Hacía tiempo que llevaba la enfermedad en incubación, pero no era la horrible vida del presidio, ni los trabajos forzados, ni la alimen tación, ni la vergüenza de llevar la cabeza ra pada e ir vestido de harapos lo que había que brantado su naturaleza. ¡Qué le importaban todas estas miserias, todas estas torturas! Por el contrario, se sentía satisfecho de trabajar: la fatiga física le proporcionaba, al menos, varias horas de sueño tranquilo. ¿Y qué podía impor tarle la comida, aquella sopa de coles donde nadaban las cucarachas? Cosas peores había conocido en sus tiempos de estudiante. Llevaba ropas de abrigo adaptadas a su género de vida.
En cuanto a los grilletes, ni siquiera notaba su peso. Quedaba la humillación de llevar la cabe za rapada y el uniforme de presidiario. Pero ¿ante quién podía sonrojarse? ¿Ante Sonia? Sonia le temía. Además, ¿qué vergüenza podía sentir ante ella? Sin embargo, enrojecía al verla y, para vengarse, la trataba grosera y despecti vamente.
Pero su vergüenza no la provocaban los grilletes ni la cabeza rapada. Le habían herido cruelmente en su orgullo, y era el dolor de esta herida lo que le atormentaba. ¡Qué feliz habría sido si hubiese podido hacerse a sf mismo al guna acusación! ¡Qué fácil le habría sido enton ces soportar incluso el deshonor y la vergüen za! Pero, por más que quería mostrarse severo consigo mismo, su endurecida conciencia no hallaba ninguna falta grave en su pasado. Lo único que se reprochaba era haber fracasado, cosa que podía ocurrir a todo el mundo. Se sentía humillado al decirse que él, Raskolnikof, estaba perdido para siempre por una ciega dis posición del destino y que tenía que resignarse, que someterse al absurdo de este juicio sin ape lación si quería recobrar un poco de calma. Una inquietud sin finalidad en el presente y un sa crificio continuo y estéril en el porvenir: he aquí todo lo que le quedaba sobre la tierra. Vano consuelo para él poder decirse que, transcurri dos ocho años, sólo tendria treinta y dos y podría empezar una nueva vida. ¿Para qué vi vir? ¿Qué provecho tenía? ¿Hacia dónde dirigir sus esfuerzos? Bien que se viviera por una idea, por una esperanza, incluso por un capricho, pero vivir simplemente no le había satisfecho jamás: siempre habla querido algo más. Tal vez la violencia de sus deseos le había hecho creer tiempo atrás que era uno de esos hombres que tienen más derechos que el tipo común de los mortales.
Si al menos el destino le hubiera procu rado el arrepentimiento, el arrepentimiento punzante que destroza el corazón y quita el sueño, el arrepentimiento que llena el alma de terror hasta el punto de hacer desear la cuerda de la horca o las aguas profundas. . ¡Con qué satisfacción lo habría recibido! Sufrir y llorar es también vivir. Pero él no estaba en modo algu no arrepentido de su crimen. ¡Si al menos hubiera podido reprocharse su necedad, como había hecho tiempo atrás, por las torpezas y los desatinos que le habían llevado a la prisión! Pero cuando reflexionaba ahora, en los ratos de ocio del cautiverio, sobre su conducta pasada, estaba muy lejos de considerarla tan desatinada y torpe como le había parecido en aquella épo ca trágica de su vida.
«¿Qué tenía mi idea -se preguntaba- pa ra ser más estúpida que las demás ideas y teor ías que circulan y luchan por imponerse sobre la tierra desde que el mundo es mundo? Basta mirar las cosas con amplitud e independencia de criterio, desprenderse de los prejuicios para que mi plan no parezca tan extraño. ¡Oh, pen sadores de cuatro cuartos! ¿Por qué os detenéis a medio camino. .? ¿Por qué mi acto os ha pare cido monstruoso? ¿Por qué es un crimen? ¿Qué quiere decir la palabra "crimen"? Tengo la con ciencia tranquila. Sin duda, he cometido un acto ilícito; he violado las leyes y he derramado sangre. ¡Pues cortadme la cabeza, y asunto con cluido! Pero en este caso, no pocos bienhecho res de la humanidad que se adueñaron del po der en vez de heredarlo desde el principio de su carrera debieron ser entregados al suplicio.
