XXIV

 

Ya era algo, pero no era bastante. Comprendía el ascendientc que tenía sobre aquella mujer y abusaba de él cobardemente.

Cuando pienso que ahora está muerta, me pregunto si Dios ms perdonará un día todo el daño que le hice.

Después de la cena, que fue de las más ruidosas, nos pusimos a jugar.

Me senté al lado de Olympe y aventuré mi dinero con tantiosadía, que no pudo menos de prestar atención a ello. En ur momento gané ciento cincuenta o doscientos luises, que extend ante mí y en los que ella fijaba sus ojos ardientes.

Yo era el único que no se preocupaba del juego en absoluto que se ocupaba de ella. Seguí ganando todo el resto de la noche, fui yo quien le dio dinero para jugar, pues ella perdió todo lo quo tenía encima y probablemente en casa.

A las cinco de la mañana nos marchamos.

Yo iba ganando trescientos luises.

Todos los jugadores estaban ya abajo; sólo yo me quedé detrá sin que se dieran cuenta, pues no era amigo de ninguno d aquellos caballeros. '

La misma Olympe alumbraba la escalera, y ya iba a bajar yi como los otros, cuando, volviéndome hacia ella, le dije:

––Tengo que hablar con usted.

––Mañana ––me dijo.

––No, ahora.

––¿Qué tiene que decirme?

––Ya lo verá.

Y volví a entrar en el piso.

––Ha perdido usted ––le dije.

––Sí.

––¿Todo lo que tenía en casa?

Vaciló.

––Sea franca.

––Bueno, pues es verdad.

––Yo he ganado trescientos luises: ahí' los tiene, si me permite quedarme aquí.

Y al mismo tiempo arrojé el oro encima de la mesa.

––¿Y por qué esta proposición?

––¡Porque me gusta usted, pardiez!

––No; lo que pasa es que está usted enamorado de Marguerite y quiere vengarse de ella convirtiéndose en mi amante. A una mujer como yo no se la puede engañar, amigo mío. Por desgracia, soy aún demasiado joven y hermosa para aceptar el papel que me propone.

––Así que ¿se niega usted?

––Sí.

––¿Prefiere amarme por nada? Soy yo quien no aceptaría entonces. Refiexione, querida Olympe; si yo le hubiera enviado una persona cualquiera a ofrecerle estos trescientos luises de mi parte con las condiciones que pongo, usted habría aceptado. He preferido tratarlo directamente con usted. Acepte sin buscar las causas que me impulsan a actuar; dígase que es usted guapa y que no hay nada de sorprendente en que yo esté enamorado de usted.

Marguerite era una entretenida como Olympe, y sin embargo nunca me hubiera atrevido a decirle, la primera vez que la vi, lo que acababa de decirle a aquella mujer. Es que yo amaba a Marguerite, es que había adivinado en ella unos instintos que a esta otra criatura le faltaban, y en el mismo momento en que proponía aquel trato, pese a su extremada belleza, aquella con quien iba a cerrarlo me daba asco.

Por supuesto acabó por aceptar, y a mediodía salí de su casa convertido en su amante: pero abandoné su lecho sin llevarme el recuerdo de las caricias y de las palabras de amor que ella se creyó obligada a prodigarme a cambio de los seis mil francos que le dejaba.

Y sin embargo había quien se había arruinado por aquella mujer.

Desde aquel día hice sufrir a Marguerite una persecución constante. Olympe y ella dejaron de verse, y ya comprenderá usted fácilmente por qué. Regalé a mi nueva amante un coche y joyas; jugaba; en fin, hice todas las locuras propias de un hombre enamorado de una mujer como Olympe. El rumor de mi nueva pasión se extendió inmediatamente.

Hasta Prudence se dejó engañar y acabó por creer que había olvidado completamente a Marguerite. Esta, bien porque hubiese adivinado el motivo que me impulsaba a obrar, bien porque se equivocara como los demás, respondió con gran dignidad a las heridas que le causaba todos los días. Sólo que ella parecía sufrir; pues, en todas las panes donde me la encontraba, siempre la veía cada vez más pálida, cada vez más triste. Mi amor por ella, exaltado hasta tal punto que se creía convertido en odio, se regocijaba a la vista de aquel dolor cotidiano. Muchas veces, en circunstancias en que fui de una crueldad infame, Marguerite elevó hacia mí miradas tan suplicantes, que enrojecí por el papel que estaba haciendo, y estuve a punto de pedirle perdón.

Pero aquellos arrepentimientos tenían la duración del relámpago, y Olympe, que había acabado por dejar de lado toda clase de amor propio y por comprender que haciendo daño a Marguerite obtendría de mí lo que quisiera, me incitaba sin cesar contra ella y la insultaba siempre que se le presentaba la ocasión, con esa persistencia cobárde de la mujer autorizada por un hombre.

Marguerite acabó por no ir más al baile ni al teatro, por miedo a encontrarse con Olympe y conmigo. Entonces las camas anónimas sucedieron a las impertinencias directas, y no había cosa alguna vergonzosa sobre Marguerite que no animase yo a contar a mi amante o que no contara yo mismo.

