VI

No lo creo, no puedo creerlo -repetía Rasumikhine, rechazando con todas sus fuerzas las afirmaciones de Raskolnikof.

Se dirigían a la pensión Bakaleev, donde Pulqueria Alejandrovna y Dunia los esperaban desde hacía largo rato. Rasumikhine se detenía a cada momento, en el calor de la disputa. Una profunda agitación le dominaba, aunque sólo fuera por el hecho de que era la primera vez que hablaban francamente de aquel asunto.

-Tú no puedes creerlo -repuso Raskolni kof con una sonrisa fría y desdeñosa-; pero yo estaba atento al significado de cada una de sus palabras, mientras tú, siguiendo tu costumbre, no te fijabas en nada.

-Tú has prestado tanta atención porque eres un hombre desconfiado. Sin embargo, re conozco que Porfirio hablaba en un tono extra ño. Y, sobre todo, ese ladino de Zamiotof... Tie ne razón: había en él algo raro... Pero ¿por qué, Señor, por qué? -Habrá reflexionado durante la noche.

-No; es todo lo contrario de lo que su pones. Si les hubiera asaltado esa idea estúpida, lo habrían disimulado por todos los medios, habrían procurado ocultar sus intenciones, a fin de poder atraparte después con más seguridad.

Intentar hacerlo ahora habría sido una torpeza y una insolencia.

-Si hubiesen tenido pruebas, verdaderas pruebas, o suposiciones nada más que algo fundadas, habrían procurado sin duda ocultar su juego para ganar la partida... O tal vez habr ían hecho un registro en mi habitación hace ya tiempo... Pero no tienen ni una sola prueba. Lo único que tienen son conjeturas gratuitas, su posiciones sin fundamento. Por eso intentan desconcertarme con sus insolencias... ¿Obede cerá todo al despecho de Porfirio, que está fu rioso por no tener pruebas...? Tal vez persiga algún fin que es para nosotros un misterio...

Parece inteligente... Es muy probable que haya intentado atemorizarme haciéndome creer que sabía algo... Es un hombre de carácter muy es pecial... En fin, no es nada agradable pretender hallar explicación a todas estas cuestiones...

¡Dejemos este asunto! -Todo esto es ofensivo, muy ofensivo, ya lo sé; pero ya que estamos hablando sincera mente (y me congratulo de que sea así, pues esto me parece excelente), no vacilo en decirte con toda franqueza que hace ya tiempo que observé que habían concebido esta sospecha.

Entonces era una idea vaga, imprecisa, insidio sa, tomada medio en broma, pero ni aun bajo esta forma tenían derecho a admitirla. ¿Cómo se han atrevido a acogerla? ¿Y qué es lo que ha dado cuerpo a esta sospecha? ¿Cuál es su ori gen...? ¡Si supieras la indignación que todo esto me ha producido...! Un pobre estudiante trans figurado por la miseria y la neurastenia, que incuba una grave enfermedad acompañada de desvarío, enfermedad que incluso puede haberse declarado ya (detalle importante); un joven desconfiado, orgulloso, consciente de su valía, y que acaba de pasar seis meses encerra do en su rincón, sin ver a nadie; que va vestido con andrajos y calzado con botas sin suelas..., este joven está en pie ante unos policías des piadados que le mortifican con sus insolencias.

De pronto, a quemarropa, se le reclama el pago de un pagaré protestado. La pintura fresca des pide un olor mareante, en la repleta sala hace un calor de treinta grados y la atmósfera es irrespirable. Entonces el joven oye hablar del asesinato de una persona a la que ha visto la víspera. Y para que no falte nada, tiene el estó mago vacío. ¿Cómo no desvanecerse? ¡Que hayan basado todas sus sospechas en este síncope...! ¡El diablo les lleve! Comprendo que todo esto es humillante, pero yo, en tu lugar, me reiría de ellos, me reiría en sus propias nari ces. Es más: les escupiría en plena cara y les daría una serie de sonoras bofetadas. ¡Escúpe les, Rodia! ¡Hazlo...! ¡Es intolerable! «Ha soltado su perorata como un actor consumado», se dijo Raskolnikof.

