V

Raskolnikof entró en el despacho con el gesto del hombre que hace descomunales es fuerzos para no reventar de risa. Le seguía Ra sumikhine, rojo como la grana, cohibido, torpe y transfigurado por el furor del semblante. Su cara y su figura tenían en aquellos momentos un aspecto cómico que justificaba la hilaridad de su amigo. Raskolnikof, sin esperar a ser pre sentado, se inclinó ante el dueño de la casa, que estaba de pie en medio del despacho, mirándo los con expresión interrogadora, y cambió con él un apretón de manos. Pareciendo todavía que hacía un violento esfuerzo para no echarse a reír, dijo quién era y cómo se llamaba. Pero apenas se había mantenido serio mientras murmuraba algunas palabras, sus ojos miraron casualmente a Rasumikhine. Entonces ya no pudo contenerse y lanzó una carcajada que, por efecto de la anterior represión, resultó más es trepitosa que las precedentes.

El extraordinario furor que esta risa loca despertó en Rasumikhine prestó, sin que éste lo advirtiera, un buen servicio a Raskolnikof.

-¡Demonio de hombre! -gruñó Rasumi khine, con un ademán tan violento que dio un involuntario manotazo a un velador sobre el que había un vaso de té vacío. Por efecto del golpe, todo rodó por el suelo ruidosamente.

-No hay que romper los muebles, seño res míos -exclamó Porfirio Petrovitch alegre mente-. Esto es un perjuicio para el Estado.

Raskolnikof seguía riendo, y de tal mo do, que se olvidó de que su mano estaba en la de Porfirio Petrovitch. Sin embargo, consciente de que todo tiene su medida, aprovechó un momento propicio para recobrar la seriedad lo más naturalmente posible. Rasumikhine, al que el accidente que su conducta acababa de provo car había sumido en el colmo de la confusión, miró un momento con expresión sombría los trozos de vidrio, después escupió, volvió la espalda a Porfirio y a Raskolnikof, se acercó a la ventana y, aunque no veía, hizo como si mirase al exterior. Porfirio Petrovitch reía por educa ción, pero se veía claramente que esperaba le explicasen el motivo de aquella visita.

En un rincón estaba Zamiotof sentado en una silla. Al aparecer los visitantes se había levantado, esbozando una sonrisa. Contempla ba la escena con una expresión en que el asom bro se mezclaba con la desconfianza, y obser vaba a Raskolnikof incluso con una especie de turbación. La aparición inesperada de Zamiotof sorprendió desagradablemente al joven, que se dijo: «Otra cosa en que hay que pensar.» Y manifestó en voz alta, con una confu sión fingida: -Le ruego que me perdone...

-Pero ¿qué dice usted? ¡Si estoy encan tado! Ha entrado usted de un modo tan agra dable... -repuso Porfirio Petrovitch, y añadió, indicando a Rasumikhine con un movimiento de cabeza-. Ése, en cambio, ni siquiera me ha dado los Buenos días.

-Se ha indignado conmigo no sé por qué. Por el camino le he dicho que se parecía a Romeo y le he demostrado que mi comparación era justa. Esto es todo lo que ha habido entre nosotros.

-¡Imbécil! -exclamó Rasumikhine sin volver la cabeza.

-Debe de tener sus motivos para tomar en serio una broma tan inofensiva --comentó Porfirio echándose a reír.

-Oye, juez de instrucción... -empezó a decir Rasumikhine-. ¡Bah! ¡Que el diablo os lleve a todos! Y se echó a reír de buena gana: había re cobrado de súbito su habitual buen humor.

-¡Basta de tonterías! -dijo, acercándose alegremente a Porfirio Petrovitch-. Sois todos unos imbéciles... Bueno, vamos a lo que inter esa. Te presento a mi amigo Rodion Romano vitch Raskolnikof, que ha oído hablar mucho de ti y deseaba conocerte. Además, quiere hablar contigo de cierto asuntillo... ¡Hombre, Zamio tof! ¿Cómo es que estás aquí? Esto prueba que conoces a Porfirio Petrovitch. ¿Desde cuándo? «¿Qué significa todo esto?, se dijo, in quieto, Raskolnikof.

Zamiotof se sentía un poco violento.

-Nos conocimos anoche en tu casa -respondió.

-No cabe duda de que Dios está en to das partes. Imagínate, Porfirio, que la semana pasada me rogó insistentemente que te lo pre sentase, y vosotros habéis trabado conocimien to prescindiendo de mí. ¿Dónde tienes el taba co? Porfirio Petrovitch iba vestido con ropa de casa: bata, camisa blanquísima y unas zapa tillas viejas. Era un hombre de treinta y cinco años, de talla superior a la media, bastante grueso e incluso con algo de vientre. Iba perfec tamente afeitado y no llevaba bigote ni patillas.

Su cabello, cortado al rape, coronaba una cabe za grande, esférica y de abultada nuca. Su cara era redonda, abotagada y un poco achatada; su tez, de un amarillo fuerte, enfermizo. Sin em bargo, aquel rostro denunciaba un humor agu do y un tanto burlón. Habría sido una cara in cluso simpática si no lo hubieran impedido sus ojos, que brillaban extrañamente, cercados por unas pestañas casi blancas y unos párpados que pestañeaban de continuo. La expresión de esta mirada contrastaba extrañamente con el resto de aquella fisonomía casi afeminada y le pres taba una seriedad que no se percibía en el pri mer momento.

Apenas supo que Raskolnikof tenía que tratar cierto asunto con él, Porfirio Petrovitch le invitó a sentarse en el sofá. Luego se sentó él en el extremo opuesto al ocupado por Raskolnikof y le miró fijamente, en espera de que le expu siera la anunciada cuestión. Le miraba con esa atención tensa y esa gravedad extremada que pueden turbar a un hombre, especialmente cuando ese hombre es casi un desconocido y sabe que el asunto que ha de tratar está muy lejos de merecer la atención exagerada y apara tosa que se le presta. Sin embargo, Raskolnikof le puso al corriente del asunto con pocas y pre cisas palabras. Luego, satisfecho de si mismo, halló la serenidad necesaria para observar aten tamente a su interlocutor. Porfirio Petrovitch no apartó de él los ojos en ningún momento del diálogo, y Rasumikhine, que se habia sentado frente a ellos, seguía con vivísima atención aquel cambio de palabras. Su mirada iba del juez de instrucción a su amigo y de su amigo al juez de instrucción sin el menor disimulo.

