IV

Raskolnikof se fue derecho a la casa del canal donde habitaba Sonia. Era un viejo edifi cio de tres pisos pintado de verde. No sin traba jo, encontró al portero, del cual obtuvo vagas indicaciones sobre el departamento del sastre Kapernaumof. En un rincón del patio halló la entrada de una escalera estrecha y sombría.

Subió por ella al segundo piso y se internó por la galería que bordeaba la fachada. Cuando avanzaba entre las sombras, una puerta se abrió de pronto a tres pasos de él. Raskolnikof asió el picaporte maquinalmente.

-¿Quién va? -preguntó una voz de mujer con inquietud.

-Soy yo, que vengo a su casa -dijo Ras kolnikof.

Y entró seguidamente en un minúsculo vestíbulo, donde una vela ardía sobre una ban deja llena de abolladuras que descansaba sobre una silla desvencijada.

-¡Dios mío! ¿Es usted? -gritó débilmente Sonia, paralizada por el estupor.

-¿Es éste su cuarto? Y Raskolnikof entró rápidamente en la habitación, haciendo esfuerzos por no mirar a la muchacha.

Un momento después llegó Sonia con la vela en la mano. Depositó la vela sobre la mesa y se detuvo ante él, desconcertada, presa de extraordinaria agitación. Aquella visita inespe rada le causaba una especie de terror. De pron to, una oleada de sangre le subió al pálido ros tro y de sus ojos brotaron lágrimas. Experimen taba una confusión extrema y una gran ver güenza en la que había cierta dulzura. Raskol nikof se volvió rápidamente y se sentó en una silla ante la mesa. Luego paseó su mirada por la habitación.

Era una gran habitación de techo muy bajo, que comunicaba con la del sastre por una puerta abierta en la pared del lado izquierdo.

En la del derecho había otra puerta, siempre cerrada con llave, que daba a otro departamen to. La habitación parecía un hangar. Tenía la forma de un cuadrilátero irregular y un aspecto destartalado. La pared de la parte del canal tenía tres ventanas. Este muro se prolongaba oblicuamente y formaba al final un ángulo agudo y tan profundo, que en aquel rincón no era posible distinguir nada a la débil luz de la vela. El otro ángulo era exageradamente obtu so.

La extraña habitación estaba casi vacía de muebles. A la derecha, en un rincón, estaba la cama, y entre ésta y la puerta había una silla.

En el mismo lado y ante la puerta que daba al departamento vecino se veía una sencilla mesa de madera blanca, cubierta con un paño azul, y, cerca de ella, dos sillas de anea. En la pared opuesta, cerca del ángulo agudo, había una cómoda, también de madera blanca, que parec ía perdida en aquel gran vacío. Esto era todo. El papel de las paredes, sucio y desgastado, estaba ennegrecido en los rincones. En invierno, la humedad y el humo debían de imperar en aquella habitación, donde todo daba una im presión de pobreza. Ni siquiera había cortinas en la cama.

Sonia miraba en silencio al visitante, ocupado en examinar tan atentamente y con tanto desenfado su aposento. Y de pronto em pezó a temblar de pies a cabeza como si se hallara ante el juez y árbitro de su destino.

-He venido un poco tarde. ¿Son ya las once? -preguntó Raskolnikof sin levantar la vista hacia Sonia.

-Sí, sí, son las once ya -balbuceó la mu chacha ansiosamente, como si estas palabras le solucionaran un inquietante problema-: El reloj de mi patrona acaba de sonar y yo he oído per fectamente las...

-Vengo a su casa por última vez -dijo Raskolnikof con semblante sombrío. Sin duda se olvidaba de que era también su primera visi ta-. Acaso no vuelva a verla más -añadió.

-¿Se va de viaje? -No sé, no sé... Mañana, quizá...

-Así, ¿no irá usted mañana a casa de Ca talina Ivanovna? -preguntó Sonia con un ligero temblor en la voz.

-No lo sé... Quizá mañana por la maña na... Pero no hablemos de este asunto. He veni do a decirle...

Alzó hacia ella su mirada pensativa y entonces advirtió que él estaba sentado y Sonia de pie.

-¿Por qué está de pie? Siéntese -le dijo, dando de pronto a su voz un tono bajo y dulce.

Ella se sentó. Él la miró con un gesto bondadoso, casi compasivo.

-¡Qué delgada está usted! Sus manos ca si se transparentan. Parecen las manos de un muerto.

Se apoderó de una de aquellas manos, y ella sonrió.

-Siempre he sido así -dijo Sonia.

-¿Incluso cuando vivía en casa de sus padres? -Sí.

-¡Claro, claro! -dijo Raskolnikof con voz entrecortada. Tanto en su acento como en la expresión de su rostro se había operado súbi tamente un nuevo cambio.

Volvió a pasear su mirada por la habita ción.

-Tiene usted alquilada esta pieza a Ka pernaumof, ¿verdad? -Sí.

