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La habitación donde se había refugiado sólo estaba iluminada por una vela colocada encima de una mesa. Echada en un gran canapé, con el vestido desabrochado, tenía una mano sobre el rorazón y dejaba colgar la otra. Encima de la mesa había una palangana de plata con agua hasta la mitad; el agua estaba veteada de hilillos de sangre.

Marguerite, muy pálida y con la boca entreabierta, intentaba recobrar el aliento. Por momentos su pecho se hinchaba en un hondo suspiro que, una vez exhalado, parecía aliviarla un poco, y le producía durante unos pocos segundos un sentimiento de bienestar.

Me acerqué a ella, sin que hiciera ningún movimiento, me senté y le tomé la mano que reposaba sobre el canapé.

––¿Ah, es usted? ––me dijo con una sonrisa.

Supongo que mi cara tenía un aspecto alterado, pues añadió:

––¿También usted se siente mal?

––No; y a usted ¿no se le ha pasado todavía?

––No mucho y se secó con el pañuelo las lágrimas que la tos había hecho acudir a sus ojos––; pero ya estoy acostumbrada.

––Está usted matándose, señora ––le dije entonces con voz emocionada––. Me gustaría ser amigo suyo, alguien de su familia, para impedirle que esté haciéndose daño de este modo.

––¡Bah! La verdad es que no vale la pena que se alarme usted ––replicó en un tono un poco amargo––. Ya ve cómo se ocupan de mí los otros: saben perfectamente que con esta enfermedad no hay nada que hacer.

Dicho esto, se levantó y, tomando la vela, la puso sobre la chimenea y se miró en el espejo.

––¡Qué pálida estoyl ––dijo, abrochándose el vestido y pasándose los dedos por el pelo para alisarlo––. ¡Bah! Vamos otra vez a la mesa. ¿Viene?

Pero yo estaba sentado y no me moví.

Comprendió la emoción que me había causado aquella escena, pues se acercó a mí y, tendiéndome la mano, me dijo:

––Vamos, venga.

Tomé su mano, y la llevé a mis labios, humedeciéndola sin querer con dos lágrimas largo tiempo contenidas.

––¡Pero, bueno, no sea usted niño! ––dijo, volviendo a sentarse a mi lado––. ¡Mira que ponerse a llorarl ¿Qué le pasa?

––Debo de parecerle un necio, pero lo que acabo de ver me ha hecho un daño espantoso.

––Es usted muy bueno. Pero ¿qué quiere que haga? No puedo dormir, y tengo que distraerme un poco. Y además, chicas como yo, una más o menos ¿qué importa? Los médicos me dicen que la sangre que escupo procede de los bronquios; yo hago como que los creo, es todo lo que puedo hacer por ellos.

––Escuche, Marguerite ––dije entonces expansionándome sin poderme contener––, no sé la influencia que llegará usted a tener sobre mi vida, pero lo que sé es que en este momento no hay nadie, ni siquiera mi hermana, que me interese tanto como usted. Y llevo así desde que la vi. Pues bien, en nombre del cielo, cuídese y no siga viviendo como ahora.

––Si me cuidara, moriría. Esta vida febril que llevo es lo que me sostiene. Además, cuidarse está bien para las mujeres de la buena sociedad que tienen familia y amigos; pero a nosotras, en cuanto dejamos de servir a la vanidad o al placer de nuestros amantes, nos abandonan, y a los largos días suceden las largas noches. Mire, yo lo sé muy bien: estuve dos meses en la cama, y al cabo de tres semanas ya nadie venía a verme.

––Es verdad que yo no soy nada para usted ––repuse––, pero, si usted quisiera, la cuidaría como un hermano, no la dejaría y la curaría. Y luego, cuando tuviera fuerzas para ello, podría usted volver a proseguir la vida que ahora lleva, si así le pareciese; pero estoy seguro de que preferiría usted una existencia tranquila, que la haría más dichosa y la conservaría bonita.

––Esta noche piensa usted así, porque tiene el vino triste, pero no tendría usted la paciencia de que presume.

––Permítame decirle, Marguerite, que estuvo usted enferma dos meses y que durante esos dos meses vine todos los días preguntar por usted.

––Es verdad; pero ¿por qué no subía usted?

––Porque entonces no la conocía.

––¿Es que hay que andar con tantas consideraciones con uni chica como yo?

