I

Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reduci da habitación que tenía alquilada en la callejue la de S... y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K.

Había tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera.

Su cuartucho se hallaba bajo el tejado de un gran edificio de cinco pisos y, más que una habitación, parecía una alacena. En cuanto a la patrona, que le había alquilado el cuarto con servicio y pensión, ocupaba un departamento del piso de abajo; de modo que nuestro joven, cada vez que salía, se veía obligado a pasar por delante de la puerta de la cocina, que daba a la escalera y estaba casi siempre abierta de par en par. En esos momentos experimentaba invaria blemente una sensación ingrata de vago temor, que le humillaba y daba a su semblante una expresión sombría. Debía una cantidad consi derable a la patrona y por eso temía encontrar se con ella.

No es que fuera un cobarde ni un hombre abatido por la vida. Por el contrario, se hallaba desde hacía algún tiempo en un estado de irritación, de tensión incesante, que rayaba en la hipocondría. Se había habituado a vivir tan encerrado en sí mismo, tan aislado, que no sólo temía encontrarse con su patrona, sino que rehuía toda relación con sus semejantes. La pobreza le abrumaba. Sin embargo, últimamen te esta miseria había dejado de ser para él un sufrimiento. El joven había renunciado a todas sus ocupaciones diarias, a todo trabajo.

En el fondo, se mofaba de la patrona y de todas las intenciones que pudiera abrigar contra él, pero detenerse en la escalera para oír sandeces y vulgaridades, recriminaciones, que jas, amenazas, y tener que contestar con evasi vas, excusas, embustes... No, más valía desli zarse por la escalera como un gato para pasar inadvertido y desaparecer.

Aquella tarde, el temor que experimen taba ante la idea de encontrarse con su acreedo ra le llenó de asombro cuando se vio en la calle.

«¡Que me inquieten semejantes menu dencias cuando tengo en proyecto un negocio tan audaz! -pensó con una sonrisa extraña-. Sí, el hombre lo tiene todo al alcance de la mano, y, como buen holgazán, deja que todo pase ante sus mismas narices... Esto es ya un axioma... Es chocante que lo que más temor inspira a los hombres sea aquello que les aparta de sus cos tumbres. Sí, eso es lo que más los altera... ¡Pero esto ya es demasiado divagar! Mientras divago, no hago nada. Y también podría decir que no hacer nada es lo que me lleva a divagar. Hace ya un mes que tengo la costumbre de hablar conmigo mismo, de pasar días enteros echado en mi rincón, pensando... Tonterías... Porque ¿qué necesidad tengo yo de dar este paso? ¿Soy verdaderamente capaz de hacer... "eso"? ¿Es que, por lo menos, lo he pensado en serio? De ningún modo: todo ha sido un juego de mi imaginación, una fantasía que me divierte... Un juego, sí; nada más que un juego.»

El calor era sofocante. El aire irrespira ble, la multitud, la visión de los andamios, de la cal, de los ladrillos esparcidos por todas partes, y ese hedor especial tan conocido por los pe tersburgueses que no disponen de medios para alquilar una casa en el campo, todo esto au mentaba la tensión de los nervios, ya bastante excitados, del joven. El insoportable olor de las tabernas, abundantísimas en aquel barrio, y los borrachos que a cada paso se tropezaban a pe sar de ser día de trabajo, completaban el lasti moso y horrible cuadro. Una expresión de amargo disgusto pasó por las finas facciones del joven. Era, dicho sea de paso, extraordina riamente bien parecido, de una talla que reba saba la media, delgado y bien formado. Tenía el cabello negro y unos magníficos ojos oscuros.

Pronto cayó en un profundo desvarío, o, mejor, en una especie de embotamiento, y prosiguió su camino sin ver o, más exactamente, sin que rer ver nada de lo que le rodeaba.