-Y ellos viven detrás de esa puerta, ¿no? -Sí; tienen una habitación parecida a ésta.

-¿Sólo una para toda la familia? -Sí.

-A mí, esta habitación me daría miedo -dijo Rodia con expresión sombría.

-Los Kapernaumof son buenas personas, gente amable -dijo Sonia, dando muestras de no haber recobrado aún su presencia de áni mo-. Y estos muebles, y todo lo que hay aquí, es de ellos. Son muy buenos. Los niños vienen a verme con frecuencia.

-Son tartamudos, ¿verdad? -Sí, pero no todos. El padre es tartamu do y, además, cojo. La madre.. no es que tar tamudee, pero tiene dificultad para hablar. Es muy buena. Él era esclavo. Tienen siete hijos.

Sólo el mayor es tartamudo. Los demás tienen poca salud, pero no tartamudean... Ahora que caigo, ¿cómo se ha enterado usted de estas co sas? -Su padre me lo contó todo... Por él supe lo que le ocurrió a usted. . Me explicó que usted salió de casa a las seis y no volvió hasta las nueve, y que Catalina Ivanovna pasó la noche arrodillada junto a su lecho.

Sonia se turbó.

-Me parece -murmuró, vacilando- que hoy lo he visto.

-¿A quién? -A mi padre. Yo iba por la calle y, al do blar una esquina cerca de aquí, lo he visto de pronto. Me pareció que venía hacia mí. Estoy segura de que era él. Yo me dirigía a casa de Catalina Ivanovna...

-No, usted iba... paseando.

-Sí -murmuró Sonia con voz entrecorta da. Y bajó los ojos llenos de turbación.

-Catalina Ivanovna llegó incluso a pe garle cuando usted vivía con sus padres, ¿ver dad? -¡Oh no! ¿Quién se lo ha dicho? ¡No, no; de ningún modo! Y al decir esto Sonia miraba a Raskolni kof como sobrecogida de espanto.

-Ya veo que la quiere usted.

-¡Claro que la quiero! -exclamó Sonia con voz quejumbrosa y alzando de pronto las manos con un gesto de sufrimiento-. Usted no la... ¡Ah, si usted supiera...! Es como una niña...

Está trastornada por el dolor... Es inteligente y noble... y buena... Usted no sabe nada... nada...

Sonia hablaba con acento desgarrador.

Una profunda agitación la dominaba. Gemía, se retorcía las manos. Sus pálidas mejillas se hab ían teñido de rojo y sus ojos expresaban un pro fundo sufrimiento. Era evidente que Raskolni kof acababa de tocar un punto sensible en su corazón. Sonia experimentaba una ardiente necesidad de explicar ciertas cosas, de defender a su madrastra. De súbito, su semblante ex presó una compasión «insaciable», por decirlo así.

-¿Pegarme? Usted no sabe lo que dice.

¡Pegarme ella, Señor...! Pero, aunque me hubie ra pegado, ¿qué? Usted no la conoce... ¡Es tan desgraciada! Está enferma... Sólo pide justicia...

Es pura. Cree que la justicia debe reinar en la vida y la reclama... Ni por el martirio se lograr ía que hiciera nada injusto. No se da cuenta de que la justicia no puede imperar en el mundo y se irrita... Se irrita como un niño, exactamente como un niño, créame.. Es una mujer justa, muy justa.

-¿Y qué va a hacer usted ahora? Sonia le dirigió una mirada interrogan te.

-Ahora ha de cargar usted con ellos.

Verdad es que siempre ha sido así. Incluso su difunto padre le pedía a usted dinero para be ber... Pero ¿qué van a hacer ahora? -No lo sé -respondió Sonia tristemente.

-¿Seguirán viviendo en la misma casa? -No lo sé. Deben a la patrona y creo que ésta ha dicho hoy que va a echarlos a la calle. Y Catalina Ivanovna dice que no permanecerá allí ni un día más.

-¿Cómo puede hablar así? ¿Cuenta aca so con usted? -¡Oh, no! Ella no piensa en eso. . Noso tros estamos muy unidos; lo que es de uno, es de todos.

Sonia dio esta respuesta vivamente, con una indignación que hacía pensar en la cólera de un canario o de cualquier otro pájaro dimi nuto e inofensivo.

-Además, ¿qué quiere usted que haga? -continuó Sonia con vehemencia creciente-. ¡Si usted supiera lo que ha llorado hoy! Está tras tornada, ¿no lo ha notado usted? Sí, puede us ted creerme: tan pronto se inquieta como una niña, pensando en cómo se las arreglará para que mañana no falte nada en la comida de fu nerales, como empieza a retorcerse las manos, a llorar, a escupir sangre, a dar cabezadas contra la pared. Después se calma de nuevo. Confía mucho en usted. Dice que, gracias a su apoyo, se procurará un poco de dinero y volverá a su tierra natal conmigo. Se propone fundar un pensionado para muchachas nobles y confiar me a mí la inspección. Está persuadida de que nos espera una vida nueva y maravillosa, y me besa, me abraza, me consuela. Ella cree firme mente en lo que dice, cree en todas sus fantas ías. ¿Quién se atreve a contradecirla? Hoy se ha pasado el día lavando, fregando, remendando la ropa, y, como está tan débil, al fin ha caído rendida en la cama. Esta mañana hemos salido a comprar calzado para Lena y Poletchka, pues el que llevan está destrozado, pero no teníamos bastante dinero: necesitábamos mucho más.

