VIII

Caía la tarde cuando llegó a casa de So nia Simonovna. La joven le había estado espe rando todo el día, presa de una angustia espan tosa. Dunia había compartido esta ansiedad. Al recordar que el día anterior Svidrigailof le hab ía dicho que Sonia Simonovna lo sabía todo, Dunetchka había ido a verla aquella misma mañana. No entraremos en detalles sobre la conversación que sostuvieron las dos mujeres, las lágrimas que derramaron ni la amistad que nació entre ellas.

En esta entrevista, Dunia obtuvo el con vencimiento de que su hermano no estaría nunca solo. Sonia había sido la primera en reci bir su confesión: Rodia se había dirigido a ella cuando sintió la necesidad de confiar su secreto a un ser humano. A cualquier parte que el des tino le llevara, ella le seguiría. Avdotia Roma novna no había interrogado sobre este punto a Sonetchka, pero estaba segura de que proceder ía así. Miraba a la muchacha con una especie de veneración que la confundía. La pobre Sonia, que se consideraba indigna de mirar a Dunia, se sentía tan avergonzada, que poco faltaba para que se echase a llorar. Desde el día en que se vieron en casa de Raskolnikof, la imagen de la encantadora muchacha que tan humildemen te la había saludado había quedado grabada en el alma de Dunia como una de las más bellas y puras que había visto en su vida.

Al fin, Dunetchka, incapaz de seguir conteniendo su impaciencia, había dejado a Sonia y se había dirigido a casa de su hermano para esperarlo allí, segura de que al fin llegaría.

Apenas volvió a verse sola, Sonia sintió una profunda intranquilidad ante la idea de que Raskolnikof podía haberse suicidado. Este temor atormentaba también a Dunia. Durante todo el día, mientras estuvieron juntas, se hab ían dado mil razones para rechazar semejante posibilidad y habían conseguido conservar en parte la calma, pero apenas se hubieron sepa rado, la inquietud renació por entero en el co razón de una y otra. Sonia se acordó de que Svidrigailof le había dicho que Raskolnikof sólo tenía dos soluciones: Siberia o... Por otra parte, sabía que Rodia tenía un orgullo desmedido y carecía de sentimientos religiosos.

«¿Es posible que se resigne a vivir sólo por cobardía, por temor a la muerte?», se pre guntó de pie junto a la ventana y mirando tris temente al exterior.

Sólo veía la gran pared, ni siquiera blanqueada, de la casa de enfrente. Al fin, cuando ya no abrigaba la menor duda acerca de la muerte del desgraciado, éste apareció.

Un grito de alegría se escapó del pecho de Sonia, pero cuando hubo observado atenta mente la cara de Raskolnikof, la joven palide ció.

-Aquí me tienes, Sonia -dijo Rodion Romanovitch con una sonrisa de burla-. Vengo en busca de tus cruces. Tú misma me enviaste a confesar mi delito públicamente por las esqui nas. ¿Por qué tienes miedo ahora? Sonia le miraba con un gesto de estupor.

Su acento le parecía extraño. Un estremeci miento glacial le recorrió todo el cuerpo. Pero en seguida advirtió que aquel tono, e incluso las mismas palabras, era una ficción de Rodia.

Además, Raskolnikof, mientras le hablaba, evi taba que sus ojos se encontraran con los de ella.

-He pensado, Sonia, que, en interés mío, debo obrar así, pues hay una circunstancia que... Pero esto sería demasiado largo de con tar, demasiado largo y, además, inútil. Pero me ocurre una cosa: me irrita pensar que dentro de unos instantes todos esos brutos me rodearán, fijarán sus ojos en mí y me harán una serie de preguntas necias a las que tendré que contestar.

Me apuntarán con el dedo... No iré a ver a Por firio. Lo tengo atragantado. Prefiero presentar me a mi amigo el «teniente Pólvora». Se que dará boquiabierto. Será un golpe teatral. Pero necesitaré serenarme: estoy demasiado nervio so en estos últimos tiempos. Aunque te parezca mentira, acabo de levantar el puño a mi herma na porque se ha vuelto para verme por última vez. Es una vergüenza sentirse tan vil. He caído muy bajo... Bueno, ¿dónde están esas cruces? Raskolnikof estaba fuera de sí. No podía permanecer quieto un momento ni fijar su pen samiento en ninguna idea. Su mente pasaba de una cosa a otra en repentinos saltos. Empezaba a desvariar y sus manos temblaban ligeramen te.

Sonia, sin desplegar los labios, sacó de un cajón dos cruces, una de madera de ciprés y la otra de cobre. Luego se santiguó, bendijo a Rodia y le colgó del cuello la cruz de madera.

-En resumidas cuentas, esto significa que acabo de cargar con una cruz. ¡Je, je! Como si fuera poco lo que he sufrido hasta hoy... Una cruz de madera, es decir, la cruz de los pobres.

La de cobre, que perteneció a Lisbeth, te la quedas para ti. Déjame verla. Lisbeth debía de llevarla en aquel momento. ¿Verdad que la lle vaba? Recuerdo otros dos objetos: una cruz de plata y una pequeña imagen. Las arrojé sobre el pecho de la vieja. Eso es lo que debía llevar ahora en mi cuello... Pero no digo más que ton terías y me olvido de las cosas importantes.

¡Estoy tan distraído! Oye, Sonia, he venido sólo para prevenirte, para que lo sepas todo... Para eso y nada más... Pero no, creo que quería de cirte algo más. . Tú misma has querido que di era este paso. Ahora me meterán en la cárcel y tu deseo se habrá cumplido... Pero ¿por qué lloras? ¡Bueno, basta ya! ¡Qué enojoso es todo esto! Sin embargo, las lágrimas de Sonia le habían conmovido; sentía una fuerte presión en el pecho.