De tarde en tarde musitaba unas pala bras confusas, cediendo a aquella costumbre de monologar que había reconocido hacía unos instantes. Se daba cuenta de que las ideas se le embrollaban a veces en el cerebro, y de que estaba sumamente débil.

Iba tan miserablemente vestido, que na die en su lugar, ni siquiera un viejo vagabundo, se habría atrevido a salir a la calle en pleno día con semejantes andrajos. Bien es verdad que este espectáculo era corriente en el barrio en que nuestro joven habitaba.

La vecindad del Mercado Central, la multitud de obreros y artesanos amontonados en aquellos callejones y callejuelas del centro de Petersburgo ponían en el cuadro tintes tan sin gulares, que ni la figura más chocante podía llamar a nadie la atención.

Por otra parte, se había apoderado de aquel hombre un desprecio tan feroz hacia to do, que, a pesar de su altivez natural un tanto ingenua, exhibía sus harapos sin rubor alguno.

Otra cosa habría sido si se hubiese encontrado con alguna persona conocida o algún viejo ca marada, cosa que procuraba evitar.

Sin embargo, se detuvo en seco y se llevó nerviosamente la mano al sombrero cuando un borracho al que transportaban, no se sabe adónde ni por qué, en una carreta vacía que arrastraban al trote dos grandes caballos, le dijo a voz en grito: -¡Eh, tú, sombrerero alemán! Era un sombrero de copa alta, circular, descolorido por el uso, agujereado, cubierto de manchas, de bordes desgastados y lleno de abo lladuras. Sin embargo, no era la vergüenza, sino otro sentimiento, muy parecido al terror, lo que se había apoderado del joven.

-Lo sabía -murmuró en su turbación-, lo presentía. Nada hay peor que esto. Una nader ía, una insignificancia, puede malograr todo el negocio. Sí, este sombrero llama la atención; es tan ridículo, que atrae las miradas. El que va vestido con estos pingajos necesita una gorra, por vieja que sea; no esta cosa tan horrible. Na die lleva un sombrero como éste. Se me distin gue a una versta a la redonda. Te recordarán.

Esto es lo importante: se acordarán de él, an dando el tiempo, y será una pista... Lo cierto es que hay que llamar la atención lo menos posi ble. Los pequeños detalles... Ahí está el quid.

Eso es lo que acaba por perderle a uno...

No tenía que ir muy lejos; sabía incluso el número exacto de pasos que tenía que dar desde la puerta de su casa; exactamente sete cientos treinta. Los había contado un día, cuan do la concepción de su proyecto estaba aún reciente. Entonces ni él mismo creía en su reali zación. Su ilusoria audacia, a la vez sugestiva y monstruosa, sólo servía para excitar sus ner vios. Ahora, transcurrido un mes, empezaba a mirar las cosas de otro modo y, a pesar de sus enervantes soliloquios sobre su debilidad, su impotencia y su irresolución, se iba acostum brando poco a poco, como a pesar suyo, a lla mar «negocio» a aquella fantasía espantosa, y, al considerarla así, la podría llevar a cabo, aun que siguiera dudando de sí mismo.

Aquel día se había propuesto hacer un ensayo y su agitación crecía a cada paso que daba. Con el corazón desfallecido y sacudidos los miembros por un temblor nervioso, llegó, al fin, a un inmenso edificio, una de cuyas facha das daba al canal y otra a la calle. El caserón estaba dividido en infinidad de pequeños de partamentos habitados por modestos artesanos de toda especie: sastres, cerrajeros... Había allí cocineras, alemanes, prostitutas, funcionarios de ínfima categoría. El ir y venir de gente era continuo a través de las puertas y de los dos patios del inmueble. Lo guardaban tres o cuatro porteros, pero nuestro joven tuvo la satisfacción de no encontrarse con ninguno.

Franqueó el umbral y se introdujo en la escalera de la derecha, estrecha y oscura como era propio de una escalera de servicio. Pero estos detalles eran familiares a nuestro héroe y, por otra parte, no le disgustaban: en aquella oscuridad no había que temer a las miradas de los curiosos.