«¡Qué idiota!», exclamó mentalmente Raskolnikof.

-Tendrá que prestar usted declaración ante la policía -repuso Porfirio Petrovitch con acento perfectamente oficial-. Deberá usted manifestar que, enterado del hecho, es decir, del asesinato, ruega que se advierta al juez de instrucción encargado de este asunto que tales y cuales objetos son de su propiedad y que des ea usted desempeñarlos. Además, ya recibirá una comunicación escrita.

-Pero lo que ocurre -dijo Raskolnikof, fingiéndose confundido lo mejor que pudo- es que en este momento estoy tan mal de fondos, que ni siquiera tengo el dinero necesario para rescatar esas bagatelas. Por eso me limito a de clarar que esos objetos me pertenecen y que cuando tenga dinero...

-Eso no importa -le interrumpió Porfirio Petrovitch, que pareció acoger fríamente esta declaración de tipo económico-. Además, usted puede exponerme por escrito lo que me acaba de decir, o sea que, enterado de esto y aquello, se declara propietario de tales objetos y ruega...

-¿Puedo escribirle en papel corriente? -le interrumpió Raskolnikof, con el propósito de seguir demostrando que sólo le interesaba el aspecto práctico de la cuestión.

-Sí, el papel no importa.

Dicho esto, Porfirio Petrovitch adoptó una expresión francamente burlona. Incluso guiñó un ojo como si hiciera un signo de inteli gencia a Raskolnikof. Acaso esto del signo fue simplemente una ilusión del joven, pues todo transcurrió en un segundo. Sin embargo, algo debía de haber en aquel gesto. Que le había guiñado un ojo era seguro. ¿Con qué intención? Eso sólo el diablo lo sabía.

«Este hombre sabe algo, pensó en el acto Raskolnikof. Y dijo en voz alta, un tanto des concertado: -Perdone que le haya molestado por tan poca cosa. Esos objetos sólo valen unos cinco rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mi. Le confieso que sentí gran in quietud cuando supe...

-Eso explica que ayer te estremecieras al oírme decir a Zosimof que Porfirio estaba inter rogando a los propietarios de los objetos empe ñados --exclamó Rasumikhine con una segunda intención evidente.

Esto era demasiado. Raskolnikof no pu do contenerse y lanzó a su amigo una mirada furiosa. Pero en seguida se sobrepuso.

-Tú todo lo tomas a broma -dijo con una irritación que no tuvo que fingir-. Admito que me preocupan profundamente cosas que para ti no tienen importancia, pero esto no es razón para que me consideres egoísta e interesado, pues repito que esos dos objetos tan poco valio sos tienen un gran valor para mí. Hace un mo mento te he dicho que ese reloj de plata es el único recuerdo que tenemos de mi padre.

Búrlate si quieres, pero mi madre acaba de lle gar -manifestó dirigiéndose a Porfirio-, y si se enterase -continuó, volviendo a hablar a Rasu mikhine y procurando que la voz le temblara de que ese reloj se había perdido, su desespera ción no tendría límites. Ya sabes cómo son las mujeres.

-¡Estás muy equivocado! ¡No me has en tendido! Yo no he pensado nada de lo que di ces, sino todo lo contrario -protestó, desolado, Rasumikhine.

«¿Lo habré hecho bien? ¿No habré exa gerado? -pensó Raskolnikof, temblando de in quietud-. ¿Por qué habré dicho eso de "Ya sabes cómo son las mujeres"?» -¿De modo que su madre ha venido a verle? -preguntó Porfirio Petrovitch.

-Sí.

-¿Y cuándo ha llegado? -Ayer por la tarde.

Porfirio no dijo nada: parecía reflexio nar.

-Sus objetos no pueden haberse perdido -manifestó al fin, tranquilo y fríamente-. Hace tiempo que esperaba su visita.

Dicho esto, se volvió con toda naturali dad hacia Rasumikhine, que estaba echando sobre la alfombra la ceniza de su cigarrillo, y le acercó un cenicero. Raskolnikof se había estre mecido, pero el juez instructor, atento al ciga rrillo de Rasumikhine, no pareció haberlo no tado.

-¿Dices que lo esperabas? -preguntó Ra sumikhine a Porfirio Petrovitch-. ¿Acaso sabías que tenía cosas empeñadas? Porfirio no le respondió, sino que habló a Raskolnikof directamente: -Sus dos objetos, la sortija y el reloj, es taban en casa de la víctima, envueltos en un papel sobre el cual se leía el nombre de usted, escrito claramente con lápiz y, a continuación, la fecha en que la prestamista había recibido los objetos.

-¡Qué memoria tiene usted! -exclamó Raskolnikof iniciando una sonrisa.

Ponía gran empeño en fijar su mirada serenamente en los ojos del juez, pero no pudo menos de añadir: -He hecho esta observación porque su pongo que los propietarios de objetos empeña dos son muy numerosos y lo natural sería que usted no los recordara a todos. Pero veo que me he equivocado: usted no ha olvidado ni siquie ra uno..., y... y...

«¡Qué estúpido soy! ¿Qué necesidad tenía de decir esto?» -Es que todos los demás se han presentado ya. Sólo faltaba usted -dijo Por firio Petrovitch con un tonillo de burla casi im perceptible.

-No me sentía bien.

-Ya me enteré. También supe que algo le había trastornado profundamente. Incluso aho ra está usted un poco pálido.

-Pues me encuentro admirablemente -replicó al punto Raskolnikof, en tono tajante y furioso.

Sentía hervir en él una cólera que no podía reprimir.

«Esta indignación me va a hacer come ter alguna tontería. Pero ¿por qué se obstinan en torturarme?» -Dice que no se sentía bien -exclamó Ra sumikhine-, y esto es poco menos que no decir nada. Pues lo cierto es que hasta ayer el delirio apenas le ha dejado... Puedes creerme, Porfirio: apenas se tiene en pie... Pues bien, ayer apro vechó un momento, unos minutos, en que Zo simof y yo le dejamos, para vestirse, salir furti vamente y marcharse a Dios sabe dónde. ¡Y esto en pleno delirio! ¿Has visto cosa igual? ¡Este hombre es un caso! -¿En pleno delirio? ¡Qué locura! -exclamó Porfirio Petrovitch, sacudiendo la cabeza.