«Pero ¿qué razón hay para que esté tan apenada? -pensó-. ¿Qué soy yo para ella? ¿Por qué llora y quiere acompañarme, por lejos que vaya, como si fuera mi hermana o mi madre? ¿Querrá ser mi criada, mi niñera. .?u -Santíguate... Di al menos unas cuantas palabras de alguna oración -suplicó la mucha cha con voz humilde y temblorosa.

-Lo haré. Rezaré tanto como quieras. Y de todo corazón, Sonia, de todo corazón.

Pero no era exactamente esto lo que quería decir.

Hizo varias veces la señal de la cruz.

Sonia cogió su chal y se envolvió con él la cabe za. Era un chal de paño verde, seguramente el mismo del que hablara Marmeladof en cierta ocasión y que servía para toda la familia. Ras kolnikof pensó en ello, pero no hizo pregunta alguna. Empezaba a sentirse incapaz de fijar su atención. Una turbación creciente le dominaba, y, al advertirlo, sintió una profunda inquietud.

De pronto observó, sorprendido, que Sonia se disponía a acompañarle.

-¿Qué haces? ¿Adónde vas? No, no; quédate; iré solo -dijo, irritado, mientras se di rigía a la puerta-. No necesito acompañamiento -gruñó al cruzar el umbral.

Sonia permaneció inmóvil en medio de la habitación. Rodia ni siquiera le había dicho adiós: se había olvidado de ella. Un sentimiento de duda y de rebeldía llenaba su corazón.

«¿Debo hacerlo? -se preguntó mientras bajaba la escalera-. ¿No seria preferible volver atrás, arreglar las cosas de otro modo y no ir a entregarme? Pero continuó su camino, y de pronto comprendió que la hora de las vacilaciones había pasado.

Ya en la calle, se acordó de que no había dicho adiós a Sonia y de que la joven, con el chal en la cabeza, habia quedado clavada en el suelo al oír su grito de furor... Este pensamiento lo detuvo un instante, pero pronto surgió con toda claridad en su mente una idea que parecía haber estado rondando vagamente su cerebro en espera de aquel momento para manifestarse.

«¿Para qué he ido a su casa? Le he dicho que iba por un asunto. Pero ¿qué asunto? No tengo ninguno. ¿Para anunciarle que iba a pre sentarme? ¡Como si esto fuera necesario! ¿Será que la amo? No puede ser, puesto que acabo de rechazarla como a un perro. ¿Acaso tenía yo alguna necesidad de la cruz? ¡Qué bajo he caí do! Lo que yo necesitaba eran sus lágrimas, lo que quería era recrearme ante la expresión de terror de su rostro y las torturas de su desga rrado corazón. Además, deseaba aferrarme a cualquier cosa para ganar tiempo y contemplar un rostro humano... ¡Y he osado enorgullecer me, creerme llamado a un alto destino! ¡Qué miserable y qué cobarde soy! Avanzaba a lo largo del malecón del ca nal y ya estaba muy cerca del término de su camino. Pero al llegar al puente se detuvo, va ciló un momento y, de pronto, se dirigió a la plaza del Mercado.

Miraba ávidamente a derecha e izquier da. Se esforzaba por examinar atentamente las cosas más insignificantes que encontraba en su camino, pero no podía fijar la atención: todo parecía huir de su mente.

« Dentro de una semana o de un mes -se dijo- volveré a pasar este puente en un coche celular... ¿Cómo miraré entonces el canal? ¿Volveré a fijarme en el rótulo que ahora estoy leyendo? En él veo la palabra "Compañía". ¿Le eré las letras una a una como ahora? Esa "a" que ahora estoy viendo, ¿me parecerá la misma dentro de un mes? ¿Qué sentiré cuando la mi re? ¿Qué pensaré entonces? ¡Dios mío, qué mezquinas son estas preocupaciones...! Verda deramente, todo esto debe de ser curioso... de ntro de su género... ¡Ja, ja, ja! ¡Qué cosas se me ocurren! Estoy haciendo el niño y me gusta mostrarme así a mí mismo.. ¿Por qué he de avergonzarme de mis pensamientos...? ¡Qué barahúnda...! Ese gordinflón, que sin duda es alemán, acaba de empujarme, pero ¡qué lejos está de saber a quién ha empujado! Esa mujer que tiene un niño en brazos y pide limosna me cree, no cabe duda más feliz que ella. Seria cho cante que pudiera socorrerla... ¡Pero si llevo cinco kopeks en el bolsillo! ¿Cómo diablo habrán venido a parar aquí?» -Toma, hermana.

-Que Dios se lo pague -dijo con voz las timera la mendiga.

Llegó a la plaza del Mercado. Estaba llena de gente. Le molestaba codearse con aque lla multitud, sí, le molestaba profundamente, pero no por eso dejaba de dirigirse a los lugares donde la muchedumbre era más compacta.

Habría dado cualquier cosa por estar solo, pero, al mismo tiempo, se daba cuenta de que no podría soportar la soledad un solo instante. En medio de la multitud, un borracho se entregaba a las mayores extravagancias: intentaba bailar, pero lo único que conseguía era caer. Los curio sos le habían rodeado. Raskolnikof se abrió paso entre ellos y llegó a la primera fila. Estuvo contemplando un momento al borracho y, de pronto, se echó a reír convulsivamente. Poco después se olvidó de todo. Estuvo aún un mo mento mirando al hombre bebido y luego se alejó del grupo sin darse cuenta del lugar don de se hallaba. Pero, al llegar al centro de la pla za, le asaltó una sensación que se apoderó de todo su ser.