Había que estar loco para llegar hasta ahí. Yo estaba como un hombre que, habiéndose emborrachado con vino malo, cae en una de esas exaltaciones nerviosas en que la mano es capaz de cometer un crimen sin que el pensamiento intervenga para nada. En medio de todo aquello, yo sufría un martirio. La calma sin desdén, la dignidad sin desprecio con que Marguerite respondía a todos mis ataques y que a mis propios ojos la hacían superior a mí, me irritaban aún más contra ella.

Una noche Olympe no sé dónde fue y se encontró con Marguerite, que aquella vez no condescendió con la estúpida chica que la insultaba, hasta el punto de que ésta se vio obligada a ceder el sitio. Olympe volvió furiosa, y a Marguerite se la llevaron desmayada.

Al volver, Olympe me contó lo que había pasado, me dijo que Marguerite, al verla sola, quiso vengarse de que fuera mi amante, y que yo tenía que escribirle diciéndole que respetase a la mujer que amaba, tanto si estaba yo presente como si no.

No necesito decirle que accedí y que le puse en aquella epístola, que envié a su dirección el mismo día, todo lo más amargo, vergonzoso y cruel que pude encontrar.

Esta vez el golpe había sido demasiado fuerte para que la desgraciada pudiera soportarlo sin decir nada.

No dudaba de que me llegaría una respuesta; así que decidí no salir de casa en todo el día.

Hacia las dos llamaron, y vi entrar a Prudence.

Intenté adoptar un aire indiferente para preguntarle a qué debía su visita; pero aquel día la señora Duvernoy no estaba risueña y, en un tono seriamente conmovido, me dijo que desde mi regreso, es decir, desde hacía unas tres semanas, no había dejado escapar una ocasión de hacer sufrir a Marguerite; que estaba enferma, y que la escena del día anterior y mi carta de por la mañana la habían postrado en el lecho.

En una palabra, sin hacerme reproches, Marguerite enviaba a pedirme gracia, diciéndome que ya no le quedaba fuerza fisica ni moral para soportar lo que le hacía.

––La señorita Gautier ––dije a Prudence–– está en su derecho al despedirme de su casa; pero que insulte a la mujer que amo, so pretexto de que esa mujer es mi amante, no lo permitiré jamás.

––Amigo mío ––me dijo Prudence––, está usted sufriendo la infiuencia de una chica sin corazón ni entendimiento; es verdad que está usted enamorado de ella, pero ésa no es una razón para andar torturando a una mujer que no puede defenderse.

––Que la señorita Gautier me envíe a su conde de N... y quedará igualada la partida.

––Bien sabe usted que no lo hará. Así que, querido Armand, déjela tranquila; si la viera usted, le daría vergüenza su forma de comportarse con ella. Está pálida, tose, y ya no llegará muy lejos.

Y Prudence me tendió la mano, añadiendo:

––Vaya a verla, su visits la hará muy feliz.

––No tengo ganas de encontrarme con el señor de N...

––El señor de N... no está nunca en su casa. Ella no puede? soportarlo.

––El a Marguerite le interesa verme, sabe dónde vivo; que venga. Lo que es yo, no pondré los pies en la calle de Antin.

––¿La recibirá usted bien?

––Perfectamente.

––Bueno, pues estoy segura de que vendrá.

––Que venga.

––¿Va a salir hoy?

––Estaré en casa toda la noche.

––Voy a decírselo.

Prudence se marchó.

Ni siquiera escribí a Olympe que no iría a verla. No me molestaba por aquella chica. Apenas si pasaba con ella una noche por semana. Creo que se consolaba con un actor de no sé qué teatro del bulevar.

Salí a cenar y regresé casi inmediatamente. Mandé encender fuego en todas partes y dije a Joseph que se fuera.

No podría darle cuenta de las diversas impresiones que me agitaron durante una hors de espera: pero, cuando hacia las nueve oí llamar, se resumieron en una emoción cal, que al ir a abrir la. puerta me vi obligado a apoyarme contra la pared para no caer.

Por suerte la antesala estaba en semipenumbra, y era menos visible la alteración de mis facciones.

Entró Marguerite.

Iba toda vestida de negro y con velo. Apenas si reconoc í su rostro bajo el encaje.

Pasó al salón y se levantó el velo.

Estaba pálida como el mármol.

––Aquí estoy, Armand ––––dijo––. Deseaba usted verme y he venido.

Y, dejando caer la cabeza entre las manos, se deshizo en lágrimas.

Me acerqué a ella.

––¿Qué le pasa? ––le dije con voz alterada.

Me estrechó la mano sin responderme, pues las lágrimas velaban aún su voz. Pero unos instances después, habiendo recobrado un poco de calma, me dijo:

––Me ha hecho usted mucho daño, Armand, y yo no le he hecho nerds.

––¿Nada? ––repliqué con una amarga sonrisa.

––Nada que las circunstancias no me hayan obligado a hacerle.