-¡Eso es mentira! ¡No crea usted ni una palabra...! Pero sobra esta advertencia, porque usted no lo ha creído, ni mucho menos -dejó escapar Raskolnikof, aturdido por la cólera.

Pero Porfirio no dio muestras de enten der estas extrañas palabras.

-¿Cómo te habrías atrevido a salir si no hubieses estado delirando? -exclamó Rasumi khine, perdiendo la calma a su vez-: ¿Por qué saliste? ¿Con qué intención? ¿Y por qué lo hicis te a escondidas? Confiesa que no podías estar en tu juicio. Ahora que ha pasado el peligro, puedo hablarte francamente.

-Me fastidiaron insoportablemente -dijo Raskolnikof, dirigiéndose a Porfirio con una sonrisa burlona, insolente, retadora-. Huí para ir a alquilar una habitación donde no pudieran encontrarme. Y llevaba en el bolsillo una buena cantidad de dinero. El señor Zamiotof lo sabe porque lo vio. Por lo tanto, señor Zamiotof, le ruego que resuelva usted nuestra disputa. Diga: ¿estaba delirando o conservaba mi sano juicio? De buena gana habría estrangulado a Zamiotof, tanto le irritaron su silencio y sus miradas equívocas.

-Me pareció -dijo al fin Zamiotof seca mente- que hablaba usted como un hombre razonable; es más, como un hombre... prudente; sí, prudente. Pero también parecía usted algo exasperado.

-Y hoy -intervino Porfirio Petrovitch Nikodim Fomitch me ha contado que le vio ayer, a hora muy avanzada, en casa de un fun cionario que acababa de ser atropellado por un coche.

-¡Ahí tenemos otra prueba! -exclamó al punto Rasumikhine-. ¿No es cierto que te con dujiste como un loco en casa de ese desgracia do? Entregaste todo el dinero a la viuda para el entierro. Bien que la socorrieras, que le dieses quince, hasta veinte rublos, con lo que te habr ían quedado cinco para ti; pero no todo lo que tenías...

-A lo mejor, es que me he encontrado un tesoro. Esto justificaría mi generosidad. Ahí tienes al señor Zamiotof, que cree que, en efec to, me lo he encontrado...

Y añadió, dirigiéndose a Porfirio Petro vitch, con los labios temblorosos: -Perdone que le hayamos molestado du rante media hora con una charla tan inútil. Está usted abrumado, ¿verdad? -¡Qué disparate! Todo lo contrario. Us ted no sabe hasta qué extremo me interesa su compañía. Me encanta verle y oírle... Celebro de veras, puede usted creerme, que al fin se haya decidido a venir.

-Danos un poco de té -dijo Rasumikhi ne-. Tengo la garganta seca.

-Buena idea. Tal vez a estos señores les venga el té tan bien como a ti... ¿No quieres nada sólido antes? -¡Hala! No te entretengas.

Porfirio Petrovitch fue a encargar el té.

La mente de Raskolnikof era un hervi dero de ideas. El joven estaba furioso.

«Lo más importante es que ni disimulan ni se andan con rodeos. ¿Por qué, sin conocer me, has hablado de mí con Nikodim Fomitch, Porfirio Petrovitch? Esto demuestra que no ocultan que me siguen la pista como una jauría de sabuesos. Me están escupiendo en plena cara.» Y al pensar esto, temblaba de cólera.

«Pero llevad cuidado y no pretendáis jugar conmigo como el gato con el ratón. Esto no es noble, Porfirio Petrovitch, y yo no lo pue do permitir. Si seguís así, me levantaré y os arrojaré a la cara toda la verdad. Entonces ver éis hasta qué punto os desprecio.» Respiraba penosamente.

«¿Pero y si me equivoco y todo esto no son más que figuraciones mías? Podría ser todo un espejismo, podría haber interpretado mal las cosas a causa de mi ignorancia. ¿Es que no voy a ser capaz de mantener mi bajo papel? Tal vez no tienen ninguna intención oculta... Las cosas que dicen son perfectamente normales... Sin embargo, se percibe tras ellas algo que... Cual quiera podría expresarse como ellos, pero sin duda bajo sus palabras se oculta una segunda intención... ¿Por qué Porfirio no ha nombrado francamente a la vieja? ¿Por qué Zamiotof ha dicho que yo me había expresado como un hombre "prudente"? ¿Y a qué viene ese tono en que hablan? Sí, ese tono... Rasumikhine lo ha presenciado todo. ¿Por qué, pues, no le ha sor prendido nada de eso? Ese majadero no se da cuenta de nada... Vuelvo a sentir fiebre... ¿Me habrá guiñado el ojo Porfirio o habrá sido sim plemente un tic? Sin duda, sería absurdo que me lo hubiera guiñado.. ¿A santo de qué? ¿Quieren exasperarme...? ¿Me desprecian...? ¿Son suposiciones mías...? ¿Lo saben todo...? Zamiotof se muestra insolente... ¿No me equi vocaré...? Debe de haber reflexionado durante la noche. Yo presentía que estaría aquí... Está en esta casa como en la suya. ¿Puede ser la prime ra vez que viene? Además, Porfirio no le trata como a un extraño, puesto que le vuelve la es palda. Están de acuerdo; sí, están de acuerdo sobre mí. Y lo más probable es que hayan hablado de mí antes de nuestra llegada...

¿Sabrán algo de mi visita a las habitaciones de la vieja? Es preciso averiguarlo cuanto antes.

