En medio de la calle había una elegante calesa con un tronco de dos vivos caballos gri ses de pura sangre. El carruaje estaba vacío.
Incluso el cochero había dejado el pescante y estaba en pie junto al coche, sujetando a los caballos por el freno. Una nutrida multitud se apiñaba alrededor del vehículo, contenida por agentes de la policía. Uno de éstos tenía en la mano una linterna encendida y dirigía la luz hacia abajo para iluminar algo que había en el suelo, ante las ruedas. Todos hablaban a la vez.
Se oían suspiros y fuertes voces. El cochero, aturdido, no cesaba de repetir: -¡Qué desgracia, Señor, qué desgracia! Raskolnikof se abrió paso entre la gente, y entonces pudo ver lo que provocaba tanto alboroto y curiosidad. En la calzada yacía un hombre ensangrentado y sin conocimiento.
Acababa de ser arrollado por los caballos. Aun que iba miserablemente vestido, llevaba ropas de burgués. La sangre fluía de su cabeza y de su rostro, que estaba hinchado y lleno de mo rados y heridas. Evidentemente, el accidente era grave.
-¡Señor! -se lamentaba el cochero-. ¡Bien sabe Dios que no he podido evitarlo! Si hubiese ido demasiado de prisa..., si no hubiese grita do... Pero iba poco a poco, a una marcha regu lar: todo el mundo lo ha visto. Y es que un hombre borracho no ve nada: esto lo sabemos todos. Lo veo cruzar la calle vacilando. Parece que va a caer. Le grito una vez, dos veces, tres veces. Después retengo los caballos, y él viene a caer precisamente bajo las herraduras. ¿Lo ha hecho expresamente o estaba borracho de ver dad? Los caballos son jóvenes, espantadizos, y han echado a correr. Él ha empezado a gritar, y ellos se han lanzado a una carrera aún más des enfrenada. Así ha ocurrido la desgracia.
-Es verdad que el cochero ha gritado más de una vez y muy fuerte -dijo una voz.
-Tres veces exactamente -dijo otro-. To do el mundo le ha oído.
Por otra parte, el cochero no parecía muy preocupado por las consecuencias del ac cidente. El elegante coche pertenecía sin duda a un señor importante y rico que debía de estar esperándolo en alguna parte. Esta circunstancia había provocado la solicitud de los agentes. Era preciso conducir al herido al hospital, pero na die sabía su nombre.
Raskolnikof consiguió situarse en pri mer término. Se inclinó hacia delante y su ros tro se iluminó súbitamente: había reconocido a la víctima.
-¡Yo lo conozco! ¡Yo lo conozco! -exclamó, abriéndose paso a codazos entre los que estaban delante de él-. Es un antiguo fun cionario: el consejero titular Marmeladof. Vive cerca de aquí, en el edificio Kozel. ¡Llamen en seguida a un médico! Yo lo pago. ¡Miren! Sacó dinero del bolsillo y lo mostró a un agente. Era presa de una agitación extraordina ria.
Los agentes se alegraron de conocer la identidad de la víctima. Raskolnikof dio su nombre y su dirección e insistió con vehemen cia en que transportaran al herido a su domici lio. No habría mostrado más interés si el atro pellado hubiera sido su padre.
-El edificio Kozel -dijo- está aquí mismo, tres casas más abajo. Kozel es un acaudalado alemán. Sin duda estaba bebido y trataba de llegar a su casa. Es un alcohólico... Tiene fami lia: mujer, hijos... Llevarlo al hospital sería una complicación. En el edificio Kozel debe de haber algún médico. ¡Yo lo pagaré! ¡Yo lo pa garé! En su casa le cuidarán. Si le llevan al hos pital, morirá por el camino.
Incluso deslizó con disimulo unas mo nedas en la mano de uno de los agentes. Por otra parte, lo que él pedía era muy explicable y completamente legal. Había que proceder rápi damente. Se levantó al herido y almas caritati vas se ofrecieron para transportarlo. El edificio Kozel estaba a unos treinta pasos del lugar donde se habia producido el accidente. Raskol nikof cerraba la marcha e indicaba el camino, mientras sostenía la cabeza del herido con grandes precauciones.
-¡Por aquí! ¡Por aquí! Hay que llevar mucho cuidado cuando subamos la escalera.
Hemos de procurar que su cabeza se mantenga siempre alta. Viren un poco... ¡Eso es...! ¡Yo pa garé...! No soy un ingrato...
En esos momentos, Catalina Ivanovna se entregaba a su costumbre, como siempre que disponía de un momento libre, de ir y venir por su reducida habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho, tosiendo y hablando en voz alta.
Desde hacía algún tiempo, le gustaba cada vez más hablar con su hija mayor, Polen ka, niña de diez años que, aunque incapaz de comprender muchas cosas, se daba perfecta cuenta de que su madre tenía gran necesidad de expansionarse. Por eso fijaba en ella sus grandes e inteligentes ojos y se esforzaba por aparentar que todo lo comprendía. En aquel momento, la niña se dedicaba a desnudar a su hermanito, que había estado malucho todo el día, para acostarlo. El niño estaba sentado en una silla, muy serio, esperando que le quitaran la camisa para lavarla durante la noche. Silen cioso e inmóvil, había juntado y estirado sus piernecitas y, con los pies levantados, ex hibiendo los talones, escuchaba lo que decían su madre y su hermana. Tenía los labios pro yectados hacia fuera y los ojos muy abiertos. Su gesto de atención e inmovilidad era el propio de un niño bueno cuando se le está desnudan do para acostarlo. Una niña menor que él, ves tida con auténticos andrajos, esperaba su turno de pie junto al biombo. La puerta que daba a la escalera estaba abierta para dejar salir el humo de tabaco que llegaba de las habitaciones veci nas y que a cada momento provocaba en la pobre tísica largos y penosos accesos de tos.
Catalina Ivanovna parecía haber adelgazado sólo en unos días, y las siniestras manchas rojas de sus mejillas parecían arder con un fuego más vivo.
