XI

 

Al llegar a aquella pane de su relato, Armand se detuvo.

––¿Quiere cerrar la ventana? ––me dijo––. Em piezo a tener frío. Entre tanto, yo voy a acostarme.

Cerré la ventana. Armand, que aún estaba muy débil, se quitó la bats y se metió en la cams, dejando durante unos instantes reposar su cabeza sobre la alinohada, como un hombre cansado tras una larga carrera o agitado por penosos recuerdos.

––Quizá ha hablado de más ––le dije. Quiere que me vaya y que le deje dormir? Ya me contará otro día el final de esta historia.

––¿Lo aburre?

––Al contrario.

––Entonces voy a continuar; si me deja usted solo, no podré dormir.

 

Cuando volví a cara ––prosiguió, sin necesidad de concentrarse, de tan presentea como estaban aún en su pensamiento todos los detalles––, no me acosté; me pose a reflexionar sobre la aventura de la jornada. El encuentro, la presentación, el compromiso de Marguerite para conmigo, todo había sido tan rápido, tan inesperado, que había momenios en que creía haber soñado. Sin embargo, tampoco era la primera vez que una chica como Marguerite prometía entregarse a un hombre al día siguiente de aquel en que se lo había pedido.

Por más que me hacía tal reflexión, la primers impresión que mi futura amante me produjo había sido tan fuerte, que sigue subsistiendo todavía. Yo seguía empeñado en no ver en ella una chica como las demás y, con era vanidad tan común a todos los hombres, estaba dispuesto a creer que ella sentía por mí la misma irresistible atracción que yo sentía por ella.

Sin embargo tenía ante los ojos ejemplos muy contradictorios. y con frecuencia había oído decir que el amor de Marguerite había pasado a ser un artículo más o menos carp según la estación.

Por otro lado, ¿cómo conciliar aquella reputación con los continuos rechazos al joven conde que vimos en su casa? Dirá usted que no le gustaba y que, como el duque la mantenía espléndidamente, antes de tomar otro amante prefería un hombre que le gustase. Pero entonces, ¿por qué no le interesaba Gaston, siendo como era simpático, ingenioso y rico, y parecía aceptarme a mí, que le había dado la impresión de ser tan ridículo la primers vez que me vio?

Es cierto que hay incidentes de un minuto que producen más efecto que un cortejo de un año.

De todos los que estábamos cenando yo fui el único que se preocupó al verla dejar la mesa. Yo la seguí, me emocioné sin poder disimularlo, lloré al besarle la mano. Aquella circunstancia, unida a mis visitas cotidianas durante los dos meses de su enfermedad, pudo hacerle ver en mí un hombre distinto de todos los que había conocido hasta entonces, y quizá se dijo que bien podía hacer por un amor expresado de aquel modo lo que había hecho tantas veces, algo que ya no podía tener consecuencias para ella.

Como ve usted, todas aquellas suposiciones eran bastante verosímiles; pero, fuera coal fuese la razón de su consentimiento, lo cierto era que ella había consentido.

Pues bien, estaba enamorado de Marguerite, iba a ser mía, no podía pedirle más. Y sin embargo, se lo repito, aunque fuera una entretenida, harts tal punto había hecho yo de aquel amor, quizá para poetizarlo, un amor sin esperanza, que, cuanto más se acercaba el momento en que ya no tendría siquiera necesidad de esperar, más dudas me entraban.

No pude pegar ojo en toda la noche.

No me conocía a mí mismo. Estaba medio loco. Tan pronto no me veía ni lo bastante guapo, ni lo bastante rico, ni lo bastante elegante para poseer una mujer semejante, como me sentía lleno de vanidad ante la idea de aquella posesión; luego empezaba a temer que Marguerite no sintiera por mí más que un capricho pasajero, y, presintiendo una desgracia en una pronta ruptura, me decía que quizá haría mejor no yendo aquella noche a su casa y marcharme escribiéndole mis temores. De ahí pasaba a tener una esperanza infinita, una confianza ilimitada. Fabricaba increíbles sueños de futuro; me decía que aquella chica me debería su curación fisica y moral, que pasaría toda mi vida con ella y que su amor me haría más feliz que los más virginales amores.

En fin, no podría repetirle los mil pensamientos que subieron de mi corazón a mi cabeza y que fueron extinguiéndose poco a poco en el sueño, que me venció al rayar el día.