Cuando he dicho que había salido para alquilar una habitación, Porfirio no ha dado muestras de enterarse... He hecho muy bien en decir es to... Puede serme útil... Dirán que es una crisis de delirio... ¡Ja, ja, ja...! Ese Porfirio está al co rriente con todo detalle de mis pasos en la tarde de ayer, pero ignoraba que había llegado mi madre... Esa bruja había anotado en el envolto rio la fecha del empeño... Pero se equivocan ustedes si creen que pueden manejarme a su antojo: ustedes no tienen pruebas, sino sólo vagas conjeturas. ¡Preséntenme hechos! Mi visi ta a casa de la vieja no prueba nada, pues es una consecuencia del estado de delirio en que me hallaba. Así lo diré si llega el caso... Pero ¿saben que estuve en esa casa? No me mar charé de aquí hasta que me entere... ¿Para qué habré venido...? Pero ya me estoy sulfurando: esto salta a la vista... Es evidente que tengo los nervios de punta... Pero tal vez esto sea lo me jor... Así puedo seguir desempeñando mi papel de enfermo... Ese hombre quiere irritarme, des concertarme... ¿Por qué habré venido?» Todos estos pensamientos atravesaron la mente de Raskolnikof con velocidad cósmica.

Porfirio Petrovitch llegó momentos des pués. Parecía de mejor humor.

-Todavía me duele la cabeza. Conse cuencia de los excesos de anoche en tu casa -dijo a Rasumikhine alegremente, tono muy distinto del que había empleado hasta enton ces-. Aún estoy algo trastornado.

-¿Resultó interesante la velada? Os dejé en el mejor momento. ¿Para quién fue la victo ria? -Para nadie. Finalmente salieron a relu cir los temas eternos.

-Imagínate, Rodia, que la disputa había desembocado en esta cuestión: ¿existe el cri men...? Ya puedes suponer las tonterías que se dijeron.

-Yo no veo nada de extraordinario en ello -repuso Raskolnikof distraídamente-. Es una simple cuestión de sociología.

-La cuestión no se planteó en ese aspec to -observó Porfirio.

-Cierto: no se planteó exactamente así -reconoció Rasumikhine acalorándose, como era su costumbre-. Oye, Rodia, te ruego que nos escuches y nos des tu opinión. Me interesa. Yo hacía cuanto podía mientras te esperaba. Les había hablado a todos de ti y les había prome tido tu visita... Los primeros en intervenir fue ron los socialistas, que expusieron su teoría.

Todos la conocemos: el crimen es una protesta contra una organización social defectuosa. Esto es todo, y no admiten ninguna otra razón, abso lutamente ninguna.

-¡Gran error! -exclamó Porfirio Petro vitch, que se iba animando poco a poco y se reía al ver que Rasumikhine se embalaba cada vez más.

-No, no admiten otra causa -prosiguió Rasumikhine con su creciente exaltación-. No me equivoco. Te mostraré sus libros. Ya leerás lo que dicen: «Tal individuo se ha perdido a causa del medio.» Y nada más. Es su frase favo rita. O sea que si la sociedad estuviera bien or ganizada, no se cometerían crímenes, pues na die sentiría el deseo de protestar y todos los hombres llegarían a ser justos. No tienen en cuenta la naturaleza: la eliminan, no existe para ellos. No ven una humanidad que se desarrolla mediante una progresión histórica y viva, para producir al fin una sociedad normal, sino que suponen un sistema social que surge de la ca beza de un matemático y que, en un abrir y cerrar de ojos, organiza la sociedad y la hace justa y perfecta antes de que se inicie ningún proceso histórico. De aquí su odio instintivo a la historia. Dicen de ella que es un amasijo de horrores y absurdos, que todo lo explica de una manera absurda. De aquí también su odio al proceso viviente de la existencia. No hay nece sidad de un alma viviente, pues ésta tiene sus exigencias; no obedece ciegamente a la mecáni ca; es desconfiada y retrógrada. El alma que ellos quieren puede apestar, estar hecha de caucho; es un alma muerta y sin voluntad; una esclava que no se rebelará nunca. Y la conse cuencia de ello es que toda la teoría consiste en una serie de ladrillos sobrepuestos; en el modo de disponer los corredores y las piezas de un falansterio. Este falansterio se puede construir, pero no la naturaleza humana, que quiere vivir, atravesar todo el proceso de la vida antes de irse al cementerio. La lógica no basta para per mitir este salto por encima de la naturaleza. La lógica sólo prevé tres casos, cuando hay un millón. Reducir todo esto a la única cuestión de la comodidad es la solución más fácil que pue de darse al problema. Una solución de claridad seductora y que hace innecesaria toda reflexión: he aquí lo esencial. ¡Todo el misterio de la vida expuesto en dos hojas impresas...! -Mirad como se exalta y vocifera. Habría que atarlo -dijo Porfirio Petrovitch entre risas-.

Figúrese usted -añadió dirigiéndose a Raskol nikof- esta misma música en una habitación y a seis voces. Esto fue la reunión de anoche.

Además, nos había saturado previamente de ponche. ¿Comprende usted lo que sería aque llo...? Por otra parte, estás equivocado: el medio desempeña un gran papel en la criminalidad.

Estoy dispuesto a demostrártelo.

-Eso ya lo sé. Pero dime: pongamos el ejemplo del hombre de cuarenta años que des honra a una niña de diez. ¿Es el medio el que le impulsa? -Pues sí, se puede decir que es el medio el que le impulsa -repuso Porfirio Petrovitch adoptando una actitud especialmente grave-.

Ese crimen se puede explicar perfectamente, perfectísimamente, por la influencia del medio.

Rasumikhine estuvo a punto de perder los estribos.

-Yo también te puedo probar a ti -gruñó- que tus blancas pestañas son una con secuencia del hecho de que el campanario de Iván el Grande mida treinta toesas de altura. Te lo demostraré progresivamente, de un modo claro, preciso e incluso con cierto matiz de libe ralismo. Me comprometo a ello. Di: ¿quieres que te lo demuestre? -Sí, vamos a ver cómo te las compones.

-¡Siempre con tus burlas! -exclamó Ra sumikhine con un tono de desaliento-. No vale la pena hablar contigo. Te advierto, Rodia, que todo esto lo hace expresamente. Tú todavía no le conoces. Ayer sólo expuso su parecer para mofarse de todos. ¡Qué cosas dijo, Señor! ¡Y ellos encantados de tenerlo en la reunión...! Es capaz de estar haciendo este juego durante dos semanas enteras. El año pasado nos aseguró que iba a ingresar en un convento y estuvo afirmándolo durante dos meses. Últimamente se imaginó que iba a casarse y que todo estaba ya listo para la boda. Incluso se hizo un traje nuevo. Nosotros empezamos a creerlo y a felici tarle. Y resultó que la novia no existía y que todo era pura invención.

