II

Raskolnikof no estaba acostumbrado al trato con la gente y, como ya hemos dicho últimamente incluso huía de sus semejantes.

Pero ahora se sintió de pronto atraído hacia ellos. En su ánimo acababa de producirse una especie de revolución. Experimentaba la nece sidad de ver seres humanos. Estaba tan hastia do de las angustias y la sombría exaltación de aquel largo mes que acababa de vivir en la más completa soledad, que sentía la necesidad de tonificarse en otro mundo, cualquiera que fuese y aunque sólo fuera por unos instantes. Por eso estaba a gusto en aquella taberna, a pesar de la suciedad que en ella reinaba. El tabernero esta ba en otra dependencia, pero hacía frecuentes apariciones en la sala. Cuando bajaba los esca lones, eran sus botas, sus elegantes botas bien lustradas y con anchas vueltas rojas, lo que primero se veía. Llevaba una blusa y un chaleco de satén negro lleno de mugre, e iba sin corba ta. Su rostro parecía tan cubierto de aceite como un candado. Un muchacho de catorce años es taba sentado detrás del mostrador; otro más joven aún servía a los clientes. Trozos de co hombro, panecillos negros y rodajas de pescado se exhibían en una vitrina que despedía un olor infecto. El calor era insoportable. La atmósfera estaba tan cargada de vapores de alcohol, que daba la impresión de poder embriagar a un hombre en cinco minutos.

A veces nos ocurre que personas a las que no conocemos nos inspiran un interés súbi to cuando las vemos por primera vez, incluso antes de cruzar una palabra con ellas. Esta im presión produjo en Raskolnikof el cliente que permanecía aparte y que tenía aspecto de fun cionario retirado. Algún tiempo después, cada vez que se acordaba de esta primera impresión, Raskolnikof la atribuía a una especie de presen timiento. Él no quitaba ojo al supuesto funcio nario, y éste no sólo no cesaba de mirarle, sino que parecía ansioso de entablar conversación con él. A las demás personas que estaban en la taberna, sin excluir al tabernero, las miraba con un gesto de desagrado, con una especie de alti vo desdén, como a personas que considerase de una esfera y de una educación demasiado infe riores para que mereciesen que él les dirigiera la palabra.

Era un hombre que había rebasado los cincuenta, robusto y de talla media. Sus escasos y grises cabellos coronaban un rostro de un amarillo verdoso, hinchado por el alcohol. En tre sus abultados párpados fulguraban dos oji llos encarnizados pero llenos de vivacidad. Lo que más asombraba de aquella fisonomía era la vehemencia que expresaba -y acaso también cierta finura y un resplandor de inteligencia-, pero por su mirada pasaban relámpagos de locura. Llevaba un viejo y desgarrado frac, del que sólo quedaba un botón, que mantenía abrochado, sin duda con el deseo de guardar las formas. Un chaleco de nanquín dejaba ver un plastrón ajado y lleno de manchas. No lle vaba barba, esa barba característica del funcio nario, pero no se había afeitado hacía tiempo, y una capa de pelo recio y azulado invadía su mentón y sus carrillos. Sus ademanes tenían una gravedad burocrática, pero parecía pro fundamente agitado. Con los codos apoyados en la grasienta mesa, introducía los dedos en su cabello, lo despeinaba y se oprimía la cabeza con ambas manos, dando visibles muestras de angustia. Al fin miró a Raskolnikof directamen te y dijo, en voz alta y firme: -Señor: ¿puedo permitirme dirigirme a usted para conversar en buena forma? A pesar de la sencillez de su aspecto, mi experiencia me induce a ver en usted un hombre culto y no uno de esos individuos que van de taberna en taberna. Yo he respetado siempre la cultura unida a las cualidades del corazón. Soy conseje ro titular: Marmeladof, consejero titular. ¿Pue do preguntarle si también usted pertenece a la administración del Estado? -No: estoy estudiando -repuso el joven, un tanto sorprendido por aquel lenguaje ampu loso y también al verse abordado tan directa mente, tan a quemarropa, por un desconocido.

A pesar de sus recientes deseos de compañía humana, fuera cual fuere, a la primera palabra que Marmeladof le había dirigido había expe rimentado su habitual y desagradable senti miento de irritación y repugnancia hacia toda persona extraña que intentaba ponerse en rela ción con él.

-Es decir, que es usted estudiante, o tal vez lo ha sido -exclamó vivamente el funciona rio-. Exactamente lo que me había figurado. He aquí el resultado de mi experiencia, señor, de mi larga experiencia.

Se llevó la mano a la frente con un gesto de alabanza para sus prendas intelectuales.

-Usted es hombre de estudios... Pero permítame...

Se levantó, vaciló, cogió su vaso y fue a sentarse al lado del joven. Aunque embriagado, hablaba con soltura y vivacidad. Sólo de vez en cuando se le trababa la lengua y decía cosas incoherentes. Al verle arrojarse tan ávidamente sobre Raskolnikof, cualquiera habría dicho que también él llevaba un mes sin desplegar los labios.

-Señor -siguió diciendo en tono solem ne-, la pobreza no es un vicio: esto es una ver dad incuestionable. Pero también es cierto que la embriaguez no es una virtud, cosa que la mento. Ahora bien, señor; la miseria sí que es un vicio. En la pobreza, uno conserva la noble za de sus sentimientos innatos; en la indigencia, nadie puede conservar nada noble. Con el indi gente no se emplea el bastón, sino la escoba, pues así se le humilla más, para arrojarlo de la sociedad humana. Y esto es justo, porque el indigente se ultraja a sí mismo. He aquí el ori gen de la embriaguez, señor. El mes pasado, el señor Lebeziatnikof golpeó a mi mujer, y mi mujer, señor, no es como yo en modo alguno.

