Apenas Se hubo marchado la sirvienta, Raskolnikof se levantó, echó el cerrojo, deshizo el paquete de las prendas de vestir comprado por Rasumikhine y empezó a ponérselas. Aun que parezca extraño, se había serenado de súbi to. La frenética excitación que hacía unos mo mentos le dominaba y el pánico de los últimos días habían desaparecido. Era éste su primer momento de calma, de una calma extraña y repentina. Sus movimientos, seguros y preci sos, revelaban una firme resolución. «Hoy, de hoy no pasa», murmuró.
Se daba cuenta de su estado de debili dad, pero la extrema tensión de ánimo a la que debía su serenidad le comunicaba una gran serenidad en sí mismo y parecía darle fuerzas.
Por lo demás, no temía caerse en la calle.
Cuando estuvo enteramente vestido con sus ropas nuevas, permaneció un momento con templando el dinero que Rasumikhine había dejado en la mesa. Tras unos segundos de re flexión, se lo echó al bolsillo. La cantidad as cendía a veinticinco rublos. Cogió también lo que a su amigo le había sobrado de los diez rublos destinados a la compra de las prendas de vestir y, acto seguido, descorrió el cerrojo.
Salió de la habitación y empezó a bajar la esca lera. Al pasar por el piso de la patrona dirigió una mirada a la cocina, cuya puerta estaba abierta. Nastasia daba la espalda a la escalera, ocupada en avivar el fuego del samovar. No oyó nada. En lo que menos pensaba era en aquella fuga.
Momentos después ya estaba en la calle.
Eran alrededor de las ocho y el sol se había puesto. La atmósfera era asfixiante, pero él as piró ávidamente el polvoriento aire, envenena do por las emanaciones pestilentes de la ciu dad. Sintió un ligero vértigo, pero sus ardientes ojos y todo su rostro, descarnado y lívido, ex presaron de súbito una energía salvaje. No lle vaba rumbo fijo, y ni siquiera pensaba en ello.
Sólo pensaba en una cosa: que era preciso po ner fin a todo aquello inmediatamente y de un modo definitivo, y que si no lo conseguía no volvería a su casa, pues no quería seguir vi viendo así. Pero ¿cómo lograrlo? Del modo de «terminar», como él decía, no tenía la menor idea. Sin embargo, procuraba no pensar en ello; es más, rechazaba este pensamiento, porque le torturaba. Sólo tenía un sentimiento y una idea: que era necesario que todo cambiara, fuera co mo fuere y costara lo que costase. «Sí, cueste lo que cueste», repetía con una energía desespe rada, con una firmeza indómita.
Dejándose llevar de una arraigada cos tumbre, tomó maquinalmente el camino de sus paseos habituales y se dirigió a la plaza del Mercado Central. A medio camino, ante la puerta de una tienda, en la calzada, vio a un joven que ejecutaba en un pequeño órgano una melodía sentimental. Acompañaba a una joven cita de unos quince años, que estaba de pie jun to a él, en la acera, y que vestía como una dami sela. Llevaba miriñaque, guantes, mantilla y un sombrero de paja con una pluma de un rojo de fuego, todo ello viejo y ajado. Estaba cantando una romanza con una voz cascada, pero fuerte y agradable, con la esperanza de que le arroja ran desde la tienda una moneda de dos kopeks.
Raskolnikof se detuvo junto a los dos o tres papanatas que formaban el público, escuchó un momento, sacó del bolsillo una moneda de cin co kopeks y la puso en la mano de la mucha cha. Ésta interrumpió su nota más aguda y patética como si le hubiesen cortado la voz.
-¡Basta! -gritó a su compañero. Y los dos se trasladaron a la tienda siguiente.
-¿Le gustan las canciones callejeras? -preguntó de súbito Raskolnikof a un transeún te de cierta edad que había escuchado a los músicos ambulantes y tenía aspecto de pasean te desocupado.
El desconocido le miró con un gesto de asombro.
-A mí -continuó Raskolnikof, que parec ía hablar de cualquier cosa menos de canciones me gusta oír cantar al son del órgano en un atardecer otoñal, frío, sombrío y húmedo, húmedo sobre todo; uno de esos atardeceres en que todos los transeúntes tienen el rostro ver doso y triste, y especialmente cuando cae una nieve aguda y vertical que el viento no desvía.
¿Comprende? A través de la nieve se percibe la luz de los faroles de gas...
-No sé..., no sé... Perdone -balbuceó el paseante, tan alarmado por las extrañas pala bras de Raskolnikof como por su aspecto. Y se apresuró a pasar a la otra acera.
El joven continuó su camino y desem bocó en la plaza del Mercado, precisamente por el punto donde días atrás el matrimonio de comerciantes hablaba con Lisbeth. Pero la pare ja no estaba. Raskolnikof se detuvo al reconocer el lugar, miró en todas direcciones y se acercó a un joven que llevaba una camisa roja y boste zaba a la puerta de un almacén de harina.
-En esa esquina montan su puesto un comerciante y su mujer, que tiene aspecto de campesina, ¿verdad? -Aquí vienen muchos comerciantes -respondió el joven, midiendo a Raskolnikof con una mirada de desdén.
-¿Cómo se llama? -Como le pusieron al bautizarlo.
-¿Eres tal vez de Zaraisk? ¿De qué pro vincia? El mozo volvió a mirar a Raskolnikof.
-Alteza, mi familia no es de ninguna provincia, sino de un distrito. Mi hermano, que es el que viaja, entiende de esas cosas. Pero yo, como tengo que quedarme aquí, no sé nada.
Espero de la misericordia de su alteza que me perdone.
-¿Es un figón lo que hay allí arriba? -Una taberna. Hay un billar e incluso al gunas princesas. Es un lugar muy chic.
Raskolnikof atravesó la plaza. En uno de sus ángulos se apiñaba una multitud de mu jiks. Se introdujo en lo más denso del grupo y empezó a mirar atentamente las caras de unos y otros. Pero los campesinos no le prestaban la menor atención. Todos hablaban a gritos, divi didos en pequeños grupos.
Después de reflexionar un momento, prosiguió su camino en dirección al bulevar V.
