XIX

 

En las tres primeras cartas mi padre se preocupaba por mi silencio y me preguntaba la causa; en la última me daba a entender que le habían informado de mi cambio de vida y me anunciaba su próxima llegada.

Siempre he sentido un gran respeto y un sincero afecto por mi padre. Así que le respondí que un pequeño viaje había sido la causa de mi silencio, y le rogaba que me avisara del día de su llegada para poder salir a recibirlo.

Di a mi criado mi dirección en el campo, encargándole que me llevara la primera carta que llegara timbrada de la ciudad de C..., y volví a salir en seguida para Bougival.

Marguerite me esperaba a la puerta del jardín.

Su mirada expresaba inquietud. Me saltó al cuello y no pudo evitar decirme:

––¿Has visto a Prudence?

––No.

––¡Has estado mucho tiempo en Paris!

––Es que he recibido unas cartas de mi padre y he tenido que contestarle.

Unos instantes después entró Nanine muy sofocada. Marguerite se levantó y habló con ella en voz baja.

Cuando salió Nanine, Marguerite volvió a sentarse a mi lado me dijo cogiéndome la mano:

––¿Por qué me has engañado? Has ido a casa de Prudence.

––¿Quién te lo ha dicho?

––Nanine.

––¿Y cómo lo sabe?

––Porque te ha seguido.

––¿Entonces le dijiste tú que me siguiera?

––Sí. Pensé que tenía que haber un motivo poderoso para , hacerte ir así a París, a ti que no me has dejado en cuatro meses.

Temía que lo hubiera ocurrido una desgracia o quizá que fueras a ver a otra mujer.

––¡Qué cría eres!

––Ahora estoy tranquila; sé lo que has hecho, pero no sé aún lo que te han dicho.

Enseñé a Marguerite las cartas de mi padre.

––No es eso lo que te pregunto: lo que me gustaría saber es para qué has ido a casa de Prudence.

––Para verla.

––Estás mintiendo, amigo mío.

––Bueno, pues he ido a preguntarle si el caballo estaba mejor, y si ya no le hacía falta tu chal de cachemira ni tus joyas.

Marguerite enrojeció, pero no respondió.

Y ––continué–– me he enterado del use que has hecho de los caballos, de las cachemiras y de los diamantes.

––¿Y estás enfadado conmigo?

––Estoy enfadado contigo por no habérsete ocurrido pedirme lo que necesitaras.

––En una relación como la nuestra, si la mujer tiene aún un poco de dignidad, debe imponerse todos los sacrificios posibles antes que pedir dinero a su amante y ofrecer un aspecto venal a su amor. Tú me quieres, estoy segura, pero no sabes lo frágil que es el hilo que sujeta al corazón el amor que se siente por chicas como yo. ¿Quién sabe? ¡Quizá un día de mal humor o de aburrimiento lo imaginaras ver en nuestra relación un cálculo hábilmente combinado! Prudence es una charlatana. ¡Para qué quería yo los caballos! Vendiéndolos, ecònomizo; puedo pasarme sin ellos perfectamente y así no me gastan nada. Todo lo que te pido es que me quieras, y tú me querrás lo mismo sin caballos, sin cachemiras y sin diamantes.

Lo dijo todo en un tono tan natural, que se me saltaron las lágrimas escuchándola.

––Pero, mi buena Marguerite ––respondí estrechando amorosamente las manos de mi amante––, sabías perfectamente que un día a otro me enteraría de ese sacrificio y que el día que me enterase no lo toleraría.

––¿Pero por qué?

––Pues porque no puedo entender que el cariño que sientes por mí tenga que privarte ni siquiera de una joys, niña mía. Tampoco yo quiero que en un momento de malhumor o de aburrimiento puedas pensar que, si vivieras con otro hombre, esos momentos no existirían y que te arrépientas ni por un minuto de vivir conmigo. Dentro de unos días tus caballos, tus diamantes y tus chafes de cachemira te serán devueltos. Te son tan necesarios como el sire a la vida, y quizá sea ridículo, pero te prefiero suntuosa antes que sencilla.

––Entonces es que ya no me quieres.

––¡Loca!

––Si me quisieras, me dejarías quererte a mi manera; por el contrario, tú continúas viendo en mí sólo una chits a quien ese lujo le results indispensable y que sigues creyéndote obligado a pagan Te da vergüenza aceptar pruebas de mi amor. Sin querer, piensas abandonarme un día a intentas por todos los medios poner tu delicadeza al abrigo de toda sospecha. Times razón, amigo mío, pero yo esperaba algo mejor.

Y Marguerite hizo un movimiento para levantarse; la retuve diciéndole:

––Quiero que seas feliz y que no tengas nada que reprocharme, eso es todo.

––¡Y vamos a separarnos!

––¿Por qué, Marguerite? ¿Quién puede separarnos? ––grité.