-Tal vez no me creas, Polenka -decía mientras medía con sus pasos la habitación-, pero no puedes imaginarte la atmósfera de lujo y magnificencia que habia en casa de mis pa dres y hasta qué extremo este borracho me ha hundido en la miseria. También a vosotros os perderá. Mi padre tenía en el servicio civil un grado que correspondía al de coronel. Era ya casi gobernador; sólo tenía que dar un paso para llegar a serlo, y todo el mundo le decía: «Nosotros le consideramos ya como nuestro gobernador, Iván Mikhailovitch.» Cuando...
-empezó a toser-. ¡Maldita sea! -exclamó des pués de escupir y llevándose al pecho las cris padas manos-. Pues cuando... Bueno, en el último baile ofrecido por el mariscal de la no bleza, la princesa Bezemelny, al verme... (ella fue la que me bendijo más tarde, en mi matri monio con tu papá, Polia), pues bien, la prince sa preguntó: «¿No es ésa la encantadora mu chacha que bailó la danza del chal en la fiesta de clausura del Instituto...?» Hay que coser esta tela, Polenka. Mira qué boquete. Debiste coger la aguja y zurcirlo como yo te he enseñado, pues si se deja para mañana... -de nuevo tosió-, mañana... -volvió a toser-, ¡mañana el agujero será mayor! -gritó, a punto de ahogarse-. El paje, el príncipe Chtchegolskoi, acababa de lle gar de Petersburgo... Había bailado la mazurca conmigo y estaba dispuesto a pedir mi mano al día siguiente. Pero yo, después de darle las gracias en términos expresivos, le dije que mi corazón pertenecía desde hacía tiempo a otro.
Este otro era tu padre, Polia. El mío estaba fu rioso... ¿Ya está? Dame esa camisa. ¿Y las me dias...? Lida -dijo dirigiéndose a la niña más pequeña-, esta noche dormirás sin camisa... Pon con ella las medias: lo lavaremos todo a la vez...
¡Y ese desharrapado, ese borracho, sin llegar! Su camisa está sucia y destrozada... Preferiría lavarlo todo junto, para no fatigarme dos no ches seguidas... ¡Señor! ¿Más todavía? -exclamó, volviendo a toser y viendo que el vestíbulo estaba lleno de gente y que varias personas entraban en la habitación, transpor tando una especie de fardo-. ¿Qué es eso, Se ñor? ¿Qué traen ahí? -¿Dónde lo ponemos? -preguntó el agente, dirigiendo una mirada en torno de él, cuando introdujeron en la pieza a Marmeladof, ensangrentado e inanimado.
-En el diván; ponedlo en el diván -dijo Raskolnikof-. Aquí. La cabeza a este lado.
-¡Él ha tenido la culpa! ¡Estaba borracho! -gritó una voz entre la multitud.
Catalina Ivanovna estaba pálida como una muerta y respiraba con dificultad. La di minuta Lidotchka lanzó un grito, se arrojó en brazos de Polenka y se apretó contra ella con un temblor convulsivo.
Después de haber acostado a Marmela dof, Raskolnikof corrió hacia Catalina Ivanov na.
-¡Por el amor de Dios, cálmese! -dijo con vehemencia-. ¡No se asuste! Atravesaba la calle y un coche le ha atropellado. No se inquiete; pronto volverá en sí. Lo han traído aquí porque lo he dicho yo. Yo estuve ya una vez en esta casa, ¿recuerda? ¡Volverá en sí! ¡Yo lo pagaré todo! ¡Esto tenía que pasar! -exclamó Catalina Ivanovna, desesperada y abalanzándose sobre su marido.
Raskolnikof se dio cuenta en seguida de que aquella mujer no era de las que se desma yan por cualquier cosa. En un abrir y cerrar de ojos apareció una almohada debajo de la cabeza de la víctima, detalle en el que nadie había pen sado. Catalina Ivanovna empezó a quitar ropa a su marido y a examinar las heridas. Sus manos se movían presurosas, pero conservaba la sere nidad y se había olvidado de sí misma. Se mordía los trémulos labios para contener los gritos que pugnaban por salir de su boca.
Entre tanto, Raskolnikof envió en busca de un médico. Le habían dicho que vivía uno en la casa de al lado.
-He enviado a buscar un médico -dijo a Catalina Ivanovna-. No se inquiete usted; yo lo pago. ¿No tiene agua? Deme también una servi lleta, una toalla, cualquier cosa, pero pronto.
Nosotros no podemos juzgar hasta qué extremo son graves las heridas... Está herido, pero no muerto; se lo aseguro... Ya veremos qué dice el doctor.
Catalina Ivanovna corrió hacia la venta na. Allí había una silla desvencijada y, sobre ella, una cubeta de barro llena de agua. La hab ía preparado para lavar por la noche la ropa interior de su marido y de sus hijos. Este traba jo nocturno lo hacía Catalina Ivanovna dos ve ces por semana cuando menos, e incluso con más frecuencia, pues la familia había llegado a tal grado de miseria, que ninguno de sus miembros tenía más de una muda. Y es que Catalina Ivanovna no podía sufrir la suciedad y, antes que verla en su casa, prefería trabajar hasta más allá del límite de sus fuerzas. Lavaba mientras todo el mundo dormía. Así podía ten der la ropa y entregarla seca y limpia a la ma ñana siguiente a su esposo y a sus hijos.
Levantó la cubeta para llevársela a Ras kolnikof, pero las fuerzas le fallaron y poco faltó para que cayera. Entre tanto, Raskolnikof había encontrado un trapo y, después de su mergirlo en el agua de la cubeta, lavó la ensan grentada cara de Marmeladof. Catalina Iva novna permanecía de pie a su lado, respirando con dificultad. Se oprimía el pecho con las cris padas manos.
También ella tenía gran necesidad de cuidarse. Raskolnikof empezaba a decirse que tal vez había sido un error llevar al herido a su casa.