Acababa de acordarse de estas palabras de Sonia: « Ve a la primera esquina, saluda a la gente, besa la tierra que has mancillado con tu crimen y di en voz alta, para que todo el mun do te oiga: "¡Soy un asesino!" Ante este recuerdo empezó a temblar de pies a cabeza. Estaba tan aniquilado por las inquietudes de los días últimos y, sobre todo, de las últimas horas, que se abandonó ávida mente a la esperanza de una sensación nueva, fuerte y profunda. La sensación se apoderó de él con tal fuerza, que sacudió su cuerpo, ilu minó su corazón como una centella y al punto se convirtió en fuego devorador. Una inmensa ternura se adueñó de él; las lágrimas brotaron de sus ojos. Sin vacilar, se dejó caer de rodillas en el suelo, se inclinó y besó la tierra, el barro, con verdadero placer. Después se levantó y en seguida volvió a arrodillarse.

-¡Éste ha bebido lo suyo! -dijo un joven que pasaba cerca.

El comentario fue acogido con grandes carcajadas.

-Es un peregrino que parte para Tierra Santa, hermanos -dijo otro, que había bebido más de la cuenta-, y que se despide de sus amados hijos y de su patria. Saluda a todos y besa el suelo patrio en su capital, San Peters burgo.

-Es todavía joven -observó un tercero.

-Es un noble -dijo una voz grave.

-Hoy en día es imposible distinguir a los nobles de los que no lo son.

Estos comentarios detuvieron en los la bios de Raskolnikof las palabras «Soy un asesi no» que se disponía a pronunciar. Sin embargo, soportó con gran calma las burlas de la multi tud, se levantó y, sin volverse, echó a andar hacia la comisaría.

Pronto apareció alguien en su camino.

No se asombró, porque lo esperaba. En el mo mento en que se había arrodillado por segunda vez en la plaza del Mercado había visto a Sonia a su izquierda, a unos cincuenta pasos. Trataba de pasar inadvertida para él, ocultándose tras una de las barracas de madera que había en la plaza. Comprendió que quería acompañarle mientras subía su Calvario.

En este momento se hizo la luz en la mente de Raskolnikof. Comprendió que Sonia le pertenecía para siempre y que le seguiría a todas partes, aunque su destino le condujera al fin del mundo. Este convencimiento le tras tornó, pero en seguida advirtió que había lle gado al término fatal de su camino.

Entró en el patio con paso firme. Las oficinas de la comisaría estaban en el tercer piso.

«El tiempo que tarde en subir me perte nece», se dijo.

El minuto fatídico le parecía lejano. Aún tendría tiempo de pensarlo bien.

Encontró la escalera como la vez ante rior: cubierta de basuras y llena de los olores infectos que salían de las cocinas cuyas puertas se abrían sobre los rellanos. Raskolnikof no había vuelto a la comisaría desde su primera visita. Sus piernas se negaban a obedecerle y le impedían avanzar. Se detuvo un momento para tomar aliento, recobrarse y entrar como un hombre.

«Pero ¿por qué he de preocuparme del modo de entrar? -se preguntó de pronto-. De todas formas, he de apurar la copa. ¿Qué im porta, pues, el modo de bebérmela? Cuanto más amargue el contenido, más mérito tendrá mi sacrificio.» Pensó de pronto en Ilia Petrovitch, el «teniente Pólvora».

«Pero ¿es que sólo con él puedo hablar? ¿Acaso no podría dirigirme a otro, a Nikodim Fomitch, por ejemplo? ¿Y si volviera atrás y fuese a visitar al comisario de policía en su do micilio? Entonces la escena se desarrollaría de un modo menos oficial y menos. . No, no; me enfrentaré con el "teniente Pólvora". Puesto que hay que beberse la copa, me la beberé de una vez.» Y presa de un frío de muerte, con mo vimientos casi inconscientes, Raskolnikof abrió la puerta de la comisaría.

Esta vez sólo vio en la antecámara un ordenanza y un hombre del pueblo. Ni siquiera apareció el gendarme de guardia. Raskolnikof pasó a la pieza inmediata.

«A lo mejor, no puedo decir nada todav ía», pensó.

Un empleado que vestía de paisano y no el uniforme reglamentario escribía inclinado sobre su mesa. Zamiotof no estaba. El comisa rio, tampoco.

-¿No hay nadie? -preguntó al escribien te.

-¿A quién quiere ver? En esto se dejó oír una voz conocida.

-No necesito oídos ni ojos: cuando llega un ruso, percibo por instinto su presencia..., como dice el cuento. Encantado de verle.

Raskolnikof empezó a temblar. El «te niente Pólvora» estaba ante él. Había salido de pronto de la tercera habitación.

« Es el destino -pensó Raskolnikof-.

¿Qué hace este hombre aquí?» -¿Viene usted a vernos? ¿Con qué obje to? Parecía estar de excelente humor y bas tante animado.

-Si ha venido usted por algún asunto del despacho -continuó-, es demasiado temprano.

Yo estoy aquí por casualidad... Dígame: ¿puedo serle útil en algo? Le aseguro, señor... ¡Caramba no me acuerdo del apellido! Perdóneme...

-Raskolnikof.

-¡Ah, sí! Raskolnikof. Lo siento, pero se me había ido de la memoria... Le ruego que me perdone, Rodion Ro... Ro... Rodionovitch, ¿no? -Rodion Romanovitch.

-¡Eso es: Rodion Romanovitch! Lo tenía en la punta de la lengua. He procurado tener noticias de usted con frecuencia. Le aseguro que he lamentado profundamente nuestro comportamiento con usted hace unos días.

Después supe que era usted escritor, incluso un sabio, en el principio de su carrera. ¿Y qué es critor joven no ha empezado por...? Tanto mi mujer como yo somos aficionados a la lectura.