¿Comprende? Permítame hacerle una pregunta.

Simple curiosidad. ¿Ha pasado usted alguna noche en el Neva, en una barca de heno? -No, nunca me he visto en un trance así -repuso Raskolnikof.

-Pues bien, yo sí que me he visto. Ya lle vo cinco noches durmiendo en el Neva.

Llenó su vaso, lo vació y quedó en una actitud soñadora. En efecto, briznas de heno se veían aquí y allá, sobre sus ropas y hasta en sus cabellos. A juzgar por las apariencias, no se había desnudado ni lavado desde hacía cinco días. Sus manos, gruesas, rojas, de uñas negras, estaban cargadas de suciedad. Todos los pre sentes le escuchaban, aunque con bastante indi ferencia. Los chicos se reían detrás del mostra dor. El tabernero había bajado expresamente para oír a aquel tipo. Se sentó un poco aparte, bostezando con indolencia, pero con aire de persona importante. Al parecer, Marmeladof era muy conocido en la casa. Ello se debía, sin duda, a su costumbre de trabar conversación con cualquier desconocido que encontraba en la taberna, hábito que se convierte en verdadera necesidad, especialmente en los alcohólicos que se ven juzgados severamente, e incluso maltra tados, en su propia casa. Así, tratan de justifi carse ante sus compañeros de orgía y, de paso, atraerse su consideración.

-Pero di, so fantoche -exclamó el patrón, con voz potente-. ¿Por qué no trabajas? Si eres funcionario, ¿por qué no estás en una oficina del Estado? -¿Que por qué no estoy en una oficina, señor?-dijo Marmeladof, dirigiéndose a Ras kolnikof, como si la pregunta la hubiera hecho éste- ¿Dice usted que por qué no trabajo en una oficina? ¿Cree usted que esta impotencia no es un sufrimiento para mí? ¿Cree usted que no sufrí cuando el señor Lebeziatnikof golpeó a mi mujer el mes pasado, en un momento en que yo estaba borracho perdido? Dígame, joven: ¿no se ha visto usted en el caso... en el caso de tener que pedir un préstamo sin esperanza? -Sí... Pero ¿qué quiere usted decir con eso de «sin esperanza»? -Pues, al decir «sin esperanza», quiero decir «sabiendo que va uno a un fracaso». Por ejemplo, usted está convencido por anticipado de que cierto señor, un ciudadano íntegro y útil a su país, no le prestará dinero nunca y por nada del mundo... ¿Por qué se lo ha de prestar, dígame? El sabe perfectamente que yo no se lo devolvería jamás. ¿Por compasión? El señor Lebeziatnikof, que está siempre al corriente de las ideas nuevas, decía el otro día que la com pasión está vedada a los hombres incluso para la ciencia, y que así ocurre en Inglaterra, donde impera la economía política. ¿Cómo es posible, dígame, que este hombre me preste dinero? Pues bien, aun sabiendo que no se le puede sacar nada, uno se pone en camino y...

-Pero ¿por qué se pone en camino? -le interrumpió Raskolnikof.

-Porque uno no tiene adónde ir, ni a na die a quien dirigirse. Todos los hombres necesi tan saber adónde ir, ¿no? Pues siempre llega un momento en que uno siente la necesidad de ir a alguna parte, a cualquier parte. Por eso, cuando mi hija única fue por primera vez a la policía para inscribirse, yo la acompañé... (porque mi hija está registrada como...) -añadió entre paréntesis, mirando al joven con expresión un tanto inquieta-. Eso no me importa, señor -se apresuró a decir cuando los dos muchachos se echaron a reír detrás del mostrador, e incluso el tabernero no pudo menos de sonreír-. Eso no me importa. Los gestos de desaprobación no pueden turbarme, pues esto lo sabe todo el mundo, y no hay misterio que no acabe por descubrirse. Y yo miro estas cosas no con des precio, sino con resignación... ¡Sea, sea, pues! Ecce Homo. Óigame, joven: ¿podría usted...? No, hay que buscar otra expresión más fuerte, más significativa. ¿Se atrevería usted a afirmar, mirándome a los ojos, que no soy un puerco? El joven no contestó.

-Bien -dijo el orador, y esperó con un ai re sosegado y digno el fin de las risas que aca baban de estallar nuevamente-. Bien, yo soy un puerco y ella una dama. Yo parezco una bestia, y Catalina Ivanovna, mi esposa, es una persona bien educada, hija de un oficial superior. De mos por sentado que yo soy un granuja y que ella posee un gran corazón, sentimientos eleva dos y una educación perfecta. Sin embargo...

¡Ah, si ella se hubiera compadecido de mí! Y es que los hombres tenemos necesidad de ser compadecidos por alguien. Pues bien, Catalina Ivanovna, a pesar de su grandeza de alma, es injusta..., aunque yo comprendo perfectamente que cuando me tira del pelo lo hace por mi bien. Te repito sin vergüenza, joven; ella me tira del pelo -insistió en un tono más digno aún, al oír nuevas risas-. ¡Ah, Dios mío! Si ella, sola mente una vez... Pero, ¡bah!, vanas palabras...

No hablemos más de esto... Pues es lo cierto que mi deseo se ha visto satisfecho más de una vez; sí, más de una vez me han compadecido.

Pero mi carácter... Soy un bruto rematado.