-Polia -exclamó Catalina Ivanovna-, co rre a casa de Sonia y dile que a su padre le ha atropellado un coche y que venga en seguida.
Si no estuviese en casa, dejas el recado a los Kapernaumof para que se lo den tan pronto como llegue. Anda, ve. Toma; ponte este pa ñuelo en la cabeza.
Entre tanto, la habitación se había ido llenando de curiosos de tal modo, que ya no cabía en ella ni un alfiler. Los agentes se habían marchado. Sólo había quedado uno que trataba de hacer retroceder al público hasta el rellano de la escalera. Pero, al mismo tiempo, los inqui linos de la señora Lipevechsel habían dejado sus habitaciones para aglomerarse en el umbral de la puerta interior y, al fin, irrumpieron en masa en la habitación del herido.
Catalina Ivanovna se enfureció.
-¿Es que ni siquiera podéis dejar morir en paz a una persona? -gritó a la muchedumbre de curiosos-. Esto es para vosotros un espectá culo, ¿verdad? ¡Y venís con el cigarrillo en la boca! -exclamó mientras empezaba a toser-.
Sólo os falta haber venido con el sombrero puesto... ¡Allí veo uno que lo lleva! ¡Respetad la muerte! ¡Es lo menos que podéis hacer! La tos ahogó sus palabras, pero lo que ya había dicho produjo su efecto. Por lo visto, los habitantes de la casa la temían. Los vecinos se marcharon uno tras otro con ese extraño sen timiento de íntima satisfacción que ni siquiera el hombre más compasivo puede menos de experimentar ante la desgracia ajena, incluso cuando la víctima es un amigo estimado.
Una vez habían salido todos, se oyó de cir a uno de ellos, tras la puerta ya cerrada, que para estos casos estaban los hospitales y que no había derecho a turbar la tranquilidad de una casa.
-¡Pretender que no hay derecho a morir! -exclamó Catalina Ivanovna.
Y corrió hacia la puerta con ánimo de fulminar con su cólera a sus convecinos. Pero en el umbral se dio de manos a boca con la dueña de la casa en persona, la señora Lipe vechsel, que acababa de enterarse de la desgra cia y acudía para restablecer el orden en el de partamento. Esta señora era una alemana que siempre andaba con enredos y chismes.
-¡Ah, Señor! ¡Dios mío! -exclamó golpe ando sus manos una contra otra-. Su marido borracho. Atropellamiento por caballo. Al hos pital, al hospital. Lo digo yo, la propietaria.
-¡Óigame, Amalia Ludwigovna! Debe usted pensar las cosas antes de decirlas -comenzó Catalina Ivanovna con altivez (le hablaba siempre en este tono, con objeto de que aquella mujer no olvidara en ningún momento su elevada condición, y ni siquiera ahora pudo privarse de semejante placer)-. Sí, Amalia Ludwigovna...
-Ya le he dicho más de una vez que no me llamo Amalia Ludwigovna. Yo soy Amal Iván.
-Usted no es Amal Iván, sino Amalia Ludwigovna, y como yo no formo parte de su corte de viles aduladores, tales como el señor Lebeziatnikof, que en este momento se está riendo detrás de la puerta -se oyó, en efecto, una risita socarrona detrás de la puerta y una voz que decía: «Se van a agarrar de las greñas-, la seguiré llamando Amalia Ludwigovna. Por otra parte, a decir verdad, no sé por qué razón le molesta que le den este nombre. Ya ve usted lo que le ha sucedido a Simón Zaharevitch. Está muriéndose. Le ruego que cierre esa puerta y no deje entrar a nadie. Que le permitan tan sólo morir en paz. De lo contrario, yo le aseguro que mañana mismo el gobernador general estará informado de su conducta. El príncipe me co noce desde casi mi infancia y se acuerda perfec tamente de Simón Zaharevitch, al que ha hecho muchos favores. Todo el mundo sabe que Simón Zaharevitch ha tenido numerosos ami gos y protectores. Él mismo, consciente de su debilidad y cediendo a un sentimiento de noble orgullo, se ha apartado de sus amistades. Sin embargo, hemos encontrado apoyo en este magnánimo joven -señalaba a Raskolnikof-, que posee fortuna y excelentes relaciones y al que Simón Zaharevitch conocía desde su infancia. Y le aseguro a usted, Amalia Ludwigovna...
Todo esto fue dicho con precipitación creciente, pero un acceso de tos puso de pronto fin a la elocuencia de Catalina Ivanovna. En este momento, el moribundo recobró el cono cimiento y lanzó un gemido. Su esposa corrió hacia él. Marmeladof había abierto los ojos y miraba con expresión inconsciente a Raskolni kof, que estaba inclinado sobre él. Su respira ción era lenta y penosa; la sangre teñía las co misuras de sus labios, y su frente estaba cubier ta de sudor. No reconoció al joven; sus ojos empezaron a errar febrilmente por toda la es tancia. Catalina Ivanovna le dirigió una mirada triste y severa, y las lágrimas fluyeron de sus ojos.
-¡Señor, tiene el pecho hundido! ¡Cuánta sangre! ¡Cuánta sangre! -exclamó en un tono de desesperación-. Hay que quitarle las ropas.
Vuélvete un poco, Simón Zaharevitch, si te es posible.
Marmeladof la reconoció.
-Un sacerdote -pidió con voz ronca.
Catalina Ivanovna se fue hacia la venta na, apoyó la frente en el cristal y exclamó, des esperada: -¡Ah, vida tres veces maldita! -Un sacerdote -repitió el moribundo, tras una breve pausa.
-¡Silencio! -le dijo Catalina Ivanovna.
Él, obediente, se calló. Sus ojos buscaron a su mujer con una expresión tímida y ansiosa.
Ella había vuelto junto a él y estaba a su cabece ra. El herido se calmó, pero sólo momentánea mente. Pronto sus ojos se fijaron en la pequeña Lidotchka, su preferida, que temblaba convul sivamente en un rincón y le miraba sin pesta ñear, con una expresión de asombro en sus grandes ojos.
