XX

 

Mi padre, en bata, estaba sentado en mi salón y escribía.

Por la forma de levantar sus ojos hacia mí cuando entré comprendí en seguida que iba a tratar de cosas graves.

Sin embargo lo abordé como si no hubiera adivinado nada el su rostro y lo besé.

––¿Cuándo ha llegado usted, padre?

––Ayer por la noche.

––¿Ha venido a mi casa como de costumbre?

––Sí.

––Lamento no haber estado aquí para recibirlo. `

Esperaba ver surgir tras aquellas palabras el sermón que mi prometía el rostro frío de mi padre: pero no me respondió nada cerró la carta que acababa de escribir y se la entregó a Joseph par; que la echara al correo.

Cuando estuvimos solos, mi padre se levantó y, apoyándosi contra la chiménea, me dijo:

––Querido Armand, tenemos que hablar de cosas serias.

––Lo escucho, padre.

––¿Me prometes ser franco?

––Es mi costumbre.

––¿Es cierto que vives con una mujer llamada Marguerite Gautier?

––Sí.

––¿Sabes lo que era esa mujer?

––Una entretenida.

––¿Y por ella te has olvidado de ir a vemos este año a ti hermana y a mí?

––Sí, padre, lo confieso.

––¿Entonces quieres mucho a esa mujer?

––Ya lo ve usted, padre, puesto que me ha hecho faltar a ut deber sagrado, por el que hoy le pido humildemente perdón.

Sin duda mi padre no se esperaba respuestas tan categóricas, pues pareció reflexionar un instante, tras lo cual me dijo:

––Evidentemente habrás comprendido que no podrías vivir siempre así.

––Lo he temido, padre, pero no lo he comprendido.

––Pero sí que debía haber comprendido usted ––continuó mi padre en un tono un poco más seco –– que yo no lo toleraría.

––Pensé que, en tanto que no hiciera nada que fuera en contra del respeto que debo a su nombre y a la probidad traditional de la familia, podría vivir ––como vivo, lo cual me tranquilizó un poc( respecto a los temores que tenía.

Las pasiones fortalecen contra los sentimientos. Estaba dispuesto a luchar contra todo, incluso contra mi padre, con tal di conservar a Marguerite.

––Entonces ha llegado el momento de vivir de otro modo.

––¿Y por qué, padre?

––Porque está usted a punto de hacer cosas que hieren e respeto que cree tener por su familia.

––No entiendo esas palabras.

––Pues voy a explicárselas. Que tenga usted una amante, estï muy bien; que la pague como un hombre galante debe pagar e: amor de una entretenida, no puede estar mejor; pero que olvidf por ella las cosas más sagradas, que permita que el ruido de sL vida escandalosa llegue hasta el fondo de mi provincia y arroje la sombra de una mancha sobre el honorable apellido que le he dado eso sí que no puede ser y no será.

––Permítame que le diga, padre, que los que le han informadc sobre mí estaban mal enterados. Soy el amante de la señorita Gautier y vivo con ella: es la cosa más sencilla del mundo. No doy a la señorita Gautier el apellido que he recibido de usted, gasto con ella lo que mis medios me permiten, no tengo deudas y, en fin, nc estoy en ninguna de esas situaciones que autorizan a un padre a decir a su hijo lo que usted acaba de decirme.

––Un padre siempre está autorizado a apartar a su hijo del mal camino por el que lo ve lanzarse. Aún no ha hecho usted nada malo, pero lo hará.

––¡Padre!

––Conozco la vida mejor que usted, caballero. Sólo en las mujeres completamente castas hay sentimientos completamente puros. Toda Manon puede hacer un Des Grieux, y el tiempo y las costumbres han cambiado. Sería inútil que el mundo envejeciera, si no se ,corrigiese. Dejará usted a su amante.

––Me molesta tener que desobedecerlo, padre, pero eso es iruposible.

––Lo obligaré.

––Desgraciadamente, padre, no hay islas Sainte-Marguerite donde enviar a las cortesanas, y, aunque las hubiera, seguiría allí a la señorita Gautier, si consiguiera usted que la enviaran. ¿Qué quiere? Puede que esté equivocado, pero no podré ser feliz más que a condición de seguir siendo el amante de esa mujer.

––Vamos a ver, Armand, abra los ojos, reconozca que su padre siempre lo ha querido y que sólo quiere su felicidad. ¿Es honroso para usted ir a vivir maritalmente con una chica que ha sido de todo el mundo?

––¡Y eso qué importa, padre, si ya no será de nadie más! ¡Qué importa, si esa chica me ama, si se regenera por el amor que siente por mí y por el amor que yo siento por ella! ¡Qué importa, en fin, habiendo conversión!