Pero mi mujer me aventaja: siente verdadera pasión, una especie de locura, por las letras y las artes... Excepto la nobleza de sangre, todo lo demás puede adquirirse por medio del talento, el genio, la sabiduría, la inteligencia. Fijémonos, por ejemplo, en un sombrero. ¿Qué es un som brero? Sencillamente, una cosa que se puede comprar en casa de Zimmermann. Pero lo que queda debajo del sombrero, usted no lo podrá comprar... Le aseguro que incluso estuve a pun to de ir a visitarlo, pero me dije que. . Bueno, a todo esto no le he preguntado qué es lo que desea... Su familia está en Petersburgo, ¿ver dad? -Sí, mi madre y mi hermana.

-Incluso he tenido el honor y el placer de conocer a su hermana, persona tan encanta dora como instruida. Le confieso que lamento profundamente nuestro altercado. En cuanto a las conjeturas que hicimos sobre su desvaneci miento, todo ha quedado explicado de un mo do que no deja lugar a dudas. Fue una ofusca ción, un desatino. Su indignación es muy expli cable... ¿Se va usted a mudar a causa de la lle gada de su familia? -No, no; no es eso. Yo venía para... Creía que encontraría aquí a Zamiotof.

-Ya comprendo. He oído decir que eran ustedes amigos. Pues bien, ya no está aquí.

Desde anteayer nos vemos privados de sus servicios. Discutió con nosotros y estuvo bas tante grosero. Habíamos fundado ciertas espe ranzas en él, pero ¡vaya usted a entenderse con nuestra brillante juventud! Se le ha metido en la cabeza presentarse a unos exámenes sólo para poder darse importancia. No tiene nada en común con usted ni con su amigo el señor Ra sumikhine. Ustedes viven para la ciencia, y los reveses no pueden abatirlos. Las diversiones no son nada para ustedes. Nihil esi, como dicen.

Ustedes llevan una vida austera, monástica, y un libro, una pluma en la oreja, una indagación científica, bastan para hacerlos felices. Incluso yo, hasta cierto punto... ¿Ha leído usted las Memorias de Livinstone? -No.

-Yo sí que las he leído. Desde hace algún tiempo, el número de nihilistas ha aumentado considerablemente. Esto es muy comprensible si uno piensa en la época que atravesamos. Pe ro le digo esto porque... Usted no es nihilista, ¿verdad? Respóndame francamente.

-No lo soy.

-Sea franco, tan franco como lo sería con usted mismo. La obligación es una cosa, y otra la... Creía usted que iba a decir la «amistad», ¿verdad? Pues se ha equivocado: no iba a decir la amistad, sino el sentimiento de hombre y de ciudadano, un sentimiento de humanidad y de amor al Altísimo. Yo soy un personaje oficial, un funcionario, pero no por eso debo ser menos ciudadano y menos hombre... Hablábamos de Zamiotof, ¿verdad? Pues bien, Zamiotof es un muchacho que quiere imitar a los franceses de vida disipada. Después de beberse un vaso de champán o de vino del Don en un estableci miento de mala fama, empieza a alborotar. Así es su amigo Zamiotof. Estuve tal vez un poco fuerte con él, pero es que me dejé llevar de mi celo por los intereses del servicio. Por otra par te, yo desempeño cierto papel en la sociedad, tengo una categoría, una posición. Además, estoy casado, soy padre de familia y cumplo mis deberes de hombre y de ciudadano. En cambio, él ¿qué es? Permítame que se lo pre gunte. Me dirijo a usted como a un hombre ennoblecido por la educación. ¿Y qué me dice de las comadronas?. También se han multipli cado de un modo exorbitante...

Raskolnikof arqueó las cejas y miró al oficial con una expresión de desconcierto. La mayoría de las palabras de aquel hombre, que evidentemente acababa de levantarse de la me sa, carecían para él de sentido. Sin embargo, comprendió parte de ellas y observaba a su interlocutor con una interrogación muda en los ojos, preguntándose adónde le quería llevar.

-Me refiero a esas muchachas de cabe llos cortos -continuó el inagotable Ilia Petro vitch-. Las llamo a todas comadronas y consi dero que el nombre les cuadra admirablemente.

¡Je, je! Se introducen en la escuela de Medicina y estudian anatomía. Pero le aseguro que si caigo enfermo, no me dejaré curar por ninguna de ellas. ¡Je, je! Ilia Petrovitch se reía, encantado de su ingenio.

-Admito que todo eso es solamente sed de instrucción; pero ¿por qué entregarse a cier tos excesos? ¿Por qué insultar a las personas de elevada posición, como hace ese tunante de Zamiotof? ¿Por qué me ha ofendido a mí, pre gunto yo...? Otra epidemia que hace espantosos estragos es la del suicidio. Se comen hasta el último céntimo que tienen y después se matan.

Muchachas, hombres jóvenes, viejos, se quitan la vida. Por cierto que acabamos de enterarnos de que un señor que llegó hace poco de provin cias se ha suicidado. Nil Pavlovitch, ¡eh, Nil Pavlovitch! ¿Cómo se llama ese caballero que se ha levantado la tapa de los sesos esta mañana? -Svidrigailof -respondió una voz ronca e indiferente desde la habitación vecina.

Raskolnikof se estremeció.

-¿Svidrigailof? ¿Se ha matado Svidrigai lof?--exclamó.

-¿Cómo? ¿Le conocía usted? -Sí... Había llegado hacía poco.

-En efecto. Había perdido a su mujer.

Era un hombre dado a la crápula. Y de pronto se suicida. ¡Y de qué modo! No se lo puede us ted imaginar... Ha dejado unas palabras escritas en un bloc de notas, declarando que moría por su propia voluntad y que no se debía culpar a nadie de su muerte. Dicen que tenía dinero.

