XIV

 

Al llegar a casa, me puse a llorar como un niño. No hay hombre que no haya sido engañado al menos una vez y que no sepa lo que se sufre.

Bajo el peso de las resoluciones de la fiebre, que siempre nos creemos con fuerza para cumplir, me dije que tenía que romper inmediatamente con aquel amor, y esperé el día con impaciencia para ir a reservar billete y volver al lado de mi padre y de mi hermana, doble amor del que estaba seguro y que ése sí que no me engañaría.

Sin embargo no quería irme sin que Marguerite supiera exactamente por qué me iba. Sólo un hombre que defmitivamente ya no quiere a su amante puede abandonarla sin escribirle.

Escribí y volví a escribir veinte cartas en mi cabeza.

Estaba claro que había estado tratando con una chica parecida a todas las entretenidas, la había poetizado en exceso, y ella me había tratado como a un escolar, empleando para engañarme una treta de una simplicidad insultante. Entonces mi amor propio se sublevó. Tenía que abandonar a aquella mujer sin darle la satisfacción de saber lo que me hacía sufrir aquella ruptura, y, con mi letra más elegante y lágrimas de rabia y de dolor en los ojos, le escribí lo siguiente:

 

«Mi querida Marguerite:

Espero que su indisposición de ayer no haya sido grave. A las once de la noche estuve a preguntar por usted y me dijeron que no había vuelto. El señor de G... tuvo más suerte que yo, pues se presentó unos instantes después, y a las cuatro de la mañana aún seguía en su casa.

Perdóneme las pocas horas aburridas que le he hecho pasar, y puede estar segura de que no olvidaré jamás los momentos felices que le debo.

Desearía ir hoy a saber de usted, pero pienso volver a casa de mi padre.

Adiós, mi querida Marguerite; no soy lo suficientemen rico para amarla como yo querría, ni lo suficientemen pobre para amarla como querría usted. Olvidemos, pues, usted un nombre que debe de serle casi indiferente, y yo una felicidad que me resulta imposible.

Le devuelvo su llave, que nunca me ha servido y que. podrá serle útil, si se pone a menudo tan enferma como se puso ayer.»

 

Ya ve usted, no tuve valor para terminar aquella carta sin añadir una impertinente ironía, que demostraba lo enamorado que aún estaba de ella.

Leí y releí diez veces la carta, y la idea de que daría un disgusto a Marguerite me calmó un poco. Intentaba enardecerme con los sentimientos que la carta afectaba y, cuando a las ocho llegó a casa mi criado, se la di para que la llevara en seguida.

––¿Hay que esperar respuesta? ––me preguntó Joseph (pues mi criado, como todos los criados, se llamaba Joseph).

––Si le preguntan si espera respuesta, diga que no sabe y aguarde.

Me agarraba a la esperanza de que me respondiera.

¡Qué pobres y débiles somos!

Todo el tiempo que mi criado estuvo fuera me vi preso de una agitación extrema. Unas veces, recordando cómo Marguerite se había entregado a mí, me preguntaba con qué derecho le escribía una carta tan impertinente, cuando podía responderme que no era el señor de G... quien me engañaba, sino yo quien engañaba al señor de G..., razonamiento que permite a muchas mujeres tener varios amantes. Otras veces, recordando los juramentos de aquella chica, quería convencerme de que mi carta aún era demasiado suave y que no había expresiones bastante fuertes para afrentar a una mujer que se reía de un amor tan sincero como el mío. Luego me decía que habría sido mejor no escribirle a ir a su casa durante el día, y que de ese modo habría gozado con las lágrimas que le habría hecho derramar.

Finalmente me preguntaba qué me respondería, dispuesto ya a creer la excusa que me diera.

Volvió Joseph.

––¿Y qué? ––le dije.

––Señor ––me respondió––, la señora estaba acostada y aún no se había despertado, pero en cuanto llame le entregarán la carta y, si hay respuesta, la traerán.

¡Dormía!