«Si tengo tanto miedo en este ensayo, ¿qué sería si viniese a llevar a cabo de verdad el "negocio"?», pensó involuntariamente al llegar al cuarto piso.

Allí le cortaron el paso varios antiguos soldados que hacían el oficio de mozos y esta ban sacando los muebles de un departamento ocupado -el joven lo sabía- por un funcionario alemán casado.

«Ya que este alemán se muda -se dijo el joven-, en este rellano no habrá durante algún tiempo más inquilino que la vieja. Esto está más que bien.» Llamó a la puerta de la vieja. La campa nilla resonó tan débilmente, que se diría que era de hojalata y no de cobre. Así eran las cam panillas de los pequeños departamentos en todos los grandes edificios semejantes a aquél.

Pero el joven se había olvidado ya de este deta lle, y el tintineo de la campanilla debió de des pertar claramente en él algún viejo recuerdo, pues se estremeció. La debilidad de sus nervios era extrema.

Transcurrido un instante, la puerta se entreabrió. Por la estrecha abertura, la inquilina observó al intruso con evidente desconfianza.

Sólo se veían sus ojillos brillando en la sombra.

Al ver que había gente en el rellano, se tranqui lizó y abrió la puerta. El joven franqueó el um bral y entró en un vestíbulo oscuro, dividido en dos por un tabique, tras el cual había una minúscula cocina. La vieja permanecía inmóvil ante él. Era una mujer menuda, reseca, de unos sesenta años, con una nariz puntiaguda y unos ojos chispeantes de malicia. Llevaba la cabeza descubierta, y sus cabellos, de un rubio desvaí do y con sólo algunas hebras grises, estaban embadurnados de aceite. Un viejo chal de fra nela rodeaba su cuello, largo y descarnado co mo una pata de pollo, y, a pesar del calor, lle vaba sobre los hombros una pelliza, pelada y amarillenta. La tos la sacudía a cada momento.

La vieja gemía. El joven debió de mirarla de un modo algo extraño, pues los menudos ojos re cobraron su expresión de desconfianza.

-Raskolnikof, estudiante. Vine a su casa hace un mes -barbotó rápidamente, inclinándo se a medias, pues se había dicho que debía mostrarse muy amable.

-Lo recuerdo, muchacho, lo recuerdo perfectamente -articuló la vieja, sin dejar de mirarlo con una expresión de recelo.

-Bien; pues he venido para un negocillo como aquél -dijo Raskolnikof, un tanto turbado y sorprendido por aquella desconfianza.

«Tal vez esta mujer es siempre así y yo no lo advertí la otra vez», pensó, desagrada blemente impresionado.

La vieja no contestó; parecía reflexionar.

Después indicó al visitante la puerta de su habitación, mientras se apartaba para dejarle pasar.

-Entre, muchacho.

La reducida habitación donde fue intro ducido el joven tenía las paredes revestidas de papel amarillo. Cortinas de muselina pendían ante sus ventanas, adornadas con macetas de geranios. En aquel momento, el sol poniente iluminaba la habitación.

«Entonces -se dijo de súbito Raskolni kof-, también, seguramente lucirá un sol como éste.» Y paseó una rápida mirada por toda la habitación para grabar hasta el menor detalle en su memoria. Pero la pieza no tenía nada de particular. El mobiliario, decrépito, de madera clara, se componía de un sofá enorme, de res paldo curvado, una mesa ovalada colocada ante el sofá, un tocador con espejo, varias sillas adosadas a las paredes y dos o tres grabados sin ningún valor, que representaban señoritas alemanas, cada una con un pájaro en la mano.

Esto era todo.

En un rincón, ante una imagen, ardía una lamparilla. Todo resplandecía de limpieza.

«Esto es obra de Lisbeth», pensó el jo ven.

