Muertas las energías a manos de largas y ansiosas horas de incesante vigilancia, el señor Lorry cayó dormido en su puesto de honor. Un rayo tan indiscreto como brillante del sol matinal vino a sacudir el pesado sueño que le venciera la noche anterior, que era la décima de las de la serie de vigilancia.
Con mano nerviosa se frotó los ojos, púsose en pie y corrió a la entrada del dormitorio del doctor. Allí se detuvo con brusquedad, preguntándose si dormía o si estaba despierto. ¿Motivos? Los tenía sobrados: la banqueta, con el resto de los útiles del oficio de zapatero, estaba en un rincón, y el doctor leía tranquilamente, arrellanado en una butaca junto a la ventana. Vestía traje de mañana, y su rostro, que Lorry veía perfectamente, aunque un poquito pálido, reflejaba una calma y una placidez absolutas.
Unos cuantos pellizcos administrados con mano firme llevaron al ánimo del señor Lorry el convencimiento de que no dormía: punto era éste que quedaba perfectamente aclarado y dilucidado. Pero si entonces estaba despierto, ¿no se pasó durmiendo los días anteriores? El zapatero, que tantos quebraderos de cabeza le proporcionó, ¿no sería un personaje soñado, un hijo de prolongada pesadilla? ¿Cabía otra explicación al hecho de que estuviera entonces viendo, con sus propios ojos, perfectamente despiertos, a su amigo, vestido como de ordinario, tranquilo como de ordinario, y leyendo como de ordinario?
Y sin embargo, de no haber sido su confusión y su atonía tan grandes, esta hipótesis última caía por su base. Si el desgraciado cambio de tan profunda impresión le había producido fué soñado y no real, ¿qué hacía en la tranquila casa de Soho el banquero del famoso Tellson? ¿Cómo acababa de encontrarse dormido, vestido y calzado, sobre el sofá de la sala de consultas del doctor Manette? ¿Por qué le asaltaban aquellas dudas a hora tan temprana de la mañana y precisamente en la entrada de la alcoba del doctor?
Minutos después, la señorita Pross susurraba algunas palabras en su oído. Si algún resto de duda hubiese quedado en su ánimo, las palabras que herían sus oídos la habrían disipado, pero no quedaban ya: su cabeza estaba fresca y las dudas habían desaparecido. Ante el nuevo estado de cosas, aconsejó Lorry no hacer nada hasta que llegase la hora del almuerzo, y visitar entonces al doctor como si nada hubiera ocurrido. Si su amigo continuaba tranquilo y dueño de sí mismo, Lorry le interrogaría con cautelosa astucia y procuraría obtener de él mismo algo que pudiera orientarle y servirle de guía en lo sucesivo.
El plan, que mereció la aprobación de la señorita Pross, fué ejecutado con diligente esmero. Lorry, que dispuso de tiempo sobrado para acicalarse, se presentó a la hora del almuerzo pulcro e irreprochable. El doctor fué llamado como de ordinario, y como de ordinario se sirvió el almuerzo.
De la conversación, entablada y seguida por parte de Lorry con con cautela y tacto exquisitos, infirió que el doctor creía que el matrimonio de su hija había tenido lugar el día anterior. Avanzando con método en sus trabajos de exploración, dejó caer como al descuido una alusión al día de la semana y del mes en que se encontraban, alusión que confundió visiblemente al doctor, mas como quiera que en todos los demás reflejaba una serenidad de juicio evidente, Lorry resolvió buscar la ayuda que ambicionaba, y esa ayuda la esperaba del mismo doctor. En consecuencia, terminado el almuerzo y levantados los manteles, dijo Lorry con muestras de vivo interés:
—Mi querido Manette, deseo me exponga usted su opinión acerca de un caso que me interesa extraordinariamente, de un caso muy curioso... quiero decir, muy curioso para mí, pues quizá usted lo encuentre natural y lógico.
El doctor escuchaba con viva atención y mirando con expresión conturbada sus manos encallecidas por el trabajo de los diez días últimos. Ya antes las había mirado con frecuencia.
—Afecta el caso en cuestión, mi querido Manette—repuso Lorry—a un amigo mío, a quien quiero mucho. He aquí por qué le ruego muy de veras que lo examine con verdadero interés y me aconseje en bien de mi amigo... y sobre todo, en bien de su hija... de la hija de mi amigo, mi querido Manette.
—Si no entiendo mal—contestó el doctor en voz muy baja,—se trata de un sacudimiento mental...
—¡Eso es!
—Hábleme con claridad y sin omitir detalle—dijo el doctor.
