Bambini de sufrimiento

Quisiera dedicar estas líneas á los niños italianos del Río de la Plata; pero diré en ellas algunas cosas que sus inocentes espíritus no podrían comprender y que sus frescos corazones no deben saber. A los corazones de sus padres hablaré, á los espíritus de sus padres me dirigiré.

Hace ya mucho frío, á la entrada de este invierno, que se anuncia el más fuerte y cruel, dicen los sabios, que desde hace cincuenta años haya habido. Una noche de éstas, en que el aire sopla, flagelando, por el puente del Louvre, sobre el Sena, que refleja el oro y sangre de las luces amarillas y rojas, fantasmales á través de la neblina, sentí que corría tras de mí una vocecilla tímida: “¡Mosiú, mosiú!”... Se acercó un pequeño punto blanco, que tenía en los brazos otros bultitos blancos. La luz del próximo farol me hizo ver que el bulto era un pobre niño y los bultitos estatuítas y figuras de yeso. Su francés, sus ojos, su cara, su vivacidad, su mercancía, decían de dónde era el infantil vendedor que iba desabrigado, en la bruma y el frío, en busca de unos cuantos céntimos. Era una de tantas víctimas de la trata de niños, más horrible que la trata de mujeres; era uno de esos infelices de los rebaños de exportación en que Italia ha tenido desde antaño triste privilegio.

Ya le habían enseñado á mentir.—“¿Combien?”—“Si fran”. Le dí unos “sous” y le dejé perderse en la noche parisiense.

He visto más; he visto lo que creía que ya no existía sino en los viejos cuadros, en los viejos grabados: he visto en ciertos barrios de París el antiguo “pifferraro” y el organillo y la mona vestida de colorines, y la linda italianica, ya casi púber, que danza al són del violín y recoge después en un plato las limosnas de los curiosos. Y existen aún, aunque en menor escala que antes, los saboyanitos de los melodramas y de las romanzas. Y el horrible mercado de la prostitución pueril, la importación de niñas, por inicuos proxenetas de ambos sexos, que no temen exhibir su especialidad en pleno bulevar. Pero no trato de este tópico, en que actualmente la Policía se ocupa, y los miembros de la liga—¡quizá inútil!—de la moral urbana. Eso pertenece á la “trata de blancas”, denominación que un japonés amigo mío encuentra, con justicia, exclusiva, “pues de mi país y de la China se ha exportado mucha carne amarilla á los Estados Unidos y á otras partes”. Me circunscribo, pues, únicamente, á la explotación de niños italianos que aquí se hace, y contra la cual, felizmente, acaba de formarse una asociación que ojalá encuentre apoyo en todas partes en donde se encuentre una alma italiana, ó que abrigue simpatía por Italia. Por esto, si estas líneas mías lograsen producir algún buen movimiento entre vosotros—¡así fuese el de mis lectores!—quedaría más satisfecho de ellas, que de un bello poema ó una hermosa página literaria.

No hay nada más horrible que la esclavitud de estos “bambini”; no hay nada más lastimoso que la existencia de martirios que les hacen padecer los hombres viles que les tratan como á bestias productoras. ¿Qué digo? Peor que á los perros. Esta infamia habría continuado sin ser advertida por la generalidad, si el Sr. Paulucci di Calboli, secretario de la Embajada italiana de París, no hubiese llamado la atención en artículos publicados en importantes revistas. A él, pues, y á otros hombres de corazón y buena voluntad, se debe que ahora se trate de favorecer la suerte de esos niños, florida carne itálica, flores de sangre latina que, si escapan de una muerte casi segura, es para caer en poco tiempo en la degradación de todos los vicios y en la posibilidad de todos los crímenes. Después se dice: El asesino Tal, italiano; el asesino Cual, italiano. ¡Es claro!

Los mercaderes de sangre y carne humana van á las pobres aldeas lombardas, á todos los lugares de la Romaña, á todas las provincias del Mediodía, en busca del productivo “gibier”. Les visten de harapos, los acuestan sobre la paja, como animales, con abrigo insuficiente, y les dan de comer bazofias inmundas compradas por nada, ó simplemente patatas cocidas, ó fritas en grasas innominables, atroces polentas, ó pan solo á veces, duro é incomible. Luego los mandan á vender las estatuitas, y les señalan una cantidad “que irremisiblemente deben traer” por la noche, so pena de recibir azotes y bofetadas. La escena es igual á la que en su novela “Sin Familia” pinta Héctor Malot. Donde dice musiquitos, poned vendedores, y es lo mismo.

Es en un desván de la calle Lourcine, alrededor de una parrilla en que hierve una olla, cerrada con un candado para que los niños no puedan intentar calmar su hambre. Los musiquitos entran, depositan arpas, violines y flautas. Garofoli, el “padrone”, los hace ponerse en fila delante de él: “Ahora, á arreglar cuentas, angelitos—dice, y á una seña, un niño se acerca—. Tú me debes un “sou” de ayer, y me has prometido dármelo hoy: ¿Cuánto me traes?” El niño vacila largo tiempo antes de responder; se pone rojo.— Me falta un “sou”.— “¡Ah!, te falta un “sou”, ¿y me lo dices tan tranquilo?— “No es el “sou” de ayer, es uno para hoy.— Entonces son dos “sous”. ¿Sabes que no he visto otro como tú?” No tengo culpa.— Dejémonos de tonterías, bien conoces la regla: quítate la blusita: dos golpes por ayer y dos por hoy, y además nada de patatas, por tu audacia. Ricardo, toma el azote...— Y Ricardo toma su azote de cabo corto, que termina en correas de cuero con gruesos nudos.”

