Lo más importante era que Lujine no había podido prever semejante desenlace. Sus jactancias se debían a que en ningún momento se había imaginado que dos mujeres solas y pobres pudieran desprenderse de su dominio.
Este convencimiento estaba reforzado por su vanidad y por una ciega confianza en sí mismo.
Piotr Petrovitch, salido de la nada, había adqui rido la costumbre casi enfermiza de admirarse a sí mismo profundamente. Tenía una alta opi nión de su inteligencia, de su capacidad, y, a veces, cuando estaba solo, llegaba incluso a admirar su propia cara en un espejo. Pero lo que más quería en el mundo era su dinero, ad quirido por su trabajo y también por otros me dios. A su juicio, esta fortuna le colocaba en un plano de igualdad con todas las personas supe riores a él. Había sido sincero al recordar amar gamente a Dunia que había pedido su mano a pesar de los rumores desfavorables que circu laban sobre ella. Y al pensar en lo ocurrido sentía una profunda indignación por lo que calificaba mentalmente de «negra ingratitud.
Sin embargo, cuando contrajo el compromiso estaba completamente seguro de que aquellos rumores eran absurdos y calumniosos, pues ya los había desmentido públicamente Marfa Pe trovna, eso sin contar con que hacía tiempo que el vecindario, en su mayoría, había rehabilitado a Dunia. Lujine no habría negado que sabía todo esto en el momento de contraer el com promiso matrimonial, pero, aun así, seguía con siderando como un acto heroico la decisión de elevar a Dunia hasta él. Cuando entró, días antes, en el aposento de Raskolnikof, lo hizo como un bienhechor dispuesto a recoger los frutos de su magnanimidad y esperando oír las palabras más dulces y aduladoras. Huelga de cir que ahora bajaba la escalera con la sensación de hombre ofendido e incomprendido.
Dunia le parecía ya algo indispensable para su vida y no podía admitir la idea de re nunciar a ella. Hacía ya mucho tiempo, años, que soñaba voluptuosamente con el matrimo nio, pero se limitaba a reunir dinero y esperar.
Su ideal, en el que pensaba con secreta delicia, era una muchacha pura y pobre (la pobreza era un requisito indispensable), bonita, instruida y noble, que conociera los contratiempos de una vida difícil, pues la práctica del sufrimiento la llevaría a renunciar a su voluntad ante él; y le miraría durante toda su vida como a un salva dor, le veneraría, se sometería a él, le admiraría, vería en él el único hombre. ¡Qué deliciosas escenas concebía su imaginación en las horas de asueto sobre este anhelo aureolado de vo luptuosidad! Y al fin vio que el sueño acaricia do durante tantos años estaba a punto de reali zarse. La belleza y la educación de Avdotia Romanovna le habían cautivado, y la difícil situación en que se hallaba había colmado sus ilusiones. Dunia incluso rebasaba el límite de lo que él había soñado. Veía en ella una muchacha altiva, noble, enérgica, incluso más culta que él (lo reconocía), y esta criatura iba a profesarle un reconocimiento de esclava, profundo, eter no, por su acto heroico; iba a rendirle una vene ración apasionada, y él ejercería sobre ella un dominio absoluto y sin límites... Precisamente poco antes de pedir la mano de Dunia había decidido ampliar sus actividades, trasladándo se a un campo de acción más vasto, y así poder ir introduciéndose poco a poco en un mundo superior, cosa que ambicionaba apasionada mente desde hacía largo tiempo. En una pala bra, había decidido probar suerte en Petersbur go. Sabía que las mujeres pueden ser una ayuda para conseguir muchas cosas. El encanto de una esposa adorable, culta y virtuosa al mismo tiempo podía adornar su vida maravillosamen te, atraerle simpatías, crearle una especie de aureola... Y todo esto se había venido abajo.
Aquella ruptura, tan inesperada como espanto sa, le había producido el efecto de un rayo. Le parecía algo absurdo, una broma monstruosa.