Marmeladof emitió unos sonidos im perceptibles mientras señalaba a la niña, visi blemente inquieto. Era evidente que quería decir algo.
-¿Qué quieres? -le preguntó Catalina Ivanovna.
-Va descalza, va descalza -murmuró el herido, fijando su mirada casi inconsciente en los desnudos piececitos de la niña.
-¡Calla! -gritó Catalina Ivanovna, irrita da-. Bien sabes por qué va descalza.
-¡Bendito sea Dios! ¡Aquí está el médico! -exclamó Raskolnikof alegremente.
Entró el doctor, un viejecito alemán, pulcramente vestido, que dirigió en torno de él una mirada de desconfianza. Se acercó al heri do, le tomó el pulso, examinó atentamente su cabeza y después, con ayuda de Catalina Iva novna, le desabrochó la camisa, empapada en sangre. Al descubrir su pecho, pudo verse que estaba todo magullado y lleno de heridas. A la derecha tenía varias costillas rotas; a la izquier da, en el lugar del corazón, se veía una extensa mancha de color amarillo negruzco y aspecto horrible. Esta mancha era la huella de una vio lenta patada del caballo. El semblante del médico se ensombreció. El agente de policía le había explicado ya que aquel hombre había quedado prendido a la rueda de un coche y que el vehículo le había llevado a rastras unos trein ta pasos.
-Es inexplicable -dijo el médico en voz baja a Raskolnikof- que no haya quedado muer to en el acto.
-En definitiva, ¿cuál es su opinión? -Morirá dentro de unos instantes.
-Entonces, ¿no hay esperanza? -Ni la más mínima... Está a punto de lanzar su último suspiro... Tiene en la cabeza una herida gravísima... Se podría intentar una sangría, pero, ¿para qué, si no ha de servir de nada? Dentro de cinco o seis minutos como máximo, habrá muerto.
-Le ruego que pruebe a sangrarlo.
-Lo haré, pero ya le he dicho que no producirá ningún efecto, absolutamente ningu no.
En esto se oyó un nuevo ruido de pasos.
La multitud que llenaba el vestíbulo se apartó y apareció un sacerdote de cabellos blancos. Ven ía a dar la extremaunción al moribundo. Le seguía un agente de la policía. El doctor le ce dió su puesto, después de haber cambiado con él una mirada significativa. Raskolnikof rogó al médico que no se marchara todavía. El doctor accedió, encogiéndose de hombros.
Se apartaron todos del herido. La confe sión fue breve. El moribundo no podía com prender nada. Lo único que podía hacer era emitir confusos e inarticulados sonidos.
Catalina Ivanovna se llevó a Lidotchka y al niño a un rincón -el de la estufa- y allí se arrodilló con ellos. La niña no hacía más que temblar. El pequeñuelo, descansando con la mayor tranquilidad sobre sus desnudas rodilli tas, levantaba su diminuta mano y hacía gran des signos de la cruz y profundas reverencias.
Catalina Ivanovna se mordía los labios y con tenía las lágrimas. Ella también rezaba y entre tanto, arreglaba de vez en cuando la camisa de su hijito. Luego echó sobre los desnudos hom bros de la niña un pañuelo que sacó de la cómoda sin moverse de donde estaba.
Los curiosos habían abierto de nuevo las puertas de comunicación. En el vestíbulo se hacinaba una multitud cada vez más compacta de espectadores. Todos los habitantes de la casa estaban allí reunidos, pero ninguno pasaba del umbral. La escena no recibía más luz que la de un cabo de vela.
En este momento, Polenka, la niña que había ido en busca de su hermana, se abrió pa so entre la multitud. Entró en la habitación, jadeando a causa de su carrera, se quitó el pa ñuelo de la cabeza, buscó a su madre con la vista, se acercó a ella y le dijo: -Ya viene. La he encontrado en la calle.
Su madre la hizo arrodillar a su lado.
En esto, una muchacha se deslizó tími damente y sin ruido a través de la muchedum bre. Su aparición en la estancia, entre la miseria, los harapos, la muerte y la desesperación, ofre ció un extraño contraste. Iba vestida pobremen te, pero en su barata vestimenta había ese algo de elegancia chillona propio de cierta clase de mujeres y que revela a primera vista su condi ción.
Sonia se detuvo en el umbral y, con los ojos desorbitados, empezó a pasear su mirada por la habitación. Su semblante tenía la expre sión de la persona que no se da cuenta de nada.
No pensaba en que su vestido de seda, proce dente de una casa de compraventa, estaba fuera de lugar en aquella habitación, con su cola desmesurada, su enorme miriñaque, que ocu paba toda la anchura de la puerta, y sus llama tivos colores. No pensaba en sus botines, de un tono claro, ni en su sombrilla, que había cogido a pesar de que en la oscuridad de la noche no tenía utilidad alguna, ni en su ridículo sombre ro de paja, adornado con una pluma de un rojo vivo. Bajo este sombrero, ladinamente inclina do, se percibía una carita pálida, enfermiza, asustada, con la boca entreabierta y los ojos inmovilizados por el terror.
Sonia tenía dieciocho años. Era menuda, delgada, rubia y muy bonita; sus azules ojos eran maravillosos. Miraba fijamente el lecho del herido y al sacerdote, sin alientos, como su hermanita, a causa de la carrera. Al fin algunas palabras murmuradas por los curiosos debie ron de sacarla de su estupor. Entonces bajó los ojos, cruzó el umbral y se detuvo cerca de la puerta.
El moribundo acababa de recibir la ex tremaunción. Catalina Ivanovna se acercó al lecho de su esposo. El sacerdote se apartó y antes de retirarse se creyó en el deber de dirigir unas palabras de consuelo a Catalina Ivanovna.
-¿Qué será de estas criaturas? -le inte rrumpió ella, con un gesto de desesperación, mostrándole a sus hijos.