-De acuerdo -observó el tabernero, bos tezando.

Marmeladof dio un fuerte puñetazo en la mesa.

-Sí, un bruto... Sepa usted, señor, que me he bebido hasta sus medias. No los zapatos, entiéndame, pues, en medio de todo, esto sería una cosa en cierto modo natural; no los zapa tos, sino las medias. Y también me he bebido su esclavina de piel de cabra, que era de su pro piedad, pues se la habían regalado antes de nuestro casamiento. Entonces vivíamos en un helado cuchitril. Es invierno; ella se enfría; em pieza a toser y a escupir sangre. Tenemos tres niños pequeños, y Catalina Ivanovna trabaja de sol a sol. Friega, lava la ropa, lava a los niños.

Está acostumbrada a la limpieza desde su más tierna infancia... Todo esto con un pecho deli cado, con una predisposición a la tisis. Yo lo siento de veras. ¿Creen que no lo siento? Cuan to más bebo, más sufro. Por eso, para sentir más, para sufrir más, me entrego a la bebida.

Yo bebo para sufrir más profundamente.

Inclinó la cabeza con un gesto de deses peración.

-Joven -continuó mientras volvía a er guirse-, creo leer en su semblante la expresión de un dolor. Apenas le he visto entrar, he teni do esta impresión. Por eso le he dirigido la pa labra. Si le cuento la historia de mi vida no es para divertir a estos ociosos, que, además, ya la conocen, sino porque deseo que me escuche un hombre instruido. Sepa usted, pues, que mi esposa se educó en un pensionado aristocrático provincial, y que el día en que salió bailó la danza del chal ante el gobernador de la provin cia y otras altas personalidades. Fue premiada con una medalla de oro y un diploma. La me dalla... se vendió hace tiempo. En cuanto al diploma, mi esposa lo tiene guardado en su baúl. Últimamente se lo enseñaba a nuestra patrona. Aunque estaba a matar con esta mujer, lo hacía porque experimentaba la necesidad de vanagloriarse ante alguien de sus éxitos pasa dos y de evocar sus tiempos felices. Yo no se lo censuro, pues lo único que tiene son estos re cuerdos: todo lo demás se ha desvanecido... Sí, es una dama enérgica, orgullosa, intratable. Se friega ella misma el suelo y come pan negro, pero no toleraría de nadie la menor falta de respeto. Aquí tiene usted explicado por qué no consintió las groserías de Lebeziatnikof; y cuando éste, para vengarse, le pegó ella tuvo que guardar cama, no a causa de los golpes recibidos, sino por razones de orden sentimen tal. Cuando me casé con ella, era viuda y tenía tres hijos de corta edad. Su primer matrimonio había sido de amor. El marido era un oficial de infantería con el que huyó de la casa paterna.

Catalina adoraba a su marido, pero él se en tregó al juego, tuvo asuntos con la justicia y murió. En los últimos tiempos, él le pegaba.

Ella no se lo perdonó, lo sé positivamente; sin embargo, incluso ahora llora cuando lo recuer da, y establece entre él y yo comparaciones na da halagadoras para mi amor propio; pero yo la dejo, porque así ella se imagina, al menos, que ha sido algún día feliz. Después de la muerte de su marido, quedó sola con sus tres hijitos en una región lejana y salvaje, donde yo me encon traba entonces. Vivía en una miseria tan espan tosa, que yo, que he visto los cuadros más tris tes, no me siento capaz de describirla. Todos sus parientes la habían abandonado. Era orgu llosa, demasiado orgullosa. Fue entonces, se ñor, entonces, como ya le he dicho, cuando yo, viudo también y con una hija de catorce años, le ofrecí mi mano, pues no podía verla sufrir de aquel modo. El hecho de que siendo una mujer instruida y de una familia excelente aceptara casarse conmigo, le permitirá comprender a qué extremo llegaba su miseria. Aceptó lloran do, sollozando, retorciéndose las manos; pero aceptó. Y es que no tenía adónde ir. ¿Se da us ted cuenta, señor, se da usted cuenta exacta de lo que significa no tener dónde ir? No, usted no lo puede comprender todavía... Durante un año entero cumplí con mi deber honestamente, san tamente, sin probar eso -y señalaba con el dedo la media botella que tenía delante-, pues yo soy un hombre de sentimientos. Pero no conseguí atraérmela. Entre tanto, quedé cesante, no por culpa mía, sino a causa de ciertos cambios bu rocráticos. Entonces me entregué a la bebida...

