XIII

 

Ha llegado usted casi tan de prisa como nosotros ––me dijo Prudence.

–Sí ––respondí maquinalmente––. ¿Dónde está Marguerite?

––En su casa.

––¿Sola?

––Con el señor de G...

Me paseaba a grandes pasos por el salón.

––Pero bueno, ¿qué le pasa?

––¿Cree usted que me parece divertido esperar aquí a que el señor de G... salga de casa de Marguerite?

––Tampoco usted es muy razonable que digamos. Comprenda que Marguerite no puede echar al conde a la calle. El señor de G... ha estado mucho tiempo con eila, siempre le ha dado mucho dinero, y todavía se lo da. Marguerite gasta más de cien mil francos al año; time muchas deudas. El duque le envía lo que le pide, pero no siempre se atreve a pedirle todo lo que necesita. No puede romper con el conde, que le proporciona diez mil francos al año por lo menos. Marguerite le time a usted mucho cariño, querido amigo, pero, mirando el interés de ambos, su relación con ella no debe llegar a nada serio. Con sus siete a ocho mil &ancos de renta no podría usted mantener el lujo de una chica así; no bastarían ni para el cuidado de su coche. Tóme a Marguerite como es: una buena chica ingeniosa y bonita; sea su amante un mes, dos meses; cómprele ffores, bombones y palcos; pero no se meta otra cosa en la cabeza y no le haga escenas ridículas de celos. Sabe muy bien con quién está tratando: Marguerite no es precisamente una virtud. Usted le gusta, usted la aprecia, no se preocupe de lo demás. ¡Me encanta viéndolo hacerse el susceptiblel ¡Time la amante más apetecible de París, lo recibe en un piso magnífico. está forrada de diamantes, no le costará un céntimo si quiere, y todavía no está contento! ¡Pide usted demasiado, qué demonios!

––Tiene razón, pero es más fuerte que yo; la idea de que ese hombre es su amante me hace un daño horrible.

En primer lugar ––repuso Prudence––, ¿es aún su amante? Es un hombre al que necesita, eso es todo. Lleva dos días cerrándole la puerta; pero ha venido esta mañana, y ella no ha tenido más remedio que aceptar su palco y dejarse acompañar. La trae hasta aquí, sube un momento a su casa y no se queda, puesto que usted espera aquí. Me parece que todo esto es muy natural, Por otra parte, al duque lo tolera, ¿no?

––Sí, pero es un anciano y estoy seguro de que Marguerite no es su amante. Además muchas veces uno puede llegar a tolerax una relación y no tolerar dos. Esa facilidad se parece mucho a un cálculo, y el hombre que consiente en ella, incluso por amor, se acerca a los que, en una escala más baja, hacen de ese consentimiento oficio, y de ese oficio dinero.