Veinte veces estuve a punto de mandar a buscar aquella carta, pero siempre me decía:

«Quizá se la hayan entregado ya y parecerá que me he arrepentido.»

Cuanto más se acercaba la hora en que era verosímil que me respondiera, más lamentaba haberla escrito.

Dieron las diez, las once, las doce.

A las doce era el momento de acudir a la cita, como si nada hubiera sucedido. Al fin no sabía qué imaginar para salir del círculo de hierro que me oprimía.

Entonces, con esa superstición propia del que espera, creí que, si salía un rato, a la vuelta encontraría una respuesta. Las respuestas que se esperan con impaciencia siempre llegan cuando uno no está en casa.

Salí con el pretexto de ir a comer.

En vez de comer en el Café Foy, en la esquina del bulevar, como tenía por costumbre, preferí ir a comer al Palais––Royal y pasar por la calle de Antin. Cada vez que divisaba una mujer de lejos, creía ver a Nanine que me llevaba una respuesta. Pasé por la calle de Antin sin encontrarme siquiera con un recadero. Llegué al Palais-Royal y entré en el Véry. El camarero me dio de comer o, por mejor decir, me sirvió lo que quiso, pues no comí nada.

Sin querer, mis ojos seguían fijos en el reloj de pared.

Volví, convencido de que iba a encontrar una carts de Marguerite.

El portero no había recibido nada. Todavía quedaba mi criado. Pero éste no había visto a nadie desde mi salida.

Si Marguerite me hubiera respondido, ya lo habría hecho hace tiempo.

Entonces empecé a lamentar los términos de mi carts; hubiera debido callarme completamente, y eso sin duda la hubiera obligado en su inquietud a dar el primer paso; pues, al no verme acudir a la cita de la víspera, se habría preguntado las razones .de mi ausencia, y sólo entonces hubiera debido dárselas. De ese modo ella no habría podido hacer otra cosa que disculparse, y lo que yo quería era que se disculpara. Sentía ya que habría creído cualquier razón que hubiera pretextado, y que habría preferido cualquier , cosa antes que no volver a verla.

Llegué a creer que vendría ella misma a mi casa, mss pasaron, las horas y no vino.

Decididamente Marguerite no era como las demás mujeres, pues hay pocas que, recibiendo una carta como la que yo acababa de escribir, no respondan algo.

A las cinco corrí a los Campos Elíseos.

«Si me encuentro con ella ––pensaba––, afectaré un sire a indiferente, y se convencerá de que ya no pienso en ella.»

Al doblar por la calle Royale, la vi pasar en su coche; el encuentro fue tan brusco, que palidecí. Ignoro si vio mi emoción; yo estaba tan turbado, que no vi más que su coche.

No seguí mi paseo hasta los Campos Elíseos. Miraba los carteles de los teatros, pues aún me quedaba una oportunidad de verla.

Había un estreno en el Palais––Royal. Evidentemente Marguerite asistiría a él.

A las siete ya estaba yo en el teatro.

Se llenaron todos los palcos, pero Marguerite no apareció.

Dejé entonces el Palais––Royal y entré en todos los teatros adonde iba ella más a menudo, el Vaudeville, el Variétés y la Opera Cómica.

No estaba en ninguno.

O mi carts la había apenado demasiado para andar ocupándose de espectáculos, o temía encontrarse conmigo y quería evitar una explicación.

Eso era lo que mi vanidad me iba soplando por el bulevar, cuando me encontré con Gaston, que me preguntó de dónde venía.

––Del Palai-Royal.

––Y yo de la Opera ––me dijo––; por cierto, creí que lo vería a usted allí.

––¿Por qué?

––Porque estaba Marguerite.

––¿Ah, estaba alli?

––Sí.

––¿Sola?

––No, con una amiga.

––¿Y nadie más?

––El conde de G... ha estado un momento en su palco; pero ella se ha ido con el duque. A cada instante creía que iba a verlo aparecer a usted. Había a mi lado una butaca que ha estado vacía todo el tiempo, y estaba convencido de que estaba reservada para usted.

––¿Pero por qué voy a ir yo donde va Marguerite?