Ya hace año y medio que, tras mil sinsabores y peregrinaciones continuas, nos instalamos en esta capital magnífica, embellecida por incon tables monumentos. Aquí encontré un empleo, pero pronto lo perdí. ¿Comprende, señor? Esta vez fui yo el culpable: ya me dominaba el vicio de la bebida. Ahora vivimos en un rincón que nos tiene alquilado Amalia Ivanovna Lipevech sel. Pero ¿cómo vivimos, cómo pagamos el al quiler? Eso lo ignoro. En la casa hay otros mu chos inquilinos: aquello es un verdadero infier no. Entre tanto, la hija que tuve de mi primera mujer ha crecido. En cuanto a lo que su ma drastra la ha hecho sufrir, prefiero pasarlo por alto. Pues Catalina Ivanovna, a pesar de sus sentimientos magnánimos, es una mujer irasci ble e incapaz de contener sus impulsos... Sí, así es. Pero ¿a qué mencionar estas cosas? Ya com prenderá usted que Sonia no ha recibido una educación esmerada. Hace muchos años intenté enseñarle geografía e historia universal, pero como yo no estaba muy fuerte en estas materias y, además, no teníamos buenos libros, pues los libros que hubiéramos podido tener..., pues..., ¡bueno, ya no los teníamos!, se acabaron las lecciones. Nos quedamos en Ciro, rey de los persas. Después leyó algunas novelas, y últi mamente Lebeziatnikof le prestó La Fisiología, de Lewis. Conoce usted esta obra, ¿verdad? A ella le pareció muy interesante, e incluso nos leyó algunos pasajes en voz alta. A esto se re duce su cultura intelectual. Ahora, señor, me dirijo a usted, por mi propia iniciativa, para hacerle una pregunta de orden privado. Una muchacha pobre pero honesta, ¿puede ganarse bien la vida con un trabajo honesto? No ganará ni quince kopeks al día, señor mío, y eso traba jando hasta la extenuación, si es honesta y no posee ningún talento. Hay más: el consejero de Estado Klopstock Iván Ivanovitch..., ¿ha oído usted hablar de él...?, no solamente no ha paga do a Sonia media docena de camisas de Holan da que le encargó, sino que la despidió feroz mente con el pretexto de que le había tomado mal las medidas y el cuello le quedaba torcido.

»Y los niños, hambrientos...

»Catalina Ivanovna va y viene por la habitación, retorciéndose las manos, las mejillas teñidas de manchas rojas, como es propio de la enfermedad que padece. Exclama: »-En esta casa comes, bebes, estás bien abrigado, y lo único que haces es holgazanear.

»Y yo le pregunto: ¿qué podía beber ni comer, cuando incluso los niños llevaban más de tres días sin probar bocado? En aquel mo mento, yo estaba acostado y, no me importa decirlo, borracho. Pude oír una de las respues tas que mi hija (tímida, voz dulce, rubia, delga da, pálida carita) daba a su madrastra.

»-Yo no puedo hacer eso, Catalina Iva novna.

»Ha de saber que Daría Frantzevna, una mala mujer a la que la policía conoce perfecta mente, había venido tres veces a hacerle propo siciones por medio de la dueña de la casa.

»-Yo no puedo hacer eso -repitió, re medándola, Catalina Ivanovna-. ¡Vaya un teso ro para que lo guardes con tanto cuidado! »Pero no la acuse, señor. No se daba cuenta del alcance de sus palabras. Estaba tras tornada, enferma. Oía los gritos de los niños hambrientos y, además, su deseo era mortificar a Sonia, no inducirla... Catalina Ivanovna es así.

Cuando oye llorar a los niños, aunque sea de hambre, se irrita y les pega.

»Eran cerca de las cinco cuando, de pronto, vi que Sonetchka se levantaba, se ponía un pañuelo en la cabeza, cogía un chal y salía de la habitación. Eran más de las ocho cuando regresó. Entró, se fue derecha a Catalina Iva novna y, sin desplegar los labios, depositó ante ella, en la mesa, treinta rublos. No pronunció ni una palabra, ¿sabe usted?, no miró a nadie; se limitó a coger nuestro gran chal de paño verde (tenemos un gran chal de paño verde que es propiedad común), a cubrirse con él la cabeza y el rostro y a echarse en la cama, de cara a la pared. Leves estremecimientos recorrían sus frágiles hombros y todo su cuerpo. . Y yo segu ía acostado, ebrio todavía. De pronto, joven, de pronto vi que Catalina Ivanovna, también en silencio, se acercaba a la cama de Sonetchka. Le besó los pies, los abrazó y así pasó toda la no che, sin querer levantarse. Al fin se durmieron, las dos, las dos se durmieron juntas, enlaza das... Ahí tiene usted... Y yo... yo estaba borra cho.

Marmeladof se detuvo como si se hubiese quedado sin voz. Tras una pausa, llenó el vaso súbitamente, lo vació y continuó su rela to.

-Desde entonces, señor, a causa del des graciado hecho que le acabo de referir, y por efecto de una denuncia procedente de personas malvadas (Daría Frantzevna ha tomado parte activa en ello, pues dice que la hemos engaña do), desde entonces, mi hija Sonia Simonovna figura en el registro de la policía y se ha visto obligada a dejarnos. La dueña de la casa, Ama lia Feodorovna, no hubiera tolerado su presen cia, puesto que ayudaba a Daría Frantzevna en sus manejos. Y en lo que concierne al señor Lebeziatnikof..., pues... sólo le diré que su inci dente con Catalina Ivanovna se produjo a causa de Sonia. Al principio no cesaba de perseguir a Sonetchka. DespUés, de repente, salió a relucir su amor propio herido. «Un hombre de mi condición no puede vivir en la misma casa que una mujer de esa especie.» Catalina Ivanovna salió entonces en defensa de Sonia, y la cosa acabó como usted sabe. Ahora Sonia suele ve nir a vernos al atardecer y trae algún dinero a Catalina Ivanovna. Tiene alquilada una habita ción en casa del sastre Kapernaumof. Este hombre es cojo y tartamudo, y toda su numero sa familia tartamudea... Su mujer es tan tarta muda como él. Toda la familia vive amontona da en una habitación, y la de Sonia está separa da de ésta por un tabique... ¡Gente miserable y tartamuda...! Una mañana me levanto, me pon go mis harapos, levanto los brazos al cielo y voy a visitar a su excelencia Iván Afanassie vitch. ¿Conoce usted a su excelencia Iván Afa nassievitch? ¿No? Entonces no conoce usted al santo más santo. Es un cirio, un cirio que se funde ante la imagen del Señor... Sus ojos esta ban llenos de lágrimas después de escuchar mi relato desde el principio hasta el fin.