Comprendió Lorry que se habían entendido, y prosiguió así:
—Mi querido Manette, se trata de una conmoción terrible, muy antigua y que duró varios años, de una conmoción cruel, brutal, de las afecciones, de los sentimientos, de... las facultades, del espíritu... eso es: del espíritu. Cuánto tiempo duró la conmoción que rindió y abatió al desdichado que fué su víctima, es lo que no puedo precisar, pues sólo mi amigo podría decírnoslo, y él no se hallaba en condiciones de calcular el tiempo. El que sufrió la conmoción llegó a reponerse de sus efectos merced a un proceso que ni él mismo puede explicar... según le oí manifestar en público en una ocasión en que hizo un relato conmovedor de sus desgracias. Digo que se ha repuesto de los efectos del sacudimiento mental tan completamente, que hoy es un hombre de inteligencia clarísima, un hombre que puede entregarse a ocupaciones intelectuales profundas, de alma vigorosa y de cuerpo fuerte, un hombre que multiplica todos los días sus conocimientos, y cuenta que ya antes poseía de ellos rico caudal. Por desgracia... ha tenido... una pequeña recaída.
El doctor preguntó anhelante:
—¿De qué duración?
—Ha durado nueve días con sus noches.
—¿En qué forma se manifestó?—preguntó el doctor, mirando de nuevo sus manos.—¿Tal vez volviendo a entregarse a alguna ocupación antigua relacionada con su sacudimiento mental?
—En efecto.
—Otra cosa: ¿Tuvo usted alguna vez ocasión de verle entregado a esa ocupación, durante su enfermedad original anterior a la recaída?—preguntó el doctor con gran calma, bien que siempre con voz muy baja.
—Una sola vez.
—Después de su recaída, ¿le encontró usted igual que antes en casi todo... o en todo?
—Creo que en todo.
—Habló usted antes de una hija de su amigo: ¿ha tenido la hija noticia de la recaída del padre?
—No: la recaída ha permanecido rodeada del secreto más rígido, y no creo que la hija llegue a sospecharla nunca. De ella tenemos conocimiento dos personas nada más: yo, y otra de confianza absoluta.
—¡Previsión delicada y generosa, amigo mío!—exclamó el doctor estrechando efusivamente la mano de Lorry.
Los dos interlocutores guardaron silencio por espacio de algunos momentos.
—Soy hombre de negocios, mi querido Manette—dijo Lorry poniendo fin al silencio y hablando con acentos de vivo cariño,—y, por tanto, profano en asuntos tan enrevesados y difíciles. Me faltan datos que me orienten, me falta inteligencia, conocimientos que me guíen, me falta una persona que me asesore. En este mundo, no hay hombre en quien pueda yo hacer confianza ni que me pueda sacar de dudas, como no sea usted. Dígame, ¿a qué fué debida la recaída? ¿Existe peligro de que sobrevenga otra? Suponiendo que el peligro exista, ¿hay medios de prevenirla? ¿Qué medios son estos? ¿Qué puedo hacer en obsequio de mi amigo? Jamás ha existido en el mundo hombre que con tanto anhelo deseara servir a un amigo como yo al mío, si supiera cómo; pero no sé qué hacer si el caso se repite. Si su sagacidad de usted, sus conocimientos, su experiencia, pueden indicarme el camino recto, creo sin inmodestia que podré hacer mucho: sin luces, sin auxilio extraño, todos mis buenos deseos naufragarán en el mar obscuro de mi ignorancia. Por favor, déme usted algunas explicaciones, ilumíneme un poquito y enséñeme la manera de ser útil a mi amigo.
El doctor Manette bajó la cabeza y se sumergió en profundas meditaciones. Lorry esperó con calma.
—Me parece muy probable—dijo el doctor al cabo de un rato—que la recaída que usted acaba de describirme estuviera prevista por el que fué su víctima.
—¿Acaso prevista y temida?—se atrevió a preguntar Lorry.
—Temida, sí—exclamó el doctor, estremeciéndose involuntariamente.—No es posible que usted se forme idea aproximada del peso enorme con que ese temor gravita sobre el pecho del paciente... ni de la casi imposibilidad en que se encuentra de hablar palabra acerca del asunto que le oprime.
—¿Y no cedería esa opresión—preguntó Lorry—si se resolviera a confiar a alguien el secreto que por lo visto le atosiga?
—Creo que sí; pero le es, según acabo de decir, punto menos que imposible. Hasta se me figura... que es imposible en absoluto.
Sobrevino otra pausa, a la que puso fin Lorry, preguntando con dulzura:
—¿A qué causa atribuye usted la recaída?