––Tú, que no quieres permitirme que comprenda tu posición, y tienes la vanidad de velar por la mía; tú, que, al conservarme el lujo en medio del que he vivido, quieres conservar la distancia moral que nos separa; tú, en fin, que no trees que mi cariño sea lo suficientemente desinteresado para compartir conmigo tu fortuna, con la que podríamos vivir felices juntos, y prefieres arruinarte, esclavo como eres de un prejuicio ridículo. ¿Crew que yo comparo un coche y unas joyas con tu amor? ¿frees que para mí la felicidad consiste en las vanidades con que una se contents cuando no ama nada, pero que se convierten en algo muy mezquino cuando ama? Tú pagarás mis deudas, malbaratarás tu fortuna ¡y me mantendrás al fin! ¿Cuánto tiempo durará todo eso? Dos o tres meses, y entonces será demasiado tarde para emprender la vida que propongo, pues entonces lo aceptarías todo de mí, y eso es lo que un hombre de honor no puede hacer. Mientras que ahora times ocho o diez mil francos de renta, con los cuales podemos vivir. De lo que tengo, yo venderé lo superfluo, y sólo con esa venta me haré con dos mil libras al año. Alquilaremos un lindo pisito en el que nos quedaremos los dos. En verano vendremos al campo, pero no a una casa como ésta, sino a una casita suficiente para dos personas. Tú eres independiente, yo soy libre, somos jóvenes; en nombre del cielo, Armand, no vuelvas a arrojarme a la vida que me vi obligada a llevar en otro tiempo.

Yo no podía responder. Lágrimas de agradecimiento y de amor inundaban mis ojos, y me precipité en los brazos de Marguerite.

––Quería arreglarlo todo sin decirte nada ––prosiguió––, pagar todas mis deudas y preparar mi nuevo piso. En octubre habríamos vuelto a Paris y te lo hubiera dicho todo; pero, puesto que Prudence te lo ha contado todo, es preciso que consientas antes en lugar de consentir después. ¿Me quieres lo bastante para hacerlo?

Era imposible resistirse a tanta abnegación. Besé las manos de Marguerite con efusión y le dije:

––Haré todo lo que quieras.

Quedó, pues, convenido lo que ella había decidido.

Entonces se volvió lots de alegría: bailaba, cantaba, se regocijaba de la sencillez de su nuevo piso y me consultaba ya acerca de su distribución y del barrio.

La veía feliz y orgullosa de aquella resolución, que parecía que iba a acercarnos definitivamente el uno al otro.

Así que yo tampoco guise ser menos que ella.

En un instante decidí mi vida. Hice un balance de mi fortuna, y dejé en manos de Marguerite la rents que procedía de mi madre y que me pareció muy insuficiente para recompensar el sacrificio que aceptaba.

Me quedaban los cinco mil &ancos de pensión que me pasaba mi padre y, sucediera lo que sucediese, siempre tendría bastante con esa pensión anual pats vivir.

No dije a Marguerite lo que había resuelto, convencido cómo estaba de que rechazaría aquella donación.

Dicha renta procedía de una hipoteca de sesenta mil francos sobre una casa que yo ni siquiera hábía visto. Todo lo que sabía es que cada trimestre el notario de mi padre, un viejo amigo de nuestra familia, me enviába setecientos cincuenta francos contra un simple recibo.

El día en que Marguerite y yo nos vinimos a París para buscar piso, fui a ver al notario y le pregunté de qué modo debía proceder para hacer la transferencia de aquella renta a otra persona.

El buen hombre me creyó arruinado y me preguntó por la causa de aquella decisión. Y, como más pronto o más tarde tendría que decirle en favor de quién hacía aquella , donación, preferí contarle en seguida la verdad.

No me hizo ninguna de las objeciones que su posición de notario y de amigo le autorizaba a hacerme, y me aseguró que se encargaría de arreglarla todo del mejor modo posible.

Naturalmente le recomendé la mayor discreción respecto a mi padre, y fui a reunirme con Marguerite, que me esperaba en casa de Julie Duprat, en donde había preferido bajarse antes de tener que escuchar los sermones de Prudence.

Nos pusimos a buscar piso. Todos los que veíamos a Marguerite le parecían demasiado caros y a mí demasiado sencillos. Sin embargo acabamos por ponernos de acuerdo, y en uno de los barrios más tranquilos de París alquilamos una especie de chaletito, aislado del edificio principal.

Detrás del chaletito se extendía un jardín encantador, un jardín que dependía de él, rodeado de paredes lo suficientemente elevadas para separarnos de nuestros vecinos, y lo suficientemente bajas como para no limitarnos la vista.

Era más de lo que habíamos esperado.

Mientras me dirigía a mi casa para dejar libre mi piso, Marguerite iba a ver a un hombre de negocios que, según decía ella, había hecho ya por una de sus amigas lo que iba a pedirle que hiciera por ella.

Vino a buscarme a la calle de Provence encantada. Aquel hombre le había prometido pagar todas sus deudas, darle los recibos correspondientes y entregarle veinte mil francos a cambio de todos sus muebles.

Ya ha visto usted, por el precio que alcanzó la subasta, que aquel honrado varón habría ganado más de treinta mil francos con su cliente.

Volvimos muy contentos a Bougival, sin dejar de comunicarnos nuestros proyectos para el futuro, que, gracias a nuestra despreocupación y sobre todo a nuestro amor, se nos aparecía de color de rosa.

Ocho días después estábamos comiendo, cuando Nanine vino a decirme que mi criado preguntaba por mí.

Mandé que entrara.

––Señor ––me dijo––, su padre ha llegado a París, y le ruega que vuelva en seguida a casa, donde lo está esperando.

Aquella noticia era la cosa más simple del mundo y, sin embargo, al recibirla Marguerite y yo nos miramos.

Adivinábamos una desgracia tras aquel incidente.

Así que, sin que me hiciera partícipe de aquella impresión que yo compartía, respondí tendiéndole la mano:

––No temas.

––Vuelve lo antes posible ––murmuró Marguerite abrazándome––, te esperaré a la ventana.

Envié a Joseph a decir a mi padre que ya iba.

En efecto, dos horas después, estaba en la calle de Provence.

 

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