¡Eran tan bonitos los zapatos que quería...! Por que tiene mucho gusto, ¿sabe...? Y se ha echado a llorar en plena tienda, delante de los depen dientes, al ver que faltaba dinero... ¡Qué pena da ver estas cosas! -Ahora comprendo que lleve usted esta vida -dijo Raskolnikof, sonriendo amargamen te.

-¿Es que usted no se compadece de ella? -exclamó Sonia-. Usted le dio todo lo que tenía, y eso que no sabía nada de lo que ocurre en aquella casa. ¡Dios mío, si usted lo supiera! ¡Cuántas veces, cuántas, la he hecho llorar...! La semana pasada mismo, ocho días antes de mo rir mi padre, fui mala con ella... Y así muchas veces... Ahora me paso el día acordándome de aquello, y ¡me da una pena! Se retorcía las manos con un gesto de dolor.

-¿Dice usted que fue mala con ella? -Sí, fui mala... Yo había ido a verlos -continuó llorando-, y mi pobre padre me dijo: «Léeme un poco, Sonia. Aquí está el libro.» El dueño de la obra era Andrés Simonovitch Le beziatnikof, que vive en la misma casa y nos presta muchas veces libros de esos que hacen reír. Yo le contesté: «No puedo leer porque ten go que marcharme...» Y es que no tenía ganas de leer. Yo había ido allí para enseñar a Catali na Ivanovna unos cuellos y unos puños borda dos que una vendedora a domicilio llamada Lisbeth me había dado a muy buen precio. A Catalina Ivanovna le gustaron mucho, se los probó, se miró al espejo y dijo que eran precio sos, preciosos. Después me los pidió. « ¡Oh So nia! -me dijo-. ¡Regálamelos!» Me lo dijo con voz suplicante... ¿En qué vestido los habría puesto...? Y es que le recordaban los tiempos felices de su juventud. Se miraba en el espejo y se admiraba a sí misma. ¡Hace tanto tiempo que no tiene vestidos ni nada...! Nunca pide nada a nadie. Tiene mucho orgullo y prefiere dar lo que tiene, por poco que sea. Sin embargo, insis tió en que le diera los cuellos y los puños; esto demuestra lo mucho que le gustaban. Y yo se los negué. «¿Para qué los quiere usted, Catalina Ivanovna? Sí, así se lo dije. Ella me miró con una pena que partía el corazón... No era que darse sin los cuellos y los puños lo que la ape naba, sino que yo no se los hubiera querido dar.

¡Ah, si yo pudiese reparar aquello, borrar las palabras que dije...! -¿De modo que conocía usted a Lisbeth, esa vendedora que iba por las casas? -Sí. ¿Usted también la conocía? -preguntó Sonia con cierto asombro.

-Catalina Ivanovna está en el último grado de la tisis, y se morirá, se morirá muy pronto -dijo Raskolnikof tras una pausa y sin contestar a la pregunta de Sonia.

-¡Oh, no, no! Sonia le había cogido las manos, sin darse cuenta de lo que hacía, y parecía suplicar le que evitara aquella desgracia.

-Lo mejor es que muera -dijo Raskolni kof.

-¡No, no! ¿Cómo va a ser mejor? -exclamó Sonia, trastornada, llena de espanto.

-¿Y los niños? ¿Qué hará usted con ellos? No se los va a traer aquí.

-¡No sé lo que haré! ¡No sé lo que haré! -exclamó, desesperada, oprimiéndose las sienes con las manos.

Sin duda este pensamiento la había atormentado con frecuencia, y Raskolnikof lo había despertado con sus preguntas.

-Y si usted se pone enferma, incluso vi viendo Catalina Ivanovna, y se la llevan al hos pital, ¿qué sucederá? -siguió preguntando des piadadamente.

-¡Oh! ¿Qué dice usted? ¿Qué dice usted? ¡Eso es imposible! -exclamó Sonia con el rostro contraído, con una expresión de espanto inde cible.

-¿Por qué imposible? -preguntó Raskol nikof con una sonrisa sarcástica-. Usted no es inmune a las enfermedades, ¿verdad? ¿Qué sería de ellos si usted se pusiera enferma? Se verían todos en la calle. La madre pediría li mosna sin dejar de toser, después golpearía la pared con la cabeza como ha hecho hoy, y los niños llorarían. Al fin quedaría tendida en el suelo y se la llevarían, primero a la comisaría y después al hospital. Allí se moriría, y los ni ños...