-Estás equivocado. Primero me hice el traje y entonces se me ocurrió la idea de gasta ros la broma.

-¿De verdad es usted tan comediante? -preguntó con cierta indiferencia Raskolnikof.

-Le parece mentira, ¿verdad? Pues espe re, que con usted voy a hacer lo mismo. ¡Ja, ja, ja...! No, no; le voy a decir la verdad. A propósi to de todas esas historias de crímenes, de me dios, de jovencitas, recuerdo un articulo de us ted que me interesó y me sigue interesando. Se titulaba... creo que «El crimen», pero la verdad es que de esto no estoy seguro. Me recreé leyéndolo en La Palabra Periódica hace dos me ses.

-¿Un artículo mío en La Palabra Periódi ca? -exclamó Raskolnikof, sorprendido-. Cier tamente, yo escribí un artículo hace unos seis meses, que fue cuando dejé la universidad. En él hablaba de un libro que acababa de aparecer.

Pero lo llevé a La Palabra Hebdomadaria y no a La Palabra Periódica.

-Pues se publicó en La Palabra Periódica.

- La Palabra Hebdomadaria dejó de apare cer a poco de haber entregado yo mi artículo, y por eso no pudo publicarlo...

-Sí, pero, al desaparecer, este semanario quedó fusionado con La Palabra Periódica, y ello explica que su articulo se haya publicado en este último periódico. así, ¿no estaba usted en terado? En efecto, Raskolnikof no sabía nada de eso.

-Pues ha de cobrar su artículo. ¡Qué carácter tan extraordinario tiene usted! Vive tan aislado, que no se entera de nada, ni siquiera de las cosas que le interesan materialmente. Es increíble.

-Yo tampoco sabía nada -exclamó Ra sumikhine-. Hoy mismo iré a la biblioteca a pedir ese periódico... ¿Dices que el articulo se publicó hace dos meses? ¿En qué día...? Bueno, ya lo encontraré... ¡No decir nada! ¡Es el colmo! -¿Y usted cómo se ha enterado de que el artículo era mío? lo firmé con una inicial.

-Fue por casualidad. Conozco al redac tor jefe, le vi hace poco, y como su artículo me habia interesado tanto...

-Recuerdo que estudiaba en él el estado anímico del criminal mientras cometía el cri men.

-Sí, y ponía gran empeño en demostrar que el culpable, en esos momentos, es un en fermo. Es una tesis original, pero en verdad no es esta parte de su articulo la que me interesó especialmente, sino cierta idea que deslizaba al final. Es lamentable que se limitara usted a in dicarla vaga y someramente... Si tiene usted buena memoria, se acordará de que insinuaba usted que hay seres que pueden, mejor dicho, que tienen pleno derecho a cometer toda clase de actos criminales, y a los que no puede aplicárseles la ley.

Raskolnikof sonrió ante esta pérfida in terpretación de su pensamiento.

-¿Cómo, cómo? ¿El derecho al crimen? ¿Y sin estar bajo la influencia irresistible del miedo? -preguntó Rasumikhine, no sin cierto terror.

-Sin esa influencia -respondió Porfirio Petrovitch-. No se trata de eso. En el artículo que comentamos se divide a los hombres en dos clases: seres ordinarios y seres extraordina rios. Los ordinarios han de vivir en la obedien cia y no tienen derecho a faltar a las leyes, por el simple hecho de ser ordinarios. En cambio, los individuos extraordinarios están autoriza dos a cometer toda clase de crímenes y a violar todas las leyes, sin más razón que la de ser ex traordinarios. Es esto lo que usted decía, si no me equivoco.

-¡Es imposible que haya dicho eso! -balbuceó Rasumikhine.

Raskolnikof volvió a sonreír. Habia comprendido inmediatamente la intención de Porfirio y lo que éste pretendía hacerle decir. Y, recordando perfectamente lo que habia dicho en su artículo, aceptó el reto.

-No es eso exactamente lo que dije comenzó en un tono natural y modesto-. Con fieso, sin embargo, que ha captado usted mi modo de pensar, no ya aproximadamente, sino con bastante exactitud.

Y, al decir esto, parecía experimentar cierto placer.

-La inexactitud consiste en que yo no di je, como usted ha entendido, que los hombres extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de actos criminales. Sin duda, un artículo que sostuviera semejante tesis no se habría podido publicar. Lo que yo insinué fue tan sólo que el hombre extraordinario tiene el derecho..., no el derecho legal, naturalmente, sino el derecho moral. ., de permitir a su con ciencia franquear ciertos obstáculos en el caso de que así lo exija la realización de sus ideas, tal vez beneficiosas para toda la humanidad... Dice usted que esta parte de mi artículo adolece de falta de claridad. Se la voy a explicar lo mejor que pueda. Me parece que es esto lo que usted desea, ¿no? Bien, vamos a ello. En mi opinión, si los descubrimientos de Képler y Newton, por una circunstancia o por otra, no hubieran podi do llegar a la humanidad sino mediante el sa crificio de una, o cien, o más vidas humanas que fueran un obstáculo para ello, Newton habría tenido el derecho, e incluso el deber, de sacrificar esas vidas, a fin de facilitar la difusión de sus descubrimientos por todo el mundo.

Esto no quiere decir, ni mucho menos, que Newton tuviera derecho a asesinar a quien se le antojara o a cometer toda clase de robos. En el resto de mi artículo, si la memoria no me enga ña, expongo la idea de que todos los legislado res y guías de la humanidad, empezando por los más antiguos y terminando por Licurgo, Solón, Mahoma, Napoleón, etcétera; todos, has ta los más recientes, han sido criminales, ya que al promulgar nuevas leyes violaban las anti guas, que habían sido observadas fielmente por la sociedad y transmitidas de generación en generación, y también porque esos hombres no retrocedieron ante los derramamientos de san gre (de sangre inocente y a veces heroicamente derramada para defender las antiguas leyes), por poca que fuese la utilidad que obtuvieran de ello.