Eran las dos cuando me desperté. Hacía un tiempo magnífico. No recuerdo que nunca la vida me haya parecido tan hermosa y tan plena. Volvían a mi mente los recuerdos de la víspera, sin sombras, sin obstáculos y alegremente escoltados por las esperanzas de aquella noche. Me vestí a toda prisa. Estaba contento y me sentía capaz de las mejores acciones. De cuando en cuando el corazón me saltaba de alegría y de amor dentro del pecho. Una dulce fiebre me agitaba. Ya no me preocupaba de las razones que me habían inquietado antes de dormirme. No veía más que el resultado, no pensaba más que en la hora en que volvería a ver a Marguerite.

Me fue imposible quedarme en casa. Mi habitación me parecía muy pequeña para contener tanta felicidad; necesitaba la naturaleza entera para expansionarme.

Salí.

Pasé por la calle de Antin. El cupé de Marguerite la esperaba a la puerta; me dirigí hacia los Campos Elíseos. Amaba, aun sin conocerlos, a todos los que encontraba a mi paso.

¡Qué buenos nos hace el amor!

Llevaba una hora paseándome desde los caballos de Marly a la glorieta y desde la glorieta a los caballos de Marly, cuando vi de lejos el coche de Marguerite; no lo reconocí, lo adiviné.

En el momento de doblar hacia los Campos Elíseos, mandó parar, y un joven alto se separó de un grupo donde estaba charlando y fue a charlar con ella.

Charlaron unos instantes; el joven fue a reunirse con sus amigos, los caballos reemprendieron la marcha, y yo, que me había acercado al grupo, reconocí en el que había hablado con Marguerite a aquel conde de G... cuyo retrato había visto yo y a quien Prudence señalaba como el hombre al que Marguerite debía su posición.

Era a él a quien había prohibido la entrada la noche anterior; supuse que ella había mandado parar el coche para darle la explicación de aquella prohibición, y esperé que a la vez hubiera encontrado cualquier otro pretexto para no recibirlo la noche siguiente.

Ignoro cómo transcurrió el resto de la jornada; anduve, fumé, charlé, pero a las diez de la noche no recordaba nada de lo que dije ni con quiénes me encontré.

Todo lo que recuerdo es que volví a mi casa, que me pasé tres horas acicalándome y que miré cien veces mi reloj y el de pared, que por desgracia iban los dos igual.

Cuando dieron las diez y media, me dije que ya era hora de salir.

Por entonces vivía yo en la calle de Provence: seguí por la calle del Mont––Blanc, atravesé el bulevar, tomé la calle de Luois––leGrand, la de Port––Mahon y llegué a la de Antin. Miré hacia las ventanas de Marguerite.

Había luz en ellas.

Llamé.

Pregunté al portero si estaba en casa la señorita Gautier.

Me respondió que no volvía nunca antes de las once o las once y cuarto.

Miré mi reloj.

Creía que había venido muy despacio, y no había empleado más de cinco minutos para ir de la calle de Provence a la casa de Marguerite.

Así que estuve paseándome por aquella calle sin tiendas y desierta a aquella hora.

Al cabo de media hora llegó Marguerite. Bajó de su cupé mirando a su alrededor como si estuviera buscando a alguien.

El coche se fue al paso, pues en la casa no había cuadras ni cochera. En el momento en que Marguerite iba a llamar me acerqué y le dije:

Buenas noches.

––¡Ah!, ¿es usted? ––me dijo en un tono poco tranquilizador respecto al placer que le causaba el encontrarme allí.

––¿No me permitió que viniera a visitarla hoy?

––Sí, es verdad; lo había olvidado.

Aquellas palabras echaban por tierra todas mis reflexiones de la mañana, todas las esperanzas de la jornada. Sin embargo, empecé a habituárme a sus modales y no me fui, cosa que evidentemente hubiera hecho en otro tiempo.

Entramos.

Nanine había abierto ya la puerta.

––¿Ha vuelto Prudence? ––preguntó Marguerite.

––No, señora.

––Ve a decir que venga en cuanto vuelva. Apaga antes la lámpara del salón y, si viene alguien, di que no he vuelto y que ya no volveré.

Tenía el aspecto de una mujer preocupada por algo y quizá molesta por un importuno. Yo no sabía qué cara poner ni qué decir. Marguerite se dirigió hacia su dormitorio; yo me quedé donde estaba.

––Venga ––me dijo.

Se quitó el sombrero y el abrigo de terciopelo y los arrojó sobre la cama; luego se dejó caer en un gran sillón, al lado del fuego, que mandaba encender hasta principios de verano, y me dijo, mientras jugueteaba con la cadena de su reloj:

––Bueno, ¿y qué me cuenta de nuevo?