»-Bien, Marmeladof -me dijo-. Has de fraudado una vez las esperanzas que había de positado en ti. Voy a tomarte de nuevo bajo mi protección.

ȃstas fueron sus palabras.

»-Procura no olvidarlo -añadió-. Puedes retirarte.

»Yo besé el polvo de sus botas..., pero sólo mentalmente, pues él, alto funcionario y hombre imbuido de ideas modernas y esclare cidas, no me habría permitido que se las besara de verdad. Volví a casa, y no puedo describirle el efecto que produjo mi noticia de que iba a volver al servicio activo y a cobrar un sueldo.

Marmeladof hizo una nueva pausa, pro fundamente conmovido. En ese momento in vadió la taberna un grupo de bebedores en los que ya había hecho efecto la bebida. En la puer ta del establecimiento resonaron las notas de un organillo, y una voz de niño, frágil y trémula, entonó la Petite Ferme. La sala se llenó de ruidos. El tabernero y los dos muchachos acudie ron presurosos a servir a los recién llegados.

Marmeladof continuó su relato sin prestarles atención. Parecía muy débil, pero, a medida que crecía su embriaguez, se iba mostrando más expansivo. El recuerdo de su último éxito, el nuevo empleo que había conseguido, le había reanimado y daba a su semblante una especie de resplandor. Raskolnikof le escuchaba aten tamente.

-De esto hace cinco semanas. Pues sí, cuando Catalina Ivanovna y Sonetchka se ente raron de lo de mi empleo, me sentí como trans portado al paraíso. Antes, cuando tenía que permanecer acostado, se me miraba como a una bestia y no oía más que injurias; ahora andaban de puntillas y hacían callar a los niños. «¡Silen cio! Simón Zaharevitch ha trabajado mucho y está cansado. Hay que dejarlo descansar.» Me daban café antes de salir para el despacho, e incluso nata. Compraban nata de verdad, ¿sabe usted? lo que no comprendo es de dónde pu dieron sacar los once rublos y medio que se gastaron en aprovisionar mi guardarropa. Bo tas, soberbios puños, todo un uniforme en per fecto estado, por once rublos y cincuenta ko peks. En mi primera jornada de trabajo, al vol ver a casa al mediodía, ¿qué es lo que vieron mis ojos? Catalina Ivanovna había preparado dos platos: sopa y lechón en salsa, manjar del que ni siquiera teníamos idea. Vestidos no tie ne, ni siquiera uno. Sin embargo, se había com puesto como para ir de visita. Aun no teniendo ropa, se había arreglado. Ellas saben arreglarse con nada. Un peinado gracioso, un cuello blan co y muy limpio, unos puños, y parecía otra; estaba más joven y más bonita. Sonetchka, mi paloma, sólo pensaba en ayudarnos con su di nero, pero nos dijo: «Me parece que ahora no es conveniente qué os venga a ver con frecuencia.

Vendré alguna vez de noche, cuando nadie pueda verme.» ¿Comprende, comprende us ted? Después de comer me fui a acostar, y en tonces Catalina Ivanovna no pudo contenerse.

Hacía apenas una semana había tenido una violenta disputa con Amalia Ivanovna, la due ña de la casa; sin embargo, la invitó a tomar café. Estuvieron dos horas charlando en voz baja.

»-Simón Zaharevitch -dijo Catalina Iva novna- tiene ahora un empleo y recibe un suel do. Se ha presentado a su excelencia, y su exce lencia ha salido de su despacho, ha tendido la mano a Simón Zaharevitch, ha dicho a todos los demás que esperasen y lo ha hecho pasar delante de todos. ¿Comprende, comprende usted? "Naturalmente -le ha dicho su excelen cia-, me acuerdo de sus servicios, Simón Za harevitch, y, aunque usted no se portó como es debido, su promesa de no reincidir y, por otra parte, el hecho de que aquí ha ido todo mal durante su ausencia (¿se da usted cuenta de lo que esto significa?), me induce a creer en su palabra." »Huelga decir -continuó Marmeladof que todo esto lo inventó mi mujer, pero no por ligereza, ni para darse importancia. Es que ella misma lo creía y se consolaba con sus propias invenciones, palabra de honor. Yo no se lo re procho, no se lo puedo reprochar. Y cuando, hace seis días, le entregué íntegro mi primer sueldo, veintitrés rublos y cuarenta kopeks, me llamó cariñito. "¡Cariñito mío!", me dijo, y tu vimos un íntimo coloquio, ¿comprende? Y dígame, se lo ruego: ¿qué encanto puedo tener yo y qué papel puedo hacer como esposo? Sin embargo, ella me pellizcó la cara y me llamó cariñito.

Marmeladof se detuvo. Intentó sonreír, pero su barbilla empezó a temblar. Sin embar go, logró contenerse. Aquella taberna, aquel rostro de hombre acabado, las cinco noches pasadas en las barcas de heno, aquella botella y, unido a esto, la ternura enfermiza de aquel hombre por su esposa y su familia, tenían per plejo a su interlocutor. Raskolnikof estaba pen diente de sus labios, pero experimentaba una sensación penosa y se arrepentía de haber en trado en aquel lugar.