Pronto dejó la plaza y se internó en una calleja que, formando un recodo, conduce a la calle de Sadovaia. Había recorrido muchas veces aque lla callejuela. Desde hacía algún tiempo, una fuerza misteriosa le impulsaba a deambular por estos lugares cuando la tristeza le dominaba, con lo que se ponía más triste aún. Esta vez entró en la callejuela inconscientemente. Llegó ante un gran edificio donde todo eran figones y establecimientos de bebidas. De ellos salían continuamente mujeres destocadas y vestidas con negligencia (como quien no ha de alejarse de su casa), y formaban grupos aquí y allá, en la acera, y especialmente al borde de las escale ras que conducían a los tugurios de mala fama del subsuelo.
En uno de estos antros reinaba un es truendo ensordecedor. Se tocaba la guitarra, se cantaba y todo el mundo parecía divertirse.
Ante la entrada había un nutrido grupo de mu jeres. Unas estaban sentadas en los escalones, otras en la acera y otras, en fin, permanecían de pie ante la puerta, charlando. Un soldado, be bido, con el cigarrillo en la boca, erraba en tor no de ellas, lanzando juramentos. Al parecer no se acordaba del sitio adonde quería dirigirse.
Dos individuos desarrapados cambiaban insul tos. Y, en fin, se veía un borracho tendido cuan largo era en medio de la calle.
Raskolnikof se detuvo junto al grupo principal de mujeres. Éstas platicaban con vo ces desgarradas. Vestían ropas de Indiana, Ile vaban la cabeza descubierta y calzado de cabri tilla. Unas pasaban de los cuarenta; otras ape nas habían cumplido los diecisiete. Todas ten ían los ojos hinchados.
El canto y todos los ruidos que salían del tugurio subterráneo cautivaron a Raskolni kof. Entre las carcajadas y el alegre bullicio se oía una fina voz de falsete que entonaba una bella melodía, mientras alguien danzaba furio samente al son de una guitarra, marcando el compás con los talones. Raskolnikof, inclinado hacia el sótano, escuchaba, con semblante triste y soñador.
Mi hombre, amor mío, no me pegues sin razón, cantaba la voz aguda. El oyente mostra ba un deseo tan ávido de captar hasta la última sílaba de esta canción, que se diría que aquello era para él cuestión de vida o muerte.
«¿Y si entrase? -pensó-. Se ríen. Es la embriaguez. ¿Y si yo me embriagase también?» -¿No entra usted, caballero? -le pre guntó una de las mujeres.
Su voz era clara y todavía fresca. Parecía joven y era la única del grupo que no inspiraba repugnancia.
Raskolnikof levantó la cabeza y exclamó mientras la miraba: -¡Qué bonita eres! Ella sonrió. El cumplido la había emo cionado.
-Usted también es un guapo mozo -dijo.
-Demasiado delgado -dijo otra de aque llas mujeres, con voz cavernosa-. Seguro que acaba de salir del hospital.
-Parecen damas de la alta sociedad, pero esto no les impide tener la nariz chata -dijo de súbito un alegre mujik que pasaba por allí con la blusa desabrochada y el rostro ensanchado por una sonrisa-. ¡Esto alegra el corazón! -En vez de hablar tanto, entra.
-Te obedezco, amor mío.
Dicho esto, entró..., y se fue rodando es caleras abajo.
Raskolnikof continuó su camino.
-¡Oiga, señor! -le gritó la muchacha ape nas vio que echaba a andar.
-¿Qué? Ella se turbó.
-Me encantaría pasar unas horas con us ted, caballero; pero me siento cohibida en su presencia. Déme seis kopeks para beberme un vaso, amable señor.
Raskolnikof buscó en su bolsillo y sacó todo lo que había en él: tres monedas de cinco kopeks.
-¡Oh! ¡Qué príncipe tan generoso! -¿Cómo te llamas? -Llámame Duklida.
-¡Es vergonzoso! -exclamó una de las mujeres del grupo, sacudiendo la cabeza con un gesto de desesperación-. No comprendo cómo se puede mendigar de este modo. Sólo de pensarlo, me muero de vergüenza.
Raskolnikof miró con curiosidad a la mujer que había hablado así. Representaba unos treinta años. Estaba picada de viruelas y salpicada de equimosis. Tenía el labio superior un poco hinchado. Había expresado su des aprobación en un tono de grave serenidad.
«¿Dónde he leído yo -pensaba Raskolni kof al alejarse que un condenado a muerte de cía, una hora antes de la ejecución de la senten cia, que antes que morir preferiría pasar la vida en una cumbre, en una roca escarpada donde tuviera el espacio justo para colocar los pies, una roca rodeada de precipicios o perdida en medio del océano sin fin, en una perpetua sole dad, aunque esta vida durara mil años o fuera eterna? Vivir, vivir sea como fuere. El caso es vivir... -y añadió al cabo de un momento-: El hombre es cobarde, y cobarde el que le repro cha esta cobardía.» Desembocó en otra calle.
«¡Mira, el Palacio de Cristal! Rasumi khine me hablaba de él no hace mucho. Pero ¿qué es lo que yo quería hacer? ¡Ah, sí! Leer...
Zosimof ha dicho que leyó en la prensa...» -¿Me dará los periódicos? -preguntó en trando en un salón de té espacioso, bastante limpio y que estaba casi vacío.
Sólo había dos o tres clientes tomando el té y, en un departamento algo lejano, un grupo de cuatro personas que bebían champán. Ras kolnikof creyó reconocer a Zamiotof entre ellas, pero la distancia le impedía asegurar que fuese él.
«¡Bah, qué importa!», pensó.
-¿Quiere usted vodka? -preguntó el ca marero.
-Tráeme té y los periódicos, los atrasa dos, los de estos últimos cinco días. Te daré propina.
-Gracias, señor. Aquí tiene los de hoy, de momento. ¿Quiere vodka también? El camarero le trajo el té y los demás pe riódicos. Raskolnikof se sentó y empezó a leer los títulos... Izler... Izler... Los Aztecas... Izler...
Bartola... Massimo... Los Aztecas... Izler. Ojeó los sucesos: un hombre que se había caído por una escalera, un comerciante ebrio que había muer to abrasado, un incendio en el barrio de las Arenas, otro incendio en el nuevo barrio de Petersburgo, otro en este mismo barrio... Izler...
Izler... Massimo...
«¡Aquí está!» Había encontrado al fin lo que buscaba, y empezó a leer. Las líneas danzaban ante sus ojos. Sin embargo, leyó el suceso hasta el fin de la información y buscó nuevas noticias sobre el hecho en los números siguientes. Sus manos temblaban de impaciencia al pasar las pági nas...