-¡Que les escupa! -exclamó amargamen te-. Eso es muy fácil de decir. Mañana, nuevo interrogatorio. Me veré obligado a rebajarme a dar nuevas explicaciones. ¿Es que no me humillé bastante ayer ante Zamiotof en aquel café donde nos encontramos? -¡Así se los lleve a todos el diablo! Ma ñana iré a ver a Porfirio, y te aseguro que esto se aclarará. Le obligaré a explicarme toda la historia desde el principio. En cuanto a Zamio tof...

«Al fin lo he conseguido», pensó Ras kolnikof.

-¡Óyeme! --exclamó Rasumikhine, co giendo de súbito a su amigo por un hombro-.

Hace un momento divagabas. Después de pen sarlo bien, te aseguro que divagabas. Has dicho que la pregunta sobre los pintores era un lazo.

Pero reflexiona. Si tú hubieses tenido «eso» sobre la conciencia, ¿habrías confesado que habías visto a los pintores? No: habrías dicho que no habías visto nada, aunque esto hubiera sido una mentira. ¿Quién confiesa una cosa que le compromete? -Si yo hubiese tenido «eso» sobre la con ciencia, seguramente habría dicho que había visto a los pintores, y el piso abierto -lijo Ras kolnikof, dando muestras de mantener esta conversación con profunda desgana.

-Pero ¿por qué decir cosas que le com prometen a uno? -Porque sólo los patanes y los incautos lo niegan todo por sistema. Un hombre avisa do, por poco culto e inteligente que sea, confie sa, en la medida de lo posible, todos los hechos materiales innegables. Se limita a atribuirles causas diferentes y añadir algún pequeño deta lle de su invención que modifica su significado.

Porfirio creía seguramente que yo respondería así, que declararía haber visto a los pintores para dar verosimilitud a mis palabras, aunque explicando las codas a mi modo. Sin embargo...

-Si tú hubieses dicho eso, él te habría contestado inmediatamente que no podía haber pintores en la casa dos días antes del crimen, y que, por lo tanto, tú habías ido allí el mismo día del suceso, de siete a ocho de la tarde.

-Eso es lo que él quería. creía que yo no tendría tiempo de darme cuenta de ese detalle, que me apresuraría a responder del modo que juzgara más favorable para mí, olvidándome de que los pintores no podían estar allí dos días antes del crimen.

-Pero ¿es posible olvidar una coda así? -Es lo más fácil. Estas cuestiones de de talle constituyen el escollo de los maliciosos. El hombre más sagaz es el que menos sospecha que puede caer ante un detalle insignificante.

Porfirio no es tan tonto como tú crees.

-Entonces, es un ladino.

Raskolnikof se echó a reír. Pero al punto se asombró de haber pronunciado sus últimas palabras con verdadera animación e incluso con cierto placer, él, que hasta entonces había sostenido la conversación como quien cumple una obligación penosa.

«Me parece que le voy tomando el gusto a estas codas», pensó.

Pero de súbito se sintió dominado por una especie de agitación febril, como si una idea repentina e inquietante se hubiera apode rado de él. Este estado de ánimo llegó a ser muy pronto intolerable. Estaban ya ante la pen sión Bakaleev.

-Entra tú solo -dijo de pronto Raskolni kof-. Yo vuelvo en seguida.

-¿Adónde vas, ahora que hemos llega do? -Tengo algo que hacer. Es un asunto que no puedo dejar. Estaré de vuelta dentro de una media hora. Díselo a mi madre y a mi hermana.

-Espera, voy contigo.

-¿También tú te has propuesto perse guirme? -exclamó Raskolnikof con un gesto tan desesperado que Rasumikhine no se atrevió a insistir.

El estudiante permaneció un momento ante la puerta, siguiendo con mirada sombría a Raskolnikof, que se alejaba rápidamente en dirección a su domicilio. Al fin apretó los pu ños, rechinó los dientes y juró obligar a hablar francamente a Porfirio antes de que llegara la noche. Luego subió para tranquilizar a Pulque ria Alejandrovna, que empezaba a sentirse in quieta ante la tardanza de su hijo.

