La raza de cham

Mientras en espantosas catástrofes los amarillos se imponen, en farsas sangrientas los negros se hacen notar. Parece que un mal diablo estuviese azuzando las razas unas contra otras. Así, pues, de Haití llegan á Francia malas nuevas. La macacada está furiosa; los pocos blancos que hay en la isla ven con temor la agitación de los naturales. Saben que una insurrección de color es terrible para los europeos. En el negro, danzante, tristón, jovial, pintoresco, carnavalesco, surge, con el fuego de la cólera y el movimiento de la revuelta en antepasado antropopíteco, el caníbal de Africa, la fiera obscura de las selvas calientes.

Ya hay experiencia sobre ese punto. Las agitaciones haitianas coinciden con las amenazas que un doctor negro hace á la raza caucásica, desde una de las principales revistas de París. Ese doctor negro es de los negros de los Estados Unidos, los más osados, los más audaces que puedan existir sobre la superficie de la tierra. De ellos nos decía no hace mucho tiempo un atinado escritor argentino, el Dr. Damián Lan: “Y no he visto, ya que de audacias le hablo, nada más atrevido, más decididamente atrevido, que el negro americano. ¡Ah, los negros!... son el terror de los turistas extranjeros y la sombra nefasta de sus compatriotas blancos”.

La negrada es todo un problema social en los Estados Unidos; esto, todos los sabemos. Pero, estando aquí, se comprende mejor cómo es posible que todo este inmenso pueblo se conmueva en masa cuando los diarios lanzan á todos vientos la noticia de que el presidente Roosevelt ha invitado á su mesa á un negro, por ejemplo, ó que el ministro tal se ha paseado por las calles de Washington codeándose con un mulato”. Estos seres de color obscuro, tan buenos y humildes entre nosotros, constituyen aquí una familia de nueve millones de individuos perversos y despechados contra el blanco, que les ha tratado siempre con rigor y que por eso ha provocado en ellos un odio profundo que se va sucediendo de generación en generación como legado hereditario. El negro aquí no es el ente medroso y pusilánime que conocemos, no; demuestra al blanco el más decidido desprecio, lo mira siempre fisgándose de él, se ensaña con él cuando puede hacerlo víctima de alguna perversidad, y goza entonces con su desgracia. Sabe que sus derechos ante la ley son los mismos de la otra raza, y se afana á todo trance por poner esta igualdad de manifiesto. ¿Qué mucho, entonces, que en la práctica la ley Lynch subsista aquí todavía?

He reproducido esos párrafos de la correspondencia del doctor Lan, porque ellos son un apoyo á la sabia opinión de M. Remy de Gourmont sobre los negros y su actitud en la América anglo-sajona. En las especies humanas hay diferencias casi infranqueables. “Si lo son sexualmente—dice—no lo son socialmente. He aquí que Mr. Roosevelt pretende imponer á los blancos la supremacía, aunque local, aunque momentánea, de hombres de color, aunque distinguidos. Se trata de algún preceptor, de algún juez de paz”. Eso parece nada y es enorme. Hay pastores negros, hay curas negros, los hay chinos: ¿qué hugonote francés, cuál de nuestros paisanos católicos iría á confiarse, sin risa, ó sin asco, á ese ministro, verdadero, sin embargo, de su religión? La especie domina la religión. Sin duda la religión es un vínculo, y un chino cristiano ha adquirido algunas nociones que le acercan á un civilizado occidental. Pero eso es bastante flojo. Los negros de Mr. Roosevelt pueden ser excelentes wesleyanos, perfectos baptistas, metodistas deliciosos; el sajón, el latino, ó el celta los rechazan unánimemente, y su rechazo es bello, pues está conforme con las voluntades de la naturaleza. El patriotismo del suelo es excelente; hay que defender su casa contra los ladrones, eso es elemental. El patriotismo de la especie, ó, si se prefiere la palabra literaria, el patriotismo de la raza, ha llegado á ser tan necesario como el patriotismo del suelo. Veo la cuestión negra, hoy particular á los Estados Unidos, agrandarse desmesuradamente. Mañana se planteará en el mundo entero, bajo un color ú otro. Los americanos, protestando contra los sentimientos demasiado bíblicos de Mr. Roosevelt, sirven á la causa de la civilización, absolutamente ligada á la preeminencia de la raza blanca; pero si ellos quisieran obedecerle, y aceptar funcionarios negros, y casarse con negras, y procrear una bella raza de mestizos, si consintiesen en degenerar, en fin, harían un gran servicio á la Europa. El país del juez Lynch es demasiado vigoroso para consentir en tales humillaciones, y el noble patriotismo de la especie es demasiado potente. Vale más linchar negros que elevar estatuas á los Schoelchers”. Claro es que el sentimentalismo cristiano se opone á esas crueldades que la ciencia enseña. El escritor negro de que he hablado—un mentado Tobías—, en su largo trabajo en pro de su raza no puede manifestarse más altivo, alguien diría más insolente. Como tiene sus letras y sus ciencias, se alza contra los amos armado de ellas y proclama, no la igualdad, sino la superioridad de los negros sobre los blancos. La superioridad intelectual y la superioridad física. “Tenemos—dice—mucha más imaginación.” Y señala como síntoma de decadencia los dientes cariados y las cabezas calvas de muchos anglo-sajones, ante las bien provistas mandíbulas y las tupidas pasas de los libertos de ébano.

Estamos lejos del excelente Domingo de Robinson, del famoso tío Tom, de los gratos esclavos de las familias de la Colonia. Felizmente, el negro, en su especie, no tiene las condiciones de la raza amarilla, y no es fácil, al menos por ahora, que la preponderancia de las razas de color que augura el convencido Tobías, se realice, para ruina y mengua de la civilización occidental, es decir, blanca.

