Idilio en falso

Un diario de París publicó hace algún tiempo la historia, ó el principio de la historia, de los amores del príncipe heredero de Alemania con una joven norteamericana. El redactor anónimo de los artículos en que se narraba esta novelesca y curiosa aventura tuvo que suspender la publicación, á pedido de un miembro de la familia de la señorita, cuyo nombre es Gladys Deacon. Pero los hechos son ya muy sabidos, y en los Estados Unidos, como en Inglaterra, se conocen todos sus detalles.

El joven Federico Guillermo de Hohenzollern, hijo mayor de Guillermo II, es un alma sentimental y un corazón impresionable. No hay en él el blindaje de hierro que tienen los de su familia paterna. A pesar de la educación que el emperador da á sus hijos, éste no ha podido dominar los impulsos de su naturaleza, y manifiesta ser, más que un príncipe, un hombre. Sabidas son sus malas impresiones de universidad. No pudo su carácter delicado acostumbrarse á las borussidades de sus compañeros, hechos á tragar cerveza, reglamentaria y bestialmente; y aunque el emperador le dijo que pasase por esos lances en que él también se había encontrado, no le fueron por eso menos repugnantes sus horas estudiantiles de Bonn. Algún incidente hubo que obligó al padre imperial á llamar á su hijo; y luego, para distraerle un tanto, se le envió á Inglaterra. En la corte inglesa el kronprinz se encontró más á su gusto; la sangre maternal, la herencia atávica de la emperatriz Federica, se reveló en él al contacto de sus relaciones londinenses. Fuera de la familia real, toda la aristocracia se lo disputó, y su juventud, deseosa de nuevas impresiones, encontró allí encantadores momentos.

Entre las familias que más le solicitaron está la del duque de Marlborough. Como es sabido, la duquesa es una joven norteamericana: Consuelo Vanderbilt, hija del celebérrimo millonario. Fiestas campestres, bailes íntimos, comidas, tennis, y ping-pong, todo lo que más pudiera agradar al príncipe germánico se le ofreció durante su permanencia. Entre tantas distracciones, y en tantas ocasiones propicias, el flirt no podía faltar. No faltó. Pero no fué ninguna linda miss británica, de rubios cabellos y cuello de cisne la que despertó el entusiasmo amoroso de su alteza. Su alteza se dejó prender por los ojos yanquis de una guapísima neoyorquina; moza tan fermosa non vió en la frontera, y entre un ping y un pong, la llama ardió, como en las leyendas, como en las novelas.

He aquí cómo narra el hecho el autor de Amitié Amoureuse, autoridad en la materia: “Rápidamente, entre el príncipe encantador y la orgullosa joven, herida por dolores inmerecidos (la historia de la madre de la niña es bastante escabrosa, y el padre está en una casa de locos), una simpática camaradería se estableció”. Primero fué una dulce atracción, que les impulsó á aislarse del mundo. La vida de los duques y lores, tan lujosa, tan abierta, tan libre, sirvió á sus amores nacientes.

Estuvieron unidos en corazón y pensamiento entre los bailes de la Country, las partidas de tennis, de foot-ball. Fueron dos cuerpos con un alma. Todo era alegría para ellos, el mundo y la Naturaleza. Se embriagaban con los olores de los musgos, del tomillo salvaje, de todas las hierbas que hollaban los pies de la bienamada. De los labios del príncipe salieron palabras raras; de los de la joven murmullos acariciantes. Deslumbrados de amor, en vano quisieron apartar el encanto...

Cuando el príncipe balbuceó:

—Nada revela tanto el alma de una mujer como el perfume que lleva: me place el olor de vuestros cabellos...

Con esa linda reserva anglo-sajona que creó el arte de flirt, y para que dure más tiempo ese hechizo que le aureola como con un halo, la preciosa Gladys no quiere comprender hacia dónde van las palabras del príncipe, y, coquetamente, replica:

—Monseñor, me vaporizo con rose musquée. Es la antigua rosa cantada por Shakespeare... pero se está acabando en el reino, y pronto ya no habrá. ¿Queréis ver el único rosal que queda?