––¡Pardiez, pues porque es usted su amante!

––¿Y quién se lo ha dicho?

––Prudence, que me la encontré ayer. Lo felicito, amigo mío; es una linda amante que no la tiene todo el que quiere. Consérvela, que ella lo honra.

Aquel simple comentario de Gaston me demostró cuán ridícu las eran mis susceptibilidades.

Si me lo hubiera encontrado el día anterior y me hubiera hablado así, desde luego no habría escrito la estúpida carta de la mañana.

Estuve a punto de ir a casa de Prudence y de enviarla a decir a Marguerite que tenía que hablar con ella; pero temía que por vengarse me respondiera que no podía recibirme, y volví a mi casa después de haber pasado por la calle de Antin.

Pregunté otra vez al portero si había alguna carta para mí.

¡Nada!

« Habrá querido ver si daba otro paso y si hoy me retractaba de mi carta ––pensé al acostarme––, pero, al ver que no le escribo, me escribirá mañana.»

Aquella noche sobre todo me arrepentí de lo que había hecho. Estaba solo en mi casa, sin poder dormir, devorado de inquietud y de celos, cuando, de haber dejado que las cosas siguieran su verdadero curso, hubiera debido estar al lado de Marguerite, oyéndole decirme las encantadoras palabras que sólo había oído dos veces y que en mi soledad me abrasaban los oídos.

Lo más horrible de mi situación era que el razonamiento no me daba la razón; en efecto, todo me decía que Marguerite me quería. Primero, ese proyecto de pasar un verano sólo conmigo en el campo, luego esa certidumbre de que nada la obligaba a ser mi amante, puesto que mi fortuna era insuficiente para sus necesidades a incluso para sus caprichos. En ella, pues, no había habido más esperanza que la de encontrar en mí un afecto sincero, capaz de hacerla descansar de los amores mercenarios en medio de los que vivía, y ya al segundo día destruía yo aquella esperanza y pagaba con una ironía impertinente el amor aceptado durante dos noches. Lo que estaba haciendo, pues, más que ridículo era poco delicado. ¿Había pagado siquiera a aquella mujer, para tener derecho a censurar su vida, y no parecía más bien retirándome al segundo día un parásito de amor que teme que le retiren la carta de su comida? ¡Cómo! Hacía treinta y seis horas que conocía a Marguerite, hacía veinticuatro que era su amante, y me hacía el susceptible; y en vez de alegrarme de que me reservase una parte para mí, quería tenerlo todo para mí solo y obligarla a romper de golpe las relaciones de su pasado, que eran los ingresos de su futuro. ¿Qué tenía que reprocharle? Nada. Me había escrito diciéndome que estaba indispuesta, cuando pudo haberme dicho crudamente, con esa odiosa franqueza de algunas mujeres, que tenía que recibir a un amante; y en vez de creer en su carta, en vez de irme a pasear por todas las canes de París excepto por la calle de Antin, en vez de pasar la noche con mis amigos y presentarme al día siguiente a la hora que me había indicado, yo hacía de Otelo, la espiaba, y creía castigarla no viéndola más. Por el contrario, debía de estar encantada de tal separación, debía de parecerle soberanamente bobo, y su silencio ni siquiera era rencor; era desdén.

Hubiera debido hacer entonces a Marguerite un regalo que no dejara duda alguna acerca de mi generosidad, y que me hubiera permitido, al tratarla como una entretenida, creerme en paz con ella; pero con la menor apariencia comercial habría creído ofender, si no el amor que ella sentía por mí, al menos el amor que yo sentía por ella, y, puesto que este amor era tan puro que no admitía división, no podía pagar con un presente, por hermoso que fuera, la felicidad que se le había concedido, por corta que hubiera sido.

Eso es lo que me estuve repitiendo toda la noche, y lo que a cada instante estaba dispuesto a ir a decir a Marguerite.

Cuando se hizo de día, aún no dormía y tenía fiebre; no podía dejar de pensar en Marguerite.