Él no había tenido tiempo para decir lo que quería; sólo había podido alardear un poco.
Primero no había tomado la cosa en serio, des pués se había dejado llevar de su indignación, y todo había terminado en una gran ruptura.
Amaba ya a Dunia a su modo, la gobernaba y la dominaba en su imaginación, y, de improviso...
No, era preciso poner remedio al mal, conse guir un arreglo al mismo día siguiente y, sobre todo, aniquilar a aquel jovenzuelo, a aquel gra nuja que había sido el causante del mal. Pensó también, involuntariamente y con una especie de excitación enfermiza, en Rasumikhine, pero la inquietud que éste le produjo fue pasajera.
-¡Compararme con semejante indivi duo...! Al que más temía era a Svidrigailof... En resumidas cuentas, que tenía en perspectiva no pocas preocupaciones.
-No, he sido yo la principal culpable -decía Dunia, acariciando a su madre-. Me dejé tentar por su dinero, pero yo te juro, Rodia, que no creía que pudiera ser tan indigno. Si lo hubiese sabido, jamás me habría dejado tentar.
No me lo reproches, Rodia.
-¡Dios nos ha librado de él, Dios nos ha librado de él! -murmuró Pulqueria Alejandrov na, casi inconscientemente. Parecía no darse bien cuenta de lo que acababa de suceder.
Todos estaban contentos, y cinco minu tos después charlaban entre risas. Sólo Du netchka palidecía a veces, frunciendo las cejas, ante el recuerdo de la escena que se acababa de desarrollar. Pulqueria Alejandrovna no podía imaginarse que se sintiera feliz por una ruptura que aquella misma mañana le parecía una des gracia horrible. Rasumikhine estaba encantado; no osaba manifestar su alegría, pero temblaba febrilmente como si le hubieran quitado de encima un gran peso. Ahora era muy dueño de entregarse por entero a las dos mujeres, de ser virlas... Además, sabía Dios lo que podría suce der... Sin embargo, rechazaba, acobardado, es tos pensamientos y temía dar libre curso a su imaginación. Raskolnikof era el único que per manecía impasible, distraído, incluso un tanto huraño. Él, que tanto había insistido en la rup tura con Lujine, ahora que se había producido, parecía menos interesado en el asunto que los demás. Dunia no pudo menos de creer que se guía disgustado con ella, y Pulqueria Alejan drovna lo miraba con inquietud.
-¿Qué tienes que decirnos de parte de Svidrigailof? -le preguntó Dunia.
-¡Eso, eso! -exclamó Pulqueria Alejan drovna.
Raskolnikof levantó la cabeza.
-Está empeñado en regalarte diez mil rublos y desea verte una vez estando yo pre sente.
-¿Verla? ¡De ningún modo! -exclamó Pulqueria Alejandrovna-. ¡Además, tiene la osadía de ofrecerle dinero! Entonces Raskolnikof refirió (secamente, por cierto) su diálogo con Svidrigailof, omi tiendo todo lo relacionado con las apariciones de Marfa Petrovna, a fin de no ser demasiado prolijo. Le molestaba profundamente hablar más de lo indispensable.
-¿Y tú qué le has contestado? -preguntó Dunia.
-Yo he empezado por negarme a decirte nada de parte suya, y entonces él me ha dicho que se las arreglaría, fuera como fuera, para tener una entrevista contigo. Me ha asegurado que su pasión por ti fue una ilusión pasajera y que ahora no le inspiras nada que se parezca al amor. No quiere que te cases con Lujine. En general, hablaba de un modo confuso y contra dictorio.
-¿Y tú qué opinas, Rodia? ¿Qué efecto te ha producido? -Os confieso que no lo acabo de enten der. Te ofrece diez mil rublos, y dice que no es rico. Afirma que está a punto de emprender un viaje, y al cabo de diez minutos se olvida de ello... De pronto me ha dicho que se quiere ca sar y que le buscan una novia... Sin duda, per sigue algún fin, un fin indigno seguramente.