Tal es la escena que se desarrolla, más ó menos dura, en París, en innumerables, sórdidos habitáculos, en que los alojan esos comerciantes en figuritas; abominables yeseros, más ruines que los comprachicos, puesto que desfiguran y mutilan también el alma de tantos desventurados italianitos. Y todavía hay excelentes burgueses, rubicundos ciudadanos patriotas, que al verse importunados, cuando toman su ajenjo en una terraza, por uno de esos niños de hermosos ojos, “se sublevan contra esos “extranjeros”, que vienen á comerse el pan de los franceses”, como dice un periodista.

En un ya viejo “keepsake”, oloroso al alcanfor del mueble en que ha estado por tantos años, y que habría ilustrado con su delicioso arte la adorable Kate Greeneway, he encontrado las impresiones de una sentimental y culta señora, Mme. Louis Janet, sobre los pobrecitos pifferari. Dice que le interesaban profundamente esos niños y niñas que iban por las calles, no por su arte rudo y su pintoresco atractivo, sino “desde el punto de vista de la humanidad”. “Vedlos en cualquier tiempo que haga, recorriendo las calles más frecuentadas, los bulevares ó los grandes paseos de la capital: su rostro hace una mueca, bajo el canto que su boca entona y la miseria traspasa los pliegues de sus escasos vestidos, así como se ve sobre los rasgos ya marchitos, ó casi, por las fatigas de su oficio penoso”. ¿No es penoso, en efecto, el cantar á toda hora, cantar siempre, cantar á pesar de todo? ¡Eso hacen esos pequeños desgraciados! Y eso con un aire tan profundamente forzado, con un sentimiento de obediencia tan grande, que se adivina en seguida que en medio de la muchedumbre que les rodea, muchedumbre compuesta de curiosos en apariencia, hay ojos de Argos que velan sobre ellos, y brazos listos para golpearles, “si no desplegan todos sus medios” ó no usan todas las gracias y habilidades de su edad para obtener la ligera ofrenda de los asistentes. En efecto: la mayor parte de esos niños que os parecen abandonados á sí mismos sobre la vía pública, van acompañados de sus padres, que calculan las ganancias del día y preparan las del siguiente. Y cuando digo acompañados debería decir seguidos, pues los padres, en ese caso, afectan no conocerlos. Les siguen de lejos, como indiferentes, se detienen cuando los niños se detienen, y algunas veces hasta dejan caer unos céntimos en el plato de la cantadorcita ó del joven artista, para que esa munificencia sea imitada por el público, que por naturaleza es un poco “mouton de Panurge”. Hoy, más que á los padres, encontraría Mme. Janet á los empresarios. Empresarios de vendedorcitas, de pifferari, y de deshollinadores de chimenea, los “ramoneurs”, que también tuvieron su tiempo en las leyendas y en los cuentos. En cuanto á las núbiles cantadorcitas ó modelos, tienen otro fin, en la corrupción cosmopolita y gastada de la vasta capital.

El romanticismo doró la vida de esta mísera infancia esclavizada. Ya es el bonito pifferaro solo, con su sombrero puntiagudo, sus negras pupilas, su sano rostro de niño de país solar, y su indumentaria convencional, sentado sobre una roca del camino, como un pastor, soplando en su flauta; ya es el grupo errante de tez morena, una niña, como de catorce años, toca la pandereta; otra, más pequeña, el violín, y un niño semejante á un San Juan de retablo, tiende su sombrero con ambas manos, en demanda del óbolo de los transeuntes. O ya en el cuadro de Haquette, canta el viejo ciego, y el niño, un amor que sopla convencido, le acompaña en su flauta, ante unos marineros y una vieja que escuchan serios, conmovidos, atentos. Todos esos niños románticos, tienen frescas caras de flores y de frutos, parece que un “deus” artístico más que otra cosa les animase; cuando más, es una miseria de convención y llena de cierto encanto, la que representan. Se diría que están para aparecer en una escena del Chatelet, ó que posan ante un pintor. ¡Cuán lejos de la realidad! Casi no hay pobrecito de estos que venden yesos que no revele en su rostro, en sus harapos, la negra vida que pasan. Los ojos de Italia brillan en sus ojos, la luz de la divina península; sonríen á veces y ríen, en la inconsciencia de la infancia; pero sus rasgos están atajados, más ó menos, según el tiempo de martirio que lleven; se podría también calcular ese tiempo por lo que dicen sus tristes cuerpos delgados, á través de los andrajos, y á menudo la chispa del sol italiano en sus miradas, se confunde con la llama de la tisis. Los niños menores, los pequeñitos, son los que dan más lástima. Los crecidos, los hombrecitos, los que han pasado, vencedores de la tuberculosis, quizás no reciben ya golpes... Los hay que dicen en sus gestos y en sus palabras la independencia próxima, la fuga al trabajo libre ó al crimen.

¡Ah!, ¡si la liga que hoy se funda pudiera remediar en alguna manera la perra suerte de estos sin ventura! ¡Si en Italia, en Buenos Aires, en Nueva York, en Chile, en la República Oriental, en todas parte donde los italianos y los amigos de Italia pueden hacer algo, se ayudase á la liga para lograr la libertad de estos niños, para encaminarlos á una vida de trabajo y de energía, para arrancar de la muerte ó del presidio de mañana á estos tiernos seres!

Sería una obra de bien. El Gobierno francés, estoy seguro que ayudaría con leyes y disposiciones oportunas, y el siglo XX quitaría del mundo una enorme infamia del pasado.

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