––Nada, sino que me he equivocado viniendo esta noche.

––¿Por qué?

––Porque parece usted contrariada y sin duda estoy estorbando. No estorba usted; sólo que estoy un poco enferma, me he sentido indispuesta todo el día, no he dormido y tengo una jaqueca horrible.

––¿Quiere que me vaya para dejarla meterse en la cama?

––¡Oh!, puede usted quedarse; si quiero acostarme, no tengo inconveniente en acostarme delante de usted.

En aquel momento llamaron.

––¿Quién viene ahora? Eijo con un movimiento de impaciencia.

Unos instantes después volvieron a llamar.

Por lo visto no hay nadie para abrir; voy a tener que abrir yo misma.

Y, en efecto, se levantó diciéndome:

––Espere aquí.

Atravesó el piso y oí abrir la puerta de entrada. Escuché.

El hombre a quien había abierto se detuvo en el comedor. A las primeras palabras reconocí la voz del joven conde de N...

––¿Cómo se encuentra esta noche? ––dijo.

––Mal ––respondió secamente Marguerite.

––¿La molesto?

––Quizá.

––¡Cómo me recibe usted! Pero, querida Marguerite, ¿qué le he hecho yo?

––Querido amigo, no me ha hecho usted nada. Estoy enferma y tengo que acostarme, así que hágame el favor de marcharse. Me fastidia no poder volver por la noche sin verlo aparecer cinco minutos después. ¿Qué quiere? ¿Que sea su amante? Bueno, pues ya le he dicho cien veces que no, que me irrita usted horriblemente y que puede dirigirse a otra parte. Se lo repito hoy por última vez: No me interesa usted, ¿está entendido? Adiós. Mire, ahí vuelve Nanine; ella lo alumbrará. Buenas noches.

Y sin añadir una palabra, sin escuchar lo que balbuceaba el joven, Marguerite volvió a su habitación y cerró violentamente la puerta, por la que a su vez entró Nanine casi inmediatamente.

––Escúchame ––le dijo Marguerite––, dile siempre a ese imbécil que no estoy o que no quiero recibirlo. Ya empiezo a estar harta de ver sin cesar a esa gente que viene a pedirme lo mismo, que me pagan y que se creen en paz conmigo. Si las que se inician en nuestro vergonzoso oficio supieran lo que es, preferirían antes hacerse doncellas. Pero no; la vanidad de tener vestidos, coches, diamantes nos arrastra; te crees todo lo que oyes, pues la prostitución tiene su fe, y el corazón, el cuerpo, la belleza se te van desgastando poco a poco; te temen como a una fiera, te desprecian como a un paria, estás rodeada de gente que siempre se lleva más de lo que te da, y un buen día revientas como un perro, después de haber perdido a los demás y haberte perdido a ti misma.

––Vamos, señora, cálmese ––dijo Nanine––; está muy nerviosa esta noche.

––Este vestido me molesta ––prosiguió Marguerite, haciendo saltar las presillas de su corpiño––; dame un peinador. Bueno, ¿y Prudence?

––No había vuelto todavía, pero le dirán que venga a ver a la señora eri cuanto vuelva.

––Otra que tal ––––continuó Marguerite, quitándose el vestido y poniéndose un peinador blanco––. Otra que se las apaña perfectamente para encontrarme cuando me necesita y que nunca me hace gratis un favor. Sabe que espero esa respuesta esta noche, que me hace falta, que estoy intranquila, y estoy segura de que se ha ido por ahí sin preocuparse de mí.

––A lo mejor la han entretenido.

––Al que nos traigan el ponche.

––Va a hacerle daño otra vez ––dijo Nanine.

––Mejor. Tráeme también fruta, paté o un ala de pollo, cualquier cosa, pero en seguida; tengo hambre.

Es inútil decirle la impresión que me causaba aquella escena; lo adivina usted,¿verdad?

––Cenará usted conmigo ––me dijo––; entre tanto, coja un libro; voy un momento al cuarto de aseo.

Encendió las velas de un candelabro, abrió una puerta situada al pie de la cams y desapareció.

Yo me puce a reffexionar sobre la vida de aquella chits, y mi amor aumentó con la piedad.

Estaba paseándome a grandes pasos por aquella habitación, sumido en mis pensamientos, cuando entró Prudence.

––¡Vaya! ¿Usted aquí? ––me dijo––. ¿Dónde está Marguerite?

––En el cuarto de aseo.