Sin embargo, yo creo que no se habría conduci do tan ingenuamente si hubiera abrigado algún mal propósito contra ti... Yo, desde luego, he rechazado categóricamente ese dinero en nom bre tuyo. En una palabra, ese hombre me ha producido una impresión extraña, e incluso me ha parecido que presentaba síntomas de locu ra... Pero acaso sea una falsa apreciación mía, o tal vez se trate de una simple ficción. La muerte de Marfa Petrovna debe de haberle trastornado profundamente.
-¡Que Dios la tenga en la gloria! -exclamó Pulqueria Alejandrovna-. Siempre la tendré presente en mis oraciones. ¿Qué habría sido de nosotras, Dunia, sin esos tres mil ru blos? ¡Dios mío, no puedo menos de creer que el cielo nos los envía! Pues has de saber, Rodia, que todo el dinero que nos queda son tres ru blos, y que pensábamos empeñar el reloj de Dunia para no pedirle dinero a él antes de que nos lo ofreciera.
Dunia parecía trastornada por la propo sición de Svidrigailof. Estaba pensativa.
-Algún mal propósito abriga contra mí -murmuró, como si hablara consigo misma y con un leve estremecimiento.
Raskolnikof advirtió este temor excesi vo.
-Creo que tendré ocasión de volverle a ver -dijo a su hermana.
-¡Lo vigilaremos! -exclamó enérgica mente Rasumikhine-. ¡Me comprometo a des cubrir sus huellas! No le perderé de vista.
Cuento con el permiso de Rodia. Hace poco me ha dicho: «Vela por mi hermana.» ¿Me lo per mite usted, Avdotia Romanovna? Dunia le sonrió y le tendió la mano, pe ro su semblante seguía velado por la preocupa ción. Pulqueria Alejandrovna le miró tímida mente, pero no intranquila, pues pensaba en los tres mil rublos.
Un cuarto de hora después se había en tablado una animada conversación. Incluso Raskolnikof, aunque sin abrir la boca, escucha ba con atención lo que decía Rasumikhine, que era el que llevaba la voz cantante.
-¿Por qué han de regresar ustedes al pueblo? -exclamó el estudiante, dejándose lle var de buen grado del entusiasmo que se había apoderado de él-. ¿Qué harán ustedes en ese villorrio? Deben ustedes permanecer aquí todos juntos, pues son indispensables el uno al otro, no me lo negarán. Por lo menos, deben quedar se aquí una temporada. En lo que a mí concier ne, acépteme como amigo y como socio y les aseguro que montaremos un negocio excelente.
Escúchenme: voy a exponerles mi proyecto con todo detalle. Es una idea que se me ha ocurrido esta mañana, cuando nada había sucedido to davía. Se trata de lo siguiente: yo tengo un tío (que ya les presentaré y que es un viejo tan simpático como respetable) que tiene un capital de mil rublos y vive de una pensión que le bas ta para cubrir sus necesidades. Desde hace dos años no cesa de insistir en que yo acepte sus mil rublos como préstamo con el seis por ciento de interés. Esto es un truco: lo que él desea es ayudarme. El año pasado yo no necesitaba di nero, pero este año voy a aceptar el préstamo.
A estos mil rublos añaden ustedes mil de los suyos, y ya tenemos para empezar. Bueno, ya somos socios. ¿Qué hacemos ahora? Rasumikhine empezó acto seguido a exponer su proyecto. Se extendió en explicacio nes sobre el hecho de que la mayoría de los libreros y editores no conocían su oficio y por eso hacían malos negocios, y añadió que edi tando buenas obras se podía no sólo cubrir gas tos, sino obtener beneficios. Ser editor constitu ía el sueño dorado de Rasumikhine, que llevaba dos años trabajando para casas editoriales y conocía tres idiomas, aunque seis días atrás había dicho a Raskolnikof que no sabía alemán, simple pretexto para que su amigo aceptara la mitad de una traducción y, con ella, los tres rublos de anticipo que le correspondían. Ras kolnikof no se había dejado engañar.