De pronto, alguien se sentó a su lado y él le dirigió una mirada. Era Zamiotof, Zamio tof en persona, con la misma indumentaria que llevaba en la comisaría. Lucía sus anillos, sus cadenas, sus cabellos negros, rizados, abrillan tados y partidos por una raya perfecta. Llevaba su maravilloso chaleco, su americana un tanto gastada y su camisa no del todo nueva. Parecía de excelente humor, pues sonreía afectuosa mente. El champán había coloreado su cetrino rostro.
-Pero ¿usted aquí? -dijo con un gesto de asombro y con el tono que habría adoptado para dirigirse a un viejo camarada-. Pero si Ra sumikhine me dijo ayer que estaba usted todav ía delirando. ¡Qué cosa tan rara! ¿Sabe que es tuve en su casa? Raskolnikof había presentido que el se cretario de la comisaría se acercaría a él. Dejó los periódicos y se encaró con Zamiotof. En sus labios se percibía una sonrisa irónica que deja ba traslucir cierta irritación.
-Ya sé que vino usted -respondió-; ya me lo han dicho... Usted me buscó la bota...
¿Sabe que tiene subyugado a Rasumikhine? Dice que estuvieron ustedes dos en casa de Luisa Ivanovna, aquella a la que usted intenta ba defender el otro día. Ya sabe lo que quiero decir. Usted hacía señas al «teniente Pólvora» y él no lo entendía. ¿Se acuerda usted? Sin em bargo, no hacía falta ser un lince para com prenderlo. La cosa no podía estar más clara.
-¡Qué charlatán! -¿Se refiere al «teniente Pólvora»? -No, a su amigo Rasumikhine.
-¡Vaya, vaya, señor Zamiotof! ¡Para us ted es la vida! Usted tiene entrada libre y gra tuita en lugares encantadores. ¿Quién le ha invitado a champán ahora mismo? -¿Invitado...? Hemos bebido champán.
Pero ¿a santo de qué tenían que invitarme? -Para corresponder a algún favor. Uste des sacan provecho de todo.
Raskolnikof se echó a reír.
-No se enfade, no se enfade -añadió, dándole una palmada en la espalda-. Se lo digo sin malicia alguna, amistosamente, por pura diversión, como decía de los puñetazos que dio a Mitri el pintor que detuvieron ustedes por el asunto de la vieja.
-¿Cómo sabe usted que dijo eso? -Yo sé muchas cosas, tal vez más que us ted, sobre ese asunto...
-¡Qué raro está usted...! No me cabe du da de que está todavía enfermo. No debió salir de casa.
-¿De modo que le parece que estoy raro? -Sí. ¿Qué estaba leyendo? -Los periódicos.
-Sólo hablan de incendios.
-Yo no leía los incendios.
Miró a Zamiotof con una expresión ex traña. Una sonrisa irónica volvió a torcer sus labios.
-No -repitió-, yo no leía las noticias de los incendios -y añadió, guiñándole un ojo-: Confiese, querido amigo, que arde usted en deseos de saber lo que estaba leyendo.
-Se equivoca usted. Le he hecho esa pregunta por decir algo. ¿Es que no puede uno preguntar...? Pero ¿qué le sucede? -Óigame: usted es un hombre culto, ¿verdad? Usted debe de haber leído mucho.
-He seguido seis cursos en el Instituto -repuso Zamiotof, un tanto orgulloso.
-¡Seis cursos! ¡Ah, querido amigo! Lleva una raya perfecta, sortijas..., en fin, que es usted un hombre rico... ¡Y qué linda presencia! Raskolnikof soltó una carcajada en la misma cara de su interlocutor, el cual retroce dió, no porque se sintiera ofendido, sino a cau sa de la sorpresa.
-¡Qué extraño está usted! -dijo, muy se rio, Zamiotof-. Yo creo que aún desvaría.
-¿Desvariar yo? Te equivocas, hijito...
Así, ¿cree usted que estoy extraño? Y se pre gunta usted por qué, ¿no? -Sí.
-Y desea usted saber lo que he leído, lo que he buscado en estos periódicos... Mire, mire cuántos números he pedido... Esto es sospecho so, ¿verdad? -Pero ¿qué dice usted? -Usted cree que ha atrapado al pájaro en el nido.
-¿Qué pájaro? -Después se lo diré. Ahora le voy a par ticipar..., mejor dicho, a confesar..., no, tampo co..., ahora voy a prestar declaración y usted tomará nota. ¡Ésta es la expresión! Pues bien, declaro que he estado buscando y rebuscando...
-hizo un guiño, seguido de una pausa- que he venido aquí a leer los detalles relacionados con la muerte de la vieja usurera.
Las últimas palabras las dijo en un susu rro y acercando tanto su cara a la de Zamiotof, que casi llegó a tocarla.
El secretario se quedó mirándole fija mente, sin moverse y sin retirar la cabeza. Más tarde, al recordar este momento, Zamiotof se preguntaba, extrañado, cómo podían haber estado mirándose así, sin decirse nada, durante un minuto.
-¿Qué me importa a mí lo que usted es tuviera leyendo? -exclamó de pronto, descon certado y molesto por aquella extraña actitud-.
¿Por qué cree usted que me ha de importar? ¿Qué tiene de particular que usted estuviera leyendo ese suceso? Pero Raskolnikof, en voz baja como an tes y sin hacer caso de las exclamaciones de Zamiotof, siguió diciendo: -Me refiero a esa vieja de la que habla ban ustedes en la comisaría, ¿se acuerda?, cuando me desmayé... ¿Comprende usted ya? -Pero ¿qué he de comprender? ¿Qué quiere usted decir? -preguntó Zamiotof, inquie to.
El semblante grave e inmóvil de Ras kolnikof cambió de expresión repentinamente, y el ex estudiante se echó a reír con la misma risa nerviosa e incontenible que le había acome tido momentos antes. De súbito le pareció que volvía a vivir intensamente las escenas turba doras del crimen... Estaba detrás de la puerta con el hacha en la mano; el cerrojo se movía ruidosamente; al otro lado de la puerta, dos hombres la sacudían, tratando de forzarla y lanzando juramentos; y él se sentía dominado por el deseo de insultarlos, de hacerles hablar, de mofarse de ellos, de echarse a reír, con risa estrepitosa a grandes carcajadas...
-O está usted loco, o... -dijo Zamiotof.
Se detuvo ante la idea que de súbito le había asaltado.
-¿O qué...? Acabe, dígalo.