Lo que ocurre es que estos hombres consiguie ron llevar a cabo sus proyectos; llegaron hasta el fin de su camino y su éxito justificó sus actos.
En cambio, yo no supe llevar a buen término mi plan... y, en verdad, esto demuestra que no ten ía derecho a intentar ponerlo en práctica.
Éste era el único error que reconocía; el de haber sido débil y haberse entregado. Otra idea le mortificaba. ¿Por qué no se había suici dado? ¿Por qué habría vacilado cuando miraba las aguas del río y, en vez de arrojarse, prefirió ir a presentarse a la policía? ¿Tan fuerte y tan difícil de vencer era el amor a la vida? Pues Svidrigailof lo había vencido, a pesar de que temía a la muerte.
Reflexionaba amargamente sobre esta cuestión y no podía comprender que en el mo mento en que, inclinado sobre el Neva, pensaba en el suicidio, acaso presentía ya su tremendo error, la falsedad de sus convicciones. No com prendía que este presentimiento podía contener el germen de una nueva concepción de la vida y que le anunciaba su resurrección.
En vez de esto, se decía que había obe decido a la fuerza oscura del instinto: cobardía, debilidad...
Observando a sus compañeros de presi dio, se asombraba de ver cómo amaban la vida, cuán preciosa les parecía. Incluso creyó ver que este sentimiento era más profundo en los pre sos que en los hombres que gozaban de la liber tad. ¡Qué espantosos sufrimientos habían so portado algunos de aquellos reclusos, los vaga bundos, por ejemplo! ¿Era posible que un rayo de sol, un bosque umbroso, un fresco riachuelo que corre por el fondo de un valle solitario y desconocido, tuviesen tanto valor para ellos; que soñaran todavía, como se sueña en una amante, en una fuente cristalina vista tal vez tres años atrás? La veían en sus sueños, con su cerco de verde hierba y con el pájaro que can taba en una rama próxima. Cuanto más obser vaba a aquellos hombres, más cosas inexplica bles descubría.
Sí, muchos detalles de la vida del presi dio, del ambiente que le rodeaba, eludían su comprensión, o acaso él no quería verlos. Vivía como con la mirada en el suelo, porque le era insoportable lo que podía percibir a su alrede dor. Pero, andando el tiempo, le sorprendieron ciertos hechos cuya existencia jamás había sos pechado, y acabó por observarlos atentamente.
Lo que más le llamó la atención fue el abismo espantoso, infranqueable, que se abría entre él y aquellos hombres. Era como si él perteneciese a una raza y ellos a otra. Unos y otros se mira ban con hostil desconfianza. Él conocía y com prendía las causas generales de este fenómeno, pero jamás había podido imaginarse que tuvie sen tanta fuerza y profundidad. En el penal había políticos polacos condenados al exilio en Siberia. Éstos consideraban a los criminales comunes como unos ignorantes, unos brutos, y los despreciaban. Raskolnikof no compartía este punto de vista. Veía claramente que, en muchos aspectos, aquellos brutos eran más inteligentes que los polacos. También había rusos (un oficial y varios seminaristas) que mi raban con desdén a la plebe del penal, y Ras kolnikof los consideraba igualmente equivoca dos.
A él nadie le quería: todos se apartaban de su lado. Acabaron por odiarle. ¿Por qué? lo ignoraba. Le despreciaban y se burlaban de él.
Igualmente se mofaban de su crimen condena dos que habían cometido otros crímenes más graves.
-Tú eres un señorito -le decían-. Eso de asesinar a hachazos no se ha hecho para ti.
-No son cosas para la gente bien.
La segunda semana de cuaresma le co rrespondió celebrar la pascua con los presos de su departamento. Fue a la iglesia y asistió al oficio con sus compañeros. Un día, sin que se supiera por qué, se produjo un altercado entre él y los demás presos. Todos se arrojaron sobre él furiosamente.
-Tú eres un ateo; tú no crees en Dios -le gritaban-. Mereces que te maten.
