara, la Tigra respondía serenamente:

—Mi ñaña es medio loca, ¿ve? Loca de la cabeza…

Asentiría el preguntón:

—Ahá… Histérica…

La Tigra ignoraba la palabreja. Se le alcanzaba un poco que era algo así como romántica.

Mascullaba el vocablo:

—Romántica…

Y por asociación de ideas se le venía a la mente el recuerdo del hombre del clarinete…

—Del clarinete que está en la sala, —murmuraba para sí, como si ella misma se diera una explicación.

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