Como comprenderá usted, había que tomar una resolución definitiva, y terminar con aquella mujer o con mis escrúpulos, si es que aún consentía en recibirme.

Pero ya sabe usted que siempre aplazamos las resoluciones definitivas: así que, como no podía quedarme en mi casa ni me atrevía a presentarme en la de Marguerite, intenté un medio de acercarme a ella, un medio que mi amor propio pudiera atribuir al azar en caso de que diera resultado.

Eran las nueve; corrí a casa de Prudence, que me preguntó qué debía aquella visita matinal.

No me atreví a decirle francamente lo que me llevaba allí. Le respondí que había salido temprano para reservar un billete en la diligencia de C..., donde vivía mi padre.

––Tiene usted mucha suerte ––me dijo––: poder dejar París con este tiempo tan hermoso.

Miré a Prudence y me pregunté si no estaba burlándose de mí.

Pero su rostro estaba serio.

––¿Irá a decir adiós a Marguerite? ––prosiguió con la misma seriedad.

––No.

––Hace usted bien.

––¿Cree usted?

––Naturalmente. Si ha roto con ella, ¿para qué volver a verla?

––¿Entonces sabe lo de nuestra ruptura?

––Me ha enseñado su carta.

––¿Y qué le ha dicho?

––Me ha dicho: «Querida Prudence, su protegido es un maled cado: estas cartas se piensan, pero no se escriben.»

––¿Y en qué tono se lo ha dicho?

––Riéndose, y ha añadido: «Ha cenado dos veces en mi casa, ni siquiera me ha hecho una visita de estómago agradecido.»

Ese era el efecto que mi carta y mis celos habían producido. ll vi cruelmente humillado en la vanidad de mi amor.

––¿Y qué hizo ayer por la noche?

––Estuvo en la Opera.

––Ya lo sé. ¿Y después?

––Cenó en su casa.

––¿Sola?

––Creo que con el conde de G ...

Así pues, mi ruptura no había modificado nada las costumbres de Marguerite.

Es en estas circunstancias cuando la gente suele decirte: « tenía usted que pensar tanto en esa mujer que no lo quería.»

––Vaya, me alegra saber que Marguerite no se afiige por mí––repuse con una sonrisa forzada.

––Y tiene mucha razón. Usted ha hecho lo que debía hacer, ha sido usted más razonable que ella, pues esa chica lo quería, no hacía más que hablar de usted, y habría sido capaz de cualquier locura.

––¿Por qué no me ha contestado, si me quiere?

––Porque ha comprendido que había cometido un error al quererlo a usted. Además, las mujeres permiten a veces que se traicione su amor, pero nunca que hieran su amor propio, y siempre se hiere el amor propio de una mujer cuando, a los dos días de ser su amante, uno la abandona, cualesquiera que sean las razones que alegue para esa ruptura. Conozco a Marguerite, y moriría antes de contestarle.

––Entonces ¿qué tengo que hacer?

––Nada. Ella lo olvidará a usted, usted la olvidará a ella, y no tendrán nada que reprocharse uno a otro.

––¿Y si le escribiera pidiéndole perdón?

––No se le ocurra, pues lo perdonaría.

Estuve a punto de saltar al cuello de Prudence.

Un cuarto de hora después ya estaba en mi casa escribiendo a Marguerite:

 

«Alguien que se arrepiente de una carta que escribió ayer, que se irá mañana si usted no lo perdona, desearía saber a qué hora podrá ir a depositar su arrepentimiento a sus pies.

¿Cuándo podrá encontrarla sola? Ya sabe usted que las confesiones deben hacerse sin testigos.»

 

Doblé aquella especie de madrigal en prosa y se lo envié con Joseph, que entregó la carta a Marguerite en persona, quien le respondió que contestaría más tarde.

Sólo salí un instante para ir a comer, y a las once de la noche aún no había recibido respuesta.

Entonces decidí no seguir sufriendo más tiempo y marcharme al día siguiente.

A raíz de aquella decisión, convencido de que si me acostaba no dormiría, me puse a hacer las maletas.

 

 

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