Cuando Raskolnikof llegó ante la casa en que habitaba tenía las sienes empapadas de sudor y respiraba con dificultad. Subió rápi damente la escalera, entró en su habitación, que estaba abierta, y la cerró. Inmediatamente, loco de espanto, corrió hacia el escondrijo donde había tenido guardados los objetos, introdujo la mano por debajo del papel y exploró hasta el último rincón del escondite. Nada, allí no habia nada. Se levantó, lanzando un suspiro de alivio.

Hacía un momento, cuando se acercaba a la pensión Bakaleev, le habia asaltado de súbito el temor de que algún objeto, una cadena, un par de gemelos o incluso alguno de los papeles en que iban envueltos, y sobre los que habia escri to la vieja, se le hubiera escapado al sacarlos, quedando en alguna rendija, para servir más tarde de prueba irrecusable contra él.

Permaneció un momento sumido en una especie de ensoñación mientras una sonrisa extraña, humilde e inconsciente erraba en sus labios. Al fin cogió su gorra y salió de la habita ción en silencio. Las ideas se confundían en su cerebro. Así, pensativo, bajó la escalera y llegó al portal.

-¡Aquí lo tiene usted! -dijo una voz po tente.

Raskolnikof levantó la cabeza.

El portero, de pie en el umbral de la por tería, señalaba a Raskolnikof y se dirigía a un individuo de escasa estatura, con aspecto de hombre del pueblo. Vestía una especie de hopa landa sobre un chaleco y, visto de lejos, se le habría tomado por una campesina. Su cabeza, cubierta con un gorro grasiento, se inclinaba sobre su pecho. Era tan cargado de espaldas, que parecía jorobado. Su rostro, fofo y arruga do, era el de un hombre de más de cincuenta años. Sus ojillos, cercados de grasa, lanzaban miradas sombrías.

-¿Qué pasa?-preguntó Raskolnikof acercándose al portero.

El desconocido empezó por dirigirle una mirada al soslayo; después lo examinó de tenidamente, sin prisa; al fin, y sin pronunciar palabra, dio media vuelta y se marchó.

-¿Qué quería ese hombre? -preguntó Raskolnikof.

-Es un individuo que ha venido a pre guntar si vivía aquí un estudiante que ha resul tado ser usted, pues me ha dado su nombre y el de su patrona. En este momento ha bajado us ted, yo le he señalado y él se ha ido. Eso es to do.

El portero parecía bastante asombrado, pero su perplejidad no duró mucho: después de reflexionar un instante, dio media vuelta y desapareció en la portería. Raskolnikof salió en pos del desconocido.

Apenas salió, lo vio por la acera de en frente. Aquel hombre marchaba a un paso re gular y lento, tenía la vista fija en el suelo y parecía reflexionar. Raskolnikof le alcanzó en seguida, pero de momento se limitó a seguirle.

Al fin se colocó a su lado y le miró de reojo. El desconocido advirtió al punto su presencia, le dirigió una rápida mirada y volvió a bajar los ojos. Durante un minuto avanzaron en silencio.

-Usted ha preguntado por mí al portero, ¿no?-dijo Raskolnikof en voz baja.

El otro no respondió. Ni siquiera le vantó la vista. Hubo un nuevo silencio.

-Viene a preguntar por mí y ahora se ca lla... ¿Por qué? Raskolnikof hablaba con voz entrecor tada. Las palabras parecían resistirse a salir de su boca.

Esta vez, el desconocido levantó la ca beza y dirigió al joven una mirada sombría y siniestra.

-Asesino -dijo de pronto, en voz baja pe ro clarísima.

Raskolnikof siguió a su lado. Sintió que las piernas le flaqueaban y vacilaban. Un esca lofrío recorrió su espina dorsal. Su corazón dejó de latir como si se hubiera separado de su or ganismo. Dieron en silencio un centenar de pasos más. El desconocido no le miraba.

-Pero ¿qué dice usted? ¿Quién... quién es un asesino? -balbuceó al fin Raskolnikof, con voz apenas perceptible.

-Tú, tú eres un asesino -respondió el desconocido, articulando las palabras más cla ramente todavía.