-Dios es misericordioso. Confíe usted en la ayuda del Altísimo.
-¡Sí, sí! Misericordioso, pero no para no sotros.
-Es un pecado hablar así, señora, un gran pecado -dijo el pope sacudiendo la cabeza.
-¿Y esto no es un pecado? -exclamó Ca talina Ivanovna, señalando al agonizante.
-Acaso los que involuntariamente han causado su muerte ofrezcan a usted una in demnización, para reparar, cuando menos, los perjuicios materiales que le han ocasionado al privarla de su sostén.
-¡No me comprende usted! -exclamó Ca talina Ivanovna con una mezcla de irritación y desaliento-. ¿Por qué me han de indemnizar? Ha sido él el que, en su inconsciencia de borra cho, se ha arrojado bajo las patas de los caba llos. Por otra parte, ¿de qué sostén habla usted? Él no era un sostén para nosotros, sino una tor tura. Se lo bebía todo. Se llevaba el dinero de la casa para malgastarlo en la taberna. Se bebía nuestra sangre. Su muerte ha sido para noso tros una ventura, una economía.
-Hay que perdonar al que muere. Esos sentimientos son un pecado, señora, un gran pecado.
Mientras hablaba con el pope, Catalina Ivanovna no cesaba de atender a su marido. Le enjugaba el sudor y la sangre que manaban de su cabeza, le arreglaba las almohadas, le daba de beber, todo ello sin dirigir ni una mirada a su interlocutor. La última frase del sacerdote la llenó de ira.
-Padre, eso son palabras y nada más que palabras... ¡Perdonar...! Si no le hubiesen atro pellado, esta noche habría vuelto borracho, llevando sobre su cuerpo la única camisa que tiene, esa camisa vieja y sucia, y se habría echa do en la cama bonitamente para roncar, mien tras yo habría tenido que estar trajinando toda la noche. Habría tenido que lavar sus harapos y los de los niños; después, ponerlos a secar en la ventana, y, finalmente, apenas apuntara el día, los habría tenido que remendar. ¡Así habría pasado yo la noche! No, no quiero oír hablar de perdón... Además, ya le he perdonado.
Un violento ataque de tos le impidió continuar. Escupió en su pañuelo y se lo mostró al sacerdote con una mano mientras con la otra se apretaba el pecho convulsivamente. El pa ñuelo estaba manchado de sangre.
EL sacerdote bajó la cabeza y nada dijo.
Marmeladof agonizaba. No apartaba los ojos de Catalina Ivanovna, que se había incli nado nuevamente sobre él. El moribundo quer ía decir algo a su esposa y movía la lengua, pero de su boca no salían sino sonidos inarticu lados. Catalina Ivanovna, comprendiendo que quería pedirle perdón, le gritó con acento impe rioso: -¡Calla! No hace falta que digas nada. Ya sé lo que quieres decirme.
El agonizante renunció a hablar, pero en este momento su errante mirada se dirigió a la puerta y descubrió a Sonia. Marmeladof no había advertido aún su presencia, pues la joven estaba arrodillada en un rincón oscuro.
-¿Quién es? ¿Quién es? -preguntó ansio samente, con voz ahogada y ronca, indicando con los ojos, que expresaban una especie de horror, la puerta donde se hallaba su hija. Al mismo tiempo intentó incorporarse.
-¡Quieto! ¡Quieto! -exclamó Catalina Ivanovna.
Pero él, con un esfuerzo sobrehumano, consiguió incorporarse y permanecer unos momentos apoyado sobre sus manos. Entonces observó a su hija con amarga expresión, fijos y muy abiertos los ojos. Parecía no reconocerla.
Jamás la había visto vestida de aquel modo.
Allí estaba Sonia, insignificante, desesperada, avergonzada bajo sus oropeles, esperando humildemente que le llegara el turno de decir adiós a su padre. De súbito, el rostro de Mar meladof expresó un dolor infinito.
-¡Sonia, hija mía, perdóname! -exclamó.
Y al intentar tender sus brazos hacia ella, perdió su punto de apoyo y cayó pesada mente del diván, quedando con la faz contra el suelo. Todos se apresuraron a recogerlo y a depositarlo nuevamente en el diván. Pero aque llo era ya el fin. Sonia lanzó un débil grito, abrazó a su padre y quedó como petrificada, con el cuerpo inanimado entre sus brazos. Así murió Marmeladof.
-¡Tenía que suceder! -exclamó Catalina Ivanovna mirando al cadáver de su marido-.
¿Qué haré ahora? ¿Cómo te enterraré? ¿Y cómo daré de comer mañana a mis hijos? Raskolnikof se acercó a ella.
-Catalina Ivanovna -le dijo-, la semana pasada, su difunto esposo me contó la historia de su vida y todos los detalles de su situación.
Le aseguro que hablaba de usted con la venera ción más entusiasta. Desde aquella noche en que vi cómo les quería a todos ustedes, a pesar de sus flaquezas, y, sobre todo, cómo la respe taba y la amaba a usted, Catalina Ivanovna, me consideré amigo suyo. Permítame, pues, que ahora la ayude a cumplir sus últimos deberes con mi difunto amigo. Tenga..., veinticinco ru blos. Tal vez este dinero pueda serle útil... Y yo..., en fin, ya volveré... Sí, volveré seguramen te mañana... Adiós. Ya nos veremos.
Salió a toda prisa de la habitación, se abrió paso vivamente entre la multitud que obstruía el rellano de la escalera, y se dio de manos a boca con Nikodim Fomitch, que había sido informado del accidente y había decidido realizar personalmente las diligencias de rigor.
No se habían visto desde la visita de Raskolni kof a la comisaría, pero Nikodim Fomitch lo reconoció al punto.
-¿Usted aquí?-exclamó.
-Sí -repuso Raskolnikof-. Han venido un médico y un sacerdote. No le ha faltado nada.
No moleste demasiado a la pobre viuda: está enferma del pecho. Reconfórtela si le es posi ble... Usted tiene buenos sentimientos, no me cabe duda -y, al decir esto, le miraba irónica mente.