-¡No, no! ¡Eso no lo consentirá Dios! -gritó Sonia con voz ahogada.

Le había escuchado con gesto suplican te, enlazadas las manos en una muda implora ción, como si todo dependiera de él.

Raskolnikof se levantó y empezó a ir y venir por el aposento. Así transcurrió un minu to. Sonia estaba de pie, los brazos pendientes a lo largo del cuerpo, baja la cabeza, presa de una angustia espantosa.

-¿Es que usted no puede hacer econom ías, poner algún dinero a un lado? -preguntó Raskolnikof de pronto, deteniéndose ante ella.

-No -murmuró Sonia.

-No me extraña. ¿Lo ha intentado? -preguntó con una sonrisa burlona.

-Sí.

-Y no lo ha conseguido, claro. Es muy natural. No hace falta preguntar el motivo.

Y continuó sus paseos por la habitación.

Hubo otro minuto de silencio.

-¿Es que no gana usted dinero todos los días? -preguntó Rodia.

Sonia se turbó más todavía y enrojeció.

-No -murmuró con un esfuerzo doloro so.

-La misma suerte espera a Poletchka -dijo Raskolnikof de pronto.

-¡No, no! ¡Eso es imposible! -exclamó Sonia.

Fue un grito de desesperación. Las pa labras de Raskolnikof la habían herido como una cuchillada.

-¡Dios no permitirá una abominación semejante! -Permite otras muchas.

-¡No, no! ¡Dios la protegerá! ¡A ella la protegerá! -gritó Sonia fuera de sí.

-Tal vez no exista -replicó Raskolnikof con una especie de crueldad triunfante.

Seguidamente se echó a reír y la miró.

Al oír aquellas palabras se operó en el semblante de Sonia un cambio repentino, y sacudidas nerviosas recorrieron su cuerpo. Di rigió a Raskolnikof miradas cargadas de un reproche indefinible. Intentó hablar, pero de sus labios no salió ni una sílaba. De súbito se echó a llorar amargamente y ocultó el rostro entre las manos.

-Usted dice que Catalina Ivanovna está trastornada, pero usted no lo está menos -dijo Raskolnikof tras un breve silencio.

Transcurrieron cinco minutos. El joven seguía yendo y viniendo por la habitación sin mirar a Sonia. Al fin se acercó a ella. Los ojos le centelleaban. Apoyó las manos en los débiles hombros y miró el rostro cubierto de lágrimas.

Lo miró con ojos secos, duros, ardientes, mien tras sus labios se agitaban con un temblor con vulsivo... De pronto se inclinó, bajó la cabeza hasta el suelo y le besó los pies. Sonia retroce dió horrorizada, como si tuviera ante sí a un loco. Y en verdad un loco parecía Raskolnikof.

-¿Qué hace usted? -balbuceó.

Se había puesto pálida y sentía en el co razón una presión dolorosa.

Él se puso en pie.

-No me he arrodillado ante ti, sino ante todo el dolor humano -dijo en un tono extraño.

Y fue a acodarse en la ventana. Pronto volvió a su lado y añadió: -Oye, hace poco he dicho a un insolente que valía menos que tu dedo meñique y que te había invitado a sentarte al lado de mi madre y de mi hermana.

-¿Eso ha dicho? -exclamó Sonia, aterra da-. ¿Y delante de ellas? ¡Sentarme a su lado! Pero si yo soy... una mujer sin honra. ¿Cómo se le ha ocurrido decir eso? -Al hablar así, yo no pensaba en tu des honra ni en tus faltas, sino en tu horrible marti rio. Sin duda -continuó ardientemente-, eres una gran pecadora, sobre todo por haberte in molado inútilmente. Ciertamente, eres muy desgraciada. ¡Vivir en el cieno y saber (porque tú lo sabes: basta mirarte para comprenderlo) que no te sirve para nada, que no puedes salvar a nadie con tu sacrificio...! Y ahora dime -añadió, iracundo-: ¿Cómo es posible que tanta ignominia, tanta bajeza, se compaginen en ti con otros sentimientos tan opuestos, tan sagra dos? Sería preferible arrojarse al agua de cabeza y terminar de una vez.

-Pero ¿y ellos? ¿Qué sería de ellos? -preguntó Sonia levantando la cabeza, con voz desfallecida y dirigiendo a Raskolnikof una mirada impregnada de dolor, pero sin mostrar sorpresa alguna ante el terrible consejo.

Raskolnikof la envolvió en una mirada extraña, y esta mirada le bastó para descifrar los pensamientos de la joven. Comprendió que ella era de la misma opinión. Sin duda, en su desesperación, había pensado más de una vez en poner término a su vida. Y tan resueltamen te habia pensado en ello, que no le había causa do la menor extrañeza el consejo de Raskolni kof. No había advertido la crueldad de sus pa labras, del mismo modo que no había captado el sentido de sus reproches. Él se dio cuenta de todo ello y comprendió perfectamente hasta qué punto la habría torturado el sentimiento de su deshonor, de su situación infamante. ¿Qué sería lo que le había impedido poner fin a su vida? Y, al hacerse esta pregunta, Raskolnikof comprendió lo que significaban para ella aque llos pobres niños y aquella desdichada Catalina Ivanovna, tísica, medio loca y que golpeaba las paredes con la cabeza.