-¿Por qué despreciar un buen negocio -exclamó Rasumikhine con creciente entusias mo-, teniendo el elemento principal para poner lo en práctica, es decir, el dinero? Sin duda ten dremos que trabajar de firme, pero trabajare mos. Trabajará usted Avdotia Romanovna; tra bajará su hermano y trabajaré yo. Hay libros que pueden producir buenas ganancias. Noso tros tenemos la ventaja de que sabemos lo que se debe traducir. Seremos traductores, editores y aprendices a la vez. Yo puedo ser útil a la sociedad porque tengo experiencia en cuestio nes de libros. Hace dos años que ruedo por las editoriales, y conozco lo esencial del negocio.
No es nada del otro mundo, créanme. ¿Por qué no aprovechar esta ocasión? Yo podría indicar a los editores dos o tres libros extranjeros que producirían cien rublos cada uno, y sé de otro cuyo título no daría por menos de quinientos rublos. A lo mejor aún vacilarían esos imbéci les. Respecto a la parte administrativa del ne gocio (papel, impresión, venta...), déjenla en mi mano, pues es cosa que conozco bien. Empeza remos por poco e iremos ampliando el negocio gradualmente. Desde luego, ganaremos lo sufi ciente para vivir.
Los ojos de Dunia brillaban.
-Su proposición me parece muy bien, Dmitri Prokofitch. -Yo, como es natural -dijo Pulqueria Alejandrovna-, no entiendo nada de eso. Tal vez sea un buen negocio. Lo cierto es que el asunto me sorprende por lo inesperado.
Respecto a nuestra marcha, sólo puedo decirle que nos vemos obligadas a permanecer aquí algún tiempo.
Y al decir esto último dirigió una mira da a Rodia.
-¿Tú qué opinas? -preguntó Dunia a su hermano.
-A mí me parece una excelente idea. Na turalmente, no puede improvisarse un gran negocio editorial, pero sí publicar algunos volúmenes de éxito seguro. Yo conozco una obra que indudablemente se vendería. En cuan to a la capacidad de Rasumikhine, podéis estar tranquilas, pues conoce bien el negocio...
Además, tenéis tiempo de sobra para estudiar el asunto.
-¡Hurra! -gritó Rasumikhine-. Y ahora escuchen. En este mismo edificio hay un local independiente que pertenece al mismo propie tario. Está amueblado, tiene tres habitaciones pequeñas y no es caro. Yo me encargaré de em peñarles el reloj mañana para que tengan dine ro. Todo se arreglará. Lo importante es que puedan ustedes vivir los tres juntos. Así tendrán a Rodia cerca de ustedes... Pero oye, ¿adónde vas? -¿Por qué te marchas, Rodia? -preguntó Pulqueria Alejandrovna con evidente inquie tud.
¡Y en este momento! -le reprochó Rasu mikhine.
Dunia miraba a su hermano con una sorpresa llena de desconfianza. Él, con la gorra en la mano, se disponía a marcharse.
-¡Cualquiera diría que nos vamos a se parar para siempre! -exclamó en un tono extra ño-. No me enterréis tan pronto.
Y sonrió, pero ¡qué sonrisa aquélla! -Sin embargo -dijo distraídamente-, ¡quién sabe si será la última vez que nos vemos! Había dicho esto contra su voluntad, como reflexionando en voz alta.
-Pero ¿qué te pasa, Rodia? -preguntó ansiosamente su madre.
-¿Dónde vas? -preguntó Dunia con voz extraña.
-Me tengo que marchar -repuso.