»Incluso puede decirse que la mayoría de esos bienhechores y guías de la humanidad han hecho correr torrentes de sangre. Mi con clusión es, en una palabra, que no sólo los grandes hombres, sino aquellos que se elevan, por poco que sea, por encima del nivel medio, y que son capaces de decir algo nuevo, son por naturaleza, e incluso inevitablemente, crimina les, en un grado variable, como es natural. Si no lo fueran, les sería difícil salir de la rutina. No quieren permanecer en ella, y yo creo que no lo deben hacer.

»Ya ven ustedes que no he dicho nada nuevo. Estas ideas se han comentado mil veces de palabra y por escrito. En cuanto a mi división de la humanidad en seres ordinarios y extraordinarios, admito que es un tanto arbitraria; pero no me obstino en defender la precisión de las cifras que doy.

Me limito a creer que el fondo de mi pensa miento es justo. Mi opinión es que los hombres pueden dividirse, en general y de acuerdo con el orden de la misma naturaleza, en dos cate gorías: una inferior, la de los individuos ordi narios, es decir, el rebaño cuya única misión es reproducir seres semejantes a ellos, y otra supe rior, la de los verdaderos hombres, que se com placen en dejar oír en su medio "palabras nue vas. Naturalmente, las subdivisiones son infini tas, pero los rasgos característicos de las dos categorías son, a mi entender, bastante precisos.

La primera categoría se compone de hombres conservadores, prudentes, que viven en la obe diencia, porque esta obediencia los encanta. Y a mí me parece que están obligados a obedecer, pues éste es su papel en la vida y ellos no ven nada humillante en desempeñarlo. En la se gunda categoría, todos faltan a las leyes, o, por lo menos, todos tienden a violarlas por todos sus medios.

»Naturalmente, los crímenes cometidos por estos últimos son relativos y diversos. En la mayoría de los casos, estos hombres reclaman, con distintas fórmulas, la destrucción del orden establecido, en provecho de un mundo mejor.

Y, para conseguir el triunfo de sus ideas, pasan si es preciso sobre montones de cadáveres y ríos de sangre. Mi opinión es que pueden per mitirse obrar así; pero..., que quede esto bien claro..., teniendo en cuenta la clase e importan cia de sus ideas. Sólo en este sentido hablo en mi artículo del derecho de esos hombres a co meter crímenes. (Recuerden ustedes que nues tro punto de partida ha sido una cuestión jurí dica.) Por otra parte, no hay motivo para in quietarse demasiado. La masa no les reconoce nunca ese derecho y los decapita o los ahorca, dicho en términos generales, con lo que cumple del modo más radical su papel conservador, en el que se mantiene hasta el día en que genera ciones futuras de esta misma masa erigen esta tuas a los ajusticiados y crean un culto en torno de ellos..., dicho en términos generales. Los hombres de la primera categoría son dueños del presente; los de la segunda del porvenir. La primera conserva el mundo, multiplicando a la humanidad; la segunda empuja al universo para conducirlo hacia sus fines. Las dos tienen su razón de existir. En una palabra, yo creo que todos tienen los mismos derechos. Vive donc la guerre éternelle. .., hasta la Nueva Jerusalén, en tiéndase.

-Entonces, ¿usted cree en la Nueva Jeru salén? -Sí -respondió firmemente Raskolnikof.

Y pronunció estas palabras con la mira da fija en el suelo, de donde no la había aparta do durante su largo discurso.

-¿Y en Dios? ¿Cree usted...? Perdone si le parezco indiscreto.

-Sí, creo -repuso Raskolnikof levantando los ojos y fijándolos en Porfirio.

-¿Y en la resurrección de Lázaro? -Pues... sí. Pero ¿por qué me hace usted estas preguntas? -¿Cree usted sin reservas? -Sin reservas.

-Bien, bien... La cosa no tiene ninguna importancia. Simple curiosidad... Ahora, y per done, permítame que vuelva a nuestro asunto.

No siempre se ejecuta a esos criminales. Por el contrario, algunos...

-Conservan su vida, triunfantes. Sí, esto les sucede a algunos, y entonces...

-Son ellos los que ejecutan.

-Siempre que sea necesario, que es el ca so más frecuente. Desde luego, su observación es muy sutil.

-Muchas gracias. Pero dígame: ¿cómo distinguir a esos hombres extraordinarios de los otros? ¿Presentan alguna característica es pecial al nacer? Mi opinión es que en este punto hay que observar la más rigurosa exactitud y alcanzar una gran precisión en la distinción de los dos tipos de hombre. Perdone mi inquietud, muy natural en un hombre práctico y bienin tencionado, pero ¿no sería conveniente que esos hombres fueran vestidos de un modo es pecial o llevaran algún distintivo...? Porque suponga usted que un individuo perteneciente a una categoría cree formar parte de la otra y se lanza «a destruir todos los obstáculos que se le oponen, para decirlo con sus propias y felices palabras. Entonces...

-¡Oh! Eso ocurre con frecuencia. Es una observación que supera a la anterior en agude za.

-Gracias.

-No hay de qué. Pero piense que seme jante error es sólo posible en la primera cate goría, es decir, en la de los hombres ordinarios, como yo les he calificado, tal vez equivocada mente. A pesar de su tendencia innata a la obe diencia, muchos de ellos, llevados de un natu ral alocado que se encuentra incluso entre las vacas, se consideran hombres de vanguardia, destructores llamados a exponer ideas nuevas, y lo creen con toda sinceridad. Estos hombres no distinguen a los verdaderos innovadores y suelen despreciarlos, considerándolos espíritus mezquinos y atrasados. Pero me parece que no puede haber en ello ningún serio peligro, ya que nunca van muy lejos. Por lo tanto, la in quietud de usted no está justificada. A lo sumo, merecen que se les azote de vez en cuando para castigarlos por su desvío y hacerlos volver al redil. No hay necesidad de molestar a un ver dugo, pues ellos mismos se aplican la sanción que merecen, ya que son personas de alta mo ralidad. A veces se administran el castigo unos a otros; a veces se azotan con sus propias ma nos. Se imponen penitencias públicas, lo que no deja de ser hermoso y edificante. Es la regla general. En una palabra, que no tiene usted por qué inquietarse.