Sin embargo, vio claramente que Sonia, por su educación y su carácter, no podía per manecer indefinidamente en semejante situa ción. También se preguntaba cómo había podi do vivir tanto tiempo sin volverse loca. Desde luego, comprendía que la situación de Sonia era un fenómeno social que estaba fuera de lo común, aunque, por desgracia, no era único ni extraordinario; pero ¿no era esto una razón más, unida a su educación y a su pasado, para que su primer paso en aquel horrible camino la hubiera llevado a la muerte? ¿Qué era lo que la sostenía? No el vicio, pues toda aquella igno minia sólo había manchado su cuerpo: ni la menor sombra de ella había llegado a su co razón. Esto se veía perfectamente; se leía en su rostro.

«Sólo tiene tres soluciones -siguió pen sando Raskolnikof-: arrojarse al canal, terminar en un manicomio o lanzarse al libertinaje que embrutece el espíritu y petrifica el corazón.» Esta última posibilidad era la que más le repugnaba, pero Raskolnikof era joven, escépti co, de espíritu abstracto y, por lo tanto, cruel, y no podía menos de considerar que esta última eventualidad era la más probable.

«Pero ¿es esto posible? -siguió reflexio nando-. ¿Es posible que esta criatura que ha conservado la pureza de alma termine por hundirse a sabiendas en ese abismo horrible y hediondo? ¿No será que este hundimiento ha empezado ya, que ella ha podido soportar has ta ahora semejante vida porque el vicio ya no le repugna...? No, no; esto es imposible -exclamó mentalmente, repitiendo el grito lanzado por Sonia hacía un momento-: lo que hasta ahora le ha impedido arrojarse al canal ha sido el temor de cometer un pecado, y también esa familia...

Parece que no se ha vuelto loca, pero ¿quién puede asegurar que esto no es simple aparien cia? ¿Puede estar en su juicio? ¿Puede una per sona hablar como habla ella sin estar loca? ¿Puede una mujer conservar la calma sabiendo que va a su perdición, y asomarse a ese abismo pestilente sin hacer caso cuando se habla del peligro? ¿No esperará un milagro.. ? Sí, segu ramente. Y todo esto, ¿no son pruebas de ena jenación mental?» Se aferró obstinadamente a esta última idea. Esta solución le complacía más que nin guna otra. Empezó a examinar a Sonia atenta mente.

-¿Rezas mucho, Sonia? -le preguntó.

La muchacha guardó silencio. Él, de pie a su lado, esperaba una respuesta.

-¿Qué habría sido de mí sin la ayuda de Dios? Había dicho esto en un rápido susurro.

Al mismo tiempo, lo miró con ojos fulgurantes y le apretó la mano.

«No me he equivocado», se dijo Raskol nikof.

-Pero ¿qué hace Dios por ti? -siguió pre guntando el joven.

Sonia permaneció en silencio un buen rato. Parecía incapaz de responder. La emoción henchía su frágil pecho.

-¡Calle! No me pregunte. Usted no tiene derecho a hablar de estas cosas -exclamó de pronto, mirándole, severa e indignada.

«Es lo que he pensado, es lo que he pen sado», se decía Raskolnikof.

-Dios todo lo puede -dijo Sonia, bajando de nuevo los «Esto lo explica todo», pensó Raskolni kof. Y siguió observándola con ávida curiosi dad.

Experimentaba una sensación extraña, casi enfermiza, mientras contemplaba aquella carita pálida, enjuta, de facciones irregulares y angulosas; aquellos ojos azules capaces de emi tir verdaderas llamaradas y de expresar una pasión tan austera y vehemente; aquel cuerpe cillo que temblaba de indignación. Todo esto le parecía cada vez más extraño, más ajeno a la realidad.

«Está loca, está loca», se repetía.

Sobre la cómoda había un libro. Raskol nikof le había dirigido una mirada cada vez que pasaba junto a él en sus idas y venidas por la habitación. Al fin cogió el volumen y lo exa minó. Era una traducción rusa del Nuevo Tes tamento, un viejo libro con tapas de tafilete.

-¿De dónde has sacado este libro? -le preguntó desde el otro extremo de la habita ción, cuando ella permanecía inmóvil cerca de la mesa.

-Me lo han regalado -respondió Sonia de mala gana y sin mirarle.

-¿Quién? -Lisbeth.

« ¡Lisbeth! ¡Qué raro! », pensó Raskolni kof.

Todo lo relacionado con Sonia le parecía cada vez más extraño. Acercó el libro a la bujía y empezó a hojearlo.

-¿Dónde está el capítulo sobre Lázaro? -preguntó de pronto.