-No -replicó Zamiotof-. ¡Es tan absur do...! Los dos guardaron silencio. Raskolni kof, tras su repentino arrebato de hilaridad, quedó triste y pensativo. Se acodó en la mesa y apoyó la cabeza en las manos. Parecía haberse olvidado de la presencia de Zamiotof. Hubo un largo silencio.
-¿Por qué no se toma el té? -dijo Zamio tof-. Se va a enfriar -¿Qué...? ¿El té...? ¡Ah, sí! Raskolnikof tomó un sorbo, se echó a la boca un trozo de pan, fijó la mirada en Zamio tof y pareció ahuyentar sus preocupaciones. Su semblante recobró la expresión burlona que tenía hacía un momento. Después, Raskolnikof siguió tomándose el té.
-Actualmente, los crímenes se multipli can -dijo Zamiotof-. Hace poco leí en las Noti cias de Moscú que habían detenido en esta ciu dad a una banda de monederos falsos. Era una detestable organización que se dedicaba a fa bricar billetes de Banco.
-Ese asunto ya es viejo -repuso con toda calma Raskolnikof-. Hace ya más de un mes que lo leí en la prensa. Así, ¿usted cree que esos falsificadores son unos bandidos? -A la fuerza han de serlo.
-¡Bah! Son criaturas, chiquillos incons cientes, no verdaderos bandidos. Se reúnen cincuenta para un negocio. Esto es un dispara te. Aunque no fueran más que tres, cada uno de ellos habría de tener más confianza en los otros que en si mismo, pues bastaría que cualquiera de ellos diera suelta a la lengua en un momento de embriaguez, para que todo se fuera abajo.
¡Chiquillos inconscientes, no lo dude! Envían a cualquiera a cambiar los billetes en los bancos.
¡Confiar una operación de esta importancia al primero que llega! Además, admitamos que esos muchachos hayan tenido suerte y que hayan logrado ganar un millón cada uno. ¿Y después? ¡Toda la vida dependiendo unos de otros! ¡Es preferible ahorcarse! Esa banda ni siquiera supo poner en circulación los billetes.
Uno va a cambiar billetes grandes en un banco.
Le entregan cinco mil rublos y él los recibe con manos temblorosas. Cuenta cuatro mil, y el quinto millar se lo echa al bolsillo tal como se lo han dado, a toda prisa, pensando solamente en huir cuanto antes. Así da lugar a que sospechen de él. Y todo el negocio se va abajo por culpa de ese imbécil. ¡Es increíble! -¿Increíble que sus manos temblaran? Pues yo lo comprendo perfectamente; me pare ce muy natural. Uno no es siempre dueño de sí mismo. Hay cosas que están por encima de las fuerzas humanas.
-Pero ¡temblar sólo por eso! -¿De modo que usted se cree capaz de hacer frente con serenidad a una situación así? Pues yo no lo seria. ¡Por ganarse cien rublos ir a cambiar billetes falsos! ¿Y adónde? A un banco, cuyo personal es gente experta en el descubri miento de toda clase de ardides. No, yo habría perdido la cabeza. ¿Usted no? Raskolnikof volvió a sentir el deseo de tirar de la lengua al secretario de la comisaría.
Una especie de escalofrió le recorría la espalda.
-Yo habría procedido de modo distinto -manifestó-. Le voy a explicar cómo me habría comportado al cambiar el dinero. Yo habría contado los mil primeros rublos lo menos cua tro veces, examinando los billetes por todas partes. Después, el segundo fajo. De éste habría contado la mitad y entonces me habría deteni do. Del montón habría sacado un billete de cin cuenta rublos y lo habría mirado al trasluz, y después, antes de volver a colocarlo en el fajo, lo habría vuelto a examinar de cerca, como si temiese que fuera falso. Entonces habría empe zado a contar una historia. «Tengo miedo, ¿sa be? Un pariente mío ha perdido de este modo el otro día veinticinco rublos.» Ya con el tercer millar en la mano, diría: «Perdone: me parece que no he contado bien el segundo fajo, que me he equivocado al llegar a la séptima centena.» Después de haber vuelto a contar el segundo millar, contaría el tercero con la misma calma, y luego los otros dos. Cuando ya los hubiera con tado todos, habría sacado un billete del segun do millar y otro del quinto, por ejemplo, y habría rogado que me los cambiasen. Habría fastidiado al empleado de tal modo, que él sólo habría pensado en librarse de mí. Finalmente, me habría dirigido a la salida. Pero, al abrir la puerta... «¡Ah, perdone!» y habría vuelto sobre mis pasos para hacer una pregunta. Así habría procedido yo.
-¡Es usted terrible! -exclamó Zamiotof entre risas-. Afortunadamente, eso no son más que palabras. Si usted se hubiera visto en el trance, habría obrado de modo muy distinto a como dice. Créame: no sólo usted o yo, sino ni el más ducho y valeroso aventurero habría sido dueño de sí en tales circunstancias. Pero no hay que ir tan lejos. Tenemos un ejemplo en el caso de la vieja asesinada en nuestro barrio. El autor del hecho ha de ser un bribón lleno de coraje, ya que ha cometido el crimen durante el día, y puede decirse que ha sido un milagro que no lo hayan detenido. Pues bien, sus manos tembla ron. No pudo consumar el robo. Perdió la cal ma: los hechos lo demuestran.
Raskolnikof se sintió herido.
-¿De modo que los hechos lo demues tran? Pues bien, pruebe a atraparlo -dijo con mordaz ironía.
-No le quepa duda de que daremos con él.
-¿Ustedes? ¿Que ustedes darán con él? ¡Ustedes qué han de dar! Ustedes sólo se pre ocupan de averiguar si alguien derrocha el di nero. Un hombre que no tenía un cuarto em pieza de pronto a tirar el dinero por la ventana.
¿Cómo no ha de ser el culpable? Teniendo esto en cuenta, un niño podría engañarlos por poco que se lo propusiera.
-El caso es que todos hacen lo mismo -repuso Zamiotof-. Después de haber demos trado tanta destreza como astucia al cometer el crimen, se dejan coger en la taberna. Y es que no todos son tan listos como usted. Usted, na turalmente, no iría a una taberna.
Raskolnikof frunció las cejas y miró a su interlocutor fijamente.
-¡Oh usted es insaciable! -dijo, mal humorado-. Usted quiere saber cómo obraría yo si me viese en un caso así.
-Exacto -repuso Zamiotof en un tono lleno de gravedad y firmeza. Desde hacía unos momentos, su semblante revelaba una profun da seriedad.
-¿Es muy grande ese deseo? -Mucho.