¿Cómo es que lo conoce usted? -¿Yo? Pues... Mi hermana fue institutriz en su casa.

-Entonces, usted puede facilitarnos da tos sobre él. ¿Sospechaba usted sus propósitos? -Le vi ayer. Estaba bebiendo champán.

No observé en él nada anormal.

Raskolnikof tenía la impresión de que había caído un peso enorme sobre su pecho y lo aplastaba.

-Otra vez se ha puesto usted pálido.

¡Está tan cargada la atmósfera en estas oficinas! -Sí -murmuró Raskolnikof-. Me marcho.

Perdóneme por haberle molestado.

-No diga usted eso. Estoy siempre a su disposición. Su visita ha sido para mí una ver dadera satisfacción.

Y tendió la mano a Rodion Romano vitch.

-Sólo quería ver a Zamiotof.

-Comprendido. Encantado dé su visita.

-Yo también... he tenido mucho gusto en verle –dijo Raskolnikof con una sonrisa-. Usted siga bien.

Salió de la comisaría con paso vacilante.

La cabeza le daba vueltas. Le costaba gran tra bajo mantenerse sobre sus piernas. Empezó a bajar la escalera apoyándose en la pared. Le pareció que un ordenanza que subía a la comi saría tropezó con él; que, al llegar al primer piso, oyó ladrar a un perro, y vio que una mujer le arrojaba un rodillo de pastelería mientras le gritaba para hacerle callar. Al fin llegó a la planta baja y salió a la calle. Entonces vio a So nia. Estaba cerca del portal, y, pálida como una muerta, le miraba con una expresión de extrav ío. Raskolnikof se detuvo ante ella. Una sombra de sufrimiento y desesperación pasó por el semblante de la joven. Enlazó las manos, y una sonrisa que no fue más que una mueca le torció los labios. Rodia permaneció un instante in móvil. Luego sonrió amargamente y volvió a subir a la comisaría.

Ilia Petrovitch, sentado a su mesa, hojeaba un montón de papeles. El mujik que acababa de tropezar con Raskolnikof estaba de pie ante él.

-¿Usted otra vez? ¿Se le ha olvidado al go? ¿Qué le pasa? Con los labios amoratados y la mirada inmóvil, Raskolnikof se acercó lentamente a la mesa de Ilia Petrovitch, apoyó la mano en ella e intentó hablar, pero ni una sola palabra salió de sus labios: sólo pudo proferir sonidos inarticu lados.

-¿Se siente usted mal? ¡Una silla! Siénte se. ¡Traigan agua! Raskolnikof se dejó caer en la silla sin apartar los ojos del rostro de Ilia Petrovitch, donde se leía una profunda sorpresa. Durante un minuto, los dos se miraron en silencio. Tra jeron agua.

-Fui yo... -empezó a decir Raskolnikof.

-Beba.

El joven rechazó el vaso y, en voz baja y entrecortada, pero con toda claridad, hizo la siguiente declaración: -Fui yo quien asesinó a hachazos, para robarles, a la vieja prestamista y a su hermana Lisbeth.

Ilia Petrovitch abrió la boca. Acudió gente de todas partes. Raskolnikof repitió su confesión.

EPÍLOGO I Ln Siberia. O orillas de un ancho río que discurre por tierras desiertas hay una ciudad, uno de los centros administrativos de Rusia. La ciudad contiene una fortaleza, y la fortaleza, una prisión. En este presidio está desde hace nueve meses el condenado a trabajos forzados de la segunda categoría Rodion Raskolnikof.

Cerca de año y medio ha transcurrido desde el día en que cometió su crimen. La instrucción de su proceso no tropezó con dificultades. El cul pable repitió su confesión con tanta energía como claridad, sin embrollar las circunstancias, sin suavizar el horror de su perverso acto, sin alterar la verdad de los hechos, sin olvidar el menor incidente. Relató con todo detalle el ase sinato y aclaró el misterio del objeto encontrado en las manos de la vieja, que era, como se re cordará, un trocito de madera unido a otro de hierro. Explicó cómo había cogido las llaves del bolsillo de la muerta y describió minuciosa mente tanto el cofre al que las llaves se adapta ban como su contenido.

Incluso enumeró algunos de los objetos que había encontrado en el cofre. Explicó la muerte de Lisbeth, que había sido hasta enton ces un enigma. Refirió cómo Koch, seguido muy pronto por el estudiante, había golpeado la puerta y repitió palabra por palabra la con versación que ambos sostuvieron.

Después él se había lanzado escaleras abajo; había oído las voces de Mikolka y Mitri y se había escondido en el departamento desal quilado.

Finalmente habló de la piedra bajo la cual había escondido (y fueron encontrados) los objetos y la bolsa robados a la vieja, indicando que tal piedra estaba cerca de la entrada de un patio del bulevar Vosnesensky.

En una palabra, aclaró todos los puntos.

Varias cosas sorprendieron a los magistrados y jueces instructores, pero lo que más les extrañó fue que el culpable hubiera escondido su botín sin sacar provecho de él, y más aún, que no solamente no se acordara de los objetos que había robado, sino que ni siquiera pudiera pre cisar su numero.

Aún se juzgaba más inverosímil que no hubiera abierto la bolsa y siguiera ignorando lo que contenía. En ella se encontraron trescientos diecisiete rublos y tres piezas de veinte kopeks.

Los billetes mayores, por estar colocados sobre los otros, habían sufrido considerables desper fectos al permanecer tanto tiempo bajo la pie dra. Se estuvo mucho tiempo tratando de com prender por qué el acusado mentía sobre este punto -pues así lo creían-, habiendo confesado espontáneamente la verdad sobre todos los demás.