Con una mirada triunfal y llena de odio, miró el rostro pálido y los ojos vidriosos de Raskolnikof. Entre tanto, habían llegado a una travesía. El desconocido dobló por ella y conti nuó su camino sin volverse. Raskolnikof se quedó clavado en el suelo, siguiendo al hombre con la vista. Éste se volvió para mirar al joven, que continuaba sin hacer el menor movimiento.

La distancia no permitía distinguir sus rasgos, pero Raskolnikof creyó advertir que aquel hombre sonreía aún con su sonrisa glacial y llena de un odio triunfante.

Transido de espanto, temblándole las piernas, Raskolnikof volvió como pudo a su casa y subió a su habitación. Se quitó la gorra, la dejó sobre la mesa y permaneció inmóvil durante diez minutos. Al fin, ya en el límite de sus fuerzas, se dejó caer en el diván y se exten dió penosamente, con un débil suspiro. Cerró los ojos y así estuvo una media hora.

No pensaba en nada concreto: sólo pa saban por su imaginación retazos de ideas, imágenes vagas que se hacinaban en desorden, rostros que había conocido en su infancia, fiso nomías vistas una sola vez, casualmente, y que en otras circunstancias no habría podido recor dar... Veía el campanario de la iglesia de V., una mesa de billar y, junto a ella, de pie, un oficial desconocido... De un estanco instalado en un sótano salía un fuerte olor a tabaco... Una taberna, una escalera de servicio oscura como boca de lobo, cubiertas de cáscaras de huevo y toda clase de basuras caseras; el sonido de una campana dominical... Los objetos cambian de continuo y giran en torno de él como un frené tico torbellino. Algunos le gustan e intenta atraparlos, pero al punto se desvanecen. Expe rimenta una ligera sensación de ahogo, pero en ella hay un algo agradable. Persiste el leve tem blor que se ha apoderado de él, y tampoco esta sensación es ingrata...

En esto oyó los pasos presurosos de Ra sumikhine, seguidos de su voz, y cerró los ojos para que lo creyera dormido.

Rasumikhine abrió la puerta y perma neció un momento en el umbral, indeciso. Lue go entró silenciosamente y se acercó al diván con grandes precauciones.

-No lo despiertes; déjalo dormir todo lo que quiera -murmuró Nastasia-. Ya comerá más tarde.

-Tienes razón -repuso Rasumikhine.

Los dos salieron de puntillas y cerraron la puerta.

Transcurrió una media hora. De súbito, Raskolnikof empezó a abrir poco a poco los ojos. Después hizo un rápido movimiento y quedó boca arriba, con las manos enlazadas bajo la nuca.

«¿Quién es? ¿Quién será ese hombre que parece haber surgido de debajo de la tie rra? ¿Dónde estaba y qué vio? ¡Ah!, de que lo vio todo no hay duda. Bien, pero ¿desde dónde presenció la escena? ¿Y por qué habrá esperado hasta este momento para dar señales de vida? ¿Cómo se las arreglaría para ver? Si parece im posible... Además -siguió reflexionando Ras kolnikof, dominado por un terror glacial-, ahí está el estuche que Nicolás encontró detrás de la puerta... ¿Se podía esperar que ocurriera es to...? Pruebas... Basta equivocarme en una ni miedad para crear una prueba que va creciendo hasta alcanzar dimensiones gigantescas.» Con profundo pesar, notó que las fuer zas le abandonaban, que una extrema debilidad le invadía.

«Debí suponerlo -se dijo con amarga ironía-. No sé cómo me atreví a hacerlo. Yo me conocía, yo sabía de lo que era capaz. Sin em bargo, empuñé el hacha y derramé sangre...

Debí preverlo todo... Pero ¿acaso no lo había previsto?» Se dijo esto último con verdadera de sesperación. Después le asaltó un nuevo pen samiento.

«No, esos hombres están hechos de otro modo. Un auténtico conquistador, uno de esos hombres a los que todo se les permite, cañonea Tolón, organiza matanzas en París, olvida su ejército en Egipto, pierde medio millón de hombres en la campaña de Rusia, se salva en Vilna por verdadera casualidad, por una equi vocación, y, sin embargo, después de su muerte se le levantan estatuas. Esto prueba que, en efecto, todo se les permite. Pero esos hombres están hechos de bronce, no de carne.» De pronto tuvo un pensamiento que le pareció divertido.