-Pues bien, he aquí cómo habría proce dido yo.
Al decir esto, Raskolnikof acercó nue vamente su cara a la de Zamiotof y le miró tan fijamente, que esta vez el secretario no pudo evitar un estremecimiento.
-He aquí cómo habría procedido yo.
Habría cogido las joyas y el dinero y, apenas hubiera dejado la casa, me habría dirigido a un lugar apartado, cercado de muros y desierto; un solar o algo parecido. Ante todo, habría bus cado una piedra de gran tamaño, de unas cua renta libras por lo menos, una de esas piedras que, terminada la construcción de un edificio, suelen quedar en algún rincón, junto a una pa red. Habría levantado la piedra y entonces habría quedado al descubierto un hoyo. En este hoyo habría depositado las joyas y el dinero; luego habría vuelto a poner la piedra en su sitio y acercado un poco de tierra con el pie en torno alrededor. Luego me habría marchado y habría estado un año, o dos, o tres, sin volver por allí...
¡Y ya podrían ustedes buscar al culpable! -¡Está usted loco! -exclamó Zamiotof.
Lo había dicho también en voz baja y se había apartado de Raskolnikof. Éste palideció horriblemente y sus ojos fulguraban. Su labio superior temblaba convulsivamente. Se acercó a Zamiotof tanto como le fue posible y empezó a mover los labios sin pronunciar palabra. Así estuvo treinta segundos. Se daba perfecta cuen ta de lo que hacía, pero no podía dominarse. La terrible confesión temblaba en sus labios, como días atrás el cerrojo en la puerta, y estaba a punto de escapársele.
-¿Y si yo fuera el asesino de la vieja y de Lisbeth? -preguntó, e inmediatamente volvió a la realidad.
Zamiotof le miró con ojos extraviados y se puso blanco como un lienzo. Esbozó una sonrisa.
-¿Es posible? -preguntó en un impercep tible susurro.
Raskolnikof fijó en él una mirada vene nosa.
-Confiese que se lo ha creído -dijo en un tono frío y burlón-. ¿Verdad que sí? ¡Confiése lo! -Nada de eso -replicó vivamente Zamio tof-. No lo creo en absoluto. Y ahora menos que nunca.
-¡Ha caído usted, muchacho! ¡Ya le ten go! Usted no ha dejado de creerlo, por poco que sea, puesto que dice que ahora lo cree moins que jamais.
-No, no -exclamó Zamiotof, visiblemen te confundido-. Yo no lo he creído nunca. Ha sido usted, confiéselo, el que me ha atemoriza do para inculcarme esta idea.
-Entonces, ¿no lo cree usted? ¿Es que no se acuerda de lo que hablaron ustedes cuando salí de la comisaría? Además, ¿por qué el «te niente Pólvora» me interrogó cuando recobré el conocimiento? Se levantó, cogió su gorra y gritó al ca marero: -¡Eh! ¿Cuánto le debo? -Treinta kopeks -dijo el muchacho, que acudió a toda prisa.
-Toma. Y veinte de propina. ¡Mire, mire cuánto dinero! -continuó, mostrando a Zamio tof su temblorosa mano, llena de billetes-. Bille tes rojos y azules, veinticinco rublos en billetes.
¿De dónde los he sacado? Y estas ropas nuevas, ¿cómo han llegado a mi poder? Usted sabe muy bien que yo no tenía un kopek. Lo sabe porque ha interrogado a la patrona. De esto no me cabe duda. ¿Verdad que la ha interrogado...? En fin, basta de charla... ¡Hasta más ver...! ¡Encantado! Y salió del establecimiento, presa de una sensación nerviosa y extraña, en la que había cierto placer desesperado. Por otra parte, estaba profundamente abatido y su semblante tenía una expresión sombría. Parecía hallarse bajo los efectos de una crisis reciente. Una fatiga cre ciente le iba agotando. A veces recobraba de súbito las fuerzas por obra de una violenta exci tación, pero las perdía inmediatamente, tan pronto como pasaba la acción de este estimu lante ficticio.
Al quedarse solo, Zamiotof no se movió de su asiento. Allí estuvo largo rato, pensativo.
Raskolnikof había trastornado inesperadamen te todas sus ideas sobre cierto punto y fijado definitivamente su opinión.
Ilia Petrovitch es un imbécil», se dijo.
Apenas puso los pies en la calle, Ras kolnikof se dio de manos a boca con Rasumi khine, que se disponía a entrar en el salón de té.
Estaban a un paso de distancia el uno del otro, y aún no se habían visto. Cuando al fin se vie ron, se miraron de pies a cabeza. Rasumikhine estaba estupefacto. Pero, de súbito, la ira, una ira ciega, brilló en sus ojos.
-¿Conque estabas aquí? -vociferó-. ¡El hombre ha saltado de la cama y se ha escapado! ¡Y yo buscándote! ¡Hasta debajo del diván, has ta en el granero! He estado a punto de pegarle a Nastasia por culpa tuya... ¡Y miren ustedes de dónde sale.. ! Rodia, ¿qué quiere decir esto? Di la verdad.
-Pues esto quiere decir que estoy harto de todos vosotros, que quiero estar solo -repuso con toda calma Raskolnikof.
-¡Pero si apenas puedes tenerte en pie, tienes los labios blancos como la cal y ni fuerzas te quedan para respirar! ¡Estúpido! ¿Qué haces en el Palacio de Cristal? ¡Dímelo! -Déjame en paz -dijo Raskolnikof, tra tando de pasar por el lado de su amigo.
Esta tentativa enfureció a Rasumikhine, que apresó por un hombro a Raskolnikof.
-¿Que te deje después de lo que has hecho? No sé cómo te atreves a decir una cosa así. ¿Sabes lo que voy a hacer? A cogerte debajo del brazo como un paquete, llevarte a casa y encerrarte.