Al fin algunos psicólogos admitieron que podía no haber abierto la bolsa y haberse desprendido de ella sin saber lo que contenía, de lo cual se extrajo la conclusión de que el crimen se había cometido bajo la influencia de un ataque de locura pasajera: el culpable se había dejado llevar de la manía del asesinato y el robo, sin ningún fin interesado. Fue una bue na ocasión para apoyar esa teoría con la que se intenta actualmente explicar ciertos crímenes.

Además, que Raskolnikof era un neu rasténico quedó demostrado por las declara ciones de varios testigos: el doctor Zosimof, algunos camaradas de universidad del proce sado, su patrona, Nastasia...

Todo esto dio origen a la idea de que Raskolnikof no era un asesino corriente, un ladrón vulgar, sino que su caso era muy distin to. Para decepción de los que opinaban así, el procesado no se aprovechó de ello para defen derse. Interrogado acerca de los motivos que le habían impulsado al crimen y al robo respon dió con brutal franqueza que los móviles hab ían sido la miseria y el deseo de abrirse paso en la vida con los tres mil rublos como mínimo que esperaba encontrar en casa de la víctima, y que había sido su carácter bajo y ligero, agriado además por los fracasos y las privaciones, lo que había hecho de él un asesino. Y cuando se le preguntó qué era lo que le había impulsado a presentarse a la justicia, contestó que un arre pentimiento sincero. En conjunto, su declara ción produjo mal efecto.

Sin embargo, la condena fue menos gra ve de lo que se esperaba. Tal vez favoreció al acusado el hecho de que, lejos de pretender justificarse, se había dedicado a acumular car gos contra sí mismo. Todas las particularidades extrañas de la causa se tomaron en considera ción. El mal estado de salud y la miseria en que se hallaba antes de cometer el crimen no podían ponerse en duda. El hecho de que no se hubiera aprovechado del botín se atribuyó, por una parte, a un remordimiento tardío y, por otra, a un estado de perturbación mental en el mo mento de cometer el crimen. La muerte impre meditada de Lisbeth fue un detalle favorable a esta última tesis, pues no tenía explicación que un hombre cometiera dos asesinatos ¡habiéndo se dejado la puerta abierta! Finalmente, el cul pable se había presentado a la justicia por su propio impulso y en un momento en que las falsas declaraciones de un fanático (Nicolás) habían embrollado el proceso y cuando, además, la justicia no sólo no poseía ninguna prueba contra el culpable, sino que ni siquiera sospechaba de él. (Porfirio Petrovitch había mantenido religiosamente su palabra.) Todas estas circunstancias contribuye ron considerablemente a suavizar el veredicto.

Además, en el curso de los debates se habían puesto en evidencia otros hechos favorables al acusado: los documentos presentados por el estudiante Rasumikhine demostraban que, du rante su permanencia en la universidad, el ase sino Raskolnikof se había repartido por espacio de seis meses sus escasos recursos, hasta el último kopek, con un compañero necesitado y tuberculoso. Cuando éste murió, Raskolnikof prestó toda la ayuda posible al padre del difun to, un anciano que era ya como un niño y del que su hijo se había tenido que cuidar desde que tenía trece años. Rodia consiguió que lo admitieran en un asilo y más tarde, cuando murió, pagó su entierro.

Todos estos testimonios favorecieron en gran medida al acusado. La viuda de Zarnitzi ne, su antigua patrona y madre de la difunta prometida, acudió también a declarar y dijo que en la época en que vivía en las Cinco Es quinas, teniendo a Raskolnikof como huésped, una noche se había declarado un incendio en la casa vecina, y su pupilo, con peligro de perder la vida, había salvado a dos niños de las llamas, sufriendo algunas quemaduras. Esta declara ción fue escrupulosamente comprobada me diante una encuesta: numerosos testigos certifi caron su exactitud. En resumidas cuentas, que el tribunal, teniendo en consideración la decla ración espontánea del culpable y sus buenos antecedentes, sólo lo condenó a ocho años de trabajos forzados (segunda categoría).

Apenas comenzaron los debates, la ma dre de Raskolnikof cayó enferma. Dunia y Ra sumikhine consiguieron mantenerla alejada de Petersburgo durante toda la instrucción del sumario. Dmitri Prokofitch alquiló una casa para las mujeres en un pueblo de las cercanías de la capital por el que pasaba el ferrocarril. Así pudo seguir toda la marcha del proceso y visi tar con cierta frecuencia a Avdotia Romanovna.

La enfermedad de Pulqueria Alejandrovna era una afección nerviosa bastante rara, acompa ñada de una perturbación parcial de las facul tades mentales.

Al volver a casa tras su última visita a su hermano, Duma encontró a su madre con alta fiebre y delirando. Aquella misma noche se puso de acuerdo con Rasumikhine sobre lo que debían decir a Pulqueria Alejandrovna cuando les preguntara por Rodia. Urdieron toda una novela en torno a la marcha de Rodion a una provincia de los confines de Rusia con una mi sión que le reportaría tanto honor como prove cho. Pero, para sorpresa de los dos jóvenes, Pulqueria Alejandrovna no les hizo jamás pre gunta alguna sobre este punto. Había inventa do su propia historia para explicar la marcha precipitada de su hijo. Refería llorando, la esce na de la despedida y daba a entender que sólo ella conocía ciertos hechos misteriosos e impor tantísimos. Afirmaba que Rodia tenia enemigos poderosos de los que se veía obligado a ocul tarse, y no dudaba de que alcanzaría una bri llante posición cuando lograse allanar ciertas dificultades. Decía a Rasumikhine que su hijo sería un hombre de Estado. Para ello se funda ba en el artículo que había escrito y que deno taba, según ella, un talento literario excepcio nal. Leía sin cesar este artículo, a veces en voz alta. No se apartaba de él ni siquiera cuando se iba a dormir. Pero no preguntaba nunca dónde estaba Rodia, aunque el cuidado que tenían su hija y Rasumikhine en eludir esta cuestión deb ía de parecer sospechosa. El extraño mutismo en que se encerraba Pulqueria Alejandrovna acabó por inquietar a Dunia y a Dmitri Proko fitch. Ni siquiera se quejaba del silencio de su hijo, siendo así que, cuando estaban en el pue blo, vivía de la esperanza de recibir al fin una carta de su querido Rodia. Esto pareció tan in explicable a Dunia, que la joven llegó a sentirse verdaderamente alarmada. Se dijo que su ma dre debía de presentir que había ocurrido a Rodia alguna gran desgracia y que no se atrevía a preguntar por temor a oír algo más horrible de lo que ella suponía. Fuera como fuese, Du nia se daba perfecta cuenta de que su madre tenía trastornado el cerebro. Sin embargo, un par de veces Pulqueria Alejandrovna había conducido la conversación de modo que tuvie ran que decirle dónde estaba Rodia. Las vagas e inquietas respuestas que recibió la sumieron en una profunda tristeza y durante mucho tiempo se la vio sombría y taciturna.