Soma no contestó. Tenía la mirada fija en el suelo y se había separado un poco de la mesa.

-Dime dónde están las páginas que hablan de la resurrección de Lázaro.

Sonia le miró de reojo.

-Están en el cuarto Evangelio -repuso Sonia gravemente y sin moverse del sitio.

-Toma; busca ese pasaje y léemelo.

Dicho esto, Raskolnikof se sentó a la mesa, apoyó en ella los codos y el mentón en una mano y se dispuso a escuchar, vaga la mi rada y sombrío el semblante.

« Dentro de quince días o de tres sema nas -murmuró para sí- habrá que ir a verme a la séptima versta. Allí estaré, sin duda, si no me ocurre nada peor.» Sonia dio un paso hacia la mesa. Vacila ba. Había recibido con desconfianza la extraña petición de Raskolnikof. Sin embargo, cogió el libro.

-¿Es que usted no lo ha leído nunca? -preguntó, mirándole de reojo. Su voz era cada vez más fría y dura.

-Lo leí hace ya mucho tiempo, cuando era niño... Lee.

-¿Y no lo ha leído en la iglesia? -Yo... yo no voy a la iglesia. ¿Y tú? -Pues... no -balbuceó Sonia.

Raskolnikof sonrió.

-Se comprende. No asistirás mañana a los funerales de tu padre, ¿verdad? -Sí que asistiré. Ya fui la semana pasada a la iglesia para una misa de réquiem.

-¿Por quién? -Por Lisbeth. La mataron a hachazos.

La tensión nerviosa de Raskolnikof iba en aumento. La cabeza empezaba a darle vuel tas.

-Por lo visto, tenías amistad con Lisbeth.

-Sí. Era una mujer justa y buena... A ve ces venía a verme... Muy de tarde en tarde. No podía venir más... Leíamos y hablábamos...

Ahora está con Dios.

¡Qué extraño parecía a Raskolnikof aquel hecho, y qué extrañas aquellas palabras novelescas! ¿De qué podrían hablar aquellas dos mujeres, aquel par de necias? «Aquí corre uno el peligro de volverse loco: es una enfermedad contagiosa», se dijo.

-¡Lee! -ordenó de pronto, irritado y con voz apremiante.

Sonia seguía vacilando. Su corazón latía con fuerza. La desdichada no se atrevía a leer en presencia de Raskolnikof. El joven dirigió una mirada casi dolorosa a la pobre demente.

-¿Qué le importa esto? Usted no tiene fe -murmuró Sonia con voz entrecortada.

-¡Lee! -insistió Raskolnikof-. ¡Bien le le ías a Lisbeth! Sonia abrió el libro y buscó la página. Le temblaban las manos y la voz no le salía de la garganta. Intentó empezar dos o tres veces, pero no pronunció ni una sola palabra.

-«Había en Betania un hombre llamado Lázaro, que estaba enfermo...», articuló al fin, haciendo un gran esfuerzo.

Pero inmediatamente su voz vibró y se quebró como una cuerda demasiado tensa. Sin tió que a su oprimido pecho le faltaba el alien to. Raskolnikof comprendía en parte por qué se resistía Sonia a obedecerle, pero esta compren sión no impedía que se mostrara cada vez más apremiante y grosero. De sobra se daba cuenta del trabajo que le costaba a la pobre muchacha mostrarle su mundo interior. Comprendía que aquellos sentimientos eran su gran secreto, un secreto que tal vez guardaba desde su adoles cencia, desde la época en que vivía con su fami lia, con su infortunado padre, con aquella ma drastra que se había vuelto loca a fuerza de sufrir, entre niños hambrientos y oyendo a to das horas gritos y reproches. Pero, al mismo tiempo, tenía la seguridad de que Sonia, a pesar de su repugnancia, de su temor a leer, sentía un ávido, un doloroso deseo de leerle a él en aquel momento, sin importarle lo que después pudie ra ocurrir... Leía todo esto en los ojos de Sonia y comprendía la emoción que la trastornaba... Sin embargo, Sonia se dominó, deshizo el nudo que tenía en la garganta y continuó leyendo el capí tulo 11 del Evangelio según San Juan. Y llegó al versículo 19.

-« ... Y gran número de judíos habían acudido a ver a Marta y a María para consolar las de la muerte de su hermano. Habiéndose enterado de la llegada de Jesús, Marta fue a su encuentro, mientras María se quedaba en casa.

Marta dijo a Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto; pero ahora yo sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará...» Al llegar a este punto, Sonia se detuvo para sobreponerse a la emoción que amenazaba ahogar su voz.

-«Jesús le dijo: tu hermano resucitará.

Marta le respondió: Yo sé que resucitará el día de la resurrección de los muertos. Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, si está muerto, resucitará, y todo el que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto? Y ella dice...» Sonia tomó aliento penosamente y leyó con energía, como si fuera ella la que hacía públicamente su profesión de fe: -«... Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cris to, el Hijo de Dios, que has venido al mundo...» Sonia se detuvo, levantó momentánea mente los ojos hacia Raskolnikof y después continuó la lectura. El joven, acodado en la me sa, escuchaba sin moverse y sin mirar a Sonia.