Entre otras cosas consoladoras, acabo de leer este resumen de una sabia Memoria del doctor Roxo, brasileño, sobre las perturbaciones mentales de los negros en el Brasil: “Después de haber estudiado en todos sus pormenores las perturbaciones mentales en los negros, resulta que es un hecho probado que la raza negra es inferior: en la evolución natural es retardataria, y mientras el cerebro de los negros no entre en un período de actividad creciente, será una utopía la nivelación de las razas. Cada cual tiene un grillete que le retiene por los pies: es la tara hereditaria. Y ésta es pesadísima en los negros.”

El romanticismo lo hermoseó todo, hasta los negros. Hugo crea á Bug-Jargal y Lamartine sublimiza á Toussaint-Louverture. El pobre Bezain no alcanzó ya el vaudeville y la revista de fin de año. En realidad, apenas el heroísmo es el que salva al pobre hijo de Cam del ridículo que trae como fatal herencia desde el materno vientre. Necesitan para brillar, el resplandor de la pólvora ó la grandeza del suplicio, para poder resplandecer en la historia Falucho, Antonio Maceo. La Humanidad no ha podido aún ver el genio negro. El talento mismo es en ellos escaso, fuera de ciertas especiales disciplinas, á las cuales se adaptan su agilidad y su don de imitación. Mr. Tobías señala como un gran triunfo el éxito de una compañía de cómicos de color, Walker y Williams. Hay una cantante que se llama la Patti negra. Hay algunos violinistas y creo que algunos pintores. Según Tobías, abundan los escritores en los Estados Unidos. En la América española no han faltado. Plácido es célebre en Cuba, y Candelario Obeso, en Colombia. Haití cuenta con varios rimadores y cuentistas. Mas, colectivamente, todo eso, en unas partes como en otras, acaba y se resume en la bámbula, en el tamborito, en el toumblack, en la mozamala, en el candombe. Juan Montalvo tenía siempre la preocupación del “negro malcriado”. Se refería á los de su tierra. Si llega á sufrir las impertinencias osadas de los de Norte-América, rabia y relampaguea mayormente. Habituados á una secular obediencia, á una tradicional pasividad, la libertad vuelve á los negros locos de vanidad y de crueldad.

Su imaginación—tienen imaginación, dígalo el prodigioso mulato Dumas—les hace concebir una fantástica vida de jolgorios y alegrías, antes tan solamente permitidos á los aborrecidos blancos... La vanidad, que les es característica—no hay vanidad como la del piel-obscura—, les induce á imitar los gestos y maneras del caballero blanco, del antiguo patrón. El ministrel se pavonea. Su teoría, su sueño, su meta, es la igualdad. Pero que no tenga la más simple representación, la autoridad más pequeña, el honor más mínimo, porque entonces se convierte en el peor tirano. Nada por eso más horroroso y sangriento que las represalias negras en el Norte, y que la política negra, y las insurrecciones negras, en ese todavía misterioso Haití, en donde aun impera el recuerdo de Biassan el feroz, del vampírico Dessalines, y del mismo Toussaint, que, á pesar de la poetización lamartiniana, decía á sus gentes, después de la comunión: “Zoté coné bon Gin; ce li mi fe zoté voer. Blan touyé li touyé blan yo toute”, lo cual en romance quiere decir: “Ya conocéis al buen Dios. Es el que os hago ver. Los blancos le mataron. ¡Matad vosotros á todos los blancos!” Y en seguida tenía la osadía de escribir á Napoleón: “Al primero de los blancos el primero de los negros”, cosa que hacía arrugar el entrecejo al duro emperador.

Hablando de las crueldades de los haitianos dice un escritor: “Se buscaría en vano en la historia de los pueblos una manifestación igual de ferocidad. Las vísperas sicilianas y la San Bartolomé fueron juegos de niños comparados con la masacre de Santo Domingo, que saludó la aurora de la república haitiana. Las tradiciones locales abundan en recuerdos espantosos. Colonos, marqueses y condes que llevaban los más hermosos nombres de Francia,—Richelieu, Gallifert, Breteuil—fueron picados vivos, milímetro por milímetro, bajo el cuchillo de los negros, refinados en su salvajismo. Otros fueron decapitados, con un acompañamiento de circunstancias atroces. Los verdugos dejaban las armas de acero, que cortaban bien, y aserraban las carnes y tendones con fragmentos de viejos aros de barril. Y se cree que los “blanc-français que perecieron, hombres, mujeres, niños, fueron en número como de veinticinco mil.”

Tienen razón, pues, los blancos residentes en la república semicimarrona de temer por sus vidas. Y los hijos de la civilización europea deben poner oído atento á estas palabras con que el citado D. E. Tobías concluyó el estudio que llamó mi atención y del cual os he señalado algunos puntos: “El problema del siglo XX será el de las relaciones por establecer entre la raza blanca y la raza de color en el mundo. Creo que razas de color triunfarán sobre las razas blancas”.

En la categoría de las razas de color coloco á los africanos, los indios, los chinos, los japoneses y los habitantes de la Oceanía. Tengo la firme creencia de que esa victoria de las razas de color será cierta, y me baso sobre todo en el hecho de que las razas de color aumentan numéricamente, mientras que las razas blancas disminuyen. Y es el número el que dirá la última palabra.”

Ya se encargarán en el país de las bandas y de las estrellas de enseñar á Tobías cómo hablaba Zaratustra.

Mas ¿cómo hablaba Jesucristo?...

Fin

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