-Bien; me ha tranquilizado usted, cuan do menos por esta parte. Pero hay otra cosa que me inquieta. Dígame: ¿son muchos esos indivi duos que tienen derecho a estrangular a los otros, es decir, esos hombres extraordinarios? Desde luego, yo estoy dispuesto a inclinarme ante ellos, pero no me negará usted que uno no puede estar tranquilo ante la idea de que tal vez sean muy numerosos.

-¡Oh! No se preocupe tampoco por eso dijo Raskolnikof sin cambiar de tono-. Son muy pocos, poquísimos, los hombres capaces de encontrar una idea nueva e incluso de decir algo nuevo. De lo que no hay duda es de que la distribución de los individuos en las categorías y subdivisiones que observamos en la especie humana está estrictamente determinada por alguna ley de la naturaleza. Esta ley está veda da todavía a nuestro conocimiento, pero yo creo que existe y que algún día se nos revelará.

La enorme masa de individuos que forma lo que solemos llamar el rebaño, sólo vive para dar al mundo, tras largos esfuerzos y misterio sos cruces de razas, un hombre que, entre mil, posea cierta independencia, o un hombre entre diez mil, o entre cien mil, que eso depende del grado de elevación de la independencia (estas cifras son únicamente aproximadas). Sólo surge un hombre de genio entre millones de indivi duos, y millares de millones de hombres pasan sobre la corteza terrestre antes de que aparezca una de esas inteligencias capaces de cambiar la faz del mundo. Desde luego, yo no me he aso mado a la retorta donde se elabora todo eso, pero no cabe duda de que esta ley existe, por que debe existir, porque en esto no interviene para nada el azar.

-¿Estáis bromeando? -exclamó Rasumi khine-. ¿Os burláis el uno del otro? Os estáis lanzando pulla tras pulla. Tú no hablas en se rio, Rodia.

Raskolnikof no contestó a su amigo. Le vantó hacia él su pálido y triste rostro, y Rasu mikhine, al ver aquel semblante lleno de amar gura, consideró inadecuado el tono cáustico, grosero y provocativo de Porfirio.

-Bien, querido -dijo el estudiante-. Si estáis hablando en serio, quiero decirte que tienes razón al afirmar que no hay nada nuevo en esas ideas, que todas se parecen a las que hemos oído exponer infinidad de veces. Pero yo veo algo original en tu artículo, algo que a mi entender te pertenece por completo, muy a pesar mío, y es ese derecho moral a derramar sangre que tú concedes con plena conciencia y excusas con tanto fanatismo... Me parece que ésta es la idea principal de tu artículo: la autori zación moral a matar..., la cual, por cierto, me parece mucho más terrible que la autorización oficial y legal.

-Exacto: es mucho más terrible -observó Porfirio.

-Sin duda, tú te has dejado llevar hasta más allá del límite de tu idea. Eso es un error.

Leeré tu artículo. Tú has dicho más de lo que querías decir... Tú no puedes opinar así... Leeré tu artículo.

-En mi artículo no hay nada de todo eso -dijo Raskolnikof-. Yo me limité a comentar superficialmente la cuestión.

-Lo cierto es -dijo Porfirio, que apenas podía mantenerse en su puesto de juez- que ahora comprendo casi enteramente sus puntos de vista sobre el crimen. Pero... Perdone que le importune tanto (estoy avergonzado de moles tarle de este modo). Oiga: acaba usted de tran quilizarme respecto a los casos de error, esos casos de confusión entre las dos categorías; pero... sigo sintiendo cierta inquietud al pensar en el lado práctico de la cuestión. Si un hombre, un adolescente, sea el que fuere, se imagina ser un Licurgo, o un Mahoma (huelga decir que en potencia, o sea para el futuro), y se lanza a des truir todos los obstáculos que encuentra en su camino..., se dirá que va a emprender una larga campaña y que para esta campaña necesita di nero... ¿Comprende. .? Al oír estas palabras, Zamiotof resolló en su rincón, pero Raskolnikof ni le miró si quiera.

-Admito -repuso tranquilamente- que esos casos deben presentarse. Los vanidosos, esos seres estúpidos, pueden caer en la trampa, y más aún si son demasiado jóvenes.

-Por eso se lo digo. . ¿Y qué hay que hacer en ese caso? Raskolnikof sonrió mordazmente.

-¿Qué quiere usted que le diga? Eso no me afecta lo más mínimo. Así es y así será siempre... Fíjese usted en éste --e indicó con un gesto a Rasumikhine-. Hace un momento decía que yo disculpaba el asesinato. Pero ¿eso qué importa? La sociedad está bien protegida por las deportaciones, las cárceles, los presidios, los jueces. No tiene motivo para inquietarse. No tiene más que buscar al delincuente.

-¿Y si se le encuentra? -Peor para él.

-Su lógica es irrefutable. Pero la con ciencia está en juego.

-Eso no debe preocuparle.

-Es una cuestión que afecta a los senti mientos humanos.

-El que sufre reconociendo su error, re cibe un castigo que se suma al del penal.

-Así -dijo Rasumikhine, malhumorado-, los hombres geniales, esos que tienen derecho a matar, ¿no han de sentir ningún remordimiento por haber derramado sangre humana...? -No se trata de que deban o no deban sentirlo. Sólo sufrirán en el caso de que sus víctimas les inspiren compasión. El sufrimiento y el dolor van necesariamente unidos a un gran corazón y a una elevada inteligencia. Los ver daderos grandes hombres deben de experimen tar, a mi entender, una gran tristeza en este mundo -añadió con un aire pensativo que con trastaba con el tono de la conversación.

Levantó los ojos y miró a los presentes con aire distraído. Después sonrió y cogió su gorra. Estaba sereno, por lo menos mucho más que cuando había llegado, y se daba cuenta de ello. Todos se levantaron. Porfirio Petrovitch dijo: -Enfádese conmigo, insúlteme si quiere, pero no puedo remediarlo: tengo que hacerle otra pregunta..., aunque reconozco que estoy abusando de su paciencia. Quisiera exponerle cierta idea que se me acaba de ocurrir y que temo olvidar...