––Siempre hay que tenerlas con una mujer; al menos ésa es m opinión.

––¿Así que usted me cuidaría?

––Sí.

––¿Se quedaría usted todos los días a mi lado?

––Sí.

––¿Incluso todas las noches?

––Todo el tiempo que no la aburriera.

––¿Cómo llama usted a eso?

––Abnegación.

––¿Y de dónde viene esa abnegación?

––De una simpatía irresistible que siento por usted.

––¿Así que está usted enamorado de mí? Dígalo en seguida, el mucho más sencillo.

––Es posible; pero, si tengo que decírselo algún día, no será hoy.

––Hará mejor no diciéndomelo nunca.

––¿Por qué?

––Porque de esa declaración no pueden resultar más que dos cosas.

––¿Cuáles?

––O que yo no lo acepte, y entonces me odiará usted, o que la acepte, y entonces tendría usted una amante lastimosa; una mujer nerviosa, enferma, triste, o alegre, pero con una alegría más triste que la misma tristeza; una mujer que escupe sangre y que gasta cien mil francos al año está bien para un viejo ricachón como el duque, pero es muy enojosa para un joven como usted, y la prueba es que todos los amantes jóvenes que he tenido me han abandonado bien pronto.

Yo no respondía nada: escuchaba. Aquella franqueza, que tenía casi algo de confesión, aquella vida dolorosa entrevista bajo el velo dorado que la cubría, y de cuya realidad huía la pobre chica refugiándose en el libertinaje, la embriaguez y el insomnio, todo aquello me impresionó de tal modo, que no encontré ni una palabra.

––Vamos ––continuó Marguerite––, estamos diciendo niñerías. Déme la mano y volvamos al comedor. Nadie tiene por qué saber el motivo de nuestra ausencia.

––Vuelva usted, si le parece bien, pero yo le pido permiso para quedarme aquí.

––¿Por qué?

––Porque su alegría me hace mucho daño.

––Bueno, pues estaré triste.

––Escuche, Marguerite, déjeme decirle una cosa, que sin dude le han dicho muchas veces, y que de tanto oírla quizá ya no puedi usted creer, pero que no por eso es menos cierta y que no volveré ,j decirle nunca.

––¿Y es...? ––––dijo con esa sonrisa propia de las madres jóven cuando van a escuchar una locura de su hijo.

––Pues que desde que la vi, no sé cómo ni por qué, ha ocupadc usted un sitio en mi vida; que, por más que he intentado arrojar su imagen de mi pensamiento, vuelve una y otra vez; que hoy, cuando he vuelto a encontrarla, después de haber estado dos añoÍ sin verla, ha adquirido usted sobre mi corazón y mi cabeza un ascendiente aún mayor; y, en fin, que ahora que me ha recibido, que la conozco, que sé todo lo que de extraño hay en usted, se me ha hecho indispensable, y me volveré loco no ya si no me ama, pero aun si no me deja amarla.

––Pero, desgraciado, debería decirle lo que decía la señora D.. «Es entonces usted muy rico». ¿Pero no sabe usted que gasto seis siete mil francos al mes, y que ese gasto se me ha hecho imprescindible? ¿No sabe usted, pobre amigo mío, que lo arruinaría en nada y menos, y que su familia le prohibiría entrar en casa para enseñarle así a vivir con una criatura como yo? Quiéramd mucho; como un buen amigo, pero nada más. Venga a verme,, reiremos, charlaremos, pero no exagere lo que valgo, porque nq valgo gran cosa. Tiene usted buen corazón, necesita ser amadoi pero es excesivamente joven y sensible para vivir en nuestrq mundo. Búsquese una mujer casada. Ya ve usted que soy buena chica y que le hablo francamente.

––¡Pero, buenol ¿Qué diablos están haciendo aquí? gri Prudence, a quien no habíamos oído llegar y que apareció en umbral de la habitación medio despeinada y con el vestid desabrochado. En aquel desorden reconocí la mano de Gaston.

––Estamos hablando de cosas serias ––dijo Marguerite Déjenos un momento, que vamos en seguida a reunirnos co ustedes.

––Bueno, bueno, sigan charlando, hijos míos ––dijo Prudence al retirarse, cerrando la puerta como para reforzar el tono en que había pronunciado las últimas palabras.

––Así pues ––prosiguió Marguerite, cuando nos quedamos solos––, estamos de acuerdo en que dejará de quererme.