Nadie habría podido descubrir ni la menor partícula de polvo en todo el departa mento.

«Sólo en las viviendas de estas perver sas y viejas viudas puede verse una limpieza semejante», se dijo Raskolnikof. Y dirigió, con curiosidad y al soslayo, una mirada a la cortina de indiana que ocultaba la puerta de la segunda habitación, también sumamente reducida, don de estaban la cama y la cómoda de la vieja, y en la que él no había puesto los pies jamás. Ya no había más piezas en el departamento.

-¿Qué desea usted? -preguntó áspera mente la vieja, que, apenas había entrado en la habitación, se había plantado ante él para mi rarle frente a frente.

-Vengo a empeñar esto.

Y sacó del bolsillo un viejo reloj de pla ta, en cuyo dorso había un grabado que repre sentaba el globo terrestre y del que pendía una cadena de acero.

-¡Pero si todavía no me ha devuelto la cantidad que le presté! El plazo terminó hace tres días.

-Le pagaré los intereses de un mes más.

Tenga paciencia.

-¡Soy yo quien ha de decidir tener pa ciencia o vender inmediatamente el objeto em peñado, jovencito! -¿Me dará una buena cantidad por el re loj, Alena Ivanovna? -¡Pero si me trae usted una miseria! Este reloj no vale nada, mi buen amigo. La vez pa sada le di dos hermosos billetes por un anillo que podía obtenerse nuevo en una joyería por sólo rublo y medio.

-Deme cuatro rublos y lo desempeñaré.

Es un recuerdo de mi padre. Recibiré dinero de un momento a otro.

-Rublo y medio, y le descontaré los in tereses.

-¡Rublo y medió! -exclamó el joven.

-Si no le parece bien, se lo lleva.

Y la vieja le devolvió el reloj. Él lo cogió y se dispuso a salir, indignado; pero, de pronto, cayó en la cuenta de que la vieja usurera era su último recurso y de que había ido allí para otra cosa.

-Venga el dinero- dijo secamente.

La vieja sacó unas llaves del bolsillo y pasó a la habitación inmediata.

Al quedar a solas, el joven empezó a re flexionar, mientras aguzaba el oído. Hacía de ducciones. Oyó abrir la cómoda.

«Sin duda, el cajón de arriba -dedujo-.

Lleva las llaves en el bolsillo derecho. Un ma nojo de llaves en un anillo de acero. Hay una mayor que las otras y que tiene el paletón den tado. Seguramente no es de la cómoda. Por lo tanto, hay una caja, tal vez una caja de cauda les. Las llaves de las cajas de caudales suelen tener esa forma... ¡Ah, qué innoble es todo es to!» La vieja reapareció.

-Aquí tiene, amigo mío. A diez kopeks por rublo y por mes, los intereses del rublo y medio son quince kopeks, que cobro por ade lantado. Además, por los dos rublos del préstamo anterior he de descontar veinte ko peks para el mes que empieza, lo que hace un total de treinta y cinco kopeks. Por lo tanto, usted ha de recibir por su reloj un rublo y quin ce kopeks. Aquí los tiene.

-Así, ¿todo ha quedado reducido a un rublo y quince kopeks? -Exactamente.

El joven cogió el dinero. No quería dis cutir. Miraba a la vieja y no mostraba ninguna prisa por marcharse. Parecía deseoso de hacer o decir algo, aunque ni él mismo sabía exacta mente qué.

-Es posible, Alena Ivanovna, que le trai ga muy pronto otro objeto de plata... Una boni ta pitillera que le presté a un amigo. En cuanto me la devuelva...

Se detuvo, turbado.

-Ya hablaremos cuando la traiga, amigo mío.

-Entonces, adiós... ¿Está usted siempre sola aquí? ¿No está nunca su hermana con us ted? -preguntó en el tono más indiferente que le fue posible, mientras pasaba al vestíbulo.

-¿A usted qué le importa? -No lo he dicho con ninguna intención...