––¡Pero, hombre, qué atrasado está usted! ¡A cuántos he visto yo, y de los más nobles, más elegantes y más ricos, hacer lo que le aconsejo a usted, y eso sin esfuerzos, sin vergüenza, sin remordimiento! ¡Pero si esto es algo que se ve todos los días! ¿Qué quiere que hagan las entretenidas de París para mantener el tren de vida que llevan, si no tuvieran tres o cuatro amantes a la vez? No hay fortuna, por considerable que sea, capaz de sufragar por sí sola los gastos de una mujer como Marguerite. Una fortuna de quinientos mil francos de renta es en Francia una fortuna enorme; pues bien, querido amigo, quinientos mil francos de renta no bastarían para cubrir gastos, y vea por qué: un hombre con tales ingresos tiene también una casa montada, caballos, criados, coches, cacerías, amigos; generalmente está casado, tiene hijos, toma parte en las carreras, juega, viaja, ¡qué sé yo! Todas esas costumbres están arraigadas de tal manera, que es imposible prescindir de ellas sin pasar por estar arruinado y sin armar un escándalo. En resumidas cuentas, con quinientos mil francos anuales no se pueden dar a una mujer más de cuarenta o cincuenta mil francos al año, y no es poco. Pues bien, otros amores tendrán que completar el gasto anual de esa mujer. En el caso de Marguerite resulta aún más cómodo: por un milagro del cielo ha caído sobre un viejo rico con diez millones, y encima su mujer y su hija han muerto, no tiene más que sobrinos también ricos, y le da todo lo que quiere sin pedirle nada a cambio; pero ella no puede pedirle más de setenta mil francos al año, y estoy segura de que, si le pidiera más, a pesar de su fortuna y del afecto que siente por ella, se lo negaría. Todos esos jóvenes que tienen veinte o treinta mil libras de renta en París, es decir, que apenas si les da para vivir en el mundo que frecuentan, cuando son amantes de uná mujer como Marguerite, saben perfectamente que con lo que le dan ni siquiera podría pagar el piso y los criados. No le dicen que lo saben, hacen como si no vieran nada, y cuando se hartan se van. Si tienen la vanidad de correr con todos los gastos, se arruinan tontamente y van a buscar la muerte a Africa después de haber dejado cien mil francos de deudas en París. ¿Cree usted que esa mujer se lo agradece? De ninguna manera. Por el contrario, dirá que ha sacrificado su posición y que, mientras andaba con ellos, estaba perdiendo dinero. ¡Ah!, le parecen vergonzosos estos detalles, ¿eh? Pues es la pura verdad. Es usted un muchacho encantador y lo estimo de todo corazón; pero llevo veinte años viviendo con entretenidas, sé lo que son y lo que valen, y no quisiera ver que se toma en serio el capricho que una chica bonita ha tenido por usted. Aparte de esto ––continuó Prudence––, admitamos que Marguerite lo quiere a usted lo suficiente para renunciar al conde y al duque, en caso de que éste se diera cuenta de sus relaciones y le planteara el dilema de elegir entre usted y él: es incontestable que el sacrificio que haría por usted sería enorme. ¿Y podría usted hacer por ella un sacrificio igual? Cuando llegase la saciedad, cuando estuviese al fin cansado de ella, ¿qué haría para resarcirla de todo lo que le hizo perder? Nada. La habría aislado del mundo en que se hallaban su fortuna y su porvenir, ella le habría dado sus mejores años y sería olvidada. O sería usted un hombre ordinario, y entonces, echándole en cara su pasado, le diría que al dejarla no hacía más que obrar como sus otros amantes, y la abandonaría a una miseria segura; o sería usted un hombre honrado y, creyéndose obligado a seguir a su lado, se entregaría usted mismo a una desgracia inevitable, pues una relación así, excusable en un joven, ya no lo es en un hombre maduro. Se convierte en un obstáculo para todo, no permite tener familia ni ambición, esos segundos y últimos amores del hombre. Así pues, amigo mío, créame, acepte las cosas en lo que valen y a las mujeres como son, y no conceda a una entretenida el derecho de llamarse su acreedora, de cualquier modo que sea.

No estaba aquello mal razonado, y tenía una lógica de que no hubiera creído capaz a Prudence. No hallaba nada que responderle¡ sino que tenía razón; le di la mano y le agradecí sus consejos.

––Vamos, vamos ––me dijo––, olvide esas perniciosas teorías y ríase; la vida es encantadora, amigo mío, todo depende del cristal con que se la mira. Mire, hable con.su amigo Gasten: ahí tiene alguien que me da la impresión de que entiende el amor como la entiendo yo. De lo que tiene usted que convencerse, y sin eso se convertirá usted en un muchacho insípido, es que aquí al lado hay una chica guapa que espera con impaciencia que el hombre que está en su casa se vaya, que piensa en usted, que le reserva la noche y que lo quiere, estoy segura. Ahora venga conmigo a asomarse a la ventana, y veremos salir al conde, que no tardará en dejarnos el sitio libre.

Prudence abrió una ventana, y nos acodamos sobre el alféizar el uno al lado del otro.

Ella miraba a los escasos transeúntes; yo soñaba.

Todo lo que me había dicho me zumbaba en la cabeza, y na podía dejar de convenir en que tenía razón; pero el amor real que yo sentía por Marguerite tenía dificultad para avenirse con aquella razón. Y así, de cuando en cuando lanzaba yo unos suspiros que hacían volverse a Prudence y le hacían encogerse de hombros, como un médico que desespera de curar a un enfermo.

«¡Qué pronto se da uno cuenta de lo corta que debe ser la vida ––me decía a mí mismo––, a juzgar por la rapidez de las sensaciones! Sólo hace dos días que conozco a Marguerite, sólo desde ayer es mi amante, y ya ha invadido de tal modo mi pensamiento, mi corazón y mi vida, que la visita de ese conde de G... supone una desgracia para mí.»

Al fin el conde salió, subió a su coche y desapareció. Prudence cerró la ventana.