––¡Vaya! ¿Y cree usted, caballero, que la misión de un hombre de honor es andar convirtiendo cortesanas? ¿Cree usted que Dios ha dado esa grotesca fmalidad a la vida y que el corazón no debe tener más entusiasmo que ése? ¿Cuál será la conclusión de esta cura maravillosa, y qué pensará usted de lo que dice hoy cuando tenga cuarenta años? Se reirá de su amor, si es que aún puede reírse, si es que no ha dejado huellas demasiado profundas en su pasado. ¿Qué sería usted en este momento, si su padre hubiera tenido sus ideas y hubiera abandonado su vida a todas esas inspiraciones amorosas, en lugar de establecerla inquebrantablemente sobre un pensamiento de honor y de lealtad? Reflexione, Armand, y no diga semejantes tonterías. Vamos, deje a esa mujer, su padre se lo suplica.

No respondí nada.

––Armand ––continuó mi padre––, en nombre de su santa madre, créame, renuncie a esa vida, que olvidará mucho más pronto de lo que piensa y a la que lo encadena una teoría imposible. Tiene usted veinticuatro años, pjense en el futuro. No puede amar siempre a una mujer que tampoco lo amará siempre.Están los dos exagerando su amor. Se está cerrando usted todos los caminos. Un paso más y ya no podrá abandonar la ruta en que se encuentra, y toda su vida sentirá el remordimiento de su juventud. Salga, venga a pasar un mes o dos junto a su hermana. El descanso y el amor piadoso de la familia lo curarán rápidamente de esta fiebre, pues no es otra cosa. Entre tanto su querida se consolará, encontrará otro amante y, cuando vea usted por quién estuvo a punto de enemistarse con su padre y perder su cariño, me dirá que'he hecho bien en venir a buscarlo y me bendecirá. Vamos, te marcharás, ¿verdad, Armand?

Sentía que mi padre tenía razón hablando de cualquier mujer, pero estaba convencido de que no tenía razón hablando de Marguerite. Sin embargo el tono en que me había dicho sus últimas palabras era tan dulce, tan suplicante, que no me atrevía a responderle.

––Bueno, ¿qué? ––dijo con voz emocionada.

––Bueno, pues no puedo prometerle nada, padre ––dije al fin––. Lo que me pide está por encima de mis fuerzas. Créame ––continué, al ver que hacía un movimiento de impaciencia––, exagera usted los resultados de esta relación. Marguerite no es la chica que usted cree. Este amor, lejos de lanzarme por el mal camino, es por el contrario capaz de desarrollar en mí los más honorables sentimientos. El amor verdadero siempre nos hace mejores; cualquiera que sea la mujer que lo inspira. Si conociera usted a Marguerite, comprendería que no me expongo a nada. Es tan noble como la mujer más noble. Todo lo que hay de codicia en las otras es desinterés en ella.

––Lo que no le impide aceptar toda su fortuna, pues los sesenta mil francos que usted heredó de su madre y que ahora le da a ella constituyen, recuerde bien lo que le digo, su única fortuna.

Probablemente mi padre había guardado esta perorata y aquella amenaza para asestarme el último golpe.

Pero sus amenazas me envalentonaron más que sus súplicas.

––¿Quién le ha dicho que iba a cederle esa cantidad?

––Mi notario. ¿Un hombre honrado iba a realizar un acto así sin avisarme? Bien, pues he venido a París para impedir su ruina en favor de una chica cualquiera. Su madre, al morir, le dejó para vivir honradamente, pero no para andar haciendo generosidades con sus amantes.

––Le juro, padre, que Marguerite ignoraba _esa donación.

––¿Entonces por qué la hacía?

––Porque Marguerite, esa mujer que usted calumnia y que quiere que abandone, ha sacrificado todo lo que posee para vivir conmigo.

––¿Y acepta usted ese sacrificio? ¿Peru qué clase de hombre es usted, señor mío, para permitir que una señorita Marguerite le sacrifique nada? Vamos, esto ya es el colmo. Va a dejar usted a esa mujer. Hace un momento se lo rogaba, ahora se lo ordeno; no quiero semejante porquería en mi famffia. Haga sus maletas y dispóngase a seguirme.

––Perdóneme, padre ––dije entonces––, pero no me marcharé.

––¿Por qué?

––Porque ya no tengo edad de obedecer órdenes.

Ante aquella respuesta mi padre palideció.

––Está bien, señor ––repuso––; ya sé lo que tengo que hacer.

Llamó.

Joseph apareció.

––Que lleven mis maletas al hotel París ––dijo a mi criado. Y al mismo tiempo pasó a su habitación, donde acabó de vestirse.

Cuando volvió a aparecer, fui a su encuentro.

––Padre ––le dije––, prométame que no hará nada que pueda hacer sufrir a Marguerite.

Mi padre se detuvo, me miró con desdén y se limitó a responder:

––Creo que está usted loco.

Y dicho esto, salió cerrando violentamente la puerta detrás de él.

También yo bajé, tomé un cabriolé y salí hacia Bougival.

Marguerite me esperaba a la ventana.

 

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