Intermezzo musicale solo de clarinete

El hombre repentino. El hombre inesperado.

Era una historia fresca. Fresca como la carne de la badea matrona. Así de fresca. Y sabrosa. Sabrosa como la carne del mamey Cartagena. Así de sabrosa.

Al evocarla, la Tigra sonreía para sí, —¡ah!, sólo para sí—, con una dulzura escondida, como una madre que le sonriera al hijo de que está preñada, al hijo nonato.

¡Y era tan breve esa historia!

Cierta tarde llegó a la hacienda un mocetón serrano. Era rubio y hermoso.

—Era como un gringo, no más; ¿verdá, ñaña Juliana?

El mozo no llevaba otra impedimenta que un clarinete roñoso, ese que ahora guardaba la Tigra.

Iba para las tierras cordilleranas.

Se alojó en la casa. Comió con las hermanas…

Después, acompañado de la Tigra, bajó a la orilla del río.

—¿Quiere oír tocar este instrumento, señorita?

Mostraba su clarinete imprescindible.

—Ahá.

A la mujer le pareció una música de hechicería la que brotaba del clarinete.

Palmoteaba como una chicuela:

—¡Qué lindo! ¡Qué lindo!

Después se puso melancólica, como no lo había estado nunca.

El odio a los serranos se fue del corazón de la Tigra. ¡Ah, este mozo adorable! ¡Cómo lo amaría ella! Hubiera querido besarlo, morderlo; ser suya en ese instante y para siempre, ahí ahí mismo, sobre las piedras humedecidas; entregársele toda… Pero, él nada decía. Estaba remoto. Estaba en su música.

Cesó de tocar.

—Estoy cansado. Mañana me iré, de mañanita.

Desearía dormir…

—¿Por qué no se queda? —alcanzó a balbucir la niña Pancha.

—¡Ah, no; no! Tengo que irme. Tengo que irme…

La Tigra no se atrevió a insistir.

Reposaré unas horas, hasta la madrugada.

Esa noche no cerró los ojos la niña Pancha.

La proximidad de aquel hombre la inquietaba. Sabía que estaba tendido en la hamaca de la sala, tan cerca, tan cerca que lo oía respirar; ¡y ella, ahí, propicia!

A la luz del brasero de velones que no apagó, la niña Pancha contemplaba su cuerpo desnudo.

Si me viera así…

¿Osaría llamarlo? No. A otro se le habría brindado; a él, no. ¡Jamás!… Pero, si él la deseara…

¡Cómo sería suya! ¡De qué suerte única, como no había sido de nadie!

Cuando el alba inundó de luz amarillenta su alcoba, la niña Pancha abandonó el lecho insomne.

Fue al hombre dormido.

—¡Señor! ¡Señor!

Despierto ya, le preparó ella el desayuno. La criada, no. Ella misma. Ella quería servirlo.

—¿Se va, siempre?

—Sí. ¡Y tan agradecido! ¡No me merezco tantas molestias!

Estaban junto a la escalera. Él sostenía en sus manos el clarinete. Miraba a la mujer con una vaga tristeza en los ojos celestes.

—Yo le dejaré un encargo, señorita. Un encargo no más. Guárdeme este instrumento. Me descubrirían por él, ¿sabe? Pero, no quiero perderlo.

Volveré por él.

—¿Volverá?

—Sí; cuando se acabe este invierno, vendré; y si no vengo en esa época, será que no vendré ya nunca. Entonces, este clarinete será suyo.

Le oprimió la mano, y se fue.

Y pasó el invierno. Y llegó el verano, dorado a fuego de sol. Y otra vez empezaron a caer las lluvias sobre los campos resecos.

Pero, el hombre no regresó.

En el corazón de la Tigra, el odio a los serranos fue de nuevo instalándose.

El clarinete se inmovilizó en una mesa de la sala. Estaba más roñoso. Más feo. Cualquiera figuraría que había envejecido de abandono, muchos años en cada uno.

La Tigra lo contemplaba con un sentimiento extraño: como con una burla triste.

Cada mañana, al hacer la limpieza de los muebles, el pobre instrumento proporcionaba a su guardadora un momento de emoción antigua, como un pedazo de pan romántico.

Y ésta es la historia del clarinete.

La marea ha de estar subiendo en el río, en este instante, porque —como cuando refluyen las basuras vienen a la memoria cosas pasadas.

"Tú ya sabes por qué, Juliana; tú ya lo sabes".

En verdad, Juliana conocía la causa tremenda en fuerza de la cual Sara tenía que conservarse virgen por siempre: fuente sellada; capullo apretado; fruto caído del árbol antes de la madurez, que habría de podrirse encerrando sin futuro la semilla malhecha.

El negro Masa Blanca había andado por la hacienda años atrás.

—¿No hay argún enjuermo que melecinar?