—A mi juicio—respondió el doctor Manette,—ha sobrevenido un despertar enérgico de los recuerdos que fueron causa determinante de la enfermedad inicial, han revivido ideas asociadas con las torturas antiguas al soplo de algún suceso reciente. Es muy probable que en la mente del paciente viniera acumulándose desde hace algún tiempo el temor a ese despertar enérgico de recuerdos dolorosos... con motivo de determinadas circunstancias.... con motivo de un suceso determinado... En este caso, el paciente intentó adoptar medidas de prevención.... las adoptaría seguramente, pero en vano. ¡Quién sabe si los mismos esfuerzos hechos para resistir el golpe le incapacitaron para soportarlo!
—¿Cree usted que mi amigo recuerda lo que ha hecho durante la recaída?—preguntó Lorry, después de vacilar durante algunos segundos.
Tendió el doctor miradas tristes en derredor, movió la cabeza, y contestó con voz más baja que nunca:
—¡Absolutamente nada!
—Pasemos ahora al pronóstico... al porvenir.
—El porvenir—contestó con energía el doctor—me inspira grandes esperanzas. Fúndanse éstas en el escaso tiempo que gracias al Cielo ha durado la recaída. Si tenemos en cuenta que el paciente, después de caer postrado al peso de algo desde tiempo antes temido, de algo previsto más o menos vágamente, de algo contra lo que en vano intentó prevenirse, se ha repuesto una vez ha estallado la nube, sobran motivos para creer que ha pasado lo peor.
—¡Muy bien...! ¡Muy bien! Sus palabras me tranquilizan... ¡Gracias!—exclamó Lorry.
—¡Gracias!—repitió el doctor, doblando la cabeza.
—Quedan todavía dos puntos sobre los cuales desearía me instruyese. ¿Puedo continuar?
—Es el mayor favor que puede usted hacer a su amigo—respondió el doctor alargándole la mano.
—Primero: mi amigo es estudioso por temperamento y de una energía poco común. Persigue con ardor la adquisición de nuevos conocimientos profesionales, hace experimentos laboriosos y se dedica a infinidad de cosas que exigen intensa labor mental. Dígame: ¿no le parece que trabaja con exceso?
—Creo que no. Quizá la índole de su inteligencia exige un trabajo mental continuo, bien sea la índole en cuestión innata y natural, bien modificada artificialmente, por decirlo así, a consecuencia de pesares y aflicciones. Cuanto menos la ocupe en asuntos intelectuales, mayor será el peligro de que sus pensamientos tomen rumbos perjudiciales. Es probable que él mismo, después de observarse con detenimiento, haya hecho el descubrimiento a que me refiero.
—¿Tiene usted seguridad de que la labor mental de mi amigo no es excesiva?
—La tengo; sí.
—Pero si le venciera el exceso de trabajo...
—Dudo mucho que tal cosa ocurra, mi querido Lorry. Cuando existe una tendencia violenta en una dirección determinada, se hace indispensable contrapesarla de alguna manera, o de lo contrario, se rompe el equilibrio.
—Perdone mi insistencia, mi querido Manette, pues sabido es que los hombres de negocios somos persistentes. Dando como averiguado que la recaída que lamentamos fué resultado de intensa presión mental, ¿no habrá peligro de que se repita?
—No lo creo... no puedo creerlo—contestó con acento de convicción profunda el doctor Manette.—Solamente la exacerbación de una clase determinada de recuerdos podría provocar otra recaída, solamente la vibración violenta de la cuerda misma que motivó la primera pudiera ser causa de otras. Ahora bien: después de lo ocurrido, considero punto menos que imposible nuevas exacerbaciones de los recuerdos a que me refiero, imposibles nuevas vibraciones de la cuerda enferma. Creo... casi me atrevo a asegurar que han desaparecido para siempre las circunstancias que podrían dar margen a nuevos tropiezos.
Hablaba el doctor con la timidez de quien sabe cuán poco basta para trastornar la organización delicada de la inteligencia, y al propio tiempo con la confianza del que, templado en las aguas amargas de las tribulaciones, ha adquirido esa fortaleza que es capaz de resistir impávida los huracanes de la vida.
No sería su amigo quien tratase de combatir aquella confianza. Antes por el contrario, se mostró más esperanzado y convencido de lo que en realidad estaba, y pasó a tratar el segundo punto. Era este mucho más difícil y escabroso que el primero: de ello estaba Lorry muy persuadido; pero recordó la conversación que el domingo tuviera con la señorita Pross, hízose cargo de las dolorosas escenas a que había asistido en los nueve días últimos, y comprendió que estaba en el deber de afrontarlo.
—Durante su recaída, por fortuna pasada ya, se entregó... al oficio de... cerrajero—dijo Lorry, con vacilación manifiesta.—Sí; eso es: al oficio de cerrajero. A título de ejemplo que aclare bien los conceptos, diremos que mi amigo, durante el tiempo de su desequilibrio mental, acostumbraba trabajar en una fragua. Añadiremos que, debido a circunstancias que no hay por qué detallar, ha vuelto a encontrar esa fragua. ¿No opina usted que es una lástima que la conserve a su lado?
