La brimade

El origen de estos usos bárbaros arranca de muy hondo principio humano, fuera de la opinión hobbesiana. En todo hombre hay un lobo: entendido; pero en muchos hombres juntos, pugna por revelarse la manada feroz que devora al compañero. Ese es el peor peligro de la inquisición y del jurado, del convento como del taller, del colegio como de la guarnición.

¿Quién no ha sentido en la niñez la hostilidad de los primeros días de la escuela y del internado? ¿Y ya en el estudio de algún arte ó industria, ó disciplina cualquiera, la burla, el odio casi, la enemiga infaltable del compañero? Parece que el recién llegado fuese á quitarles algo, á hacerles algún daño, y el encarnizamiento no cesa sino con la revelación de una fuerza superior; casi siempre unas buenas bofetadas al más insolente y burlón de la clase. Entonces el nuevo entra á formar parte de la comunidad. Y quizás será el martirizador más terrible del próximo novato.

Si esto pasa en las aglomeraciones humanas, en que el espíritu tiene otras miras y ejercicios que los de la fuerza, ¿qué no será en los colegios de la muerte, en los lugares donde se aprende á matar, en donde lo que se estudia es el manejo de las armas, la ciencia de la destrucción, el arte sangriento “de ser más fuerte que otro en un punto dado”? ¿Quién me dirá que los martirios que sufren los recién llegados equivalen al espaldarazo de los caballeros, que son la amarga sal del bautismo, la dolorosa cuchillada de la circuncisión? Palabras. Hay que combatir á todo trance la fiera que llevamos en nosotros. Si no, proclamemos como superior la filosofía de Sade, ese precursor de Nietzsche, y establézcase en cada capital culta del orbe un Jardín de los Suplicios.

Las "brimades" eran—felizmente, repito, ya no son—bromas pesadas, groseros tratamientos que se hacían padecer á los recién entrados, fuese cual fuese su condición; pero, naturalmente, más duros, y hasta sangrientos, con los de débil carácter ó de escasa fuerza. Ponerlos desnudos en un cuarto y embetunarlos, ó pincharlos con agujas; echarles cubos de agua fría en medio del invierno; deshacerles los pies á pisotones; darles patadas y puñetazos; azotes, etc. Por la menor falta, castigos, vara. Todo esto bajo la mirada complaciente de los superiores. La cosa había entrado en el uso desde antaño. A veces la "brimade" tenía fatales consecuencias; una reprimenda, algunos días de arresto al culpable, y todo quedaba lo mismo. De cuando en cuando alguna protesta aparecía en la Prensa, pero no tenía el menor eco. Así, hasta la plausible circular del general André.

En Alemania, país en que el militarismo ha entrado en la sangre, en la vida nacional, no se han suprimido, ni creo que se supriman, esas asperezas del cuartel. Cierto es que allí, en el mismo cuerpo estudiantil, existen hábitos y costumbres de la más exquisita barbarie medioeval. Las caras rajadas y el gambrinismo universitario no merman un solo punto en los comienzos del vigésimo siglo. Las "brimades", pues, se complican allá de schlague y suavidad tudesca. Dramas ha habido muy resonantes en que toda la Prensa se ha ocupado, y últimamente un consejo de guerra ha juzgado en Metz con la más inaudita deferencia, á los culpables de uno de esos verdaderos crímenes, merecedores de las penas más severas. He aquí cómo se narra lo sucedido: “Un soldado de apellido Polke, perteneciente al 12 regimiento de artillería de Sajonia, fué dado de baja el año pasado porque los médicos militares lo encontraron débil para el servicio. Incorporado de nuevo este año, hizo ejercicios solo, bajo el mando de un cabo llamado Trautmann. Este, un verdadero troglodita, hizo con el pobre lo que le dió la gana. Era una lluvia de patadas y puñetazos, fuera de la privación del alimento. Llegó á tanto la atrocidad, que un día el cabo le dió tal golpe en la cabeza con la culata del fusil, que el mozo quedó sin sentido. No solamente él le pegaba, sino que ordenaba á otros reclutas que hicieran lo mismo, entre las risas de los compañeros. Demás decir que todo el mundo martirizaba al infeliz. Un subteniente le dió un bofetón porque le vió fumar un cigarrillo y un teniente se burló, en vez de reprender. Por último, el maldito cabo le obligó una vez á saltar por una ventana y á correr, á paso de carga, durante diez minutos. Polke, dice quien narra el hecho, concluyó por caer fatigadísimo. Cuando se levantó, desesperado, loco, se pegó un tiro”.