La lectora llegó al versículo 32.

-« ... Cuando María llegó al lugar donde estaba Cristo y lo vio, cayó a sus pies y le dijo: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Y cuando Jesús vio que lloraba y que los judíos que iban con ella lloraban igualmente, se entristeció, se conmovió su espí ritu y dijo: ¿Dónde lo pusisteis? Le respondie ron: Señor, ven y mira. Entonces Jesús lloró y dijeron los judíos: Ved cómo le amaba. Y algu nos de ellos dijeron: El que abrió los ojos al cie go, ¿no podía hacer que este hombre no murie ra?...» Raskolnikof se volvió hacia Sonia y la miró con emoción. Sí, era lo que él había sospe chado. La joven temblaba febrilmente, como él había previsto. Se acercaba al momento del milagro y un sentimiento de triunfo se había apoderado de ella. Su voz había cobrado una sonoridad metálica y una firmeza nacida de aquella alegría y de aquella sensación de triun fo. Las líneas se entremezclaban ante sus vela dos ojos, pero ella podía seguir leyendo porque se dejaba llevar de su corazón. Al leer el último versículo -« El que abrió los ojos al ciego...»-, Sonia bajó la voz para expresar con apasionado acento la duda, la reprobación y los reproches de aquellos ciegos judíos que un momento des pués iban a caer de rodillas, como fulminados por el rayo, y a creer, mientras prorrumpían en sollozos... Y él, él que tampoco creía, él que también estaba ciego, comprendería y creería igualmente... Y esto iba a suceder muy pronto, en seguida... Así soñaba Sonia, y temblaba en la gozosa espera.

-« ... Jesús, lleno de una profunda triste za, fue a la tumba. Era una cueva tapada con una piedra. Jesús dijo: Levantad la piedra. Mar ta, la hermana del difunto, le respondió: Señor, ya huele mal, pues hace cuatro días que está en la tumba... » Sonia pronunció con fuerza la palabra «cuatro».

-«... Jesús le dijo entonces: ¿No te he di cho que si tienes fe verás la gloria de Dios? En tonces quitaron la piedra de la cueva donde reposaba el muerto. Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: Padre mío, te doy gracias por haberme escuchado. Yo sabía que Tú me escu chas siempre y sólo he hablado para que los que están a mi alrededor crean que eres Tú quien me ha enviado a la tierra. Habiendo di cho estas palabras, clamó con voz sonora: ¡Lázaro, sal! Y el muerto salió... -Sonia leyó es tas palabras con voz clara y triunfante, y tem blaba como si acabara de ver el milagro con sus propios ojos- ...vendados los pies y las manos con cintas mortuorias y el rostro envuelto en un sudario. Jesús dijo: Desatadle y dejadle ir. En tonces, muchos de los judíos que habían ido a casa de María y que habían visto el milagro de Jesús creyeron en él. » Ya no pudo seguir leyendo. Cerró el li bro y se levantó.

-No hay nada más sobre la resurrección de Lázaro.

Dijo esto gravemente y en voz baja.

Luego se separó de la mesa y se detuvo. Per manecía inmóvil y no se atrevía a mirar a Ras kolnikof. Seguía temblando febrilmente. El ca bo de la vela estaba a punto de consumirse en el torcido candelero y expandía una luz morte cina por aquella mísera habitación donde un asesino y una prostituta se habían unido para leer el Libro Eterno.

-He venido a hablarle de un asunto -dijo de súbito Raskolnikof con voz fuerte y enérgi ca. Seguidamente, velado el semblante por una repentina tristeza, se levantó y se acercó a So nia. Ésta se volvió a mirarle y vio que su dura mirada expresaba una feroz resolución. El jo ven añadió-: Hoy he abandonado a mi familia, a mi madre y a mi hermana. Ya no volveré al lado de ellas: la ruptura es definitiva.

-¿Por qué ha hecho eso? -preguntó So nia, estupefacta.

Su reciente encuentro con Pulqueria Alejandrovna y Dunia había dejado en ella una impresión imborrable aunque confusa, y la no ticia de la ruptura la horrorizó.

-Ahora no tengo a nadie más que a ti -dijo Raskolnikof-. Vente conmigo. He venido por ti. Somos dos seres malditos. Vámonos jun tos.

Sus ojos centelleaban.

«Tiene cara de loco», pensó Sonia.

-¿Irnos? ¿Adónde? -preguntó aterrada, dando un paso atrás.

-¡Yo qué sé! Yo sólo sé que los dos se guimos la misma ruta y que únicamente tene mos una meta.

Ella le miraba sin comprenderle. Ella sólo veía en él una cosa: que era infinitamente desgraciado.

