XX. UNA SÚPLICA

La primera persona que se presentó en la casa del doctor Manette después de haber regresado los desposados de su viaje de novios, fué Sydney Carton. Su traje, sus maneras, sus ademanes, su expresión, puede decirse que eran las de siempre; pero sobre la dura corteza, con ser extraordinariamente áspera, resaltaba cierto aire de fidelidad que no pasó inadvertido a la escrutadora mirada de Carlos Darnay.

Carton aprovechó la primera oportunidad que se le deparó para llevar a Darnay al hueco de una ventana, donde le habló sin que su conversación llegara a oídos de ninguno de los presentes.

—Deseo que seamos amigos, señor Darnay—comenzó diciendo Carton.

—Me parece que lo somos ya—contestó Darnay.

—Agradezco que así lo diga usted, aun siendo sus palabras dictadas lisa y llanamente por la educación. Pero no me refería yo a esa amistad convencional. Al decirle que deseo que seamos amigos, aludo a otra clase de amistad.

Carlos Darnay le rogó que se explicase.

—¡Por mi vida que encuentro más sencillo comprender yo la idea que hacerla comprensible a los demás!—respondió Carton.—Probaré, sin embargo. ¿Recuerda usted aquella ocasión memorable en que me encontraba yo más borracho que de ordinario?

—Recuerdo la ocasión memorable en que me obligó usted a declarar que había bebido.

—No la he olvidado yo tampoco. La maldición que pesa sobre esas ocasiones deja en mí rastros tan duraderos, que puede decirse que no las olvido nunca. Abrigo la esperanza de que ha de llegar un día, el que ponga fin a los míos sobre la tierra, en que satisfaga por aquella ocasión... No se alarme usted, que no es mi deseo sermonear.

—¡Si no me alarmo! La seriedad en usted no puede alarmarme nunca.

—Pues bien: con motivo de la borrachera en cuestión... una de mis infinitas borracheras, estuve impertinente a más no poder hablándole sobre si me era simpático o antipático: le ruego que la olvide y que considere como no pronunciadas mis palabras.

—Las he olvidado hace mucho tiempo.

—¡Otra vez inspiran sus palabras los cumplimientos, las conveniencias sociales! He de decir, señor Darnay, que no olvido yo tan fácilmente como pretende olvidar usted. Yo no la he olvidado, y le aseguro que una contestación ligera e indiferente por su parte no ha de contribuir a hacérmela olvidar.

—Si mi contestación ha sido ligera, le ruego que me perdone—replicó Darnay.—Mi intención fué quitar toda la importancia a lo que, con no poca sorpresa mía, preocupa a usted demasiado. Le declaro, bajo mi palabra de honor, que hace mucho tiempo que olvidé la conversación de la noche a que se refiere, y entiendo que al olvidarla, no contraje mérito alguno. Pues qué, ¿no me había prestado usted aquel mismo día un servicio de esos que ningún corazón medianamente agradecido puede ni debe olvidar?

—Me pone usted en el caso de decirle—respondió Carton—que ese gran servicio de que me habla fué sencillamente lo que podríamos llamar una travesura profesional, uno de esos recursos a que solemos apelar los abogados para alcanzar populachería. Buena prueba de ello es que, cuando se lo presté, me era completamente indiferente su suerte. Observe usted que he dicho cuando se lo presté; es decir, que hablo de cosas pasadas.

—Se empeña usted en empequeñecer mi obligación, y sin embargo, yo, menos quisquilloso que usted, no me ofendo por la ligereza de su contestación.

—Es la verdad desnuda, señor Darnay, la verdad desnuda. Pero me he separado del objeto que perseguía. Hablaba de mis deseos de que seamos amigos. Como usted me conoce ya, huelga que le diga que mi amistad a nadie puede honrar. Si alguna duda le cabe, pregunte a Stryver.

—Prefiero formar opinión sin su auxilio.

—Muy bien. Por lo tanto, ya sabe que soy un perro disoluto, incapaz de nada bueno, ahora y siempre.

—No estamos de acuerdo, amigo mío.