-Óyeme, Rasumikhine -empezó a decir Raskolnikof en voz baja y con perfecta calma-: ¿es que no te das cuenta de que tu protección me fastidia? ¿Qué interés tienes en sacrificarte por una persona a la que molestan tus sacrifi cios e incluso se burla de ellos? Dime: ¿por qué viniste a buscarme cuando me puse enfermo? ¡Pero si entonces la muerte habría sido una feli cidad para mí! ¿No lo he demostrado ya clara mente que tu ayuda es para mí un martirio, que ya estoy harto? No sé qué placer se puede sen tir torturando a la gente. Y te aseguro que todo esto perjudica a mi curación, pues estoy conti nuamente irritado. Hace poco, Zosimof se ha marchado para no mortificarme. ¡Déjame tú también, por el amor de Dios! ¿Con qué dere cho pretendes retenerme a la fuerza? ¿No ves que ya he recobrado la razón por completo? Te agradeceré que me digas cómo he de suplicarte, para que me entiendas, que me dejes tranquilo, que no te sacrifiques por mí. ¡Dime que soy un ingrato, un ser vil, pero déjame en paz, déjame, por el amor de Dios! Había pronunciado las primeras pala bras en voz baja, feliz ante la idea del veneno que iba a derramar sobre su amigo, pero acabó por expresarse con una especie de delirante frenesí. Se ahogaba como en su reciente escena con Lujine.
Rasumikhine estuvo un momento pen sativo. Después soltó el brazo de su amigo.
-¡Vete al diablo! -dijo con un gesto de preocupación.
Se había colmado su paciencia. Pero, apenas dio un paso Raskolnikof, le llamó, en un arranque repentino.
-¡Espera! ¡Escucha! Quiero decirte que tú y todos los de tu calaña, desde el primero hasta el último, sois unos vanidosos y unos charlatanes. Cuando sufrís una desgracia a os acecha un peligro, lo incubáis como incuba la gallina sus huevos, y ni siquiera en este caso os encontráis a vosotros mismos. No hay un áto mo de vida personal, original, en vosotros. Es agua clara, no sangre, lo que corre por vuestras venas. Ninguno de vosotros me inspiráis con fianza. Lo primero que os preocupa en todas las circunstancias es no pareceros a ningún otro ser humano.
Raskolnikof se dispuso a girar sobre sus talones. Rasumikhine le gritó, más indignado todavía: -¡Escúchame hasta el final! Ya sabes que hoy estreno una nueva habitación. Mis invita dos deben de estar ya en casa, pero he dejado allí a mi tío para que los atienda. Pues bien, si tú no fueras un imbécil, un verdadero imbécil, un idiota de marca mayor, un simple imitador de gentes extranjeras... Oye, Rodia; yo reconoz co que eres una persona inteligente, pero idiota a pesar de todo... Pues, si no fueses un imbécil, vendrías a pasar la velada en nuestra compañía en vez de gastar las suelas de tus botas yendo por las calles de un lado a otro. Ya que has sali do sin deber, sigue fuera de casa... Tendrás un buen sillón; se lo pediré a la patrona. . Un té modesto... Compañía agradable... Si lo prefie res, podrás estar echado en el diván: no por eso dejarás de estar con nosotros. Zosimof está in vitado. ¿Vendrás? -No.
-¡No lo creo! -gritó Rasumikhine, impa ciente-. Tú no puedes saber que no irás. No puedes responder de tus actos y, además, no entiendes nada... Yo he renegado de la sociedad mil veces y luego he vuelto a ella a toda prisa...
Te sentirás avergonzado de tu conducta y vol verás al lado de tus semejantes... Edificio Pot chinkof, tercer piso. ¡No lo olvides! -Si continúas así, un día te dejarás azotar por pura caridad.
-¿Yo? Le cortaré las orejas al que mues tre tales intenciones. Edificio Potchinkof, núme ro cuarenta y siete, departamento del funciona rio Babuchkhine...
-No iré, Rasumikhine.
Y Raskolnikof dio media vuelta y em pezó a alejarse.
-Pues yo creo que sí que vendrás, por que lo conozco... ¡Oye! ¿Está aquí Zamiotof? -Sí.
-¿Habéis hablado? -Sí.
-¿De qué.. ? ¡Bueno, no me lo digas si no quieres! ¡Vete al diablo! Potchinkof, cuarenta y siete, Babuchkhine. ¡No lo olvides! Raskolnikof llegó a la Sadovia, dobló la esquina y desapareció. Rasumikhine le había seguido con la vista. Estaba pensativo. Al fin se encogió de hombros y entró en el estableci miento. Ya en la escalera, se detuvo.
-¡Que se vaya al diablo! -murmuró-.
Habla como un hombre cuerdo y, sin embar go. . Pero ¡qué imbécil soy! ¿Acaso los locos no suelen hablar como personas sensatas? Esto es lo que me parece que teme Zo simof -y se llevó el dedo a la sien- ¿Y qué ocu rrirá si...? No se le puede dejar solo. Es capaz de tirarse al río... He hecho una tontería: no debí dejarlo.
Echó a correr en busca de Raskolnikof.
Pero éste había desaparecido sin dejar rastro.
Rasumikhine regresó al Palacio de Cristal para interrogar cuanto antes a Zamiotof.
Raskolnikof se había dirigido al puente de... Se internó en él, se acodó en el pretil y su mirada se perdió en la lejanía. Estaba tan débil, que le había costado gran trabajo llegar hasta allí. Sentía vivos deseos de sentarse o de ten derse en medio de la calle. Inclinado sobre el pretil, miraba distraído los reflejos sonrosados del sol poniente, las hileras de casas oscureci das por las sombras crepusculares y a la orilla izquierda del río, el tragaluz de una lejana buhardilla, incendiado por un último rayo de sol. Luego fijó la vista en las aguas negras del canal y quedó absorto, en atenta contempla ción. De pronto, una serie de círculos rojos em pezaron a danzar ante sus ojos; las casas, los transeúntes, los malecones, empezaron también a danzar y girar. De súbito se estremeció. Una figura insólita, horrible, que acababa de apare cer ante él, le impresionó de tal modo, que no llegó a desvanecerse. Había notado que alguien acababa de detenerse cerca de él, a su derecha.
Se volvió y vio una mujer con un pañuelo en la cabeza. Su rostro, amarillento y alargado, apa recía hinchado por la embriaguez. Sus hundi dos ojos le miraron fijamente, pero, sin duda, no le vieron, porque no veían nada ni a nadie.
De improviso, puso en el pretil el brazo dere cho, levantó la pierna del mismo lado, saltó la baranda y se arrojó al canal.
El agua sucia se agitó y cubrió el cuerpo de la suicida, pero sólo momentáneamente, pues en seguida reapareció y empezó a desli zarse al suave impulso de la corriente. Su cabe za y sus piernas estaban sumergidas: única mente su espalda permanecía a flote, con la blusa hinchada sobre ella como una almohada.
-¡Se ha ahogado! ¡Se ha ahogado! -gritaban de todas partes.
