Joli París

Uno de los primeros libros que despertaron mi imaginación de niño: las Mil y una noches. Uno de los preferidos libros, que actualmente releo con invariable complacencia: las Mil y una noches. Antes leía la única versión española, aún más expurgada y traidora que la francesa de Galand; hoy me recreo con la literal de Mardrus, en su libertad de verbo y figura y su prestigio oriental, tan maravillosamente transpuesto. Allí concebí primeramente la verdadera realeza, la absoluta, la esplendorosa. Allí se me aparecieron, allí—y en los “nacimientos” ó “presepios”, con Melchor, Gaspar y Baltasar—los verdaderos reyes, los reyes de los cuentos que empiezan: “Este era un rey...”

Reyes de Oriente, magos extraordinarios; reyes que tienen jardines donde vagan libres leones y panteras, y en que hay pájaros de dulce encanto en jaulas de oro... Reyes con tantas mujeres como el rey Salomón, y piedras preciosas como huevos de paloma, y esclavos negros que cortan cabezas, y pipas en que humean tabacos que huelen á esencia de rosa... Reyes que se parecían al belga Leopoldo como un clavel á un cepillo de dientes, ó un pavo real á un impermeable.

El original y picante Luis Bonafoux cuenta, en una de sus impagables crónicas, su desilusión cuando el rey de Siam, no sé en dónde, le preguntó apurado por cierto lugar... Si non é vero, está muy bien contado. A mí no me ha preguntado por nada el cha de Persia, Mouzaffer-ed-Dine, pero le he visto varias veces, con su levita, su gorro, sus diamantes, sus bigotes largos y grises, y su cara de fastidiado, de muy fastidiado; y confieso que me ha destruído una ilusión más. No importa que se describa en los periódicos el trono suyo de Teherán, todo de oro y pedrería, y un pavo real también hecho de oro y gemas luminosas; ni la esfera en oro macizo en que los mares están representados por innumerables esmeraldas, el Africa por rubíes, la Persia en turquesas, Francia é Inglaterra por diamantes, y los otros países por diferentes piedras preciosas; sin saber que cuando da una audiencia—siempre allá en Teherán—ofrece en una caja rubíes, zafiros, esmeraldas, diamantes, perlas, turquesas, como quien da un cigarrillo ó una pastilla. Cuando le he visto, se me ha parecido á todo menos á un “rey de reyes”, como sus antecesores y mis ilustres tocayos los Daríos, más ó menos ocos ó codomanos, pero admirables en el prestigio de su poética gloria y en la grandeza semidivina de las leyendas. Gracias á los Dieulafoy podemos admirar en el Louvre aquella civilización ostentosa y potente, bajo aquellos conquistadores de la India, vencedores del macedón y del tracio, que no iban á tomar curas en los Contrexeville de la época.

La impresión que tengo del cha, es que es un señor que se aburre soberanamente, y á quien le importa un comino todo lo que no sean las “cositas” de París, ó las berenjenas con queso ó sin él; á las berenjenas las adora, y en el Elisée-Palace-Hotel, donde vive, y en todo lugar oficial en donde come, hay que servírselas irremisiblemente. Y en cuanto á su manera de pensar sobre el país que hoy le acoge y le festeja, se resume en la única frase de francés que sabe, y que repite para todo: Joli París! Joli París!

A este propósito cuenta un indiscreto la visita que acaba de hacer á su majestad persa el ministro de la Guerra, general André. Lo primero que dijo el cha al ministro, al estrecharle la mano, fué: Joli París! Joli París! Luego, ya sentados, le señaló una tabaquera incrustada de las indispensables piedras que sabéis, y le dijo en su idioma: Kerli, lo cual quiere decir tabaco. Tradujo la palabra el intérprete imperial, Freydoun Montazem Saltanek. El general tomó un cigarrillo, y el gran visir, haciéndose el pillín, como dicen en España, le ofreció fuego en un aparatito eléctrico. El general André encendió, y en ese momento el aparatito se puso á tocar el Vals des anglais. Y el cha, que esperaba la sorpresa del general, con los ojos alegres, contentísimo: Joli París! Joli París!

Después, se puso hablar en persa con su ministro en París, el general Nazare-Agha. Y éste tradujo al ministro de la Guerra: que su majestad estaba muy deseoso de conocer el nuevo fusil del Ejército francés, “el fusil con que V. E. acaba de armar tropas”.

André se quedó asombradísimo, aún más que con lo de la cajita de música: “No hay ningún fusil nuevo—dijo—. Ya he tenido el honor de mostrar en persona á S. M. nuestro armamento, cuando nos visitó el año pasado.” El cha, á quien se tradujo esa respuesta, pareció no darse bien cuenta de ella; pero para no darse por vencido, se puso un poco serio, y luego, dirigiéndose al ministro, sonriente: Joli París! Joli París!

Como le invitasen á ir á las maniobras, contestó que iría con placer; pero cuando supo que había doce horas de ferrocarril, manifestó que no iría, pues no le place viajar mucho en ferrocarril. No faltó el regalo. Ofreció al general André un estuche con una cigarrera—demás está decirlo—de oro y piedras preciosas, con su cifra grabada. Luego fué la despedida. Antes de partir díjole el general el último oficial cumplimiento. El cha se puso á mirar las muchas condecoraciones de André. Y como viese sobre todas el cordón de la Orden del León y del Sol, su Orden, dijo, señalándosela, en persa: “La Orden del León y del Sol no podría recompensar á un militar más ilustre, á un jefe más valiente, á un ministro más esclarecido.” Y luego, en francés: Joli París! Joli París! Mouzaffer-ed-Dine es un estimable filósofo.