«Napoleón, las Pirámides, Waterloo por un lado, y por otro una vieja y enjuta usurera que tiene debajo de la cama un arca forrada de tafilete rojo... ¿Cómo admitir que puede haber una semejanza entre ambas cosas? ¿Cómo podría admitirlo un Porfirio Petrovitch, por ejemplo? Completamente imposible: sus senti mientos estéticos se oponen a ello... ¡Un Napo león introducirse debajo de la cama de una vie ja...! ¡Inconcebible!» De vez en cuando experimentaba una exaltación febril y creía desvariar.

«La vieja no significa nada -se dijo fogo samente-. Esto tal vez sea un error, pero no se trata de ella. La vieja ha sido sólo un accidente.

Yo quería salvar el escollo rápidamente, de un salto. No he matado a un ser humano, sino un principio. Y el principio lo he matado, pero el salto no lo he sabido dar. Me he quedado a la parte de aquí; lo único que he sabido ha sido matar. Y ni siquiera esto lo he hecho bien del todo, al parecer.. Un principio.. ¿Por qué ese idiota de Rasumikhine atacará a los socialistas? Son personas laboriosas, hombres de negocios que se preocupan por el bienestar general... Sin embargo, sólo se vive una vez, y yo no quiero esperar esa felicidad universal. Ante todo, quie ro vivir. Si no sintiese este deseo, sería preferi ble no tener vida. Al fin y al cabo, lo único que he hecho ha sido negarme a pasar por delante de una madre hambrienta, con mi rublo bien guardado en el bolsillo, esperando la llegada de la felicidad universal. Yo aporto, por decirlo así, mi piedra al edificio común, y esto es sufi ciente para que me sienta en paz... ¿Por qué, por qué me dejasteis partir? Tengo un tiempo determinado de vida y quiero también... ¡Ah! Yo no soy más que un gusano atiborrado de estética. Sí, un verdadero gusano y nada más.» Al pensar esto estalló en una risa de lo co. Y se aferró a esta idea y empezó a darle to das las vueltas imaginables, con un acre placer.

«Sí, lo soy, aunque sólo sea, primero, porque me llamo gusano a mí mismo, y segun do, porque llevo todo un mes molestando a la Divina Providencia al ponerla por testigo de que yo no hacía aquello para procurarme satis facciones materiales, sino con propósitos nobles y grandiosos. ¡Ah!, y también porque decidí observar la más rigurosa justicia y la más per fecta moderación en la ejecución de mi plan. En primer lugar elegí el gusano más nocivo de todos, y, en segundo, al matarlo, estaba dis puesto a no quitarle sino el dinero estrictamen te necesario para emprender una nueva vida.

Nada más y nada menos (el resto iría a parar a los conventos, según la última voluntad de la vieja)... En fin, lo cierto es que soy un gusano, de todas formas -añadió rechinando los dien tes-. Porque soy tal vez más vil e innoble que el gusano al que asesiné y porque yo presentía que, después de haberlo matado, me diría esto mismo que me estoy diciendo... ¿Hay nada comparable a este horror? ¡Cuánta villanía! ¡Cuánta bajeza...! ¡Qué bien comprendo al Pro feta, montado en su caballo y empuñando el sable! "¡Alá lo ordena! Sométete, pues, misera ble y temblorosa criatura." Tiene razón, tiene razón el Profeta cuando alinea sus tropas en la calle y mata indistintamente a los culpables y a los justos, sin ni siquiera dignarse darles una explicación. Sométete, pues, miserable y tem blorosa criatura, y guárdate de tener voluntad.

Esto no es cosa tuya... ¡Oh! Jamás, jamás perdo naré a la vieja.» Sus cabellos estaban empapados de su dor, temblaban sus resecos labios, su mirada se fijaba en el techo obstinadamente.

«Mi madre... mi hermana... ¡Cómo las quería. .! ¿Por qué las odio ahora? Sí, las odio con un odio físico. No puedo soportar su pre sencia. Hace unas horas, lo recuerdo perfecta mente, me he acercado a mi madre y la he abrazado... Es horrible estrecharla entre mis brazos y pensar que si ella supiera... ¿Y si se lo contara todo...? Me quitaría un peso de enci ma... Ella debe de ser como yo.» Pensó esto último haciendo un gran es fuerzo, como si no le fuera fácil luchar con el delirio que le iba dominando.

