II.

Con sólo esto habia pasado mi Rubicon, pero declaro que hasta que me encontré en el campo de Mr. Tur Vitt, no me tuve por un fugitivo; esto no me acobardó ni me hizo retroceder, ni concebir la idea de refugiarme bajo el techo paterno. Sentí dolor en el corazon al pensar en el disgusto de mis padres, pero me tranquilicé considerando que los calmaría con una carta, y como no era prudente permanecer allí me puse en marcha.

Glumper House estaba situado en la parte Norte de Lóndres, próximo al barrio de las grandes fortunas. Dirigí mis pasos hácia donde me figuraba que debia estar la Cité, y meditando acerca de mi albergue para aquella noche, recordé á un antiguo amigo del Colegio, Felipe Concanen, del cual se conservaba memoria entre nosotros, y que á la sazon residía en Chelsea, á unas siete millas. Confiando en un buen consejo suyo y en que me guardaría el secreto fuí á verle.

Estaba asociado con su padre y su tio, ricos cerveceros. Al entrar en la gran fábrica que explotaban, me halló con que mi amigo dirigia por entonces en jefe el establecimiento, Concanen, hermano y Concanen. Recibí de él una favorable acogida y oyó mi relato con la mayor benevolencia, pero al mismo tiempo con mucha formalidad. La fabricacion de la cerveza había hecho de él una persona grave y séria, al revés de lo que sucede con el manejo de la harina, que crea personas muy sentimentales y románticas.

Felipe desaprobó lo hecho, severamente, así como las ilusiones de Rogers; sobre todo que la media corona fuese camino seguro para la fortuna, y me aconsejó que renunciase á mis proyectos y que me sometiera á mi familia; pero como yo, poseido de la mayor entereza, me negué á ello, tuvo que ceder y trazamos el siguiente plan. Una vieja criada llamada Siwgsby quedó enterada en parte de mi secreto, y me arregló una habitacion para que la ocupase hasta el lunes por la mañana, sin que nadie supiese de mi; tenía salida al callejón de los Judios. En ella viviria hasta que encontrase manera de hacerme hombre, pero si se sospechaba algo yo saldria de allí para no comprometer á mi amigo. Para la criada era yo sobrino de Mr. Thislewood, comprometido en una terrible conspiracion descubierta en Cato Street. Hecho esto escribí lo siguiente á mis padres.

«Querido padre: Me alegraré de que esteis buenos. En cuando se acabó el pastel y los demás adminículos que nos enviásteis tan amablemente, el hambre comenzó de nuevo con el arroz, la col, las orugas y el pastel de beefsteak. Yo esperaba que escribiríais á la señora Glumper, pero sospecho que no habeis tenido valor. Congregados todos los condiscípulos, hemos resuelto huir unos despues de otros, hasta que mejoren los alimentos, y á mi me ha tocado la suerte de ser el primero. Creo que aprobareis mi fuga, pues os he oido decir á propósito del capitan Shurker que no es digno retroceder. Llevo un traje completo, alguna ropa blanca, la Biblia, mi cuaderno de traducciones altinas, y el dinero bastante para dar principio á mi fortuna; conozco el camino que he emprendido... ó por mejor decir lo conoceré mañana, y espero que no os incomodareis. Abrazo á mamá y á Ana. Vuestro hijo que os quiere, S. Trelacony.»

Mi amigo me condujo por un sombrío corredor hasta la portezuela de escape, y dándome la llave, me advirtió que todos los dias se presentaria á hablar conmigo, á traerme la cena y á saber si habia encontrado modo de hacerme hombre. Salí al callejon de los Judios, é irguiendo la cabeza reflexioné valientemente que ni me pertenecia ni pertenecia á nadie: me pareció que con esto solo tenía bastante para salir del atolladero.

¿Cómo empiezan casi todos? Por una dichosa casualidad. Un hijo de buena familia que se cae del caballo y á quien se socorre. Una cartera con valores importantes que se pierde y que se puede devolver. Pero la fortuna no se repite. En mi niñez habia leido que un grande tuvo su principio en una barbería. ¿En dónde tropezar con mi barbero?

SE NECESITA UN MUCHACHO.


Este anuncio colocado en el cristal de una tienda era como la respuesta á mi pregunta, sólo que en la tienda se vendian patas de cerdo. Sin embargo entré.

—¿Qué os ocurre caballerito? me dijo el dueño, hombre robusto, de delantal blanco y de cuchillo en mano.

—¿No es aquí donde hace falta un muchacho?

El hombre me miró de piés á cabeza.

—Efectivamente, pero no necesitábamos mas que seis apendices y el marqués del Alfeñique acaba de reclamar la plaza vacante para su hijo, número 17.

—Deseo entrar de aprendiz... dijo tímidamente.

—Escuchadme caballerito: si no quereis comprarme patas de cerdo, tened la bondad de ejercitar las vuestras antes de que me sulfure. ¡Largo de aquí!

—Lo mismo me ocurrió en otros dos sitios. Iba yo demasiado bien vestido para lo que allí se necesitaba. A la noche me aconsejó mi amigo que mirase más alto, donde mi vestido de señorito no fuese un obstáculo para la admision.

