Friné

Han pasado los primeros números del programa: anglo-sajones forzudos, atletas de Inglaterra, equilibristas y malabaristas exóticos, tiradores yanquis, cantantes cómicos italianos. El Olympia brilla en el día que lo forman las profusas lámparas eléctricas. Los palcos se enfloran de belleza y lujo. Una gallarda dama argentina descuella entre las hermosuras; y hay gracias inglesas, españolas, rusas, en la muchedumbre cosmopolita. Cancionistas napolitanos lanzan sus canciones de Santa Lucía y Piedigrotta en un extremo del “promenoir” poblado de cocotas. En los bars laterales, al lado de ocasionales compañías, encendidos britanos se hacen servir whiskies y sodas. De pronto el timbre suena y todo el “music-hall” se conmueve. Ha pasado el entreacto y va á comenzar el “ballet” , en que resplandece é impera la Reina de las Cortesanas, la Princesa de las Hetairas. “Friné la griega, ó sea Cleo la parisiense, la perilustre y famosa Cleo de Merode”. El telón se ha alzado, y en el silencio que se ha hecho comienza la narración musical que acompaña la mímica de los actores. Es el taller de Praxiteles. El artista está en su labor, mas se desespera de no poder realizarla tal como lo sueña. Desea encarnar á la celeste Venus Afrodita, pero no encuentra el modelo que para él sea digno de representar á la divina persona. Nervioso, rompe lo que ha comenzado á plasmar, y se echa en un lecho de reposo. Llegan sus esclavas con flabeles, á cuyo soplo se duerme. Entonces tiene un sueño. Los faunos y los eros de mármol que pueblan su taller se animan de repente. Él habla á los semidioses y les ruega intercedan con la Emperatriz del Amor para que pueda encontrar el ansiado modelo. Se llevan flores y dádivas votivas al altar de la diosa, y ésta surge, luminosamente desnuda, “en tordaut ses cheveux” y ofrece al escultor la realización de sus ensueños. Praxiteles despierta.

Un son de flauta. Por la calle pasan unas cuantas citaredas, flautistas, tocadores de sistros y de liras, y en medio de ellas Friné-Cleo,

citarista, dulce hija

del Archipoeta rubio,

según la palabra del delicioso Góngora. Y es la primera aparición de la admirable beldad. La ve pasar, por la ventana, en un gracioso y encantador cuadro de la vida antigua. Hácela llamar Praxiteles y ella consiente en ser su modelo. La entrada súbita de un viejo heliastro libidinoso turba la amable escena. La cortesana rechaza las proposiciones del intruso, y queda con Praxiteles, para el arte y para el amor.

Luego es una fiesta en casa de Friné, una maravillosa orgía, llena de perfumes y de música; danzarinas fenicias, mimas griegas, alegres bellezas de Persia, de Egipto y de Asiria, contribuyen al gozo. Y llega disfrazado de príncipe extranjero, el viejo heliastro, seguido de esclavos que conducen cajas de oro y joyas que ofrecen á la hetaira en cambio de sus caricias. Friné se adorna con las nuevas joyas, invita al príncipe á la fiesta—un ocurrente inglés dice tras de mí: The king of the belgiaus! y Cleo de Merode danza, danza rítmica y mágicamente, de manera tal que su hechizo conquista á la sala entusiasmada. El falso príncipe quiere abrazarla y cae; á pesar de su disfraz se le reconoce, y huye, jurando vengarse. Después en el Areópago, entre la gran muchedumbre pintoresca, al són de las trompetas, ante las sacerdotisas minervinas, sacerdotes, guerreros y jueces, comparece acusada de sacrilegios contra Venus la deleitable Friné. Ella va apoyada en el brazo del escultor, y danza, danza de nuevo, danza suave, rítmica y mágicamente, de manera tal que su hechizo conquista á la sala entusiasmada. El tribunal de heliastros vacila, y entonces, con un bello gesto, Praxiteles arranca el velo que cubre la perfecta forma femenina; Venus aparece en lo alto; la luz inunda el recinto doblemente, haciendo resaltar la incomparable euritmia de esa carne insigne, y la cortesana va libre, en la apoteosis, entre las danzas y músicas, liras, sistros, crótalos, tamboriles, al resplandor de los cascos, de los puñales, de las corazas. Rosa de las rosas, belleza de las bellezas. Es cierto, una gloriosa y magnífica evocación, y los hermanos Isola hacen así un don de poesía viviente y deslumbrante al abrumado habitante de un París de automóviles y “metropolitanos”, cada día más americanizado.

Pero, ¿es en verdad Mlle. Cleo de Merode la maravilla celebrada por la Fama? Cleo de Merode es, en verdad, la maravilla celebrada por la Fama. Yo la he visto en muchas ocasiones, y noto que ahora está un tanto delgada; mas esta señorita célebre es el más lindo poema plástico que anima la vida en este reino de encantos.

Su retrato lo conocéis, como todo el mundo lo conoce; su cuerpo es aquel portento que perpetuó el pulgar de Falguiére en su voluptuosa danza. Entre las bellezas de París, la española Otero se impone, quizás demasiado imperiosamente; su grande y firme anatomía se fija en gestos duros; hay en ella rudeza, violencia; vestida de reina, se piensa en que Teodora no pudo olvidar sus bajos orígenes. La italiana Cavalieri, en cuyo rostro dorado del sol latino brillan penetrantes ojos embrujadores, es también un tanto zahareña. Cleo de Merode es alta, fina, armoniosa; hay un perpetuo ritmo en su grácil figura tanagreana. Nadie como ella posee la seducción de la actitud y el arte del ademán. Sus gestos son siempre llenos de gracia, y parece que siempre hubiese una flauta invisible que guiase sus movimientos, la magia de sus brazos y de su cuello, la cadencia alada de sus pasos. Posee asimismo la ciencia del vestido, el conocimiento del accesorio que realza su hermosura, y sabe expresarse como nadie en el doble y soberano lenguaje de las miradas y de las sonrisas. Finge en insuperables mímicas los más variados sentimientos, y su boca y sus ojos iluminan y acentúan la música de los actos. Mas sobre todo está su sonrisa única.

El más falso de los pudores se adorna de inusitadas apariencias. Esta pagana tiene un rostro de madona de primitivo. Esta sacerdotisa del placer es semejante á una virgen de fra Angélico. Bajo las alas negras de su famosa cabellera botticellesca mira angelicalmente; y siendo el más ilustre instrumento del Católico Demonio, aparece, por la manera de inocencia, por la dulzura del dibujo labial y la casi infantil mirada, como una adorable Nuestra Señora de la Sonrisa.

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