-¡Ah, señor, mi querido señor! -exclamó Marmeladof, algo repuesto-. Tal vez a usted le parezca todo esto tan cómico como a todos los demás; tal vez le esté fastidiando con todos estos pequeños detalles, miserables y estúpi dos, de mi vida doméstica. Pero le aseguro que yo no tengo ganas de reír, pues siento todo es to. Todo aquel día inolvidable y toda aquella noche estuve urdiendo en mi mente los sueños más fantásticos: soñaba en cómo reorganizaría nuestra vida, en los vestidos que pondrían a los niños, en la tranquilidad que iba a tener mi esposa, en que arrancaría a mi hija de la vida de oprobio que llevaba y la restituiría al seno de la familia... Y todavía soñé muchas cosas más...

Pero he aquí, caballero -y Marmeladof se es tremeció de súbito, levantó la cabeza y miró fijamente a su interlocutor-, he aquí que al mismo día siguiente a aquel en que acaricié todos estos sueños (de esto hace exactamente cinco días), por la noche, inventé una mentira y, como un ladrón nocturno, robé la llave del baúl de Catalina Ivanovna y me apoderé del resto del dinero que le había entregado. ¿Cuánto había? No lo recuerdo. Pero... ¡miradme todos! Hace cinco días que no he puesto los pies en mi casa, y los míos me buscan, y he perdido mi empleo. El uniforme lo cambié por este traje en una taberna del puente de Egipto. Todo ha terminado.

Se dio un puñetazo en la cabeza, apretó los dientes, cerró los ojos y se acodó en la mesa pesadamente. Poco después, su semblante se transformó y, mirando a Raskolnikof con una especie de malicia intencionada, de cinismo fingido, se echó a reír y exclamó: -Hoy he estado en casa de Sonia. He ido a pedirle dinero para beber.¡Ja, ja, ja! -¿Y ella te lo ha dado? -preguntó uno de los que habían entrado últimamente, echándose también a reír.

-Esta media botella que ve usted aquí está pagada con su dinero -continuó Marmela dof, dirigiéndose exclusivamente a Raskolni kof-. Me ha dado treinta kopeks, los últimos, todo lo que tenía: lo he visto con mis propios ojos. Ella no me ha dicho nada; se ha limitado a mirarme en silencio... Ha sido una mirada que no pertenecía a la tierra, sino al cielo. Sólo allá arriba se puede sufrir así por los hombres y llorar por ellos sin condenarlos. Sí, sin conde narlos... Pero es todavía más amargo que no se nos condene. Treinta kopeks... ¿Acaso ella no los necesita? ¿No le parece a usted, mi querido señor, que ella ha de conservar una limpieza atrayente? Esta limpieza cuesta dinero; es una limpieza especial. ¿No le parece? Hacen falta cremas, enaguas almidonadas, elegantes zapa tos que embellezcan el pie en el momento de saltar sobre un charco. ¿Comprende, compren de usted la importancia de esta limpieza? Pues bien; he aquí que yo, su propio padre, le he arrancado los treinta kopeks que tenía. Y me los bebo, ya me los he bebido. Dígame usted: ¿quién puede apiadarse de un hombre como yo? Dígame, señor: ¿tiene usted piedad de mí o no la tiene? Con franqueza, señor: ¿me compa dece o no me compadece? ¡Ja, ja, ja! Intentó llenarse el vaso, pero la botella estaba vacía.

-Pero ¿por qué te han de compadecer? -preguntó el tabernero, acercándose a Marme ladof.

La sala se llenó de risas mezcladas con insultos. Los primeros en reír e insultar fueron los que escuchaban al funcionario. Los otros, los que no habían prestado atención, les hicie ron coro, pues les bastaba ver la cara del char latán.

-¿Compadecerme? ¿Por qué me han de compadecer? -bramó de pronto Marmeladof, levantándose, abriendo los brazos con un gesto de exaltación, como si sólo esperase este mo mento-. ¿Por qué me han de compadecer?, me preguntas. Tienes razón: no merezco que nadie me compadezca; lo que merezco es que me cru cifiquen. ¡Sí, la cruz, no la compasión. .! ¡Cru cifícame, juez! ¡Hazlo y, al crucificarme, ten piedad del crucificado! Yo mismo me encami naré al suplicio, pues tengo sed de dolor y de lágrimas, no de alegría. ¿Crees acaso, comer ciante, que la media botella me ha proporcio nado algún placer? Sólo dolor, dolor y lágrimas he buscado en el fondo de este frasco... Sí, dolor y lágrimas... Y los he encontrado, y los he sabo reado. Pero nosotros no podemos recibir la pie dad sino de Aquel que ha sido piadoso con todos los hombres; de Aquel que todo lo com prende, del único, de nuestro único Juez. Él vendrá el día del Juicio y preguntará: «¿Dónde está esa joven que se ha sacrificado por una madrastra tísica y cruel y por unos niños que no son sus hermanos? ¿Dónde está esa joven que ha tenido piedad de su padre y no ha vuel to la cara con horror ante ese bebedor despre ciable?» Y dirá a Sonia: «Ven. Yo te perdoné..., te perdoné..., y ahora te redimo de todos tus pecados, porque tú has amado mucho.» Sí, Él perdonará a mi Sonia, Él la perdonará, yo sé que Él la perdonará. Lo he sentido en mi co razón hace unas horas, cuando estaba en su casa... Todos seremos juzgados por Él, los bue nos y los malos. Y nosotros oiremos también su verbo. Él nos dirá: «Acercaos, acercaos también vosotros, los bebedores; acercaos, débiles y desvergonzadas criaturas.» Y todos avanzare mos sin temor y nos detendremos ante Él. Y Él dirá: «¡Sois unos cerdos, lleváis el sello de la bestia y como bestias sois, pero venid conmigo también!» Entonces, los inteligentes y los auste ros se volverán hacia Él y exclamarán: «Señor, ¿por qué recibes a éstos?» Y Él responderá: «Los recibo, ¡oh sabios!, los recibo, ¡oh personas sensatas!, porque ninguno de ellos se ha consi derado jamás digno de este favor.» Y Él nos tenderá sus divinos brazos y nosotros nos arro jaremos en ellos, deshechos en lágrimas..., y lo comprenderemos todo, entonces lo comprende remos todo..., y entonces todos comprenderán...

