Divagaciones sobre el crimen

E

El canónigo Rosenberg-Montrose y el banquero Boulain han sucedido en la celebridad de las fuertes estafas á la novelesca madame Humbert.

Un canónigo que roba con la mayor sangre fría á estúpidos corderos, á excelentes devotas, apoyado en la curia romana y ejerciendo de apóstol del bien y de filósofo de una ideal Jerusalén, no es cosa trivial. Así el banquero Boulain queda en segundo término. Es un vulgar escroc. Los parisienses tienen con qué entretenerse mientras no haya otro escándalo de mayor fuste.

No hay duda de que esas sonoras fechorías tienen más de cómico que de trágico, con todo y dejar en la miseria á muchos infelices. Lo cómico está en que las víctimas son todas como las del “cuento del tío”, engañados que han querido engañar, ó codiciosos que no han visto las orejas del lobo.

Hay, pues, crímenes cómicos; lo que no es fácil aceptar, á pesar de las más bravas paradojas, es que haya crímenes bellos. Quincey, el comedor de opio, escribió un famoso ensayo sobre “El asesinato considerado como una de las bellas artes”, que Gómez Carrillo ha hecho conocer en lengua española. Esta estupenda obra de humour, está paralela á la memoria de Swift sobre el aprovechamiento antropofágico de los niños. Los artistas en crímenes no existen; talentos criminales sí hay, como sabuesos raros á lo Sherlock Holmes.

Muchos opinan que sí hay crímenes artísticos. Y otros, como Osmont, afirman: Si se coloca uno exclusivamente en el punto de vista de la Moral, no hay, no podría haber ningún bello crimen. Las circunstancias contingentes que pueden dar algún lustre á una acción generalmente culpable, deben aún excitar tanto más horror cuanto que parecen, según la vieja metáfora que todavía le gusta á M. Prud’homme, flores que tapan un abismo. Esta concesión hecha, confesemos—agrega—que hay muy pocas personas que se coloquen en el punto de vista de la moral pura y que allí permanezcan.

Y aquí entra la cuestión del “gusto”. Si se permite á alguna estética mezclarse en la moral, el bello crimen existe evidentemente. Sería tan pueril negarlo como escribir—alguien lo ha dicho—que una flor envenenada no es nunca bella. Testigos el radioso acónito, el botón de oro, y entre otros, la digital, de purpurinas flores. Cuando un crimen es de un profundo horror, á que no se mezclan motivos bajos, y que el cuadro en que se produce no perturba la emoción, es cierto, para el lector que no verá el horror directo de la sangre vertida y los gestos de agonía, que una especie de salvaje grandeza se mezcla á la tragedia verdadera y hay quienes aplaudirían como en la escena de un drama bien construído. El reciente drama italiano en que el conde de Bonmartini fué la víctima, es lo que llaman “un bello crimen”. ¿Por qué? M. Osmont dirá: Porque la pasión sola, ¡y qué pasión monstruosa!, ha guiado la mano de los asesinos. El espantable riesgo que corrían los culpables, si eran descubiertos, pues un hombre, y sobre todo una mujer de alto rango pierde, al mismo tiempo que la libertad y el honor interior, el respeto de los demás, y ese lujo habitual desde la infancia que llega á ser como una atmósfera; los dramas espantosos que descubre la catástrofe final, todo eso impresiona, desconcierta, turba, agrada aún, de cierta manera. En ese crimen de Bolonia una figura surge que lo domina extrañamente: el senador Murri. Esa virtud romana, ese coraje estoico, no podían producirse sino en una circunstancia semejante, desmesurada en nuestros menguados tiempos. Y como conviene en un drama en que la justicia eterna parece intervenir, el crimen tendrá su castigo y la virtud encontrará su recompensa en el cumplimiento de su deber terrible. Pues—y esto para contestar á la probable objeción—nadie, pienso, admira el “bello crimen” en sí. Es una imagen de tintes violentos, un drama conmovedor. Su relación puede hacer una impresión estética. ¿Quién no ha admirado con espanto los cuadros de tortura de los pintores españoles y las pesadillas de Goya? No quiero hablar del asesinato político. Aquí un elemento nuevo aparece: la fe. Eso basta para elevar el acto al sacrificio. Con todo aun conviniendo en la existencia del “bello crimen”, hay que decir que es un espectáculo muy lamentable, y que no es una escuela de la cual se deban formar cerebros y corazones. Así, admirando en un libro, ó en un diario, ocasionalmente, el crimen de Bolonia, me parece que los crímenes, bellos ó no, ocupan demasiado lugar en el periodismo y en la literatura. Ensangrientan cada página y perpetúan en el pueblo la concepción byroniana de la sublimidad del crimen y la elegancia de la desesperación. Se debería también mostrar la virtud, dejarla ver como es, de una belleza superior. Las ideas de Osmont, me seducen más, lo confieso, que las originalidades estéticas y las desviaciones de la sensibilidad. El erudito Tomás de Quincey, “que á los quince años componía odas en griego y á los veinte había leído todos los libros antiguos”, me parece que no andaba muy bien de la cabeza, con perdón de las opiniones de Baudelaire—otro que tal—y de mi amigo Carrillo.