-Va usted manchado de sangre -dijo Ni kodim Fomitch, al ver, a la luz del mechero de gas, varias manchas frescas en el chaleco de Raskolnikof.
-Sí, la sangre ha corrido sobre mí. Todo mi cuerpo está cubierto de sangre.
Dijo esto con un aire un tanto extraño.
Después sonrió, saludó y empezó a bajar la escalera.
Iba lentamente, sin apresurarse, incons ciente de la fiebre que le abrasaba, poseído de una única e infinita sensación de nueva y po tente vida que fluía por todo su ser. Aquella sensación sólo podía compararse con la que experimenta un condenado a muerte que recibe de pronto el indulto.
Al llegar a la mitad de la escalera fue al canzado por el pope, que iba a entrar en su ca sa. Raskolnikof se apartó para dejarlo pasar.
Cambiaron un saludo en silencio. Cuando lle gaba a los últimos escalones, Raskolnikof oyó unos pasos apresurados a sus espaldas. Al guien trataba de darle alcance. Era Polenka. La niña corría tras él y le gritaba: -¡Oiga, oiga! Raskolnikof se volvió. Polenka siguió bajando y se detuvo cuando sólo la separaba de él un escalón. Un rayo de luz mortecina llegaba del patio. Raskolnikof observó la escuálida pero linda carita que le sonreía y le miraba con alegr ía infantil. Era evidente que cumplía encantada la comisión que le habían encomendado.
-Escuche: ¿cómo se llama usted...? ¡Ah!, ¿y dónde vive? -preguntó precipitadamente, con voz entrecortada.
Él apoyó sus manos en los hombros de la niña y la miró con una expresión de felici dad. Ni él mismo sabía por qué se sentía tan profundamente complacido al contemplar a Polenka así.
-¿Quién te ha enviado? -Mi hermana Sonia -respondió la niña, sonriendo más alegremente aún que antes.
-Lo sabía, estaba seguro de que te había mandado Sonia.
-Y mamá también. Cuando mi hermana me estaba dando el recado, mamá se ha acerca do y me ha dicho: «¡Corre, Polenka! -¿Quieres mucho a Sonia? -La quiero más que a nadie -repuso la niña con gran firmeza. Y su sonrisa cobró cierta gravedad.
-¿Y a mí? ¿Me querrás? La niña, en vez de contestarle, acercó a él su carita, contrayendo y adelantando los la bios para darle un beso. De súbito, aquellos bracitos delgados como cerillas rodearon el cuello de Raskolnikof fuertemente, muy fuer temente, y Polenka, apoyando su infantil cabe cita en el hombro del joven, rompió a llorar, apretándose cada vez más contra él.
-¡Pobre papá! -exclamó poco después, alzando su rostro bañado en lágrimas, que se caba con sus manos-. No se ven más que des gracias -añadió inesperadamente, con ese aire especialmente grave que adoptan los niños cuando quieren hablar como las personas ma yores.
-¿Os quería vuestro padre? -A la que más quería era a Lidotchka -dijo Polenka con la misma gravedad y ya sin sonreír-, porque es la más pequeña y está siem pre enferma. A ella le traía regalos y a nosotras nos enseñaba a leer, y también la gramática y el catecismo -añadió con cierta arrogancia-. Mamá no decía nada, pero nosotros sabíamos que esto le gustaba, y papá también lo sabía; y ahora mamá quiere que aprenda francés, porque dice que ya tengo edad para empezar a estudiar.
-¿Y las oraciones? ¿Las sabéis? -¡Claro! Hace ya mucho tiempo. Yo, co mo soy ya mayor, rezo bajito y sola, y Kolia y Lidotchka rezan en voz alta con mamá. Primero dicen la oración a la Virgen, después otra: «Se ñor, perdona a nuestro otro papá y bendícelo.» Porque nuestro primer papá se murió, y éste era el segundo, y nosotros rezábamos también por el primero.
-Poletchka, yo me llamo Rodion.
Nómbrame también alguna vez en tus oracio nes... «Y también a tu siervo Rodion...» Basta con esto.
-Toda mi vida rezaré por usted -respondió calurosamente la niña.
Y de pronto se echó a reír, se arrojó so bre Raskolnikof y otra vez le rodeó el cuello con los brazos.
Raskolnikof le dio su nombre y su di rección y le prometió volver al día siguiente. La niña se separó de él entusiasmada. Ya eran más de las diez cuando el joven salió de la casa.
Cinco minutos después se hallaba en el puente, en el lugar desde donde la mujer se había arro jado al agua.
«¡Basta! -se dijo en tono solemne y enér gico-. ¡Atrás los espejismos, los vanos terrores, los espectros...! La vida está conmigo... ¿Acaso no la he sentido hace un momento? Mi vida no ha terminado con la de la vieja. Que Dios la tenga en la gloria. ¡Ya era hora de que descan sara! Hoy empieza el reinado de la razón, de la luz, de la voluntad, de la energía... Pronto se verá...» Lanzó esta exclamación con arrogancia, como desafiando a algún poder oculto y malé fico.
«¡Y pensar que estaba dispuesto a con tentarme con la plataforma rocosa rodeada de abismos! »Estoy muy débil, pero me siento cura do... Yo sabía que esto había de suceder, lo he sabido desde el momento en que he salido de casa... A propósito: el edificio Potchinkof está a dos pasos de aquí. Iré a casa de Rasumikhine.
Habría ido aunque hubiese tenido que andar mucho más... Dejémosle ganar la apuesta y divertirse. ¿Qué importa eso...? ¡Ah!, hay que tener fuerzas, fuerzas... Sin fuerzas no puede uno hacer nada. Y estas fuerzas hay que conse guirlas por la fuerza. Esto es lo que ellos no saben.» Pronunció estas últimas palabras con un gesto de resolución, pero arrastrando penosa mente los pies. Su orgullo crecía por momentos.