Acudía la gente; las dos orillas se llena ron de espectadores; la multitud de curiosos aumentaba en torno a Raskolnikof y le prensa ba contra el pretil.
-¡Señor, pero si es Afrosiniuchka! -dijo una voz quejumbrosa-. ¡Señor, sálvala! ¡Her manos, almas generosas, salvadla! -¡Una barca! ¡Una barca! -gritó otra voz entre la muchedumbre.
Pero no fue necesario. Un agente de la policía bajó corriendo las escaleras que conduc ían al canal, se quitó el uniforme y las botas y se arrojó al agua. Su tarea no fue difícil. El cuerpo de la mujer, arrastrado por la corriente, había llegado tan cerca de la escalera, que el policía pudo asir sus ropas con la mano derecha y con la izquierda aferrarse a un palo que le tendía un compañero.
Sacaron del canal a la víctima y la depo sitaron en las gradas de piedra. La mujer volvió muy pronto en sí. Se levantó, lanzó varios es tornudos y empezó a escurrir sus ropas, con gesto estúpido y sin pronunciar palabra.
-¡Virgen Santa! -gimoteó la misma voz de antes, esta vez al lado de Afrosiniuchka-. Se ha puesto a beber, a beber... Hace poco intentó ahorcarse, pero la descolgaron a tiempo. Hoy me he ido a hacer mis cosas, encargando a mi hija de vigilarla, y ya ven ustedes lo que ha ocurrido. Es vecina nuestra, ¿saben?, vecina nuestra. Vive aquí mismo, dos casas después de la esquina...
La multitud se fue dispersando. Los agentes siguieron atendiendo a la víctima. Uno de ellos mencionó la comisaría.
Raskolnikof asistía a esta escena con una extraña sensación de indiferencia, de embrute cimiento. Hizo una mueca de desaprobación y empezó a gruñir: -Esto es repugnante... Arrojarse al agua no vale la pena... No pasará nada... Es tonto ir a la comisaría... Zamiotof no está allí. ¿Por qué...? Las comisarías están abiertas hasta las diez.
Se volvió de espaldas al pretil, se apoyó en él y lanzó una mirada en todas direcciones.
«¡Bueno, vayamos!», se dijo. Y, dejando el puente, se dirigió a la comisaría. Tenía la sensación de que su corazón estaba vacío, y no quería reflexionar. Ya ni siquiera sentía angus tia: un estado de apatía había reemplazado a la exaltación con que había salido de casa resuelto a terminar de una vez.
«Desde luego, esto es una solución -se decía, mientras avanzaba lentamente por la calzada que bordeaba el canal-. Sí, terminaré porque quiero terminar... Pero ¿es esto, real mente, una solución...? El espacio justo para poner los pies... ¡Vaya un final! Además, ¿se puede decir que esto sea un verdadero final...? ¿Debo contarlo todo o no...? ¡Demonio, qué rendido estoy! ¡Si pudiese sentarme o echarme aquí mismo...! Pero ¡qué vergüenza hacer una cosa así! ¡Se le ocurre a uno cada estupidez...!» Para dirigirse a la comisaría tenía que avanzar derechamente y doblar a la izquierda por la segunda travesía. Inmediatamente en contraría lo que buscaba. Pero, al llegar a la primera esquina, se detuvo, reflexionó un mo mento y se internó en la callejuela. Luego reco rrió dos calles más, sin rumbo fijo, con el deseo inconsciente de ganar unos minutos. Iba con la mirada fija en el suelo. De súbito experimentó la misma sensación que si alguien le hubiera murmurado unas palabras al oído. Levantó la cabeza y advirtió que estaba a la puerta de «aquella» casa, la casa a la que no había vuelto desde «aquella» tarde.
Un deseo enigmático e irresistible se apoderó de él. Raskolnikof cruzó la entrada y se creyó obligado a subir al cuarto piso del primer cuerpo de edificio, situado a la derecha.
La escalera era estrecha, empinada y oscura.
Raskolnikof se detenía en todos los rellanos y miraba con curiosidad a su alrededor. Al llegar al primero, vio que en la ventana faltaba un cristal. «Entonces estaba», se dijo. Y poco des pués: «Éste es el departamento del segundo donde trabajaban Nikolachka y Mitri. Ahora está cerrado y la puerta pintada. Sin duda ya está habitado.» Luego el tercer piso, y en segui da el cuarto... «¡Éste es!» Raskolnikof tuvo un gesto de estupor: la puerta del piso estaba abierta y en el interior había gente, pues se oían voces. Esto era lo que menos esperaba. El joven vaciló un momento; después subió los últimos escalones y entró en el piso.
Lo estaban remozando, como habían hecho con el segundo. En él había dos empape ladores trabajando, cosa que le sorprendió so bremanera. No podría explicar el motivo, pero se había imaginado que encontraría el piso co mo lo dejó aquella tarde. Incluso esperaba, aunque de un modo impreciso, encontrar los cadáveres en el entarimado. Pero, en vez de esto, veía paredes desnudas, habitaciones vac ías y sin muebles... Cruzó la habitación y se sentó en la ventana.
Los dos obreros eran jóvenes, pero uno mayor que el otro. Estaban pegando en las pa redes papeles nuevos, blancos y con florecillas de color malva, para sustituir al empapelado anterior, sucio, amarillento y lleno de desga rrones. Esto desagradó profundamente a Ras kolnikof. Miraba los nuevos papeles con gesto hostil: era evidente que aquellos cambios le contrariaban. Al parecer, los empapeladores se habían retrasado. De aquí que se apresurasen a enrollar los restos del papel para volver a sus casas. Sin prestar apenas atención a la entrada de Raskolnikof, siguieron conversando. Él se cruzó de brazos y se dispuso a escucharlos.
El de más edad estaba diciendo: -Vino a mi casa al amanecer, cuando es taba clareando, ¿comprendes?, y llevaba el ves tido de los domingos. «¿A qué vienen esas mi radas tiernas?, le pregunté. Y ella me contestó: «Quiero estar sometida a tu voluntad desde este momento, Tite Ivanovitch...» Ya ves. Y, como te digo, iba la mar de emperifollada: pa recía un grabado de revista de modas.
-¿Y qué es una revista de modas? -preguntó el más joven, con el deseo de que su compañero le instruyera.
-Pues una revista de modas, hijito, es una serie de figuras pintadas. Todas las sema nas las reciben del extranjero nuestros sastres.