No me meteré con los nietzscheanos; pero sí me referiré á los que, como M. Colah, en la cuestión opinan que á la palabra héroe se le puede dar un obscuro reverso. Ciertamente, dice dicho señor, desde el punto de vista filosófico y moral el crimen es indigno de admiración; pero la imaginación, ante el éxito de ciertas hazañas malas, cae en un estado que no es otro que la admiración. Admiráis un héroe cualquiera por su audacia, la habilidad que ha empleado para franquear lo infranqueable, el desprecio del peligro que ha mostrado en el cumplimiento de un acto de abnegación patriótica ó social. Es porque el asesino obra antimoralmente, que el valor evidente, las mañas increíbles, la insensata audacia, la terrible temeridad, las mil dificultades que deben, en fin, componer un “bello crimen” y que se ha llegado á dominar, ¿no son, por su asombroso éxito, dignas de un héroe? ¡Es un héroe de la mala causa, pero un héroe! Lo que admiráis no es el desenlance, la escena final, sino las complicaciones casi borradas, los peligros casi apartados, que preceden. Pues un “bello crimen” debe ser seguramente trabajado, combinado, reflexionado, sabiamente premeditado, y, sin embargo, trae después combinaciones cuyo triunfo es más ó menos aleatorio. Un drama de la miseria, el triste fin de un idilio amoroso, el resultado trágico de una escena de celos, no pueden dar lugar á un “bello crimen”, atendido que puede ser cometido bajo la presión y la ceguedad de la desesperación, de la cólera ó de la pasión.

Antes que M. Colah, J. J. Weiss, en el tercer tomo de sus Annales de Théatre, ha escrito á propósito del viejo melodrama Fualdes: “Para el bello crimen, es necesario que el personaje criminal obre por temperamento y no por impulso fortuito y singular. Es necesario además que los detalles innobles que acompañan casi siempre un asesinato, sean excusados de algún modo de su ignominia, porque la casualidad los ha disputado de manera tal, que parecen un esfuerzo del arte y como un contraste creado y arreglado por una retórica misteriosa de las cosas. Es preciso que la culpabilidad sea demostrada hasta la evidencia y que, sin embargo, se cierna sobre los motivos y sobre la ejecución del crimen un resto de misterio que se querrá siempre penetrar y que no se logrará nunca. Es necesario que los indiferentes hayan sido mezclados á la historia de ese crimen, que no les toca de ninguna manera, por algún incidente trivial, por algún juego cruel de la suerte que inquietará la existencia, á ellos mismos, por un tiempo, ó por toda la vida. Es preciso, si es posible, que toda una ciudad, ó toda una clase de la sociedad sea conmovida y turbada. Es preciso... sería cuento de nunca acabar”. El buen sentido de aquel crítico teatral que tenía mucho talento, salta á la vista.

No, no hay crímenes bellos, sino ante la filosofía de la crueldad y ante las razones del egoísmo, por más estéticos que sean. No hay crímenes bellos, como no hay enfermedades bellas.

Solamente los médicos encuentran “hermosas llagas” y “lindos casos”. Hay artistas criminales, como Benvenuto, y enfermos, como el autor de las Flores del Mal, que dan razón á las nuevas teorías de los filósofos del delito.

En cuanto á la delincuencia bufa y á los crímenes cómicos, son indiscutibles. Los criminales de la estofa de la señora Humbert y del canónigo Rosenberg aguardan el libreto del vaudeville y son puestos en solfa. Son tipos que hacen resaltar los lados grotescos y malignamente burlones de la criatura humana. Su obra gira alrededor de las concupiscencias y de las avaricias. Cierto es que muchos inocentes caen en sus garras; pero en la piel de cada cordero inocente hay con mucha frecuencia, en el mundo de los negocios, el alma de un pícaro lobo. París, como Nueva York, como Londres, como Buenos Aires, dan albergue y vasto campo á los Carlo Lanza, á los Arton, á los Boulain, á los Humbert-D’Aurignac. La última obra del antiguo jefe de Policía Macé, es rica en enseñanzas á este respecto.

En el crimen cómico suele haber sangre, como consecuencia; pero lo que más hay, es oro; el oro de los engañados, evaporado en las cajas de los engañadores. Luego, la mayoría aplaude, ríe, está casi de parte de los hábiles burladores... “¡Ah!—decían algunos—¡Mme. Humbert es la mujer más grande que la Francia ha producido, Juana de Arco comprendida! ¡Habría que elevarle una estatua!” Y hay más que lástima, sonrisas para los embaucados. Y es que se cultiva, más ó menos, el arte de engañar.

He oído contar lo siguiente: “Hace poco, unos muebles Imperio, puestos en depósito en un hotel célebre, por un tapicero de mala fe, han sido vendidos para América por una fuerte suma.—¡El mobilier de la emperatriz Josefina—decía una réclame—, histórico, herencia de familia”, etc.! El mobilier de la emperatriz venía de la calle de la Pépinière. Un marqués ha cobrado una buena comisión, y un periodista otra. Esas son prácticas corrientes. Se sonríe con indulgencia... Desgraciadamente, el “americano” se hace raro... Comienza á desconfiar.

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