También comprenderá Catalina Ivanovna...

¡Señor, venga a nos el reino! Se dejó caer en un asiento, agotado, sin mirar a nadie, como si, en la profundidad de su delirio, se hubiera olvidado de todo lo que le rodeaba.

Sus palabras habían producido cierta impresión. Hubo unos instantes de silencio.

Pero pronto estallaron las risas y las invectivas.

-¿Habéis oído? ¡Viejo chocho! -¡Burócrata! Y otras cosas parecidas.

-¡Vámonos, señor! -exclamó de súbito Marmeladof, levantando la cabeza y dirigién dose a Raskolnikof-. Lléveme a mi casa... El edificio Kozel... Déjeme en el patio... Ya es hora de que vuelva al lado de Catalina Ivanovna.

Hacía un rato que Raskolnikof había pensado marcharse, otorgando a Marmeladof su compañía y su sostén. Marmeladof tenía las piernas menos firmes que la voz y se apoyaba pesadamente en el joven. Tenían que recorrer de doscientos a trescientos pasos. La turbación y el temor del alcohólico iban en aumento a medida que se acercaban a la casa.

-No es a Catalina Ivanovna a quien te mo -balbuceaba, en medio de su inquietud-. No es la perspectiva de los tirones de pelo lo que me inquieta. ¿Qué es un tirón de pelos? Nada absolutamente. No le quepa duda de que no es nada. Hasta prefiero que me dé unos cuantos tirones. No, no es eso lo que temo. Lo que me da miedo es su mirada..., sí, sus ojos... Y tam bién las manchas rojas de sus mejillas. Y su jadeo... ¿Ha observado cómo respiran estos enfermos cuando los conmueve una emoción violenta...? También me inquieta la idea de que voy a encontrar llorando a los niños, pues si Sonia no les ha dado de comer, no sé..., yo no sé cómo habrán podido..., no sé, no sé... Pero los golpes no me dan miedo... Le aseguro, señor, que los golpes no sólo no me hacen daño, sino que me proporcionan un placer... No podría pasar sin ellos. Lo mejor es que me pegue... Así se desahoga... Sí, prefiero que me pegue...

Hemos llegado... Edificio Kozel... Kozel es un cerrajero alemán, un hombre rico... Lléveme a mi habitación.

Cruzaron el patio y empezaron a subir hacia el cuarto piso. La escalera estaba cada vez más oscura. Eran las once de la noche, y aun que en aquella época del año no hubiera, por decirlo así, noche en Petersburgo, es lo cierto que la parte alta de la escalera estaba sumida en la más profunda oscuridad.

La ahumada puertecilla que daba al último rellano estaba abierta. Un cabo de vela iluminaba una habitación miserable que medía unos diez pasos de longitud. Desde el vestíbulo se la podía abarcar con una sola mirada. En ella reinaba el mayor desorden. Por todas partes colgaban cosas, especialmente ropas de niño.

Una cortina agujereada ocultaba uno de los dos rincones más distantes de la puerta. Sin duda, tras la cortina había una cama. En el resto de la habitación sólo se veían dos sillas y un viejo sofá cubierto por un hule hecho jirones. Ante él había una mesa de cocina, de madera blanca y no menos vieja.

Sobre esta mesa, en una palmatoria de hierro, ardía el cabo de vela. Marmeladof tenía, pues, alquilada una habitación. entera y no un simple rincón, pero comunicaba con otras habi taciones y era como un pasillo. La puerta que daba a las habitaciones, mejor dicho, a las jau las, del piso de Amalia Lipevechsel, estaba en treabierta. Se oían voces y ruidos diversos. Las risas estallaban a cada momento. Sin duda, había allí gente que jugaba a las cartas y toma ba el té. A la habitación de Marmeladof llega ban a veces fragmentos de frases groseras.

Raskolnikof reconoció inmediatamente a Catalina Ivanovna. Era una mujer horrible mente delgada, fina, alta y esbelta, con un cabe llo castaño, bello todavía. Como había dicho Marmeladof, sus pómulos estaban cubiertos de manchas rojas. Con los labios secos, la respira ción rápida e irregular y oprimiéndose el pecho convulsivamente con las manos, se paseaba por la habitación. En sus ojos había un brillo de fiebre y su mirada tenía una dura fijeza. Aquel rostro trastornado de tísica producía una peno sa impresión a la luz vacilante y mortecina del cabo de vela casi consumido.

Raskolnikof calculó que tenía unos treinta años y que la edad de Marmeladof su peraba bastante a la de su mujer. Ella no advir tió la presencia de los dos hombres. Parecía sumida en un estado de aturdimiento que le impedía ver y oír.

La atmósfera de la habitación era irres pirable, pero la ventana estaba cerrada. De la escalera llegaban olores nauseabundos, pero la puerta del piso estaba abierta. En fin, la puerta interior, solamente entreabierta, dejaba pasar espesas nubes de humo de tabaco que hacían toser a Catalina Ivanovna; pero ella no se había preocupado de cerrar esta puerta.