En aquel mismo instante Marguerite nos llamaba.

––Vengan de prisa, están poniendo la mesa ––decía––; vamos a cenar.

Cuando entré en su casa, Marguerite corrió hacia mí, me saltó al cuello y me besó con todas sus fuerzas.

––¿Qué, todavía seguimos de mal humor? ––me dijo.

––No, se acabó ––respondió Prudence––; he estado echándole un sermón, y ha prometido ser bueno.

––¡Enhorabuena!

No pude evitar echar una ojeada a la cama: no estaba deshecha. Marguerite ya estaba en peinador blanco.

Nos pusimos a la mesa.

Encanto, dulzura, expansión, Marguerite lo tenía todo, y de cuando en cuando me veía obligado a reconocer que no tenía derecho a pedirle nada más; que muchos se sentirían felices en mi lugar, y que, como el pastor de Virgilio, no tenía más que gozar de los placeres que un dios o, por mejor decir, una diosa me concedía.

Intenté poner en práctica las teorías de Prudence y mostrarme tan alegre como mis dos compañeras, pero lo que en ellas era natural en mí resultaba forzado, y mi risa nerviosa, aunque las engañase a ellas, estaba muy cerca de las lágrimas.

Al fin terminó la cena y me quedé solo con Marguerite. Fue a sentarse en la alfombra ante el fuego, como tenía por costumbre, y se puso a mirar con aire triste la llama del hogar.

¡Pensaba! ¿En qué? Lo ignoro; yo la miraba con amor y casi co* terror, al considerar lo que estaba dispuesto a sufrir por ella.

––¿Sabes en qué estaba pensando?

––No.

––En un proyecto que se me ha ocurrido.

––¿Y cuál es ese proyecto?

––Aún no puedo decírtelo, pero puedo decirte su resultado. Y e resultado será que dentro de un mes seré libre, no deberé nada nadie, y nos iremos a pasar juntos el verano en el campo.

––¿Y no puede decirme de qué medios se valdrá?

––No, lo único que hace falta es que me quieras como yo te quiero, y todo saldrá bien.

––¿Y ha encontrado usted sola ese proyecto?

––Sí.

––¿Y lo llevará a cabo sola?

––Yo correré con las preocupaciones ––me dijo Marguerite cox una sonrisa que no olvidaré jamás––, pero los dos compartiremo: los beneficios.

Al oír la palabra beneficios, no pude dejar de enrojecer recordaba a Manon Lescaut comiéndose con Des Grieux el diner: del señor de B...

Respondí en un tono un tanto duro al tiempo que me levantaba:

––Permítame, querida Marguerite, que no comparta má; beneficios que los que produzcan las empresas que idee y explob yo mismo.

––¿Qué significa eso?

––Significa que tengo muchas sospechas de que el señor cond« de G... esté asociado con usted en este feliz proyecto, del que no acepto las cargas ni los beneficios.

––Es usted un niño. Creía que me quería, pero me he equivocado; está bien.

Y al mismo tiempo se levantó, abrió el piano y se puso otra vez a tocar la Invitación al vals, hasta llegar al famoso pasaje en tono mayor que la hacía detenerse siempre.

¿Fue por costumbre o para recordarme el día en que nos conocimos? Lo único que sé es que con aquella melodía se reavivaron los recuerdos y, acercándome a ella, tomé su cabeza entre mis manos y*la besé.

––¿Me perdona? ––le dije.

––Ya lo ve ––me respondió––; pero observe que no estamos más que en el segundo día y ya tengo algo que perdonarle. Mal cumple usted sus promesas de obediencia ciega.

––Qué quiere usted, Marguerite, la amo demasiado y tengo celos hasta del menor de sus pensamientos. Lo que me ha propuesto hace un momento me volverá loco de alegría, pero el misterio que precede a la ejecución de ese plan me oprime el corazón.

––Vamos a ver si razonamos un poco ––prosiguió, cogiéndome las dos manos y mirándome con una sonrisa encantadora, a la que me era imposible resistir––; usted me quiere, ¿verdad?, y sería feliz si pudiera pasar en el campo tres o cuatro meses a solas conmigo; también yo sería feliz en esa soledad compartida por los dos, y no sólo sería feliz, sino que lo necesito para mi salud. No puedo irme de París tanto tiempo sin poner en orden mis asuntos, y los asuntos de una mujer como yo siempre están muy embrollados; bueno, pues he encontrado el medio de compaginarlo todo, mis asuntos y mi amor por usted, sí, por usted, no se ría, ¡me ha dado la locura de quererlo!, y, mire usted por dónde, viene dándose aires solemnes y diciéndome palabras altisonantes. Niño, más que niño, acuérdese sólo de que lo quiero y no se preocupe de nada. Vamos a ver, ¿en qué quedamos?