Usted en seguida... Adiós, Alena Ivanovna.

Raskolnikof salió al rellano, presa de una turbación creciente. Al bajar la escalera se detuvo varias veces, dominado por repentinas emociones. Al fin, ya en la calle, exclamó: -¡Qué repugnante es todo esto, Dios mío! ¿Cómo es posible que yo...? No, todo ha sido una necedad, un absurdo -afirmó resuel tamente-. ¿Cómo ha podido llegar a mi espíritu una cosa tan atroz? No me creía tan miserable.

Todo esto es repugnante, innoble, horrible. ¡Y yo he sido capaz de estar todo un mes pen...! Pero ni palabras ni exclamaciones bas taban para expresar su turbación. La sensación de profundo disgusto que le oprimía y le aho gaba cuando se dirigía a casa de la vieja era ahora sencillamente insoportable. No sabía cómo librarse de la angustia que le torturaba.

Iba por la acera como embriagado: no veía a nadie y tropezaba con todos. No se recobró hasta que estuvo en otra calle. Al levantar la mirada vio que estaba a la puerta de una taber na. De la acera partía una escalera que se hund ía en el subsuelo y conducía al establecimiento.

De él salían en aquel momento dos borrachos.

Subían la escalera apoyados el uno en el otro e injuriándose. Raskolnikof bajó la escalera sin vacilar. No había entrado nunca en una taber na, pero entonces la cabeza le daba vueltas y la sed le abrasaba. Le dominaba el deseo de beber cerveza fresca, en parte para llenar su vacío estómago, ya que atribuía al hambre su estado.

Se sentó en un rincón oscuro y sucio, ante una pringosa mesa, pidió cerveza y se bebió un va so con avidez.

Al punto experimentó una impresión de profundo alivio. Sus ideas parecieron aclararse.

«Todo esto son necedades -se dijo, re confortado-. No había motivo para perder la cabeza. Un trastorno físico, sencillamente. Un vaso de cerveza, un trozo de galleta, y ya está firme el espíritu, y el pensamiento se aclara, y la voluntad renace. ¡Cuánta nimiedad!» Sin embargo, a despecho de esta amarga conclusión, estaba contento como el hombre que se ha librado de pronto de una carga es pantosa, y recorrió con una mirada amistosa a las personas que le rodeaban. Pero en lo más hondo de su ser presentía que su animación, aquel resurgir de su esperanza, era algo enfer mizo y ficticio. La taberna estaba casi vacía.

Detrás de los dos borrachos con que se había cruzado Raskolnikof había salido un grupo de cinco personas, entre ellas una muchacha. Lle vaban una armónica. Después de su marcha, el local quedó en calma y pareció más amplio.

En la taberna sólo había tres hombres más. Uno de ellos era un individuo algo em briagado, un pequeño burgués a juzgar por su apariencia, que estaba tranquilamente sentado ante una botella de cerveza. Tenía un amigo al lado, un hombre alto y grueso, de barba gris, que dormitaba en el banco, completamente ebrio. De vez en cuando se agitaba en pleno sueño, abría los brazos, empezaba a castañetear los dedos, mientras movía el busto sin levantar se de su asiento, y comenzaba a canturrear una burda tonadilla, haciendo esfuerzos para recor dar las palabras.

Durante un año entero acaricié a mi mu jer...

Duran...te un año entero a...ca...ricié a mi mu...jer.

O: En la Podiatcheskaia me he vuelto a encontrar con mi anti gua...

Pero nadie daba muestras de compartir su buen humor. Su taciturno compañero obser vaba estas explosiones de alegría con gesto des confiado y casi hostil.

El tercer cliente tenía la apariencia de un funcionario retirado. Estaba sentado aparte, ante un vaso que se llevaba de vez en cuando a la boca, mientras lanzaba una mirada en torno de él. También este hombre parecía presa de cierta agitación interna.

Share on Twitter Share on Facebook