El doctor se pasó la mano por la frente.
—La tiene constantemente a su vista—repuso Lorry, mirando con ansiedad a su amigo.—¿No le parece que sería preferible que no volviera a ver lo que forzosamente ha de recordarle tiempos penosos?
El doctor golpeaba el suelo con pie nervioso.
—¿Tan difícil encuentra usted el consejo que le pido?—insistió Lorry.—A mí me parece la solución sencillísima, no obstante lo cual, creo que...
—Comprenda usted—contestó el doctor Manette volviéndose hacia su interlocutor—que es sumamente difícil explicar con sujeción a las reglas inflexibles de la lógica, las operaciones íntimas de la mente del pobre hombre a quien usted se refiere. En tiempos pasados, solicitó con tanto ahinco dedicarse a ese oficio, que cuando le fué concedido lo que anhelaba, dió gracias al Cielo desde lo más profundo de su alma. Es indudable que, al encontrarse con un medio que le permitía substituir con la perplejidad de sus dedos la perplejidad de su cerebro, y con la destreza de sus manos las operaciones de su mente torturada cuando adquirió alguna práctica en el oficio, se aminorasen mucho sus tormentos, en cuyo caso, es natural que muestre resistencia a separarse de lo que tanto bien le hizo. Aun hoy, aunque creo que no existe el menor peligro de nuevas recaídas, aun cuando su amigo comparta esta confianza mía, la idea de que pudiera llegar día en que hubiese de necesitar la fragua, y no la encontrase, creo que ha de producirle un dolor sólo comparable al del padre a quien amenazan con separarle de su hijo.
—No estamos de acuerdo—replicó Lorry.—Sé que no soy autoridad en la materia, pues como hombre de negocios, mi inteligencia se extingue cuando no la aplico a cosas tan materiales como libras esterlinas, chelines y billetes de Banco; pero aun así, pregunto: ¿la conservación de la fragua, no tiende a la perpetuación de la idea? Si la fragua desapareciese, mi querido Manette, ¿no desaparecería con ella el miedo? En una palabra: ¿no es concesión hecha al temor de conservar la fragua?
—Comprenda usted también—contestó el doctor al cabo de otro rato de silencio y con voz trémula—que se trata de un compañero antiguo.
—¡Un compañero antiguo que yo alejaría de mi lado!—replicó Lorry con gran entereza, pues bueno será advertir que la iba ganando a medida que la perdía el doctor.—¡Un compañero antiguo a quien yo sacrificaría sin pizca de remordimiento! No me hace falta más que su autorización. Conservarlo es pernicioso; de ello estoy seguro. Concédame el permiso que solicito, mi querido Manette... ¡Usted es bueno... tiene buen corazón... concédamelo en aras de la tranquilidad de la pobre hija de mi amigo...!
La lucha que en el pecho del doctor libraron pensamientos contradictorios, fué enconada, terrible, espantosa. Al cabo del rato, dijo:
—En obsequio a la hija de su amigo, concedo la autorización que me pide. Sanciono el sacrificio de la fragua; pero que no se haga ante los ojos de su amigo. Aproveche un momento de ausencia y líbrenle del dolor de presenciar la destrucción de lo que fué su compañero único en tiempos pasados.
Con verdadera alegría aceptó Lorry la solución, y la conferencia quedó terminada. Pasaron el día en el campo, lo que bastó para reponer al doctor. Durante los tres días siguientes hizo su vida normal, y a los catorce de la ausencia de su hija, salió a reunirse con ésta y con su marido.
No bien cerró la noche del día en que el doctor salió de su casa, penetró en el dormitorio de aquél nuestro buen amigo Lorry, armado de una cuchilla de carnicero, una sierra, un cincel y un martillo. Tras él entró la señorita Pross con un candelero en la mano. A puerta cerrada, en el misterio de la noche, semejante al que comete un acto criminoso, el señor Lorry hizo pedazos la banqueta de zapatero, mientras la señorita Pross tenía la luz como quien asiste a la comisión de un asesinato. En la cocina se procedió luego a la incineración de la pecaminosa banqueta, previamente reducida a astillas, y a continuación, los útiles y herramientas del oficio, zapatos, suela y cuero, recibieron honrosa sepultura en el jardín anejo a la casa. Tanto el señor Lorry, como la señorita Pross, mientras ejecutaban la hazaña y hacían desaparecer los rastros, se consideraban, y de ello tenían casi aspecto, cómplices de un crimen horrendo.