-Nadie lo comprendería si les dijeras las cosas que me has dicho a mí. Yo, en cambio, lo he comprendido. Te necesito y por eso he veni do a buscarte.

-No entiendo -balbuceó Sonia.

-Ya entenderás más adelante. Tú has obrado como yo. Tú también has cruzado la línea. Has atentado contra ti; has destruido una vida..., tu propia vida, verdad es, pero ¿qué importa? Habrías podido vivir con tu alma y tu razón y terminarás en la plaza del Mercado. No puedes con tu carga, y si permaneces sola, te volverás loca, del mismo modo que me volveré yo. Ya parece que sólo conservas a medias la razón. Hemos de seguir la misma ruta, codo a codo. ¡Vente! -¿Por qué, por qué dice usted eso? -preguntó Sonia, emocionada, incluso trastor nada por las palabras de Raskolnikof.

-¿Por qué? Porque no se puede vivir así.

Por eso hay que razonar seriamente y ver las cosas como son, en vez de echarse a llorar como un niño y gritar que Dios no lo permitirá. ¿Qué sucederá si un día lo llevan al hospital? Catali na Ivanovna está loca y tísica, y morirá pronto.

¿Qué será entonces de los niños? ¿Crees que Poletchka podrá salvarse? ¿No has visto por estos barrios niños a los que sus madres envían a mendigar? Yo sé ya dónde viven esas madres y cómo viven. Los niños de esos lugares no se parecen a los otros. Entre ellos, los rapaces de siete años son ya viciosos y ladrones.

-Pero ¿qué hacer, qué hacer? -exclamó Sonia, llorando desesperadamente mientras se retorcía las manos.

-¿Qué hacer? Cambiar de una vez y aceptar el sufrimiento. ¿Qué, no comprendes? Ya comprenderás más adelante... La libertad y el poder, el poder sobre todo..., el dominio so bre todos los seres pusilánimes... Sí, dominar a todo el hormiguero: he aquí el fin. Acuérdate de esto: es como un testamento que hago para ti. Acaso sea ésta la última vez que te hablo. Si no vengo mañana, te enterarás de todo. Enton ces acuérdate de mis palabras. Quizá llegue un día, en el curso de los años, en que comprendas su significado. Y si vengo mañana, te diré quién mató a Lisbeth.

Sonia se estremeció.

-Entonces, ¿usted lo sabe?-preguntó, helada de espanto y dirigiéndole una mirada despavorida.

-Lo sé y te lo diré... Sólo te lo diré a ti. Te he escogido para esto. No vendré a pedirte perdón, sino sencillamente a decírtelo. Hace ya mucho tiempo que te elegí para esta confiden cia: el mismo día en que tu padre me habló de ti, cuando Lisbeth vivía aún. Adiós. No me des la mano. Hasta mañana.

Y se marchó, dejando a Sonia la impre sión de que había estado conversando con un loco. Pero ella misma sentía como si le faltara la razón. La cabeza le daba vueltas.

« ¡Señor! ¿Cómo sabe quién ha matado a Lisbeth? ¿Qué significan sus palabras?» Todo esto era espantoso. Sin embargo, no sospechaba ni remotamente la verdad.

« Debe de ser muy desgraciado... Ha abandonado a su madre y a su hermana. ¿Por qué? ¿Qué habrá ocurrido? ¿Qué intenciones tiene? ¿Qué significan sus palabras?» Le había besado los pies y le había di cho..., le había dicho... que no podía vivir sin ella. Sí, se lo había dicho claramente.

« ¡Señor, Señor...! » Sonia estuvo toda la noche ardiendo de fiebre y delirando. Se estremecía, lloraba, se retorcía las manos; después caía en un sueño febril y soñaba con Poletchka, con Catalina Iva novna, con Lisbeth, con la lectura del Evange lio, y con él, con su rostro pálido y sus ojos lla meantes... Él le besaba los pies y lloraba... ¡Se ñor, Señor! Tras la puerta que separaba la habita ción de Sonia del departamento de la señora Resslich había una pieza vacía que correspond ía a aquel compartimiento y que se alquilaba, como indicaba un papel escrito colgado en la puerta de la calle y otros papeles pegados en las ventanas que daban al canal. Sonia sabía que aquella habitación estaba deshabitada des de hacía tiempo. Sin embargo, durante toda la escena precedente, el señor Svidrigailof, de pie detrás de la puerta que daba al aposento de la joven, había oído perfectamente toda la conver sación de Sonia con su visitante.

Cuando Raskolnikof se fue, Svidrigailof reflexionó un momento, se dirigió de puntillas a su cuarto, contiguo a la pieza desalquilada, cogió una silla y volvió a la habitación vacía para colocarla junto a la puerta que daba al dormitorio de Sonia. La conversación que aca baba de oír le había parecido tan interesante, que había llevado allí aquella silla, pensando que la próxima vez, al día siguiente, por ejem plo, podría escuchar con toda comodidad, sin que turbara su satisfacción la molestia de per manecer de pie media hora.

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