Un gran cambio en el modo de ver las cosas se estaba operando en el fondo de su ser. Pero ¿qué había ocurrido? Sólo un suceso extraordi nario había podido producir en su alma, sin que él lo advirtiera, semejante cambio. Era co mo el náufrago que se aferra a la más endeble rama flotante. Estaba convencido de que podía vivir, de que «su vida no había terminado con la de la vieja». Era un juicio tal vez prematuro, pero él no se daba cuenta.
«Sin embargo -recordó de pronto-, he encargado que recen por el siervo Rodion. Es una medida de precaución muy atinada.» Y se echó a reír ante semejante puerili dad. Estaba de un humor excelente.
Le fue fácil encontrar la habitación de Rasumikhine, pues el nuevo inquilino ya era conocido en la casa y el portero le indicó inme diatamente dónde estaba el departamento de su amigo. Aún no había llegado a la mitad de la escalera y ya oyó el bullicio de una reunión numerosa y animada. La puerta del piso estaba abierta y a oídos de Raskolnikof llegaron fuer tes voces de gente que discutía. La habitación de Rasumikhine era espaciosa. En ella había unas quince personas. Raskolnikof se detuvo en el vestíbulo. Dos sirvientes de la patrona esta ban muy atareados junto a dos grandes samo vares rodeados de botellas, fuentes y platos llenos de entremeses y pastelillos procedentes de casa de la dueña del piso. Raskolnikof pre guntó por Rasumikhine, que acudió al punto con gran alegría. Se veía inmediatamente que Rasumikhine había bebido sin tasa y, aunque de ordinario no había medio de embriagarle, era evidente que ahora estaba algo mareado.
-Escucha -le dijo con vehemencia Ras kolnikof-. He venido a decirte que has ganado la apuesta y que, en efecto, nadie puede prede cir lo que hará. En cuanto a entrar, no me es posible: estoy tan débil, que me parece que voy a caer de un momento a otro. Por lo tanto, adiós. Ven a verme mañana.
-¿Sabes lo que voy a hacer? Acompañar te a tu casa. Cuando tú dices que estás débil...
-¿Y tus invitados...? Oye, ¿quién es ese de cabello rizado que acaba de asomar la cabe za? -¿Ése? ¡Cualquiera sabe! Tal vez un amigo de mi tío... O alguien que ha venido sin invitación... Dejaré a los invitados con mi tío. Es un hombre extraordinario. Es una pena que no puedas conocerle... Además, ¡que se vayan to dos al diablo! Ahora se burlan de mí. Necesito refrescarme. Has llegado oportunamente, que rido. Si tardas diez minutos más, me pego con alguien, palabra de honor. ¡Qué cosas tan ab surdas dicen! No te puedes imaginar lo que es capaz de inventar la mente humana. Pero ahora pienso que sí que te lo puedes imaginar. ¿Acaso no mentimos nosotros? Dejémoslos que mien tan: no acabarán con las mentiras... Espera un momento: voy a traerte a Zosimof.
Zosimof se precipitó sobre Raskolnikof ávidamente. Su rostro expresaba una profunda curiosidad, pero esta expresión se desvaneció muy pronto.
-Debe ir a acostarse inmediatamente -dijo, después de haber examinado a su pacien te-, y tomará usted, antes de irse a la cama, uno de estos sellos que le he preparado. ¿Lo to mará? -Como si quiere usted que tome dos.
El sello fue ingerido en el acto.
-Haces bien en acompañarlo a casa -dijo Zosimof a Rasumikhine-. Ya veremos cómo va la cosa mañana. Pero por hoy no estoy descon tento. Observo una gran mejoría. Esto demues tra que no hay mejor maestro que la experien cia.
-¿Sabes lo que me ha dicho Zosimof en voz baja ahora mismo, cuando salíamos? -murmuró Rasumikhine apenas estuvieron en la calle-. No te lo diré todo, querido: son cosas de imbéciles... Pues Zosimof me ha dicho que charlase contigo por el camino y te tirase de la lengua para después contárselo a él todo. Cree que tú... que tú estás loco, o que te falta poco para estarlo. ¿Te has fijado? En primer lugar, tú eres tres veces más inteligente que él; en se gundo, como no estás loco, puedes burlarte de esta idea disparatada, y, finalmente, ese fardo de carne especializado en cirugía está obsesio nad desde hace algún tiempo por las enferme dades mentales. Pero algo le ha hecho cambiar radicalmente el juicio que había formado sobre ti, y es la conversación que has tenido con Za miotof.
-Por lo visto, Zamiotof te lo ha contado todo.
-Todo. Y ha hecho bien. Esto me ha acla rado muchas cosas. Y a Zamiotof también... Sí, Rodia..., el caso es... Hay que reconocer que estoy un poco chispa..., ¡pero no importa...! El caso es que... Tenían cierta sospecha, ¿com prendes...?, y ninguno de ellos se atrevía a ex presarla, ¿comprendes...?, porque era demasia do absurda... Y cuando han detenido a ese pin tor de paredes, todo se ha disipado definitiva mente. ¿Por qué serán tan estúpidos...? Por po co le pego a Zamiotof aquel día... Pero que quede esto entre nosotros, querido; no dejes ni siquiera entrever que sabes nada del incidente.
He observado que es muy susceptible. La cosa ocurrió en casa de Luisa... Pero hoy..., hoy todo está aclarado. El principal responsable de este absurdo fue Ilia Petrovitch, que no hacía más que hablar de tu desmayo en la comisaría. Pero ahora está avergonzado de su suposición, pues yo sé que...
Raskolnikof escuchaba con avidez. Ra sumikhine hablaba más de lo prudente bajo la influencia del alcohol.
-Yo me desmayé -dijo Raskolnikof- por que no pude resistir el calor asfixiante que hac ía allí, ni el olor a pintura.
-No hace falta buscar explicaciones.
¡Qué importa el olor a pintura! Tú llevabas en fermo todo un mes; Zosimof así lo afirma...