Él no les había hablado de Dios ni de re ligión jamás. Sin embargo, querían matarlo por infiel. Rodia no contestó. Uno de los reclusos, ciego de cólera, se fue hacia él, dispuesto a ata carlo. Raskolnikof le esperó en silencio, con una calma absoluta, sin parpadear, sin que ni un solo músculo de su cara se moviera. Un guar dián se interpuso a tiempo. Si hubiese tardado un minuto en intervenir, habría corrido la san gre.
Había otra cuestión que no conseguía resolver. ¿Por qué estimaban todos tanto a So nia? Ella no hacía nada para atraerse sus sim patías. Los penados sólo la podían ver de tarde en tarde en los astilleros o en los talleres adon de iba a reunirse con Raskolnikof. Sin embargo, todos la conocían y todos sabían que Sonetchka le había seguido al penal. Estaban al corriente de su vida y conocían su dirección. Ella no les daba dinero ni les prestaba ningún servicio.
Solamente una vez, en Navidad, hizo un regalo a todos los presos: pasteles y panes rusos.
Pero, insensiblemente, las relaciones en tre ellos y Sonia fueron estrechándose. La mu chacha escribía cartas a los presos para sus fa milias y después las echaba al correo. Cuando los deudos de los reclusos iban a la ciudad para verlos, ellos les indicaban que enviaran a Sonia los paquetes e incluso el dinero que quisieran remitirles. Las esposas y las amantes de los pre sidiarios la conocían y la visitaban. Cuando Sonia iba a ver a Raskolnikof a los lugares don de trabajaba con sus compañeros, o cuando se encontraba con un grupo de penados que iba camino del lugar de trabajo, todos se quitaban el gorro y la saludaban.
-Querida Sonia Simonovna, tú eres nuestra tierna y protectora madrecita -decían aquellos presidiarios, aquellos hombres grose ros y duros a la frágil mujercita.
Ella contestaba sonriendo y a ellos les encantaba esta sonrisa.
Adoraban incluso su manera de andar.
Cuando se marchaba, se volvían para seguirla con la vista y se deshacían en alabanzas. Alaba ban hasta la pequeñez de su figura. Ya no sab ían qué elogios dirigirle. Incluso la consultaban cuando estaban enfermos.
Raskolnikof pasó en el hospital el final de la cuaresma y la primera semana de pascua.
Al recobrar la salud se acordó de las visiones que había tenido durante el delirio de la fiebre.
Creyó ver el mundo entero asolado por una epidemia espantosa y sin precedentes, que se había declarado en el fondo de Asia y se había abatido sobre Europa. Todos habían de perecer, excepto algunos elegidos. Triquinas microscó picas de una especie desconocida se introduc ían en el organismo humano. Pero estos corpúsculos eran espíritus dotados de inteli gencia y de voluntad. Las personas afectadas perdían la razón al punto. Sin embargo -cosa extraña-, jamás los hombres se habían creído tan inteligentes, tan seguros de estar en pose sión de la verdad; nunca habían demostrado tal confianza en la infalibilidad de sus juicios, de sus teorías científicas, de sus principios mora les. Aldeas, ciudades, naciones enteras se con taminaban y perdían el juicio. De todos se apo deraba una mortal desazón y todos se sentían incapaces de comprenderse unos a otros. Cada uno creía ser el único poseedor de la verdad y miraban con piadoso desdén a sus semejantes.
Todos, al contemplar a sus semejantes, se gol peaban el pecho, se retorcían las manos, llora ban... No se ponían de acuerdo sobre las san ciones que había que imponer, sobre el bien y el mal, sobre a quién había que condenar y a quién absolver. Se reunían y formaban enormes ejércitos para lanzarse unos contra otros, pero, apenas llegaban al campo de batalla, las tropas se dividían, se rompían las formaciones y los hombres se estrangulaban y devoraban unos a otros.
En las ciudades, las trompetas resona ban durante todo el día. Todos los hombres eran llamados a las armas, pero ¿por quién y para qué? Nadie podía decirlo y el pánico se extendía por todas partes. Se abandonaban los oficios más sencillos, pues cada trabajador pro ponía sus ideas, sus reformas, y no era posible entenderse. Nadie trabajaba la tierra. Aquí y allá, los hombres formaban grupos y se com prometían a no disolverse, pero poco después olvidaban su compromiso y empezaban a acu sarse entre sí, a contender, a matarse. Los in cendios y el hambre se extendían por toda la tierra. Los hombres y las cosas desaparecían. La epidemia seguía extendiéndose, devastando.