El hijo menor, una niña de seis años, dormía sentada en el suelo, con el cuerpo torci do y la cabeza apoyada en el sofá. Su hermani to, que tenía un año más que ella, lloraba en un rincón y los sollozos sacudían todo su cuerpo.

Seguramente su madre le acababa de pegar. La mayor, una niña de nueve años, alta y delgada como una cerilla, llevaba una camisa llena de agujeros y, sobre los desnudos hombros, una capa de paño, que sin duda le venía bien dos años atrás, pero que ahora apenas le llegaba a las rodillas. Estaba al lado de su hermanito y le rodeaba el cuello con su descarnado brazo. Al mismo tiempo, seguía a su madre con una mi rada temerosa de sus oscuros y grandes ojos, que parecían aún mayores en su pequeña y enjuta carita.

Marmeladof no entró en el piso: se arrodilló ante el umbral y empujó a Raskolni kof hacia el interior. Catalina Ivanovna se de tuvo distraídamente al ver ante ella a aquel desconocido y, volviendo momentáneamente a la realidad, parecía preguntarse: ¿Qué hace aquí este hombre? Pero sin duda se imaginó en seguida que iba a atravesar la habitación para dirigirse a otra. Entonces fue a cerrar la puerta de entrada y lanzó un grito al ver a su marido arrodillado en el umbral.

-¿Ya estás aquí? -exclamó, furiosa-. ¿Ya has vuelto? ¿Dónde está el dinero? ¡Canalla, monstruo! ¿Qué te queda en los bolsillos? ¡Éste no es el traje! ¿Qué has hecho de él? ¿Dónde está el dinero? ¡Habla! Empezó a registrarle ávidamente. Mar meladof abrió al punto los brazos, dócilmente, para facilitar la tarea de buscar en sus bolsillos.

No llevaba encima ni un kopek.

-¿Dónde está el dinero? -siguió vocife rando la mujer-. ¡Señor! ¿Es posible que se lo haya bebido todo? ¡Quedaban doce rublos en el baúl! En un arrebato de ira, cogió a su marido por los cabellos y le obligó a entrar a fuerza de tirones. Marmeladof procuraba aminorar su esfuerzo arrastrándose humildemente tras ella, de rodillas.

-¡Es un placer para mí, no un dolor! ¡Un placer, amigo mío! -exclamaba mientras su mu jer le tiraba del pelo y lo sacudía.

Al fin su frente fue a dar contra el enta rimado. La niña que dormía en el suelo se des pertó y rompió a llorar. El niño, de pie en su rincón, no pudo soportar la escena: de nuevo empezó a temblar, a gritar, y se arrojó en brazos de su hermana, convulso y aterrado. La niña mayor temblaba como una hoja.

-¡Todo, todo se lo ha bebido! -gritaba, desesperada, la pobre mujer-. ¡Y estas ropas no son las suyas! ¡Están hambrientos! -señalaba a los niños, se retorcía los brazos-. ¡Maldita vida! De pronto se encaró con Raskolnikof.

-¿Y a ti no te da vergüenza? ¡Vienes de la taberna! ¡Has bebido con él! ¡Fuera de aquí! El joven, sin decir nada, se apresuró a marcharse. La puerta interior acababa de abrir se e iban asomando caras cínicas y burlonas, bajo el gorro encasquetado y con el cigarrillo o la pipa en la boca. Unos vestían batas caseras; otros, ropas de verano ligeras hasta la indecen cia. Algunos llevaban las cartas en la mano. Se echaron a reír de buena gana al oír decir a Marmeladof que los tirones de pelo eran para él una delicia. Algunos entraron en la habitación.

Al fin se oyó una voz silbante, de mal agüero.

Era Amalia Ivanovna Lipevechsel en persona, que se abrió paso entre los curiosos, para resta blecer el orden a su manera y apremiar por centésima vez a la desdichada mujer, brutal mente y con palabras injuriosas, a dejar la habi tación al mismo día siguiente.

Antes de salir, Raskolnikof había tenido tiempo de Ilevarse la mano al bolsillo, coger las monedas que le quedaban del rublo que había cambiado en la taberna y dejarlo, sin que le viesen, en el alféizar de la ventana. Después, cuando estuvo en la escalera, se arrepintió de su generosidad y estuvo a punto de volver a subir.

«¡Qué estupidez he cometido! -pensó-.

Ellos tienen a Sonia, y yo no tengo quien me ayude.» Luego se dijo que ya no podía volver a recoger el dinero y que, aunque hubiese podi do, no lo habría hecho, y decidió volverse a casa.

«Sonia necesita cremas -siguió diciéndo se, con una risita sarcástica, mientras iba por la calle-. Es una limpieza que cuesta dinero. A lo mejor, Sonia está ahora sin un kopek, pues esta caza de hombres, como la de los animales, de pende de la suerte. Sin mi dinero, tendrían que apretarse el cinturón. Lo mismo les ocurre con Sonia. En ella han encontrado una verdadera mina. Y se aprovechan... Sí, se aprovechan. Se han acostumbrado. Al principio derramaron unas lagrimitas, pero después se acostumbra ron. ¡Miseria humana! A todo se acostumbra uno.» Quedó ensimismado. De pronto, invo luntariamente, exclamó: -Pero ¿y si esto no es verdad? ¿Y si el hombre no es un ser miserable, o, por lo menos, todos los hombres? Entonces habría que admi tir que nos dominan los prejuicios, los temores vanos, y que uno no debe detenerse ante nada ni ante nadie. ¡Obrar: es lo que hay que hacer!

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