«¡Oh, cómo odio a la vieja ahora! Creo que la volvería a matar si resucitara... ¡Pobre Lisbeth! ¿Por qué la llevaría allí el azar...? ¡Qué extraño es que piense tan poco en ella! Es como si no la hubiese matado... ¡Lisbeth...! ¡Sonia...! ¡Pobres y bondadosas criaturas de dulce mira da...! ¡Queridas criaturas...! ¿Por qué no lloran? ¿Por qué no gimen? Dan todo lo que poseen con una mirada resignada y dulce... ¡Sonia, dul ce Sonia...!» Perdió la conciencia de las cosas y se sintió profundamente asombrado de verse en la calle sin poder recordar cómo había salido. Ya era de noche. Las sombras se espesaban y la luna resplandecía con intensidad creciente, pero la atmósfera era asfixiante. Las calles esta ban repletas de gente. Se percibía un olor a cal, a polvo, a agua estancada.

Raskolnikof avanzaba, triste y preocu pado. Sabia perfectamente que había salido de casa con un propósito determinado, que tenía que hacer algo urgente, pero no se acordaba de qué. De pronto se detuvo y miró a un hombre que desde la otra acera le llamaba con la mano.

Atravesó la calle para reunirse con él, pero el desconocido dio media vuelta y se alejó, con la cabeza baja, sin volverse, como si no le hubiera llamado.

«A lo mejor, me ha parecido que me llamaba y no ha sido así», se dijo Raskolnikof.

Pero juzgó que debía alcanzarle. Cuando estaba a una decena de pasos de él lo reconoció súbi tamente y se estremeció. Era el desconocido de poco antes, vestido con las mismas ropas y con su espalda encorvada. Raskolnikof lo siguió de lejos. El corazón le latía con violencia. Entraron en un callejón. El desconocido no se volvía.

«¿Sabrá que le sigo?», se preguntó Ro dia.

El hombre encorvado entró por la puer ta principal de un gran edificio. Raskolnikof se acercó a él y le miró con la esperanza de que se volviera y le llamase. En efecto, cuando el des conocido estuvo en el patio, se volvió y pareció indicarle que se acercara. Raskolnikof se apre suró a franquear el portal, pero cuando llegó al patio ya no vio a nadie. Por lo tanto, el hombre de la hopalanda había tomado la primera esca lera. Raskolnikof corrió tras él. Efectivamente, se oían pasos lentos y regulares a la altura del segundo piso. Aquella escalera -cosa extraña no era desconocida para Raskolnikof. Allí esta ba la ventana del rellano del primer piso. Un rayo de luna misteriosa y triste se filtraba por los cristales. Y llegó al segundo piso.

«¡Pero si es aquí donde trabajaban los pintores!» ¿Cómo no habría reconocido antes la ca sa. .? El ruido de los pasos del hombre que le precedía se extinguió.

«Por lo tanto, se ha detenido. Tal vez se haya ocultado en alguna parte... He aquí el ter cer piso. ¿Debo seguir subiendo o no? ¡Qué silencio...!» El ruido de sus propios pasos le daba miedo.

«¡Señor, qué oscuridad! El desconocido debe de estar oculto por aquí, en algún rincón...

¡Toma! La puerta que da al rellano está abierta de par en par.» Tras reflexionar un momento, entró. El vestíbulo estaba oscuro y vacío como una habi tación desvalijada. Pasó a la sala lentamente, andando de puntillas. Toda ella estaba ilumi nada por una luna radiante. Nada había cam biado: allí estaban las sillas, el espejo, el sofá amarillo, los cuadros con sus marcos. Por la ventana se veía la luna, redonda y enorme, de un rojo cobrizo.