En el lugar donde ha estado últimamente “en villegiature”, un quiromante mundano consiguió que el potentado oriental le diese á estudiar su diestra. He aquí el resultado: “La línea de cabeza del soberano es casi nula; sin embargo, es fina como un cabello femenino, é indica aptitudes diplomáticas”. La línea del corazón, por el contrario, se desenvuelve majestuosamente, sembrada de islotes, de meandros rojos, que indican pasiones carnales violentas y complicadas. La línea de vida es débil, pero prolongada; días largos y malestares constantes. Su Majestad es glotón—¡aquí de las berenjenas!—y se inclina á hacer trampa en el juego. El Monte de Mercurio tiene un desarrollo normal: si el cha no fuese un poderoso monarca, sería un comerciante de mérito. Pero lo que está sobre todo en su real mano, es la línea de las artes. Entre las manos “conocidas” la del pintor Carolus-Duran, es la que más se le parece. Si el cha pintase, escribiese, triunfaría. Y el cha no lo hace. ¡El cha es un señor muy cuerdo!

No creamos en las quirománticas rayas, ni dejemos de creer. El cha será un gran diplomático natural, y desde luego más culto que su difunto padre, que se limpiaba los dedos, después de comer, en los ricos cortinajes de los palacios en que se le hospedaba. Aunque la diplomacia y la buena educación pueden estar muy desunidas, como en el chino Li-Hung-Chang, de sonora memoria; pero, lo que es el protocolo, gime por él á cada paso. El cha no admite programas, ni disposiciones anteriores. Cada vez que se anuncia que ha de ir á alguna parte, él, en el momento de subir al coche, ó al automóvil, da orden de ir á otra parte. Il s’en fiche de M. Crozier, de M. Mollard, de todo el personal del palacio d’Orsay, y de M. Lépine, con su Policía. Como no habla más que persa, no conversa más que por medio de sus intérpretes, y allá las cosas que les dirá de cuando en cuando. A pesar de la opinión quiromántica, no parece que el rey de reyes sea muy aficionado á las damas. Quizás será que, dueño y señor de tantas, allá en Persia, se encuentra ahito. Sin embargo, ¿cómo no ha de haber encantado su alma de primitivo, su espíritu de Oriente, esta joya humana, este bijou con vida que se llama la parisiense? Yo me figuro que es esa una de las cosas que más le atraen en esta capital de atractivos. Joli París!

Taciturno, como cansado, lleva este hombre raro su vida de Camaralzamán moderno, contagiado, aunque no tanto como se quisiera, de la enfermedad occidental, de la fiebre de progreso. Trajo diez millones, como dinerito de viaje. Ya se le acabaron. No importa. Pedirá otros diez. Compra todo lo que le gusta; y al bárbaro que hay en él le gusta, como al niño, lo que reluce, lo que hace ruido, lo que sorprende. Compra cajas de música, lámparas eléctricas, juguetes, espadas, bronces, muebles. Compra pájaros disecados, anillos, medallones, escopetas y automóviles. Sobre todo automóviles. Tiene ya como treinta, allá en Teherán. Los compra de todas las marcas. Los regala á sus ministros y á sus amigos. Para su uso particular tiene de los mejores, de los hipogrifos que hacen una enormidad de kilómetros por hora. Se ha llevado á uno de los mejores chauffeurs de París. Cuando sale con él, le dice: “Muy despacio.” Y el imperial auto, que es muy cómodo y lujoso, no va más ligero que un carruaje cualquiera. El cha es un sabio.

Mouzaffer-ed-Dine es un sabio; daría seguramente todo lo que tiene por la camisa del hombre feliz. ¡Se aburre! He ahí su mal; no los riñones, ni el estómago. El otro día decía un obrero parisiense al verle pasar: “Le hacen falta cuidados. Si tuviese algunas “molestias”, se molestaría menos.” Es la verdad. Tiene la desgracia del hombre á quien no le falta nada. Cuentan que el príncipe imperial, en tiempos de Napoleón III, un día que veía desde las Tullerías jugar á unos niños pobres, bajo la lluvia, dijo á la emperatriz, que acababa de regalarle como presente de Noel una linda y rica colección de juguetes: “Mamá, yo te pediría otra cosa mejor”. “¿Qué?” “Déjame ir á meterme descalzo, en ese “hermoso lodo” que hay allí afuera...” El cha no ha tenido hermosos lodos en su vida. Y ha tenido, en cambio, una existencia de honores continuos y placeres. Su soberbia, su gula, su lujuria, su cólera han estado siempre satisfechas. Es señor de vidas y haciendas. Tiene harén y verdugo. No hay cosa que haya deseado que no la haya tenido inmediatamente. Si no ha tenido la luna, es porque no ha querido. Seguramente no le ha picado nunca un mosquito, ni la pulga del cuento de Víctor Hugo. Hay mil ojos que velan sus sueños y que inspeccionan sus vigilias. El oro y las piedras preciosas no tienen ningún valor para él. El amor le ha sido negado y la voluptuosidad le ha hartado y quebrantado. Alá le ha librado hasta ahora de los babistas que asesinaron á su padre Naser-ed-Dine, y de los anarquistas de otras tierras. Y él se fastidia, se fastidia soberanamente. Viene á París, y el pueblo le aclama, y se siente feliz, y toma una cantidad increíble de naranja y se deleita con la leguminosa consabida. El pueblo parisiense le ve pasar; le escribe cartas pidiendo todo lo que se puede pedir: le grita ¡viva! como á Krüger, como á Ranavalo, como á Cristina, como á la reina de las lavanderas y como á cualquier rey de oros, de copas, de espadas ó de bastos...

Joli París!

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