¿Adónde no hubiera ido el príncipe guiado por la joven? Y he aquí el rosal, y las rosas. Ellos se inclinan, sus cabezas se tocan, se rozan. Cómo respiran, cómo vibran... Y el príncipe, menos aturdido por el aroma de las flores que por el que emana de su amiga, dice:

—Las rosas huelen bien, pero vos, vos embalsamáis hasta embriagar.

—¡Oh, monseñor!

Ella tiembla, enrojece. Tímido y resuelto, él osa tomar su mano y la besa con fervor.

Ya véis que eso está narrado como folletín romántico. Podría ponerse: “Continuará.”

En efecto, la cosa continuó. El príncipe, activo, emprendedor, quiso pasar más adelante. La joven yanqui le dijo:

—Veo que nos amamos en lo imposible. Yo no podré nunca ser la amante, ni siquiera la esposa morganática de vuestra alteza. Para que este amor sea digno de mí y digno de vos, no hay otra cosa más que el matrimonio legítimo, sonoro, público, á la faz de las Cortes y ante el mundo todo.

Federico Guillermo debe estar en su primer amor, debe tener dentro de su pecho una tempestad de amor, y la norteamericana tiene que ser una maravilla—greatest in the world!—cuando él le contestó, pasando sobre su futuro imperio, sobre la cólera de su padre, sobre el porvenir, sobre todo: “He aquí la prueba de mi amor. He aquí nuestro anillo de boda. Ella es para ti, Gladys. Es un fetiche. Mi bisabuela la reina Victoria se lo quitó de su dedo para ponerlo en el mío y me dijo que no me separase de él sino para dárselo á la que fuese mi mujer. Lo he jurado. Os lo doy.”

Cuando el príncipe volvió á Berlín, el emperador, la emperatriz, la familia toda, se fijaron en que el anillo había desaparecido. Guillermo II no es muy suave que digamos. En seguida hizo que su hijo le confesase el paradero de la joya; y el enamorado mancebo imperial tuvo que decir la verdad. ¡Truenos! “Ese anillo no es tuyo, sino de la dinastía. Estás loco, has perdido la cabeza antes que el anillo.”

Poco más ó menos, fueron las palabras del padre. El mozo, que tiene también fibra, contestó: “Lo hecho, hecho está, y bien hecho está, ante mi conciencia. Por lo demás renuncio á todo rango, á toda púrpura, á Berlín, á Alemania, al Imperio, como nuestro pariente Juan Orth.” Desolación de las desolaciones en la familia. Un enviado fué inmediatamente á Londres á reclamar á la bella Gladys el anillo.

“¡No lo doy!”, contestó la yanqui. “¡No lo des!”, le aconsejó Consuelo Vanderbilt, en cuya casa nació la pasión y comenzó la novela. Ella creerá que una norteamericana puede ser emperatriz de Alemania, desde que hay una duquesa de Marlborough norteamericana.

Y Gladys no suelta el anillo.

Es de creerse que vencerán las razones de Estado y los discursos paternales. Aunque si el príncipe renunciase, en efecto, á su corona y cetro, todo quedaría arreglado, habiendo como hay tantos hermanos suyos que no tendrán más tarde inconvenientes de amor para sentarse en el trono.

El príncipe imperial de Francia, el hijo de Napoleón III, pudo ver realizados sus sueños amorosos; bien es cierto que no tenía ya trono, ni corona, ni cetro, cuando amó á la inglesa miss Mary Watkins, con quien tuvo un hijo, que vive, y á quien se ha visto en París, en compañía de la emperatriz Eugenia. La novela fué más bonita, porque la joven no sabía qué clase de persona era su amante, hasta una vez que le sorprendió conversando con lord Beaconsfield, á la entrada del oratorio de Brompton, en el matrimonio de los duques de Norfolk.

Los amores luctuosos del príncipe heredero de Austria han tocado quizás, singularmente, la imaginación de Federico Guillermo, y ojalá no vaya á entrarle el demonio de la desesperación y del ensueño trágico; preferible es que tome por modelo á su deudo Juan Orth, el desaparecido misterioso, que unos creen muerto en el Océano y otros vivo en un rincón australiano, y padre de numerosa familia.

El príncipe, como sabéis, se casó con una princesa.

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