«Es la luna la que crea el silencio -pensó Raskolnikof-, la luna, que se ocupa en descifrar enigmas.» Estaba inmóvil, esperando. A medida que iba aumentando el silencio nocturno, los latidos de su corazón eran más violentos y do lorosos. ¡Qué calma tan profunda...! De pronto se oyó un seco crujido, semejante al que produ ce una astilla de madera al quebrarse. Después todo volvió a quedar en silencio. Una mosca se despertó y se precipitó contra los cristales, de jando oír su bordoneo quejumbroso. En este momento, Raskolnikof descubrió en un rincón, entre la cómoda y la ventana, una capa colgada en la pared.

«¿Qué hace esa capa aquí? -pensó-. En tonces no estaba.» Apartó la capa con cuidado y vio una si lla, y en la silla, sentada en el borde y con el cuerpo doblado hacia delante, una vieja. Tenía la cabeza tan baja, que Raskolnikof no podía verle la cara. Pero no le cupo duda de que era ella... Permaneció un momento inmóvil. «Tiene miedo», pensó mientras desprendía poco a po co el hacha del nudo corredizo. Después des cargó un hachazo en la nuca de la vieja, y otro en seguida. Pero, cosa extraña, ella no hizo el menor movimiento: se habría dicho que era de madera. Sintió miedo y se inclinó hacia delante para examinarla, pero ella bajó la cabeza más todavía. Entonces él se inclinó hasta tocar el suelo con su cabeza y la miró de abajo arriba.

Lo que vio le llenó de espanto: la vieja reventa ba de risa, de una risa silenciosa que trataba de ahogar, haciendo todos los esfuerzos imagina bles.

De súbito le pareció que la puerta del dormitorio estaba entreabierta y que alguien se reía allí también. Creyó oír un cuchicheo y se enfureció. Empezó a golpear la cabeza de la vieja con todas sus fuerzas, pero a cada hacha zo redoblaban las risas y los cuchicheos en la habitación vecina, y lo mismo podía decirse de la vieja, cuya risa había cobrado una violencia convulsiva. Raskolnikof intentó huir, pero el vestíbulo estaba lleno de gente. La puerta que daba a la escalera estaba abierta de par en par, y por ella pudo ver que también el rellano y los escalones estaban llenos de curiosos. Con las cabezas juntas, todos miraban, tratando de di simular. Todos esperaban en silencio. Se le oprimió el corazón. Las piernas se negaban a obedecerle; le parecía tener los pies clavados en el suelo... Intentó gritar y se despertó.

tenía que hacer grandes esfuerzos para respirar, y aunque estaba bien despierto le pa recía que su sueño continuaba. La causa de ello era que, en pie en el umbral de la habitación, cuya puerta estaba abierta de par en par, un hombre al que no había visto jamás le contem plaba atentamente.

Raskolnikof, que no había abierto los ojos del todo, se apresuró a volver a cerrarlos.

Estaba echado boca arriba y no hizo el menor movimiento.

«¿Sigo soñando o ya estoy despierto?», se preguntó.

Y levantó los párpados casi impercepti blemente para mirar al desconocido. Éste segu ía en el umbral, observándole con la misma atención. De pronto entró cautelosamente en el aposento, cerró la puerta tras él con todo cui dado, se acercó a la mesa, estuvo allí un minuto sin apartar los ojos del joven y, sin hacer el me nor ruido, se sentó en una silla, cerca del diván.

Dejó su sombrero en el suelo, apoyó las manos sobre el puño del bastón y puso la barbilla so bre las manos. Era evidente que se preparaba para una larga espera.

Raskolnikof le dirigió una mirada furti va y pudo ver que el desconocido no era ya joven, pero sí de complexión robusta, y que llevaba barba, una barba espesa, rubia, que empezaba a blanquear.

Estuvieron así diez minutos. Había aún alguna claridad, pero el día tocaba a su fin. En la habitación reinaba el más profundo silencio.

De la escalera no llegaba el menor ruido. Sólo se oía un moscardón que se había lanzado con tra los cristales y que volaba junto a ellos, zum bando y golpeándolos obstinadamente. Al fin, este silencio se hizo insoportable. Raskolnikof se incorporó y quedó sentado en el diván.

-Bueno, ¿qué desea usted? -Ya sabia yo que usted no estaba dormi do de veras, sino que lo fingía -respondió el desconocido, sonriendo tranquilamente-.

Permítame que me presente. Soy Arcadio Iva novitch Svidrigailof...

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