Ahora, ¿qué pena os figuráis que les han aplicado á los culpables en el consejo de guerra? Los camaradas que le hostigaban, “tres días de prisión”. El subteniente Wiehr, “tres semanas de arresto”. El cabo famoso, “cinco meses de prisión”. Comparando lo que aquí pasa, dice Charles Laurent con cierta justicia: Il fait bon, tout de même, vivre en France.

Sin embargo, es en la dulce Francia donde se han revelado los innominables suplicios de los disciplinarios de Olorón, esa isla de la Charente Infériéure donde están las triples fortificaciones que hizo levantar Richelieu. Allí se encuentran los dépots de los cuerpos disciplinarios; el de la compañía de fusileros de disciplina de la marina y el del cuerpo disciplinario de las colonias. A los primeros se les llama en jerga militar Peaux de lapin y á los segundos Cocos. Dubois-Desaulle hizo el gran bien de contar al público las terriblezas que allí pasaban y que, dichosamente, se han aminorado, si no desaparecido del todo. Juzgad por algunas noticias. Allí se empleaban entre otras cosas, las poucettes, el baillon, la crapaudine y el passage á tabac. De este último apenas hablaré, porque lo usa la Policía de París y no sé si la de Buenos Aires. Es una galantería habitual con el que tiene la desgracia de caer en esas manos temerosas: el passage á tabac es simplemente una estupenda “pateadura”.

Ningún reglamento, ninguna ley, ningún auto legislativo ó administrativo prescribe el empleo de las poucettes en el ejército francés, y, sin embargo, decía Dubois-Desaulle, se aplica á los disciplinarios ese instrumento de tortura. Como no había reglamento ni ley que autorizara el empleo de esa tortura, todos los que tenían un grado, desde cabo á oficial, podían aplicarla. Los motivos más variados y fútiles daban lugar á la aplicación de la pena. Las tales poucettes son una pequeña prensa de acero que deshace, que rompe los pulgares. “Según el grosor de los pulgares ó el calibre de las poucettes, después de un número mayor ó menor de vueltas de la aleta que hay sobre la placa de cierre, el hombre pierde el conocimiento y la sangre trasuda por los poros de la extremidad del pulgar. Algunos minutos después de puestas las poucettes, la parte extrema del pulgar se infla, la detención de la circulación da á la carne tonos violáceos; el pulgar se insensibiliza entonces por el exceso mismo del dolor, á condición, sin embargo, de que no se despierte el dolor con los movimientos; á fin de agravar la tortura, los castigadores vienen á sacudir ó tirar de los pulgares.” La descripción es demasiado chocante y larga para ser transcripta toda.

La crapaudine es una combinación en que entran las poucettes. Los pulgares están aprisionados por la espalda; el hombre está en tierra y se le atan los tobillos junto con las poucettes. El baillon es una mordaza. “Se improvisa con un pañuelo, una piedra, un objeto cualquiera, que se introduce en la boca. Se mete en seguida entre los dientes del paciente un trozo de madera del grueso de un palo de escoba y provisto de cuerdas que se atan detrás de la nuca.”

En cuanto á los azotes, se oye, cuando los cabos y sargentos no pegan duro y firme, la voz de un oficial:

Mais cassez-leur donc les membres, nom de Dieu!