Vienen por correo y sirven para saber cómo hay que vestir a las personas, tanto a las del sexo masculino como a las del sexo femenino. El caso es que son dibujos, ¿entiendes? -¡Dios mío, qué cosas se ven en este Pi ter! -exclamó el joven, entusiasmado-. Excepto a Dios, aquí se encuentra todo.
-Todo, excepto eso, amigo -terminó el mayor con acento sentencioso.
Raskolnikof se levantó y pasó a la habi tación contigua, aquella en donde había estado el arca, la cama y la cómoda. Sin muebles le pareció ridículamente pequeña. El papel de las paredes era el mismo. En un rincón se veía el lugar ocupado anteriormente por las imágenes santas. Después de echar una ojeada por toda la pieza, volvió a la ventana. El obrero de más edad se quedó mirándole.
-¿Qué desea usted? -le preguntó de pronto.
En vez de contestarle, Raskolnikof se le vantó, pasó al vestíbulo y empezó a tirar del cordón de la campanilla. Era la misma; la reco noció por su sonido de hojalata. Tiró del cordón otra vez, y otra, aguzó el oído mientras trataba de recordar. La atroz impresión recibida el día del crimen volvió a él con intensidad creciente.
Se estremecía cada vez que tiraba del cordón, y hallaba en ello un placer cuya violencia iba en aumento.
-Pero ¿qué quiere usted? ¿Y quién es? -le preguntó el empapelador de más edad, yendo hacia él.
Raskolnikof volvió a la habitación.
-Quiero alquilar este departamento -repuso-, y es natural que desee verlo.
-De noche no se miran los pisos.
Además, ha de subir acompañado del portero.
-Veo que han lavado el suelo. ¿Van a pintarlo? ¿Queda alguna mancha de sangre? -¿De qué sangre? -Aquí mataron a la vieja y a su hermana.
Allí había un charco de sangre.
-Pero ¿quién es usted? -exclamó, ya in quieto, el empapelador.
-¿Yo? -Sí.
-¿Quieres saberlo? Ven conmigo a la comisaría. Allí lo diré.
Los dos trabajadores se miraron con ex presión interrogante.
-Ya es hora de que nos vayamos -dijo el mayor-. Incluso nos hemos retrasado. Vámo nos, Aliochka. Tenemos que cerrar.
-Entonces, vamos -dijo Raskolnikof con un gesto de indiferencia.
Fue el primero en salir. Después em pezó a bajar lentamente la escalera.
-¡Hola, portero! -exclamó cuando llegó a la entrada.
En la puerta había varias personas mi rando a la gente que pasaba: los dos porteros, una mujer, un burgués en bata y otros indivi duos. Raskolnikof se fue derecho a ellos.
-¿Qué desea? -le preguntó uno de los porteros.
-¿Has estado en la comisaría? -De allí vengo. ¿Qué desea usted? -¿Están todavía los empleados? -Sí.
-¿Está el ayudante del comisario? -Hace un momento estaba. Pero ¿qué desea? Raskolnikof no contestó; quedó pensati vo.
-Ha venido a ver el piso -dijo el empa pelador de más edad.
-¿Qué piso? -El que nosotros estamos empapelando.
Ha dicho que por qué han lavado la sangre, que allí se ha cometido un crimen y que él ha veni do para alquilar una habitación. Casi rompe el cordón de la campanilla a fuerza de tirones.
Después ha dicho: «Vamos a la comisaría; allí lo contaré todo.» Y ha bajado con nosotros.
El portero miró atentamente a Raskolni kof. En sus ojos había una mezcla de curiosidad y recelo.
-Bueno, pero ¿quién es usted? -Soy Rodion Romanovitch Raskolnikof, ex estudiante, y vivo en la calle vecina, edificio Schill, departamento catorce. Pregunta al porte ro: me conoce.
Raskolnikof hablaba con indiferencia y estaba pensativo. Miraba obstinadamente la oscura calle, y ni una sola vez dirigió la vista a su interlocutor.
-Diga: ¿para qué ha subido al piso? -Quería verlo.
-Pero si en él no hay nada que ver...
-Lo más prudente sería llevarlo a la co misaría -dijo de pronto el burgués.
Raskolnikof le miró por encima del hombro, lo observó atentamente y dijo, sin per der la calma ni salir de su indiferencia: -Vamos.
-Sí, hay que llevarlo -insistió el burgués con vehemencia-. ¿A qué ha ido allá arriba? No cabe duda de que tiene algún peso en la con ciencia.
-A lo mejor dice esas cosas porque está bebido -dijo el empapelador en voz baja.
-Pero ¿qué quiere usted? -exclamó de nuevo el portero, que empezaba a enfadarse de verdad-. ¿Con qué derecho viene usted a mo lestarnos? -¿Es que tienes miedo de ir a la comisar ía? -le preguntó Raskolnikof en son de burla.
-Es un vagabundo -opinó la mujer.
-¿Para qué discutir? -dijo el otro portero, un corpulento mujik que llevaba la blusa des abrochada y un manojo de llaves pendiente de la cintura-. ¡Hala, fuera de aquí...! Desde luego, es un vagabundo... ¿Has oído? ¡Largo! Y cogiendo a Raskolnikof por un hom bro, lo echó a la calle.
Raskolnikof se tambaleó, pero no llegó a caer. Cuando hubo recobrado el equilibrio, los miró a todos en silencio y continuó su camino.
-Es un bribón -dijo el empapelador.
-Hoy cualquiera se puede convertir en un bribón -dijo la mujer.
-Aunque no sea nada más que un gra nuja, debimos llevarlo a la comisaría.
-Lo mejor es no mezclarse en estas cosas -opinó el corpulento mujik-. Desde luego, es un granuja. Estos tipos le enredan a uno de modo que luego no sabe cómo salir.
«¿Voy o no voy?», se preguntó Raskol nikof deteniéndose en medio de una callejuela y mirando a un lado y a otro, como si esperase un consejo.
Pero ninguna voz turbó el profundo si lencio que le rodeaba. La ciudad parecía tan muerta como las piedras que pisaba, pero muerta solamente para él, solamente para él...
De súbito, distinguió a lo lejos, a unos doscientos metros aproximadamente, al final de una calle, un grupo de gente que vociferaba.
En medio de la multitud había un coche del que partía una luz mortecina.
«¿Qué será?» Dobló a la derecha y se dirigió al grupo.
Se aferraba al menor incidente que pudiera retrasar la ejecución de su propósito, y, al darse cuenta de ello, sonrió. Su decisión era irrevoca ble: transcurridos unos momentos, todo aquello habría terminado para él.