Finalmente, Dunia comprendió que mentir continuamente e inventar historia tras historia era demasiado difícil y decidió guardar un silencio absoluto sobre ciertos puntos. Sin embargo, cada vez era más evidente que la po bre madre sospechaba algo horrible. Dunia recordaba perfectamente que, según Rodia le había dicho, su madre la había oído soñar en voz alta la noche que siguió a su conversación con Svidrigailof. Las palabras que había dejado escapar en sueños tal vez habían dado una luz a la pobre mujer. A veces, tras días o semanas de lágrimas y silencio, Pulqueria Alejandrovna se entregaba a una agitación morbosa y empe zaba a monologar en voz alta, a hablar de su hijo, de sus esperanzas, del porvenir. Sus fan tasías eran a veces realmente extrañas. Dunia y Rasumikhine le seguían la corriente, y ella tal vez se daba cuenta, pero no por eso cesaba de hablar.

La sentencia se dictó cinco meses des pués de la confesión del culpable. Rasumikhine visitó a su amigo en la prisión con tanta fre cuencia como le fue posible, y Sonia igualmen te. Llegó al fin el momento de la separación.

Dunia y Rasumikhine estaban seguros de que no sería eterna. El fogoso joven había concebido ciertos proyectos y estaba firmemente resuelto a cumplirlos. Se proponía reunir algún dinero durante los tres o cuatro años siguientes y lue go trasladarse con la familia de Rodia a Siberia, país repleto de riqueza que sólo esperaba bra zos y capitales para cobrar validez. Se instalar ían en la población donde estuviera Rodia y empezarían todos juntos una vida nueva.

Todos derramaron lágrimas al decirse adiós. Los últimos días, Raskolnikof se mostró profundamente preocupado. Estaba inquieto por su madre y preguntaba continuamente por ella. Esta ansiedad acabó por intranquilizar a Dunia. Cuando le explicaron detalladamente la enfermedad que padecía Pulqueria Alejan drovna, el semblante de Rodia se ensombreció todavía más.

A Sonia apenas le dirigía la palabra.

Contando con el dinero que le había entregado Svidrigailof, la joven se había preparado hacía tiempo para seguir al convoy de presos de que formara parte Raskolnikof. Jamás habían cam biado una sola palabra sobre este punto; pero los dos sabían que sería así.

En el momento de los últimos adioses, el condenado tuvo una sonrisa extraña al oír que su hermana y Rasumikhine le hablaban con entusiasmo de la vida próspera que les espera ba cuando él saliera del presidio. Rodia preveía que la enfermedad de su madre tendría un des enlace doloroso. Al fin partió, seguido de Sonia.

Dos meses después, Dunetchka y Ra sumikhine se casaron. Fue una ceremonia triste y silenciosa. Entre los invitados figuraban Por firio Petrovitch y Zamiotof.

Desde hacía algún tiempo, Rasumikhine daba muestras de una resolución inquebranta ble. Dunia tenía fe ciega en él y creía en la reali zación de sus proyectos. En verdad, habría sido difícil no confiar en aquel joven que poseía una voluntad de hierro. Había vuelto a la universi dad a fin de terminar sus estudios y los esposos no cesaban de forjar planes para el porvenir.

Tenían la firme intención de emigrar a Siberia al cabo de cinco años a lo sumo. Entre tanto, contaban con Sonia para sustituirlos.

Pulqueria Alejandrovna bendijo de todo corazón el enlace de su hija con Rasumikhine, pero después de la boda aumentaron su tristeza y ensimismamiento. Para procurarle un rato agradable, Rasumikhine le explicó la generosa conducta de Rodia con el estudiante enfermo y su anciano padre, y también que había sufrido graves quemaduras por salvar a dos niños de un incendio. Estos dos relatos exaltaron en gra do sumo el ya trastornado espíritu de Pulqueria Alejandrovna. Desde entonces no cesó de hablar de aquellos nobles actos. Incluso en la calle los refería a los transeúntes, en las tiendas, allí donde encontraba un auditor paciente em pezaba a hablar de su hijo, del artículo que hab ía publicado, de su piadosa conducta con el estudiaritg, del espíritu de sacrificio que había demostrado en un incendio, de las quemaduras que había recibido, etc.

Dunetchka no sabía cómo hacerla callar.

Aparte el peligro que encerraba esta exaltación morbosa, podía darse el caso de que alguien, al oír el nombre de Raskolnikof, se acordara del proceso y empezase a hablar de él.

