CAPÍTULO XXXV.

EL QUE AUNQUE CORTO NO POR ESO DEJA DE SER DE CIERTA IMPORTANCIA PARA ESTA HISTORIA, PUES QUE ES CONTINUACION DEL CAPÍTULO PRECEDENTE Y CONDUCE NECESARIAMENTE AL QUE SIGUE.

CON qué esta mañana estais resuelto á acompañarme? —dijo el doctor á Enrique Maylie viéndole entrar en el comedor, donde con Oliverio le esperaba para almorzar. No estabais en la misma disposicion una hora seguida.

—Doctor me diréis todo lo contrario uno de estos dias —respondió Enrique ruborizándose.

—Deseo tener motivo para ello —replicó el doctor —aunque hablándoos con franqueza no tengo de ello esperanza. Ayer por la mañana, habiais resuelto súbitamente quedaros aquí y á fuer de buen hijo acompañar á la Señora Maylie en su escursion á las orillas del mar; —despues del medio dia anunciais que me dispensaréis el honor de venir conmigo, hasta el punto en que dejaré el camino de Lóndres; y á la víspera me instais con mucho misterio para que parta antes que esas señoras estén levantadas, lo que es causa de que Oliverio se esté ahí enclavado en su silla, esperándoos en vez de recorrer los campos y ocuparse de botánica como acostumbro todas las mañanas... ¡Esto es muy malo! ¿No es cierto Oliverio?

—Oh! creedlo caballero, me hubiera desesperado, de no encontrarme en casa en el momento de vuestra partida —respondió Oliverio.

—Eh ahí lo que se llama un muchacho encantador! replicó Mr. Losberne —pero hablando formalmente Enrique, acaso habeis recibido alguna carta de los miembros de la cámara alta que ya estais tan impaciente de partir?

—Los miembros de la cámara alta no me han escrito ni una sola vez desde que estoy aquí y ni aun es probable que en esta estacion del año suceda nada que necesite mi presencia entro ellos.

—Entonces —replicó el doctor, —sois muy admirable! pero ellos sin duda alguna os tendrán en el parlamento.

Enrique Maylie estuvo en este instante á punto de hacer algunas manifestaciones que no hubieran asombrado poco al doctor; pero se contentó con decir: —Verémos mas tarde —y aquí concluyó la conversacion. Poco despues la silla de posta llegó frente la casa, Giles entró para tomar el equipaje y Mr. Losberne le siguió hasta la puerta de la calle para verlo cargar.

—Oliverio! dijo Enrique en voz baja. —Tengo algo que deciros.

Oliverio siguió á Mr. Maylie hácia el alfeizar de una ventana, muy sorprendido del contraste chocante que ofrecia la conducta del jóven, triste y alegre á la vez.

—Ahora, empezais ya á escribir algo correctamente no es cierto?

—Si... bastante bien caballero —respondió éste.

—Pueda que tarde algun tiempo en volver á esta casa; descaria que me escribieseis... algo amenudo... por ejemplo una vez cada quince dias: cada lunes mejor.

—Con mucho gusto caballero! —esclamó Oliverio encantado de esta muestra de confianza por parte del hijo de su bienhechora.

—Tendria un placer de saber por vos como... lo pasan mi madre... y... la Señorita Maylie, respecto á salud —prosiguió el jóven —Escribidme largo y habladme de los paseos que dais por la tarde; del objeto de vuestras conversaciones; y decidme sobre todo si ella. —Quiero decir si esas dos señoras se muestran felices —Comprendeis bien, no es cierto?

—Oh! si caballero! —replicó Oliverio.

—No es necesario que las hableis de ello —añadió Enrique afectando un tono de indiferencia. Esto obligaria sin duda á mi madre á escribirme mas amenudo; y yo quisiera, todo lo posible evitarla esta molestia.

Oliverio prometió escribir largas cartas y guardar fielmente el secreto y Mr. Maylie se despidió de él despues de haberle dado seguridades de su afecto y de su proteccion.

El doctor estaba ya en la silla de posta. Enrique lanzó una mirada furtiva hácia la ventana de Rosa y se avalanzó dentro del carruaje.

—En marcha! gritó —A escape postillon!

—Eh! no tan aprisa... no tan aprisa —gritó á su vez el doctor bajando el vidrio delantero.

La silla de posta se alejó pronto y las ruedas girahan con tal velocidad, que era imposible á la vista el seguirlas.

Ella se hallaba ya á tres ó cuatro millas de la habitacion de nuestros amigos, cuando cierta persona permanecia aun en pié, con los ojos fijos en el punto donde habia desaparecido: porque en esa misma ventana hácia la cual Enrique habia lanzado una mirada furtiva antes de subir al coche, trás el blanco cortinaje que la habia ocultado á los ojos del jóven, estaba Rosa muda é inmóvil.

—Parece que es feliz! —dijo al fin. —Por un momento he temido lo contrario... Me engañaba... Estoy contenta! muy contenta!

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