III

No puedo darme cuenta de lo que hice en el resto del dia. Al retirarme extenuado de hambre á mi domicilio, me detuve maquinalmente ante una panadería. Sentí que me tocaban en el hombro: era el judío, pero ¡qué cambiado de aspecto!

—Qué hermosos panes, ¿es verdad? me dijo.

De debilidad no pude contestarle.

—¿Y no tenéis dinero? preguntó admirado.

Hice señal de que no.

—Yo... he gastado vuestra moneda, añadió; pero venid y no desdeñeis mi pobre hospitalidad.

Quedé asombrado y le seguí. El tomó su aspecto de mendigo y cautelosamente me fué llevando hasta una casa situada en una callejuela estrecha y sombría.

—Agarraos á mi vestido, dijo.

Efectivamente aquello estaba tan oscuro que no pude ver á quien nos abrió, pero oí su argentina voz saludándonos, y tras ella subimos á un piso superior.

Entonces ví á la débil luz de una bujía á una joven de quince años, vestida con un ámplio traje blanco, única ropa que en la apariencia llevaba, enseñando sus torneados brazos hasta el codo por las anchas mangas, con los negros cabellos encerrados en una redecilla blanca y con los piés descalzos. A pesar de mi desfallecimiento, me quedé admirado. ¿Es eso una mujer? me pregunté al verla tan hermosa, interrogando con la mirada al anciano judío: aquel sér parecía más del cielo que de la tierra.

—Zell, sirve la cena, dijo el viejo.

Aquella noche pasó para mí como en ensueños mágicos. El cansancio y la debilidad de estómago me impedían comer. Alucinado creí estar á la mesa con la reina de las hadas y el viejo judío que le contaba una historia de seis peniques. A lo último la reina de las hadas dijo:

—Pobrecito: será preciso acostarle, y sin más cumplimiento me acostó ella misma en una cama improvisada sobre el suelo. Ví tan cerca de mí el lindo y blanco pié de la hada, que de buena gana lo hubiera besado, pero me rindió el sueño.

Cuando me desperté, Zell y su abuelo acababan de almorzar. El contraste de ella y el de él á la luz de dia, era mayor que por la noche; ella se me apareció más espléndida y arrebatadora en toda la belleza del tipo judío. El amor, si es posible en un niño de doce años, se reveló en mí con fuerza que no se ha extinguido.

Zell me sirvió una taza de thé, y el viejo me hizo varias preguntas, relativas á mi familia, á las que contesté francamente que no podia contestarle, y que deseaba hacer fortuna por mí mismo.

—Tambien voy á ser franco contigo. No soy tan pobre como crees. Mi nieta Zell no tiene á nadie más que á mi, y por razones especiales, nunca sale de casa. Me asusta su aislamiento. Si quieres quedarte con nosotros, comerás hasta que los tiempos mejoren y harás los encargos de Zell. ¿Aceptas?

Aunque me hubieran ofrecido hacerme protentado, admití aquella proposicion. ¡Vivir con Zell! ¡Ser su esclavo!

No sé lo que dije, pero á poco se marchó el viejo y yo me quedé con Zell limpiando las tazas de thé: por haber roto una me propinó un soberbio bofeton, valida de la superioridad que le concedían los cuatro años que me llevaba: me miraba con el mismo interés que á su gato.

La sala donde generalmente habitábamos estaba muy limpia, pero lo demás de la casa lleno de polvo. Con cuatro peniques y medio que le daba el viejo, atendía Zell á las necesidades de la casa: yo era el encargado de la compra, segun las instrucciones de la jóven, la cual ó me recompensaba con una sonrisa ó me castigaba con un bofeton.

A duras penas pude saber por Zell que mi hospedero Moisés, Jeremías Abraham, era un avaro como se ven pocos. A ella la llevaba vestida de aquel modo para que no pudiera salir de casa y gastar; pero al verla tan hermosa, no pude por menos de pensar que había otro motivo más poderoso. Me dijo tambien que el viejo estaba ausente casi siempre hasta el crepúsculo y algunas veces hasta más tarde, por lo que si ciertas noches oía sus señales en la ventana, sin oir sus pasos en la escalera, debia callarme: «desgraciado de tí, añadió amenazándome con su manita, si descubres nuestro secreto.»

¡Nuestro secreto! El corazon se me oprimió y comprendí los celos. Zell amaba.

—¿Por qué te sonrojas, niño estúpido? exclamó entre risueña y enojada. ¿Eres de fiar ó no?

No sé lo que repuse, pero no era, de seguro, la expresion de mi pensamiento. No pasó mucho tiempo sin que me pusieran á prueba. Una de las noches en que Abraham regresaba tarde, se oyó su señal, y yo siguiendo á Zell, por mandato suyo, ví que esta abria la ventaba y que penetraba por ella un desconocido de miserable aspecto. Zell se dejó acariciar y aun besar. Hablaron en voz baja, y por lo que pude comprender, de mí. En esto, oyóse la señal del viejo y el desconocido desapareció.