Pulqueria Alejandrovna se procuró la dirección de los dos niños salvados por su hijo y se empeñó en ir a verlos. Al fin su agitación llegó al límite. A veces prorrumpía de pronto en llanto, la acometían con frecuencia accesos de fiebre y entonces empezaba a delirar. Una mañana dijo que, según sus cálculos, Rodia estaba a punto de regresar, pues, al despedirse de ella, él mismo le había asegurado que vol vería al cabo de nueve meses. Y empezó a arre glar la casa, a preparar la habitación que desti naba a su hijo (la suya), a quitar el polvo a los muebles, a fregar el suelo, a cambiar las corti nas... Dunia sentía gran inquietud al verla en semejante estado, pero no decía nada e incluso la ayudaba a preparar el recibimiento de Rodia.

Al fin, tras un día de agitación, de visio nes, de ensueños felices y de lágrimas, Pulque ria Alejandrovna perdió por completo el juicio y murió quince días después. Las palabras que dejó escapar en su delirio hicieron suponer a los que le rodeaban que sabía de la suerte de su hijo mucho más de lo que se sospechaba.

Raskolnikof ignoró durante largo tiem po la muerte de su madre. Sin embargo, desde su llegada a Siberia recibía regularmente noti cias de su familia por mediación de Sonia, que escribía todos los meses a los esposos Rasumi khine y nunca dejaba de recibir respuesta. Las cartas de Sonia parecieron al principio dema siado secas a Dunia y su marido. No les gusta ban. Pero después comprendieron que Sonia no podía escribir de otro modo y que, al fin y al cabo, aquellas cartas les daban una idea clara y precisa de la vida del desgraciado Raskolnikof, pues abundaban en detalles sobre este punto.

Sonia describía tan simple como minuciosa mente la existencia de Raskolnikof en el presi dio. No hablaba de sus propias esperanzas, de sus planes para el futuro ni de sus sentimientos personales. En vez de explicar el estado espiri tual, la vida interior del condenado, de inter pretar sus reacciones, se limitaba a citar hechos, a repetir las palabras pronunciadas por Rodia, a dar noticias de su salud, a transmitir los deseos que había expresado, los encargos que había hecho... Gracias a estas noticias en extremo de talladas, pronto creyeron tener junto a ellos a su desventurado hermano, y no podían equivo carse al imaginárselo, pues se fundaban en da tos exactos y precisos.

Sin embargo, las noticias que recibían no tenían, especialmente al principio, nada de consolador para el matrimonio. Sonia contaba a Dunia y a su marido que Rodia estaba siempre sombrío y taciturno, que permanecía indiferen te a las noticias de Petersburgo que ella le transmitía, que la interrogaba a veces por su madre. Y cuando Sonia se dio cuenta de que sospechaba la verdad sobre la suerte de Pul queria Alejandrovna, le dijo francamente que había muerto, y entonces, para sorpresa suya, vio que Raskolnikof permanecía poco menos que impasible. Aunque concentrado en sí mis mo y ajeno a cuanto le rodeaba -le explicaba Sonia en una carta-, miraba francamente y con entereza su nueva vida. Se daba perfecta cuenta de su situación y no esperaba que mejorase en mucho tiempo. No alimentaba vanas esperan zas, contrariamente a lo que suele ocurrir en los casos como el suyo, y no parecía experimentar extrañeza alguna en su nuevo ambiente, tan distinto del que había conocido hasta entonces.

Su salud era satisfactoria. Iba al trabajo sin resistencia ni apresuramiento; no lo eludía, pero tampoco lo buscaba. Se mostraba indife rente respecto a la alimentación, pero ésta era tan mala, exceptuando los domingos y días de fiesta, que al fin aceptó algún dinero de Sonia para poder tomar té todos los días. Sin embar go, le rogó que no se preocupara por él, pues le contrariaba ser motivo de inquietud para otras personas.

En otra de sus cartas, Sonia les explicó que Rodia dormía hacinado con los demás de tenidos. Ella no había visto la fortaleza donde estaban encerrados, pero tenía noticias de que los presos vivían amontonados, en condiciones nada saludables y francamente horribles. Ras kolnikof dormía sobre un jergón cubierto por un simple trozo de tela y no deseaba tener un lecho más cómodo.

Si rechazaba todo aquello que podía suavizar su vida, hacerla un poco menos ingra ta, no era por principio, sino simplemente por apatía, por indiferencia hacia su suerte. Sonia contaba que, al principio, sus visitas, lejos de complacer a Raskolnikof, lo irritaban. Sólo abr ía la boca para hacerle reproches. Pero después se acostumbró a aquellas entrevistas, y llegaron a serle tan indispensables, que cayó en una pro funda tristeza en cierta ocasión en que Sonia se puso enferma y estuvo algún tiempo sin ir a visitarle.

Los días de fiesta lo veía en la puerta de la prisión o en el cuerpo de guardia, adonde dejaban ir al preso para unos minutos cuando ella lo solicitaba. Los días laborables iba a verlo en los talleres donde trabajaba o en los coberti zos de la orilla del Irtych.

En sus cartas, Sonia hablaba también de sí misma. Decía que había logrado crearse rela ciones y obtener cierta protección en su nueva vida. Se dedicaba a trabajos de aguja, y como en la ciudad escaseaban las costureras, había conseguido bastantes clientes. Lo que no decía era que había logrado que las autoridades se interesaran por la suerte de Raskolnikof y lo excluyeran de los trabajos más duros.

Al fin, Rasumikhine y Dunia supieron (esta carta, como todas las últimas de Sonia, pareció a Dunia colmada de un terror angustio so) que Raskolnikof huía de todo el mundo, que sus compañeros de prisión no le querían, que estaba pálido como un muerto y que pasa ba días enteros sin pronunciar una sola palabra.

En una nueva carta, Sonia manifestó que Rodia estaba enfermo de gravedad y se le había trasladado al hospital del presidio.

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