El tiempo corria, la vieja Swigsby, que desde su principio recelaba algo, aumentaba sus sospechas, así es que decidí seguir el consejo de mi amigo.

—Valor, me dijo al desearme buenas noches: id al manantial. ¿Sabeis?

Sabeis. Ciertamente que yo no sabia con exactitud adonde iba.

—A nuestros grandes banqueros, dijo mi amigo, preguntad siempre por los jefes.

Penetrado del pensamiento de mi amigo, busqué al dia siguiente en el Almanaque del Comercio los nombres y señas de los banqueros más famosos y me encaminé á la Cité, donde ví unos cincuenta empleados absorbidos en su trabajo.

Nadie se fijó en mí, y por eso, á lo último, me dirigí á uno de ellos y le dije.

—Perdonadme, pero quisiera hablar á vuestro....

—¿A quién? preguntó con viveza.

—Al principal.

—El Sr. Lesigot se halla ahora en Goldborough Park, me contestó sonriendo con aire chuzon. Si se trata del empréstito otomano, le telegrafiaré y vendrá mañana.

Repuse que nada tenía que ver con el empréstito otomano y que cualquiera de los asociados de la casa sería bueno para mi objeto.

El empleado se inclinó; habló al oido del otro, y éste, rogándome que le acompañase, me guió, á través de un sin fin de mesas, á donde estaba un caballero anciano leyendo un periódico.

—¿Qué quereis, hijo mio? me preguntó.

—Perdonad, contestó algo aturdido ¿pero si necesitábais un muchacho de confianza?

Al empleado le costó trabajo reprimir una carcajada, pero el anciano la contuvo y añadió.

—¿Quién os manda, hijo mio, y qué quereis decir?

Animado por su bondad, le dije francamente que habia ido allí por mi cuenta; que queria trabajar y hacerme rico; que no estaba bien con mis padres, por cuyo motivo ocultaba la residencia de éstos, y que en caso de necesidad estaba dispuesto, para acreditar mi honradez y responder de mi inexperiencia, á depositar una suma.

—¿Y á cuánto asciende?

—A dos chelines y seis peniques.

Advertí que se le habia ocurrido una idea, porque me hizo volver cara á la ventana y me miró fijamente.

Me lo figuraba, murmuró. Sabed, me dijo en alto, que yo no puedo contraer semejantes responsabilidades sin consultar con mis asociados. Aguardadme en esa antesala, que os contestaré pronto.

En la antesala vi á un muchacho que me brindó con pan y queso, pero no acepté. La conducta del banquero se me habia hecho sospechosa, á pesar de su amabilidad.

—Quién es ese anciano que necesita consultar con sus asociados, pregunté al muchacho.

—Sir Eduardo Golshore, que vive cerca de Penrhyn.

—¿La residencia del general Thelacony?

—Cabalmente. El general almuerza aquí cuando viene á Londres; y en cuanto á los asociados me choca, porque todos están ausentes.

—Me parece que aquí hace mucho calor, dije casi sin aliento. Voy... voy á dar un paseo y vuelvo en seguida.

Y antes de que el portero me pusiese ningun inconveniente me marché.

Al verme con Concanen, advertí que su fisonomía no me anunciaba nada bueno.

—La vieja Swigsby sospecha. Si no regresais á casa de vuestros padres, teneis que iros á otro lado.

No habia otro remedio. Salí de aquella casa y me instalé en un cuartito próximo á la de mi amigo, para poder vernos con facilidad. Quiso pagarme el hospedaje de una semana, pero cuando le dije que de aceptar su ofrecimiento comprometía mi porvenir, consintió en comprarme algunas prendas y así conservé intacta mi media corona. Y me encontré segunda vez lanzando á la ventura. Nada se me proporcionó: en todas partes me miraban con curiosidad y recelo. Por más que hice no podia aparentar un punto medio entre el hijo de buena familia y un vagabundo.

No quiero describir mi existencia en tan amargos días. Mis esperanzas y mis recursos menguaban. No veia á Felipe ni queria verle por evitarle compromisos; habia renunciado á buscar empleo, y estaba decidido á no volver á mi casa.

Una mañana en que me paseaba desfallecido de hambre, aunque con mis seis peniques en el bolsillo, temeroso de que la vista de una pastelería los hiciese saltar, ví á un anciano judío que no tenía nada de elegante ni de limpio, acurrucado en el primer peldaño de una escalera. ¿Habrá muerto ese viejo? dijo el mozo de una taberna al pasar yo.

El anciano judío levantó los desmayados ojos y entonces observé que su rostro no tenía nada de innoble. Me puse a mirarle y ví que era de avanzada edad, que estaba escuálido, hambriente y cubierto de andrajos. Me tendió la mano, aunque sin demandar limosma, y seguí adelante, pero me ocurrió en el acto la idea de si iba á morirse.

Los seis peniques me saltaron en el bolsillo. Luché entre darlos al viejo y quedarme como él ó distribuirlos, pero ¿cómo si no tenía cambio que devolverme? ¿Fué una alucinacion ó fué verdad? Me pareció que los seis peniques, saltando en el bolsillo, me habian dado un golpe en el costado reprochándome mi dureza. ¡Mi única esperanza! ¡La base de mi fortuna! Una mirada enérgica me decidió: mis millones pasaron á poder del anciano.

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