Al día siguiente Zell me dió una carta para llevarla á una tienda y á un desconocido que me la pediria. No ví ninguno en este caso, y haciendo tiempo por no volver á Zell sin haber ejecutado la comisión, se presentó un carruaje del cual bajó un caballero guapo, de retorcidos bigotes y con aspecto militar. Tenía mucha confianza con la dueña de la tienda, porque se estuvo bromeando con ella. Por si acaso era aquel mi desconocido, pasé por delante llevando la carta en la mano, y los dos salimos.

—Dádmela, me dijo: tomad esto y esto, añadió entregándome otra carta y media corona: volved mañana por la mañana.

Rechacé su dinero, diciendo que no me hacía falta, asegurándole del cumplimiento de su mensaje, y mirándome sorprendido, se alejó.

La alegria de Zell fué extremada: me recompensó acariciando con su sedosa mano mi cabellera. Díjome que aquel era Jhon Leveless, hijo del orgulloso conde San Buryan, y que estaba reñido con su padre porque no le quería dejar casar con una jóven sin dinero é hija de judío: de esto procedia el secreto de las entrevistas.

Al dia siguiente Sir Jhon fué exacto á la cita. Como no estábamos lejos del rio y necesitaba hablar conmigo, segun manifestó, nos metimos en una lancha.

—Estoy seguro, dijo, de que el judío os tendrá bien enseñado. Sed franco. ¿No le habeis visto manejar sus guineas?

Lo negué formalmente, asegurándole con tan buenas razones que Abraham estaba pobre, que se quedó pensativo y mal humorado: al marcharse reveló gran contrariedad.

Nada le dije á Zell por no entristecerla; pero desde entonces las visitas de Sir Jhon fueron escaseando con gran sentimiento de Zell, que llegó á preocuparse de tal modo que parecia como muerta.

Un triste suceso vino á sacarla de su abatimiento. Un día trajeron moribundo al anciano judío. Habiendo sido robado en medio de la calle, la conmocion que esto le produjo fué tan grande, que apenas vivió algunas horas. Zell, que no le había abandonado un solo momento, se sobrepuso al golpe con extraña resignacion, pero su palidez y la extraña expresion de sus miradas me asustaron. En el testamento que se encontró la dejaba heredera de todo y por tutor á un tal Lemuel Samuelson. Nunca se supo la cantidad robada. Con lo que habia en caso, de valor de unas veinte ó trienta libras esterlinas, hubo para pagar al médico, enterrar al viejo, vestir decentemente á Zell y atender á nuestras más perentorias necesidades. Entretanto mi pobre Zell sufria horriblemente por la indiferencia de Jhon.

Un día en que ignoraba cómo consolarla, me preguntó:

—¿Tambien, tú, Cárlos, quieres abandonarme?

—¡Zell... yo abandonaros!

Y desesperado me puse á llorar.

—Os ruego mi querido... mi buen Car...

Y no pudo seguir, deshaciéndose en lágrimas.

Al mismo tiempo me llamó la atencion un niño que desde la calle me hacia señas de bajar.

—Un caballero, dijo, me ha dado un chelin para que os avisara de que os esperaba al final de la calle.

Fuí allí y me encontré á Jhon Loveless detrás de la esquina.

—Decidme pronto, porque me expongo á compromisos: ¿Cómo está Zell? ¿Su padre ha muerto como pordiosero?

Le manifesté que el padre nunca habia sido mendigo, pero que no teníamos dinero y que nos disponíamos á buscar trabajo en cuando Zell recibiese los vestidos de luto.

Pareció conmoverse é hizo un movimiento como en direccion á la casa.

—No... no puedo. Un asunto de mucho interés me llama á otro lado. Dále esto y díle que no he venido á verla porque he estado ausente con mi regimiento.

Y echo á correr como alma que lleva el diablo. Casi de rodillas á los piés de Zell le conté lo ocurrido, y ella sin apartar sus ojos de los mios dijo:

—Pon... pon esa despreciable limosna en un sobre y llévala adonde te diré. Y así lo hice al pié de la letra.

Llegada la noche, estábamos hablando de nuestros proyectos, cuando se presentó un desconocido pidiendo entrar con altanera voz; era el casero é iba acompañado de otra persona. Como hacia muchos tiempos que no se le pagaban los alquileres, y las intimaciones y las amenazas habian sido infructuosas para el viejo Abraham, se presentaba entonces aprovechando la ocacion para ejercitar su derecho.

Toda reclamacion hubiera sido inútil: no teníamos con que responder.

—Pero á lo menos, dijo Zell, no cometereis la crueldad de echarnos á estas horas.

—No, ciertamente, repuso el propietario; pero como no quiero gastar contemplaciones os dejaré sin camas y sin puertas en las ventanas. Bill Blosam, apoderaos pronto de todo.

—Os suplico, exclamó Zell, en nombre del cielo que dejeis las ventanas: pronto cerrará la noche.

Y al arrancar con fuerza los carcomidos postigos, estos estallaron con estruendo terrible, abriéndose y dejando la sala cubierta de una verdadera lluvia de monedas de oro.