––Me marcharé.

––¿Pero tan fuerte le ha dado?

Había ido demasiado lejos para dar marcha atrás, y por otra parte aquella chica me trastornaba. Aquella mezcla de alegría, tristeza, candor, prostitución, incluso aquella enfermedad, que en su caso desarrollaba la sensibilidad ante las impresiones como la irritabilidad de los nervios, todo ello me indicaba que, si desde el principio no adquiría dominio sobre aquella naturaleza ligera y olvidadiza, la perdería.

––¡Vamos, entonces lo dice en serio!

––Muy en serio.

––¿Pero por qué no me lo ha dicho antes?

––¿Y cuándo se lo habría dicho?

––Pues al día siguiente de aquel en que me fue usted presentado en la Opera Cómica.

––Creo que, si hubiera venido a verla, me habría recibido usted muy mal.

––¿Por qué?

––Porque la víspera me porté como un estúpido.

––Eso es verdad. Sin embargo, ya me quería por entonces.

––Sí.

––Lo que no le impidió ir a acostarse y dormir tan tranquilamente después del espectáculo. Todos sabemos lo que son esos grandes amores.

––Sí, sólo que en eso se equivoca usted. ¿Sabe lo que hice la noche de la Opera Cómica?

––No.

––La esperé a la puerta del Café Inglés. Seguí el coche que la llevó a usted y a sus tres amigos y, cuando la vi bajar Bola y entrar en su casa, me sentí muy feliz.

Marguerite se echó a reír.

––¿De qué se ríe?

––De nada.

––Dígamelo, se lo suplico, o acabaré por creer que está otra vez burlándose de mí.

––¿No se enfadará?

––¿Con qué derecho podría enfadarme?

––Bueno, pues tenía una buena razón para entrar sola.

––¿Cuál?

––Estaban esperándome aquí.

Si me hubiera dado una puñalada, no me habría hecho tanto! daño. Me levanté y, tendiéndole la mano:

––Adiós ––le dije.

––Sabía que se enfadaría ––dijo––. Los hombres rabian por enterarse de lo que va a hacerles sufrir.

––Pues le aseguro ––añadí con un tono frío, como si hubiera querido demostrarle que estaba curado para siempre de mi pasión––, le aseguro que no estoy enfadado. Es muy natural que la; esperase alguien, como es muy natural que yo me vaya a las tree de la mañana.

––¿También a usted está esperándolo alguien en su casa?

––No, pero tengo que irme.

––Adiós, entonces.

––¿Me echa usted?

––De ninguna manera.

––¿Por qué me hace sufrir así?

––¿Que yo le hago sufrir?

––Me dice que alguien estaba esperándola.

––No he podido dejar de reírme ante la idea de que usted se sintiera tan feliz de verme entrar sola, cuando había una razón tan buena para ello.

––Muchas veces le entra a uno alegría por una niñería, y no está bien destruir esa alegría, cuando, dejándola subsistir, se puede hacer más feliz aún al que la encuentra.

––¿Pero con quién cree que está tratando? Yo no soy una virgen ni una duquesa. No lo conozco más que de hoy y no tengo por qué! darle cuenta de mis actos. Y aun admitiendo que un día llegara a ser su amante, ha de saber que he tenido otros amantes antes que usted. Si ya ahora empieza haciéndome escenas de celos, ¡qué será después, si ese después existe alguna vez! No he visto nunca un hombre como usted.

––Es que nadie la ha querido nunca como yo.

––Vamos a ver, francamente, ¿tanto me quiere usted?

––Creo que todo lo que es posible querer.

––¿Y desde cuándo dura eso...?

––Desde un día en que la vi bajar de una calesa y entrar en Susse, hace tres años.

––¿Sabe que eso es muy hermoso? Bueno, ¿y qué tengo que hacer para corresponder a tan gran amor?

––Quererme un poco ––dije, mientras los latidos de mi corazón casi me impedían hablar; pues, pese a las sonrisas medio burlonas con que había acompañado toda aquella conversación, me parecía que Marguerite empezaba a compartir mi turbación y que me acercaba a la hora esperada desde hacía tanto tiempo.

––Bueno, ¿y el duque?

––¿Qué duque?

––Mi viejo celoso.

––No se enterará de nada.

––¿Y si se entera?

––La perdonará.

––¡Ah, eso sí que nol Me abandonará, ¿y qué será de mí?