En todo el mundo sólo tenían que salvarse al gunos elegidos, unos cuantos hombres puros, destinados a formar una nueva raza humana, a renovar y purificar la vida humana. Pero nadie había visto a estos hombres, nadie había oído sus palabras, ni siquiera el sonido de su voz.
Raskolnikof estaba amargado, pues no lograba librarse de la penosa impresión que le había causado aquel sueño absurdo. Era ya la segunda semana de pascua. Los días eran ti bios, claros, verdaderamente primaverales. Se abrieron las ventanas del hospital, todas enre jadas y bajo las cuales iba y venía un centinela.
Durante toda la enfermedad de Rodia, Sonia sólo le había podido ver dos veces, pues se ne cesitaba para ello una autorización sumamente difícil de obtener. Pero había ido muchos días, sobre todo al atardecer, al patio del hospital para verlo desde lejos, un momento y a través de las rejas.
Una tarde, cuando ya estaba casi cura do, Raskolnikof se durmió. Al despertar se acercó distraídamente a la ventana y vio a So nia de pie junto al portal. Parecía esperar algo.
Raskolnikof se estremeció: había sentido una dolorosa punzada en el corazón. Se apartó a toda prisa de la ventana. Al día siguiente Sonia no apareció; al otro, tampoco. Rodia se dio cuenta de que la esperaba ansiosamente. Al fin dejó el hospital. Ya en el presidio, sus compa ñeros le informaron de que Sonia Simonovna estaba enferma. Profundamente inquieto, Ras kolnikof envió a preguntar por ella. En seguida supo que su enfermedad no tenía importancia.
Sonia, al saber que su estado preocupaba a Ro dia, le escribió una carta con lápiz para decirle que estaba mucho mejor y que sólo padecía un enfriamiento. Además, le prometía ir a verlo lo antes posible al lugar donde trabajaba. El co razón de Raskolnikof empezó a latir con vio lencia.
Era un día cálido y hermoso. A las seis de la mañana, Rodia se dirigió al trabajo: a un horno para cocer alabastro que habían instala do a la orilla del río, en un cobertizo. Sólo tres hombres trabajaban en este horno. Uno de ellos se fue a la fortaleza, acompañado de un guar dián, en busca de una herramienta; otro estaba encendiendo el horno. Raskolnikof salió del cobertizo, se sentó en un montón de maderas que había en la orilla y se quedó mirando el río ancho y desierto. Desde la alta ribera se abarca ba con la vista una gran extensión del país. En un punto lejano de la orilla opuesta, alguien cantaba y su canción llegaba a oídos del preso.
Allí, en la estepa infinita inundada de sol, se alzaban aquí y allá, como puntos negros apenas perceptibles, las tiendas de campaña de los nómadas. Allí reinaba la libertad, allí vivían hombres que no se parecían en nada a los del presidio. Se tenía la impresión de que el tiempo se había detenido en la época de Abraham y sus rebaños. Raskolnikof contemplaba el lejano cuadro con los ojos fijos y sin hacer el menor movimiento. No pensaba en nada: dejaba co rrer la imaginación y miraba. Pero, al mismo tiempo, experimentaba una vaga inquietud.
De pronto vio a Sonia a su lado. Se hab ía acercado en silencio y se había sentado junto a él. Era todavía temprano y el fresco matinal se dejaba sentir. Sonia llevaba su vieja y raída ca pa y su chal verde. Su cara, delgada y pálida, conservaba las huellas de su enfermedad. Son rió al preso con expresión amable y feliz y, co mo de costumbre, le tendió tímidamente la ma no.
Siempre hacía este movimiento con ti midez. A veces, incluso se abstenía de hacerlo, por temor a que él rechazara su mano, pues le parecía que Rodia la tomaba a la fuerza. En algunas de sus visitas incluso daba muestras de enojo y no abría la boca mientras ella estaba a su lado. Había días en que la joven temblaba ante su amigo y se separaba de él profunda mente afligida. Esta vez, por el contrario, sus manos permanecieron largo rato enlazadas.
Rodia dirigió a Sonia una rápida mirada y bajó los ojos sin pronunciar palabra. Estaban solos.