¡Ah! No puedes imaginarte la confusión de ese bobo de Zamiotof. Yo no valgo -ha dicho- ni el dedo meñique de ese hombre.» Es decir, del tuyo. Ya sabes, querido, que él da a veces prue bas de buenos sentimientos. La lección que ha recibido hoy en el Palacio de Cristal ha sido el colmo de la maestría. Tú has empezado por atemorizarlo, pero atemorizarlo hasta producir le escalofríos. Le has llevado casi a admitir de nuevo esa monstruosa estupidez, y luego, de pronto, le has sacado la lengua... Ha sido per fecto. Ahora se siente apabullado, pulverizado.
Eres un maestro, palabra, y ellos han recibido lo que merecen. ¡Qué lástima que yo no haya es tado allí! Ahora él te estaba esperando en mi casa con ávida impaciencia. Porfirio también está deseoso de conocerte.
--¿También Porfirio...? Pero dime: ¿por qué me han creído loco? -Tanto como loco, no... Yo creo, querido, que he hablado demasiado... A él le llamó la atención que a ti sólo te interesara este asunto...
Ahora ya comprende la razón de este interés...
porque conoce las circunstancias... y el motivo de que entonces te irritara. Y ello, unido a ese principio de enfermedad... Estoy un poco bo rracho, querido, pero el diablo sabe que a Zo simof le ronda una idea por la cabeza... Te repi to que sólo piensa en enfermedades mentales...
Tú no debes hacerle caso.
Los dos permanecieron en silencio du rante unos segundos.
-Óyeme, Rasumikhine -dijo Raskolni kof-: quiero hablarte francamente. Vengo de casa de un difunto, que era funcionario.. He dado a la familia todo mi dinero. Además, me ha besado una criatura de un modo que, aun que verdaderamente hubiera matado yo a al guien... Y también he visto a otra criatura que llevaba una pluma de un rojo de fuego... Pero estoy divagando... Me siento muy débil... Sos tenme... Ya llegamos.
-¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? -preguntó Rasumikhine, inquieto.
-La cabeza se me va un poco, pero no se trata de esto. Es que me siento triste, muy tris te..., sí, como una damisela... ¡Mira! ¿Qué es eso? ¡Mira, mira...! -¿Adónde? -Pero ¿no lo ves? ¡Hay luz en mi habita ción! ¿No la ves por la rendija? Estaban en el penúltimo tramo, ante la puerta de la patrona, y desde allí se podía ver, en efecto, que en la habitación de Raskolnikof había luz. .
-¡Qué raro! ¿Será Nastasia?-dijo Rasu mikhine.
-Nunca sube a mi habitación a estas horas. Seguro que hace ya un buen rato que está durmiendo... Pero no me importa lo más mínimo. Adiós; buenas noches.
-¿Cómo se te ha ocurrido que pueda de jarte? Te acompañaré hasta tu habitación. En traremos juntos.
-Eso ya lo sé. Pero quiero estrecharte aquí la mano y decirte adiós. Vamos, dame la mano y digámonos adiós.
-Pero ¿qué demonios te pasa, Rodia? -Nada. Vamos. Lo verás por tus propios ojos.
Empezaron a subir los últimos escalo nes, mientras Rasumikhine no podía menos de pensar que Zosimof tenía tal vez razón.
«A lo mejor, lo he trastornado con mi charla se dijo.
Ya estaban cerca de la puerta, cuando, de súbito, oyeron voces en la habitación.
-Pero ¿qué pasa? -exclamó Rasumikhi ne.
Raskolnikof cogió el picaporte y abrió la puerta de par en par. Y cuando hubo abierto, se quedó petrificado. Su madre y su hermana es taban sentadas en el diván. Le esperaban desde hacía hora y media. ¿Cómo se explicaba que Raskolnikof no hubiera pensado ni remotamen te que podía encontrarse con ellas, siendo así que aquel mismo día le habían anunciado dos veces su inminente llegada a Petersburgo? Durante la hora y media de espera, las dos mujeres no habían cesado de hacer pregun tas a Nastasia, que estaba aún ante ellas y las había informado de todo cuanto sabía acerca de Raskolnikof. Estaban aterradas desde que la sirvienta les había dicho que el huésped había salido de casa enfermo y seguramente bajo los efectos del delirio.
-Señor..., ¿qué será de él? Y lloraban las dos. Habían sufrido lo in decible durante la larga espera.
Un grito de alegría acogió a Raskolni kof. Las dos mujeres se arrojaron sobre él. Pero él permanecía inmóvil, petrificado, como si repentinamente le hubieran arrancado la vida.
Un pensamiento súbito, insoportable, lo había fulminado. Raskolnikof no podía levantar los brazos para estrecharlas entre ellos. No podía, le era materialmente imposible.
Su madre y su hermana, en cambio, no cesaban de abrazarlo, de estrujarlo, de llorar, de reír... Él dio un paso, vaciló y rodó por el suelo, desvanecido.
Gran alarma, gritos de horror, gemidos.
Rasumikhine, que se había quedado en el um bral, entró presuroso en la habitación, levantó al enfermo con sus atléticos brazos y, en un abrir y cerrar de ojos, lo depositó en el diván.
-¡No es nada, no es nada! -gritaba a la hermana y a la madre-. Un simple mareo. El médico acaba de decir que está muy mejorado y que se curará por completo... Traigan un poco de agua... Miren, ya recobra el conocimiento.
Atenazó la mano de Dunetchka tan vi gorosamente como si pretendiera triturársela y obligó a la joven a inclinarse para comprobar que, efectivamente, su hermano volvía en sí.
Tanto la hermana como la madre mira ban a Rasumikhine con tierna gratitud, como si tuviesen ante sí a la misma Providencia. Sabían por Nastasia lo que había sido para Rodia, du rante toda la enfermedad, aquel «avispado jo ven», como Pulqueria Alejandrovna Raskolni kof le llamó aquella misma noche en una con versación íntima que sostuvo con su hija Dunia.