––Ya está arriesgándose usted a ese abandono por otro.

––¿Cómo lo sabe usted?

––Por el aviso que ha dado de que esta noche no dejen entrar a nadie.

––Es cierto; pero ése es un amigo serio.

––Que a usted no le importa mucho, puesto que le prohíbe la entrada a tales horas.

––No es usted precisamente quien debiera reprochármelo, puesto que ha sido para recibirlo a usted y a su amigo.

Poco a poco había ido acercándome a Marguerite, había pasado mis manos en torno a su cintura y sentía su cuerpo flexible apoyarse ligeramente en mis manos entrelazadas.

––¡Si supiera cuánto la quiero! ––le dije en voz muy baja.

––¿De veras?

––Se lo juro.

––Bueno, pues, si me promete no hacer más que mi voluntad sin decir una palabra, sin hacerme una observación, sin preguntarme nada, tal vez pueda llegar a amarlo.

––¡Todo lo que quiera!

––Pero le advierto que quiero ser libre de hacer lo que me parezca, sin tener que darle la menor explicación sobre mi vida. Hace tiempo que busco un amante joven, sin voluntad, enamorado sin desconfianza, amado sin dérechos. Nunca he podido encontrar uno. Los hombres, en vez de estar satisfechos de que se les conceda durante mucho tiempo lo que apenas hubieran, esperado obtener una vez, piden cuentas a su amante del pasado, del presente y hasta del futuro. A medida que se acostumbran a ella, quieren dominarla, y, cuanto más se les da todo lo que quieren, tanto más exigentes van haciéndose. Si ahora me decido a tomar un nuevo amante, quiero que tenga tres cualidades poco frecuentes: que sea confiado, sumiso y discreto.

––Bueno, pues yo seré todo lo que usted quiera.

––Ya lo veremos.

––¿Y cuándo lo veremos?

––Más tarde.

––¿Por qué?

––Porque ––––dijo Marguerite, liberándose de mis brazos y tomando de un gran ramo de camelias rojas comprado por la mañana una camelia que colocó en mi ojal––, porque no siempre se puedén cumplir los tratados el mismo día en que se firman.

Era fácilmente comprensible.

––¿Y cuándo volveré a verla? ––dije, tomándola entre mis brazos.

––Cuando esta camelia cambie de color.

––¿Y cuándo cambiará de color?

––Mañana, de once a doce de la noche. ¿Está usted contento?

––¿Y usted me lo pregunta?

––De esto, ni una palabra a su amigo, ni a Prudence, ni a nadie.

–– Se lo prometo.

––Ahora béseme, y volvamos al comedor.

Me ofreció sus labios, alisó de° nuevo sus cabellos, y salimos de aquella habitación, ella cantando, yo medio loco.

En el salón se detuvo y me dijo en voz muy baja:

––Quizá le parezca raro que me haya mostrado tan dispuesta a aceptarlo así, en seguida. ¿Sabe a qué se debe? Se debe ––continuó, tomándome una mano y colocándola contra su corazón, cuyas palpitaciones violentas y repetidas yo sentía––, se debe a que, ante la perspectiva de vivir menos que los demás, me he propuesto vivir más de prisa.

––No vuelva a hablarme de ese modo, se lo suplico.

––¡Oh, consuélesel ––prosiguió, riendo––. Por poco que viva, viviré más tiempo del que usted me quiera.

Y entró cantando en el comedor.

––¿Dónde está Nanine? ––dijo al ver a Gaston y a Prudence solos.

––Se ha ido a dormir a la habitación de usted, esperando que usted se acueste ––respondió Prudence.

––¡Pobre infeliz! ¡Estoy matándolal Vamos, señores, retírense, ya es hora.

Diez minutos después Gaston y yo salimos. Marguerite me estrechó la mano diciéndome adiós y se quedó con Prudence.

––Bueno ––me preguntó Gaston, cuando estuvimos fuera––, ¿qué me dice de Marguerite?

––Es un ángel, y estoy loco por ella.

––Me lo imaginaba. ¿Se lo ha dicho?

––Sí.

––¿Y le ha prometido hacerle caso?

––No.

––No es como Prudence.

––¿Ella sí que se lo ha prometido?

––¡Ha hecho algo más, amigo mío! ¡Aunque no lo parezca, hay que ver lo buena que está todavía esa gorda de Duvernoy!

 

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