—Se lo aseguro yo, y usted debe creerme. Prosigo. Si usted se encuentra con fuerzas para tolerar la presencia en esta casa de un sujeto que nada vale, y que por añadidura goza de una reputación discutible, yo le pediré que como favor especial me consienta venir aquí o marcharme, sin sujeción a horas ni a reglas, no viendo en mí otra cosa que un mueble inútil y... de buena gana añadiría anormal, si no fuera por el parecido físico que entre nosotros dos media... un mueble inútil, reservado para servicios raros y en el que uno ni repara siquiera. Dudo mucho que abuse del permiso, si me lo concede. Hay cien probabilidades contra una de que no utilizaré su complacencia más de cuatro veces al año. Sería para mí una satisfacción saber que abuso.

—¿Hará usted lo posible por abusar?

—Veremos. ¿Me autoriza usted para que me tome la libertad que solicito, Darnay?

—Autorizado, Carton.

Diéronse un apretón de manos y seguidamente se separó Carton. Un minuto después, Carton era el hombre extravagante de siempre.

Aquella noche, en las conversaciones que siguieron a la cena, y en las cuales tomaron parte la señorita Pross, el doctor, Lorry y el matrimonio, hablóse incidentalmente y en términos generales de Sydney Carton, pintándolo como problema viviente de indiferencia y de atolondramiento. Darnay dijo a su propósito algunas frases que, si bien no puede decirse que fueran duras ni ofensivas, reflejaban cierto menosprecio.

Lejos estaba él de pensar que había lastimado la sensibilidad de su bella esposa. Cuando más tarde, disuelta la tertulia, la encontró en su habitación, no pudo menos de observar en ella cierta preocupación.

—Te encuentro pensativa esta noche—dijo Carlos, pasando su brazo al rededor de su cintura...

—Lo estoy, mi querido Carlos—contestó Lucía, mirándole de frente,—estoy pensativa esta noche porque algo tengo en el pensamiento que me molesta.

—¿Y qué es, Lucía mía?

—¿Me das tu palabra de no llevar tu curiosidad más allá de lo que yo desee?

—¿Y qué es lo que yo no prometeré a mi amor?

—Creo, Carlos, que el pobre señor Carton merece más consideración y más respeto del que tú le has expresado esta noche.

—¿De veras? ¿Y por qué?

—Eso es precisamente lo que no debes preguntarme. Piensa nada más... en que me consta que lo merece.

—Si a ti te consta, no hay más que hablar. ¿Qué quieres que haga, vida mía?

—Lo único que deseo es que le trates siempre con mucha generosidad, y que procures disculpar sus defectos cuando alguien los saque a la plaza pública en su ausencia. También te ruego que creas que en su pecho late un corazón que pocas, poquísimas veces se revela, un corazón cubierto de heridas muy profundas. Créeme, querido mío, pues te aseguro que lo he visto sangrando.

—Cree que siento en el alma haberle hecho objeto de mis desconsideraciones—dijo Darnay, sin salir del asombro que las palabras de su mujer le produjeron.—No fué mi intención tratarle injustamente.

—Pues no le hiciste justicia, Carlos mío. Temo que ha de ser imposible hacerle variar, que ni su carácter, ni su manera especial de ser son susceptibles de modificación; pero te aseguro que es hombre capaz de buenas acciones, más, de acciones magnánimas.

Tan hermosa estaba Lucía, tan vivos destellos de luz purísima derramaba sobre su lindo rostro la fe en un hombre, para todos perdido sin remedio, que su marido, sin tener voz para contestarla, quedó como extasiado contemplándola.

—¡Compláceme, amor mío!—exclamó Lucía, dejando caer su cabecita sobre el pecho de su marido y alzando hacia éste sus ojos.—¡Reflexiona cuán inmensa es nuestra dicha, y cuán de compadecer es él en su miseria!

La súplica dió en el blanco.

—¡No lo olvidaré nunca, corazoncito mío! ¡Lo recordaré mientras me dure la vida!

Inclinóse sobre aquella cabeza adornada con rica vestidura de oro, acercó sus labios a los de rosa de Lucía y estrechó a ésta entre sus brazos.

Si el paseante nocturno que en aquellos instantes recorría ensimismado las solitarias calles próximas al rinconcito de Soho, hubiera podido oir aquella súplica dictada por una piedad purísima, si le hubiese sido dado ver unas perlas clarísimas bebidas por un marido amante en unos ojos azules y limpios como el cielo, habría exclamado con transporte:

—¡Que Dios bendiga su hermosa alma!

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