-Bien, usted dirá -dijo Raskolnikof, de pie, pálido y serio, frente al juez de instrucción.

-Pues se trata... No sé cómo explicar me... Es una idea tan extraña... De tipo psicoló gico, ¿sabe...? Verá. Yo creo que cuando estaba usted escribiendo su artículo tenía forzosamen te que considerarse, por lo menos en cierto mo do, como uno de esos hombres extraordinarios destinados a decir «palabras nuevas», en el sentido que usted ha dado a esta expresión...

¿No es así? -Es muy posible -repuso desdeñosamen te Raskolnikof.

Rasumikhine hizo un movimiento.

-En ese caso, ¿sería usted capaz de deci dirse, para salir de una situación económica apurada o para hacer un servicio a la humani dad, a dar el paso..., en fin, a matar para robar? Y guiñó el ojo izquierdo, mientras son reía en silencio, exactamente igual que antes.

-Si estuviera decidido a dar un paso así, tenga la seguridad de que no se lo diría a usted -repuso Raskolnikof con retadora arrogancia.

-Mi pregunta ha obedecido a una curio sidad puramente literaria. La he hecho con el único fin de comprender mejor el fondo de su artículo.

«¡Qué celada tan buena! -pensó Raskol nikof, asqueado-. La malicia está cosida con hilo blanco.» -Permítame aclararle -dijo secamente que yo no me he creído jamás un Mahoma ni un Napoleón, ni ningún otro personaje de este género, y que, en consecuencia, no puedo decir le lo que haría en el caso contrario.

-Pues es raro, porque ¿quién no se cree hoy en Rusia un Mahoma o un Napoleón? -exclamó Porfirio, empleando de súbito un tono exageradamente familiar.

Incluso el acento que había empleado para pronunciar estas palabras era singular mente explícito.

De súbito, Zamiotof preguntó desde su rincón: -¿No sería un futuro Napoleón el que mató a hachazos la semana pasada a Alena Ivanovna? Raskolnikof seguía mirando a Porfirio Petrovitch con firme fijeza. No dijo nada. Ra sumikhine había fruncido las cejas. Desde hacía un momento sospechaba algo que le hizo mirar furiosamente a un lado y a otro. Hubo un mi nuto de penoso silencio. Raskolnikof se dispuso a marcharse.

-¿Ya se va usted? -exclamó Porfirio Pe trovitch con extrema amabilidad y tendiendo la mano al joven-. Estoy encantado de haberle conocido. En cuanto a su petición, puede estar tranquilo. Haga usted el requerimiento por escrito tal como le he indicado. Sin embargo, sería preferible que viniera a verme a la comi saría un día de éstos..., mañana, por ejemplo. A las once estaré allí. Lo arreglaremos todo y hablaremos. Como usted fue uno de los últimos que visitó aquella casa -añadió en tono amisto so-, tal vez pueda aclararnos algo.

-Lo que usted pretende es interrogarme en toda regla, ¿no es así? -preguntó rudamente Raskolnikof.

-Nada de eso. ¿Por qué? Por el momen to, no hace falta. No me ha comprendido usted.

Lo que ocurre es que yo aprovecho todas las ocasiones y he hablado ya con todos los que tenían allí algún objeto empeñado. Me han da do una serie de informes, y usted, siendo el último... ¡Ah! ¡Ahora que me acuerdo! -exclamó alegremente, dirigiéndose a Rasumikhine-. He estado a punto de olvidarme otra vez... El otro día no paraste de hablarme de Nikolachka.

Pues bien, estoy convencido, completamente convencido de que ese joven es inocente -se dirigía de nuevo a Raskolnikof-. Pero ¿qué puedo hacer yo? También he tenido que moles tar a Mitri. En fin, he aquí lo que quería pre guntarle. Cuando usted subía la escalera..., por cierto que creo que fue entre siete y ocho de la tarde, ¿no? -Sí, entre siete y ocho -repuso Raskolni kof, que inmediatamente se arrepintió de haber dado esta contestación innecesaria.

-Bien, pues cuando subía usted la esca lera entre siete y ocho, ¿no vio usted en el se gundo piso, en un departamento cuya puerta estaba abierta..., recuerda usted..., no vio usted, repito, dos pintores, o por lo menos uno, traba jando? ¿Los vio usted? Esto es sumamente im portante para ellos...

-¿Dos pintores? Pues no, no los vi -repuso Raskolnikof, fingiendo escudriñar en su memoria, mientras ponía todo su empeño en descubrir la trampa que se ocultaba en aquellas palabras-. No, no los vi. Y tampoco advertí que hubiese ninguna puerta abierta... Lo que re cuerdo es que en el cuarto piso -continuó en tono triunfante, pues estaba seguro de haber sorteado el peligro- había un funcionario que estaba de mudanza..., precisamente el de la puerta que está frente a la de Alena Ivanovna...

Sí, lo recuerdo perfectamente. Por cierto que unos soldados que transportaban un sofá me arrojaron contra la pared... Pero a los pintores no recuerdo haberlos visto. Y tampoco ningún departamento con la puerta abierta... No, no había ninguna abierta.

-Pero ¿qué significa esto? -dijo Rasumi khine a Porfirio, comprendiendo de súbito las intenciones del juez de instrucción-. Los pinto res trabajaban allí el día del suceso y él estuvo en la casa tres días antes. ¿Por qué le haces es tas preguntas? -¡Pues es verdad! ¡Qué cabeza la mía! -exclamó Porfirio golpeándose la frente-. Este asunto acabará volviéndome loco -dijo en son de excusa dirigiéndose a Raskolnikof-. Es tan importante para nosotros saber si alguien vio allí, entre siete y ocho, a esos pintores, que me ha parecido que usted podría facilitarnos este dato. Ha sido una confusión.

-Hay que llevar cuidado -gruñó Rasu mikhine.

Estas palabras las pronunció el estu diante cuando ya estaban en la antesala. Porfi rio Petrovitch acompañó amablemente a los dos jóvenes hasta la puerta. Ambos salieron de la casa sombríos y cabizbajos y dieron algunos pasos en silencio. Raskolnikof respiró profun damente...

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