En Austria, como en Alemania, el schlague existía desde largo tiempo. A mediados del pasado siglo tuvo gran éxito y causó impresión profunda la publicación de un libro de E. Sturm, oficial de Artillería del Ejército austriaco. Las revelaciones que hacía no podían sino tener ese resultado. Sin embargo, él mismo confesaba que en cuanto al schlague, ó sea la flagelación militar, los oficiales superiores la aborrecían; pero no podían nada contra la costumbre, ó sea la disciplina en ese caso. Se azotaba por los motivos más fútiles, como fumar en la calle, ponerse el tricornio de través, ó llegar tarde á la lista. Muchos entre ellos fueron inutilizados, ó se volvieron locos. Diez días después de haber entrado al cuerpo, cuenta Sturm que la orden del día llamaba á “todos los nuevos” á que asistieran á una gran ejecución. Luego el cabo le explicó: “Los nuevos militares es preciso que se habitúen á ese espectáculo antes de ser actores en él, pues hay siempre algunos que son bastante bestias para desmayarse, nada más que al ver á un hombre flagelado. Si mañana, en la ejecución, vuestro rostro traiciona el menor signo de piedad ó conmiseración, os volverán á mandar como espectador hasta que os acostumbréis; pero eso no es honroso. Se os señalará como cobarde y flojo.” El autor asistió, naturalmente. Ved sus mismas impresiones: “Tomé mi partido”; fué una larga y terrible ejecución; seis desertores pasaron seis veces bajo la hilera de varas (gassenlaufen), y uno, ladrón, ocho veces. Figuraos una doble fila de soldados armados de varas, con un cabo de diez en diez hombres. En medio pasan los desventurados soldados, la espalda desnuda, despacio ó corriendo, como le plazca al que dirige la ejecución. Mientras la sangre brota bajo la vara fuertemente aplicada, los cabos corren de aquí á allá para ver si los golpes son bien dados. Si por desgracia se sorprende al ejecutor en flagrante delito de piedad, sea que amortigüe el golpe, sea que pegue muy rápidamente para que su golpe se confunda con el de su camarada, se le condena á su vez al schlague.

“Después de la ejecución de los desertores, tres artilleros de los más famosos recibieron cada uno treinta golpes de schlague. Yo soporté á maravilla esa dolorosa prueba; así, el cabo encargado de observar nuestra conducta estaba muy satisfecho de mí, y gracias á una fingida impasibilidad se me pasó en un momento del papel de los espectadores al de los actores. Como bien se calculará, tuve que mostrarme reconocido por tanto honor: ¡ser llamado á pegarle á mis camaradas al lado de aquellos orgullosos grognards que habían ayudado á derrocar el trono de Napoleón! No pude, sin embargo, no pude siempre dominar por completo mis sentimientos; ¡que el emperador me perdone!, le he robado más de un azote, en las mismas barbas del cabo. Recuerdo á este propósito que uno de mis camaradas, en un falso golpe hirió en la cara al cabo, y fué condenado por esa imprudencia á cincuenta golpes de schlague; pero el cabo perdió la nariz.” Muchos más detalles contiene esa obra curiosa. Según tengo entendido, á raíz de su publicación el emperador de Austria ordenó la supresión de esa odiosa costumbre; pero se conserva, no obstante, admirada. Es inútil cuanto se disponga en contra de hábitos tan hondamente inveterados, y que se compadecen con la rudeza de la disciplina y de los usos y ejercicios militares.

No conozco las costumbres interiores de la milicia española, pero en el país de las fáciles carreras de baqueta y del castillo de Montjuich, la ternura no debe ser mucha á ese respecto. Además, ¿quién no ha visto en los sainetes la figura del tourlourou español, el cerril asistente ó avispado ordenanza cuyas posaderas están siempre sacudidas por los puntapiés del oficial?

En Italia se me asegura que hay en esto mayor seriedad que en otras partes, y que oficial noble ha habido que ha pagado sevicias con mucho tiempo de prisión. Si esto es así, merece aplauso la milicia italiana.

Mientras exista la idea de patria, el ejército será una necesidad, y mientras la carrera de las armas exista, debe, á mi entender, mirarse como la miraba el sublime Don Quijote. Todo lo que menoscaba la dignidad humana y el propio decoro, no puede tener cabida en quienes se tienen como defensores del honor nacional, del pabellón. Y es vergonzoso que conozca el mundo hechos que menguan el decoro de los caballeros marciales. Marciales caballeros que aparecen simplemente como los más groseros y cobardes verdugos.

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