—Diablo, exclamó el casero cegado por el polvo.

—Zell fué la primera que recobró la serenidad. Viendo á un individuo de policía, que se presentó alli atraido por el estrépito, le hizo entrar, y tranquilizando al propietario, ya más humano, pidió la proteccion de la autoridad por aquella noche.

Dos mil setecientas guineas habia en el suelo; pero empotrados en diferentes puntos de la casa, se encontraron valores hasta doscientas noventa mil libras esterlinas.

—Hacednos el favor á mí y á mi mujer, dijo Samuelson, así que terminaron todas las investigaciones posibles, de aceptar nuestra hospitalidad hasta que tomeis una resolucion.

Zell aceptó, pero desde el descubrimiento del tesoro apenas la dejaba la melancolía. ¿Pensaba en lo que habria podido suceder si su abuelo hubiera sido menos sagaz? No me dirigió la palabra, y al subir al coche llamado por Samuelson, temí que ni aun me dijese adios. El mismo tutor fué quien se lo recordó, preguntándole si tenía algo que ordenar al muchacho.

—¿Al muchacho? repitió distraidamente.

—Id á mi despecho, me dijo Samuelson, que deseaba marcharse. ¿Cómo os llamais?

No contesté, porque no pensaba ni miraba más que á Zell.

—¿Estas de mal humor? Lo siento, añadió Samuelson: venid, hija mia.

—Cárlos, Cárlos, exclamó Zell.

Me quedé sin fuerzas. Ella me hizo un saludo y el tutor se la llevó consigo.

Permanecí todo el dia frente á la ventana como si hubiese de venir Zell, aunque no la esperaba. Se habia llevado toda mi felicidad y mi ansia de vivir. Cuando el hambre se presentó no tuve ánimo para ir en busca de alimento, y á la hora que en los dias anteriores habia sido tan feliz para mí porque cenaba con Zell, me acosté en su lecho, rindiéndome al abatimiento y á la desesperacion. Mis ideas se confundieron, mí pulso emepezó á latir con fuerza y dolorosamente, oí que me llamaban y despues me desvanecí.

Desperté en casa de mi padre despues de tres semanas de enfermedad. Pronto estuve en disposicion de volver al colegio, mas no á Glumper House. Durante mi delirio habia revelado el nombre de mi familia y algunos más, porque el de Zell era familiar para mi madre y Anita.

Años adelante se dió un gran baile en el palacio del virey de Irlanda, y yo fuí invitado en mi calidad de teniente de dragones. La fiesta era brillantísima porque se trataba de despedir á un virey muy popular. Este en un círculo de oficiales decia:

—Señores: tan buena conquista no se debe escapar. Admirable belleza, gracia, talento y doce mil libras de renta. ¡Qué vergüenza para los irlandeses sí se les escapa! Dicen que regresa de Méjico sin haber encontrado á su prometido.

—Se quedará entre nosotros milord, dijo el coronel Walsingham.

—¿Quién se la llevará? preguntó el virey.

—Hay varios candidatos, dijo lord Gornig, y entre ellos yo; pero hasta ahora San Buryan es el preferido.

—¿Por qué? preguntó el virey.

—Porque la jóven ha estado sentada toda la noche al lado de la madre de San Buryan, y dicen que ésta entiende mucho de arreglos matrimoniales.

—¿Se decidirá esta noche?

—Sí; la jóven no bailará más que la última contradanza, y se reserva la elección de pareja: los demás tendremos que someternos.

Instantes despues se advirtió algo de movimiento. Todas las miradas se dirigieron al mismo sitio. En medio del salon, y apoyada en el brazo de lord Jhon Loveless, ahora conde de San Buryan, ví á la hermosa Zell, Zell..... más alta, más desarrollada, aunque no más preciosa porque no cabia. Me miró frente á frente y me pareció que se fijaba mucho; mas no, apartó sus lindos ojos con tristeza como si no me conociera; ¡habian pasado diez años!

La orquesta preludió la postrer contradanza. Como arrastrado mágicamente, fuí á colocarme enfrente de la encantadora mejicana, aunque muy separado. Ví á todos los candidatos, dando muestras de su exquisita educacion, que solicitaban el honor de bailar con ella. A todos les fué negado. No quedaba más que San Buryan. Acercóse lleno de confianza, y animado por la triunfante sonrisa de su madre. Zell se puso de pié antes de que desplegase los labios.

—Dadme el brazo porque deseo atravesar el salon, le dijo en alta voz.

Acercáronse á mí, y soltándose de lord San Buryan, tendióme sus preciosas manos, exclamando:

—Cárlos, Cárlos; ¿no me conoces? Vengo á rogarte que..... que me hagas el favor de bailar con tu antigua amiga Zell.

Hoy poseemos más de un parque poblado de ciervos; pero sólo del de Escocia, segun el dictamen de Zell (que quiere siempre ser mayor y más sesuda que yo), le envié á mi amigo Roger una pierna de venado digna de la mesa de un rey.

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