Aquí está en mi modesta persona un médico vegetal.

El negro Masa Blanca era un curandero afamado.

Lo rodeaba cierto ambiente misterioso.

Se ignoraba dónde vivía. Según unos habitaba en los terrenos de "Pampaló", el latifundio de los Hernández de Fonseca. Según otros carecía de residencia fija. Lo cierto es que se topaba con él en los sitios más distantes e inesperados.

—Ha de volar de noche en argún palo encantao…

—Es brujo malo. Tiene trato con er Colorao…

El Colorao era el diablo.

—Caminae n l'agua sin mojarse los pieses…

—Y cambia de cuero como er camalión…

Masa Blanca, sabedor de estos rumores de las gentes montuvias, colocaba su frase indispensable:

—Yo soy médico de curar. Puedo dañar, claro; pero, no daño. Así es.

Masa Blanca se calificaba también de adivino:

—Con mis cábulas, veo lo que va pasar, como si ya haiga pasao mesmo.

Las Miranda consultaron con Masa Blanca sus dolencias.

—Yo, pues, tengo un lobanillo adebajo der pescuezo, —dijo Juliana—. ¿Qué hago pa quitármelo?

Masa Blaca le aconsejó:

—Frótese er chibolo, o lo que sea, con saliva en ayuna; y, al acostarse, con unto sin sar, serenao.

¡La mano'e Dio!

—Ahá.

Sara era por entonces una muchachita traviesa, y nada tenía que consultar. Pero, la Tigra, sí. La Tigra le confió sus ardores. Y Masa Blanca se hizo relatar el rojo cronicón de las hermanas Miranda.

Cuando su curiosidad de vejete estuvo satisfecha, pensó en el negocio.

—D'esta casa está apoderao er Compadre.

El Compadre era, también, el demonio.

—Y hay que sacarlo, pué.

—¿Como, ño Masa?

—Verán… Pero, mi precio es una vaca rejera… con er chimbote, claro…

Las Miranda convinieron en el honorario.

Masa Blanca celebró entonces lo que él llamaba "la misa mala"… En un cuarto vacío de la casa, acomodó un altarzuelo con cajas de kerosene que aforró de zaraza negra; puso sobre el ara una calavera, posiblemente distribuyó sin orden trece velas en la estancia; y a media noche, inició la ceremonia. Daba manotones en el aire. Barría con los pies descalzos las esquinas de la pieza; abría y cerraba la puerta, como si hiciera salir y entrara alguien; en fin, se movía como un verdadero poseído.

A la postre, hizo como si apresara un cuerpo.

—¡Ya lo tengo garrao! —vociferaba.

Accionó lo mismo que si arrojara por la ventana ese cuerpo imaginario al espacio.

—Ya se jué —musitó, cansado.

La Tigra y Juliana habían presenciado la escena ridícula macabra, que a ellas les pareció terriblemente hermosa. Preguntó la Tigra:

—¿No s'apoderará otra vez de la casa el Compadre?

Masa Blanca vaciló al responder:

—Puede que no, si hacen lo que yo digo…

Otro negocio. Cerrado el asunto, el hechicero habló pausadamente. Era visible que le costaba dificultad inventar "la contra"; pero, las Miranda no se percataron de ello.

—¿Cómo?

—¿Cómo?

Estaban ansiosas.

—Ustede, pué, perdonando la espresión, han pecado mucho po'abajo, y er Compadre la sigue como la hormiga a la cañafístola… Si se les priende, no las aflojará…

Vaciló:

—¿Ustede tienen una hermana doncella, no?

—Sí.

—Sí.

—Ahá… Bueno; mientras naiden la atoque y ella viva en junta de ustede, se sarvarán… De no, s'irán a los profundo…

Fue esa la condenación a perpetua virginidad para Sara Miranda. La falta de imaginación de Masa Blanca, a quien no se le pudo ocurrir otra cosa, cayó sobre el destino de la muchacha.

Era una sentencia definitiva a doncellez.

Por supuesto, las dos Miranda mayores se guardaron el secreto.

—Ta enferma la ñaña.

—Es locona bastante.

—Si conociera marido se frogaría pa nunca más.

—Un dotor lo dijo.

—Ahá.

Por eso cuando Clemente Suárez Caseros, que pasó en tránsito a Manabí y hubo de hospedarse por ocho días en la casa-de-tejas, esperando cabalgaduras, se enamoró de Sara y la pidió en matrimonio, la Tigra se opuso:

—No puede ser, don Caseros; vea. Mi ñaña está tocadita. No puede ser.

Y lo invitó a marcharse.

—Pa cualquier lao y en lo que sea, don Caseros…

Pero, usté se va… No me venga a tolondrar a la loquita… Después, como Sara se dejó sorprender en preparativos de fuga, sus hermanas la encerraron bajo llave.

La cuestión era esa.

A vida o muerte.

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