––La esperaré. Una cosa, ¿no sabe que lo encuentra a usted encantador?

––No.

––¿No se lo ha insinuado?

––En absoluto.

––¿Y. cómo está usted aquí?

––He venido a hacerle una visits.

––¿A las dote de la noche?

––¿Por qué no?

––¡Farsante!

––Pues me ha recibido muy mal.

––Verá como ahora lo recibe mejor.

––¿Cree usted?

––Le traigo una buena noticia.

––No time importancia. ¿Así que le ha hablado de mí?

––Anoche, o por mejor decir esta noche, cuando se fue usted con su amigo... A propósito, ¿cómo está su amigo? Gaston R..., creo que se llama así, ¿no?

––Sí ––dije, sin poder dejar de sonreír, al recordar la confidencia que Gaston me había hecho y ver que Prudence apenas sabía su nombre.

Es simpático ese muchacho. ¿Qué hace?

Tiene veinticinco mil francos de renta.

––¡Ah!, ¿de veras? Bueno, pues, volviendo a usted, Marguerite me ha interrogado acerca de usted; me ha preguntado quién era, qué hacía, qué amantes había tenido; en fin, todo lo que puede preguntarse sobre un hombre de su edad. Le he dicho todo lo que sé, añadiendo que es usted un muchacho encantador, y eso es todo.

––Se lo agradezco; ahora dígame qué fue lo que le encargó a usted ayer.

––Nada; lo dijo para que se fuera el conde, pero hoy sí que me ha encargado algo, y esta noche le traigo la respuesta.

En aquel momento salió Marguerite del cuarto de aseo: traía coquetamente puesto el gorro de dormir adornado con manojos de cintas amarillas, llamados técnicamente borlas.

Estaba encantadora de aquel modo.

Llevaba en sus pies desnudos zapatillas de raso, y acababa de arreglarse las uñas.

––Bueno ––dijo al ver a Prudence––, ¿ha visto al duque?

––¡Pues claro!

––¿Y qué le ha dicho?

––Me lo ha dado.

––¿Cuánto?

––Seis mil.

––¿Los tiene ahí?

––Sí.

––¿Parecía contrariado?

––No.

––¡Pobre hombre!

Aquel «¡pobre hombre!» fue pronunciado en un tono imposible de describir. Marguerite cogió los seis billetes de mil francos.

––Ya era hora dijo––. Querida Prudence, ¿necesita dinero?

––Ya sabe, hija mía, que dentro de dos días estamos a 15: si pudiera prestarme trescientos o cuatrocientos francos, me haría un gran favor.

––Mande a buscarlos mañana por la mañana, ahora es muy tarde para ir a cambiar.

––No se olvide.

––Descuide. ¿Cena con nosotros?

––No, me está esperando Charles en casa.

––¿Pero sigue usted tan loca por él?

––¡Chiflada, querida! Hasta mañana. Adiós, Armand.

La señora Duvernoy salió.

Marguerite abrió su secreter y echó dentro los billetes de banco.

––¿Me permite que me acueste? ––dijo sonriendo y dirigiéndose hacia la cama.

––No sólo se lo permito, sino que se lo ruego.

Retiró hacia los pies de la cama la colcha de guipur que la cubría y se acostó.

––Ahora ––dijo––, venga a sentarse a mi lado y charlemos.

Prudence tenía razón: la respuesta que había traído a Marguerite la alegró.

––¿Me perdona el mal humor de esta noche? ––me dijo, cogiéndome la mano.

––Estoy dispuesto a perdonarle muchos más.

––¿Y me quiere?

––Hasta volverme loco.

––¿A pesar de mi mal carácter?

––A pesar de todo.

––¿Me lo jura?

––Sí ––le dije en voz baja.

Nanine entró entonces llevando platos, un pollo frío, una botella de burdeos, fresas y dos cubiertos.

––No he dicho que le hagan el ponche ––dijo Nanine––; para usted es mejor el burdeos, ¿verdad, señor?

––Desde luego ––respondí, emocionado todavía por las últimas palabras de Marguerite y con los ojos aráientemente fijos en ella.

––Bueno ––dijo––, pon todo eso en la mesita y acércala a la cama; nos serviremos nosotros mismos. Llevas tres noches en vela y debes de tener ganas de dormir; ve a acostarte, no necesito nada.

––¿Hay que cerrar la puerta con dos vueltas de llave?

––¡Ya lo creo! Y, sobre todo, di que no dejen entrar a nadie antes de mediodía.

 

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