––Quedamos en todo lo que quiera, bien lo sabe usted.

––Entonces, antes de un mes, estaremos en algún pueblecito, paseándonos a la orilla del agua y bebiendo leche. Quizá le parezca extraño que yo, Marguerite Gautier, hable así; se debe, amigo mío, a que, cuando esta vida de París, que tan feliz parece hacerme, no me abrasa, me aburre, y entonces siento súbitas aspiraciones hacia una existencia más tranquila que me recuerde mi infancia. Todos hemos tenido una infancia, seamos ahora lo que seamos. ¡Oh! tranquilícese, no voy a decirle que soy hija de un coronel retirado y que fui educada en Saint-Denis !Soy una pobre campesina, y hacel seis años aún no sabía escribir mi nombre. Ya está usted tranquilo, ¿no? ¿Por qué me he dirigido a usted antes que a nadie para, compartir la alegría del deseo que me ha entrado? Sin duda porque he comprendido que me quiere por mí y no por usted, mientral que los demás nunca me han querido más que por sí mismos. He. estado muchas veces en el campo, pero nunca como hubiera querido ir. Cuento con usted para esta sencilla felicidad, así que no' sea malo y concédamela. Piense lo siguiente: « No llegará a vieja, y un día me arrepentiré de no haber hecho por ella lo primero que me pidió, con lo fácil de hacer que era.»

¿Qué responder a semejantes palabras, sobre todo con el recuerdo de una primera noche de amor y en espera de la segunda?

Una hora después tenía a Marguerite entre mis brazos, y, si me! hubiera pedido que cometiera un crimen, la hubiera obedecido.

A las seis de la mañana me marché; y antes de marcharme le dije:

––¿Hasta esta noche?

Me besó más fuerte, pero no me respondió.

Durante el día recibí una carta que contenía estas palabras:

 

«Querido mío: Estoy algo indispuesta, y el médico me, ordena reposo. Esta noche me acostaré pronto y no lo veré a usted. Pero, en recompensa, lo espero mañana a mediodía. Lo quiero.»

 

Mi primera palabra fue: «¡Me engaña!»

Un sudor helado recorrió mi fr&ente, pues quería ya demasiado a aquella mujer para que no me trastornase la sospecha.

Y sin embargo, tratándose de Marguerite, debía esperarme un acontecimiento así casi a dario, cosa que me había ocurrido muchas veces con otras amantes, sin que me preocupase demasiadó. ¿A qué se debía, pues, el dominio que aquella mujer ejercía sobre mi vida?

Entonces, puesto que tenía la llave de su casa, pensé en ir a verla como de costumbre. De ese modo sabría realmente la verdad y, si encontraba a un hombre allí, lo abofetearía.

Entre tanto fui a los Campos Elíseos. Estuve allí cuatro horas. No apareció. Por la noche entré en todos los teatros donde ella solía ir. No estaba en ninguno.

A las once me dirigí a la calle de Antin.

No había luz en las ventanas de Marguerite. Sin embargo llamé.

El portero me preguntó dónde iba.

––A casa de la señorita Gautier ––le dije.

––No ha vuelto.

––Subiré a esperarla.

––No hay nadie en casa.

Evidentemente era una consigna que podía forzar, puesto que tenía la llave, pero temía armar un escándalo ridículo y salí.

Sólo que no volví a mi casa, no podía dejar la calle y no perdía de vista la casa de Marguerite. Me parecía que aún me enteraría de algo, o por lo menos que iban a confirmarse mis sospechas.

Hacia las doce un cupé que conocía perfectamente se paró cerca del número 9.

El conde de G... bajó de él y entró en la casa, tras haber despedido a su coche.

Por un momento esperé que, como a mí, le dirían que Marguerite no estaba en casa y que volvería a verlo salir; pero a las cuatro de la mañana seguía esperando todavía.

He sufrido mucho en estas tres últimas semanas, pero creo que no ha sido nada en comparación con lo que sufrí aquella noche.

 

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