Su voz era vacilante, pero su pálido ros tro expresaba una resolución irrevocable.
-Yo quería deciros... --continuó-. He ve nido aquí para decirte, mamá, y a ti también, Dunia, que... debemos separarnos por algún tiempo... No me siento bien... Los nervios... Ya volveré... Más adelante..., cuando pueda. Pien so en vosotros y os quiero. Pero dejadme, de jadme solo. Esto ya lo tenía decidido, y es una decisión irrevocable. Aunque hubiera de morir, quiero estar solo. Olvidaos de mí: esto es lo mejor... No me busquéis. Ya vendré yo cuando sea necesario..., y, si no vengo, enviaré a llama ros. Tal vez vuelva todo a su cauce; pero ahora, si verdaderamente me queréis, renunciad a mí.
Si no lo hacéis, llegaré a odiaros: esto es algo que siento en mí. Adiós.
-¡Dios mío! -exclamó Pulqueria Alejan drovna.
La madre, la hermana y Rasumikhine se sintieron dominados por un profundo terror.
-¡Rodia, Rodia, vuelve a nosotras! -exclamó la pobre mujer.
Él se volvió lentamente y dio un paso hacia la puerta. Dunia fue hacia él.
-¿Cómo puedes portarte así con nuestra madre, Rodia? -murmuró, indignada.
-Ya volveré, ya volveré a veros -dijo a media voz, casi inconsciente.
Y se fue.
-¡Mal hombre, corazón de piedra! -le gritó Dunia.
-No es malo, es que está loco -murmuró Rasumikhine al oído de la joven, mientras le apretaba con fuerza la mano- Es un alienado, se lo aseguro. Sería usted la despiadada si no fue ra comprensiva con él.
Y dirigiéndose a Pulqueria Alejandrov na, que parecía a punto de caer, le dijo: -En seguida vuelvo.
Salió corriendo de la habitación. Ras kolnikof, que le esperaba al final del pasillo, le recibió con estas palabras: -Sabía que vendrías... Vuelve al lado de ellas; no las dejes... Ven también mañana; no las dejes nunca... Yo tal vez vuelva..., tal vez pueda volver. Adiós.
Se alejó sin tenderle la mano.
-Pero ¿adónde vas? ¿Qué te pasa? ¿Qué te propones? ¡No se puede obrar de ese modo! Raskolnikof se detuvo de nuevo.
-Te lo he dicho y te lo repito: no me pre guntes nada, pues no te contestaré... No vengas a verme. Tal vez venga yo aquí... Déjame..., pero a ellas no las abandones... ¿Comprendes? El pasillo estaba oscuro y ellos se habían detenido cerca de la lámpara. Se miraron en silencio. Rasumikhine se acordaría de este mo mento toda su vida. La mirada ardiente y fija de Raskolnikof parecía cada vez más penetran te, y Rasumikhine tenía la impresión de que le taladraba el alma. De súbito, el estudiante se estremeció. Algo extraño acababa de pasar en tre ellos. Fue una idea que se deslizó furtiva mente; una idea horrible, atroz y que los dos comprendieron... Rasumikhine se puso pálido como un muerto.
-¿Comprendes ahora? -preguntó Ras kolnikof con una mueca espantosa-. Vuelve junto a ellas -añadió. Y dio media vuelta y se fue rápidamente.
No es fácil describir lo que ocurrió aque lla noche en la habitación de Pulqueria Alejan drovna cuando regresó Rasumikhine; los es fuerzos del joven para calmar a las dos damas, las promesas que les hizo. Les dijo que Rodia estaba enfermo, que necesitaba reposo; les ase guró que volverían a verle y que él iría a visi tarlas todos los días; que Rodia sufría mucho y no convenía irritarle; que él, Rasumikhine, lla maría a un gran médico, al mejor de todos; que se celebraría una consulta... En fin, que, a partir de aquella noche, Rasumikhine fue para ellas un hijo y un hermano.