Nadie podía verlos. El guardián se había aleja do. De súbito, sin darse cuenta de lo que hacía y como impulsado por una fuerza misteriosa Raskolnikof se arrojó a los pies de la joven, se abrazó a sus rodillas y rompió a llorar. En el primer momento, Sonia se asustó. Mortalmente pálida, se puso en pie de un salto y le miró, temblorosa. Pero al punto lo comprendió todo y una felicidad infinita centelleó en sus ojos.
Sonia se dio cuenta de que Rodia la amaba: sí, no cabía duda. La amaba con amor infinito. El instante tan largamente esperado había llegado.
Querían hablar, pero no pudieron pro nunciar una sola palabra. Las lágrimas brilla ban en sus ojos. Los dos estaban delgados y pálidos, pero en aquellos rostros ajados brillaba el alba de una nueva vida, la aurora de una resurrección. El amor los resucitaba. El corazón de cada uno de ellos era un manantial de vida inagotable para el otro. Decidieron esperar con paciencia. Tenían que pasar siete años en Sibe ria. ¡Qué crueles sufrimientos, y también qué profunda felicidad, llenaría aquellos siete años! Raskolnikof estaba regenerado. Lo sabía, lo sentía en todo su ser. En cuanto a Sonia, sólo vivía para él.
Al atardecer, cuando los presos fueron encerrados en los dormitorios, Rodia, echado en su lecho de campaña, pensó en Sonia. Inclu so le había parecido que aquel día, todos aque llos compañeros que antes habían sido enemi gos de él le miraban de otro modo. Él les había dirigido la palabra, y todos le habían contesta do amistosamente. Ahora se acordó de este detalle, pero no sintió el menor asombro. ¿Aca so no había cambiado todo en su vida? Pensaba en Sonia. Se decía que la había hecho sufrir mucho. Recordaba su pálida y del gada carita. Pero estos recuerdos no desperta ban en él ningún remordimiento, pues sabía que a fuerza de amor compensaría largamente los sufrimientos que le había causado.
Por otra parte, ¿qué importaban ya to das estas penas del pasado? Incluso su crimen, incluso la sentencia que le había enviado a Si beria, le parecían acontecimientos lejanos que no le afectaban.
Además, aquella noche se sentía incapaz de reflexionar largamente, de concentrar el pensamiento. Sólo podía sentir. Al razonamien to se había impuesto la vida. La regeneración alcanzaba también a su mente.
En su cabecera había un Evangelio. Lo cogió maquinalmente. El libro pertenecía a So nia. Era el mismo en que ella le había leído una vez la resurrección de Lázaro. Al principio de su cautiverio, Raskolnikof esperó que Sonia le perseguiría con sus ideas religiosas. Se imaginó que le hablaría del Evangelio y le ofrecería li bros piadosos sin cesar. Pero, con gran sorpresa suya, no había ocurrido nada de esto: ni una sola vez le había propuesto la lectura del Libro Sagrado. Él mismo se lo había pedido algún tiempo antes de su enfermedad, y ella se lo había traído sin hacer ningún comentario. Aún no lo había abierto.
Tampoco ahora lo abrió. Pero un pen samiento pasó veloz por su mente.
«¿Acaso su fe, o por lo menos sus sen timientos y sus tendencias, pueden ser ahora distintos de los míos?» Sonia se sintió también profundamente agitada aquel día y por la noche cayó enferma.
Se sentía tan feliz y había recibido esta dicha de un modo tan inesperado, que experimentaba incluso cierto terror.
¡Siete años! ¡Sólo siete años! En la em briaguez de los primeros momentos, poco faltó para que los dos considerasen aquellos siete años como siete días. Raskolnikof ignoraba que no podría obtener esta nueva vida sin dar nada por su parte, sino que tendría que adquirirla al precio de largos y heroicos esfuerzos...
Pero aquí empieza otra historia, la de la lenta renovación de un hombre, la de su rege neración progresiva, su paso gradual de un mundo a otro y su conocimiento escalonado de una realidad totalmente ignorada. En todo esto habría materia para una nueva narración, pero la nuestra ha terminado.
FIN
¡Gracias por leer este libro de www.elejandria.com! Descubre nuestra colección de obras de dominio público en castellano en nuestra web