No sé si en toda su vida habrá experimentado o experimentará usted alguna vez lo que sentía yo en presencia de Marguerite.

La última vez que vino a mi casa se sentó en el mismo sitio en que acababa de sentarse; sólo que después de aquella época eila había sido la amante de otro; otros besos distintos de los míos habían tocado sus labios, hacia los que sin querer tendían los míos, y sin embargo sentía que quería a aquella mujer tanto o quizá más que nunca la había querido.

No obstante, me resultaba diñcil entablar conversación sobre el asunto que la traía. Marguerite lo comprendió sin duda, pues prosiguió:

––Vengo a molestarlo, Armand, porque tengo que pedirle dos cosas: perdón por lo que dije aver a la señorita Olympe, y gracia para lo que quizá está dispuesto a hacerme todavía. Voluntariamente o no, desde su regreso me ha hecho usted tanto daño, que ahora sería incapaz de soportar la cuarta pane de las emociones que he soportado hasta ester mañana. Tendrá usted piedad de mí, ¿verdad?, y comprenderá que para un hombre de corazón hay cosas más nobles que hacer que vengarse de una mujer enferma y triste como yo. Mire, coja mi mano. Tengo fiebre, me he levantado de la tamer para venir a pedirle no su amistad, sino su indiferencia.

En efecto, cogí la mano de Marguerite. Estaba ardiendo, y la pobre mujer se estremecía bajo su abrigo de terciopelo.

Arrastré al lado del fuego el sillón en que estaba sentada.

––¿Cree que yo no sufrí ––repuse–– la noche en que, después de haberla esperado en el campo, vine a buscarla a París, donde no encontré más que aquella carts que estuvo a punto de volverme loco? ¡Cómo pudo engañarme, Marguerite, a mí que tanto la quería!

––No hablemos de eso, Armand; no he venido a hablar de ello. He querido verlo no como enemigo, eso es todo, y he querido estrecharle la mano una vez más. Tiene usted una amante joven, bonita, y según dicen la ama: sea feliz con ella y olvídeme.

––¿Y usted? Sin duda es usted feliz

––¿Tengo cara de mujer feliz, Armand? No se burle de mi dolor, usted que sabe mejor que nadie cuál es su causa y su alcance.

––Sólo de usted dependía no ser nunca desgraciada, si es que lo es como dice.

––No, amigo mío, no; las circunstancias han sido más fuertes que mi voluntad. No he obedecido a mis instintos de chica de la calle, como usted parece decir, sino a una necesidad seria y a razones que usted sabrá algún día y que entonces harán que me perdone.

––¿Por qué no me dice hoy qué razones son ésas?

––Porque no restablecerían un acercamiento, imposible entre nosotros, y quizá lo alejarían a usted de personas de quienes no debe alejarse.

––¿Quiénes son esas personas?

––No puedo decírselo.

––Entonces es que miente.

Marguerite sé levantó y, se dirigió hacia la puerta.

Yo no podía asistir a aquel mudo y expresivo dolor sin conmoverme, al comparar interiormente a aquella mujer pálida y llorosa con la chica alocada que se había burlado de mí en la Opera Cómica.

––No se irá ––dije, poniéndome delante de la puerta.

––¿Por qué?

––Porque, a pesar de lo que me has hecho, te sigo queriendo y quiero que te quedes aquí.

––Para echarme mañana, ¿no es eso? ¡No, es imposible! Nuestros dos destinos se han separado: no intentemos unirlos de nuevo. Quizá me despreciaría usted, mientras que ahora sólo puede odiarme.

––No, Marguerite ––grité, sintiendo despertarse todo mi amor y mis deseos al contacto con aquella mujer––. No, lo olvidaré todo y seremos tan felices como nos habíamos prometido serlo.

Marguerite sacudió la cabeza en señal de duda y dijo:

––¿No soy su esclava, su perm? Haga conmigo lo que quiera; tómeme, soy suya.

Y, quitándose el abrigo y el sombrero, los arrojó sobre el canapé y empezó a desabrocharse bruscamente el corpiño de su vestido, pues, por una de eras reacciones tan frecuentes en su enfermedad, la sangre se le agolpaba del corazón a la cabeza y la ahogaba.

Siguió una tos seca y ronca.

––Mande a decir a mi cochero ––prosiguió–– que se lleve el coche.

Bajé yo mismo a despedir a aquel hombre.

Cuando volví, Marguerite estaba tendida ante el fuego y sus dientes castañeteaban de frío.

La tomé entre mis brazos, la desnudé sin que hiciera un movimiento y la llevé completamente helada a mi cama.

Entonces me senté a su lado a intenté hacerla entrar en calor con mis caricias. No me decía una palabra, pero me sonreía.

¡Oh, fue aquélla una noche extraña! Toda la vida de Marguerite parecía haberse concentrado en los besos de que me cubría, y yo la amaba tanto, que, en medio de los transporter de su amor febril, me preguntaba si no iba a matarla para que no perteneciera nunca a otro.

Un mes de un amor como aquél, y, de cuerpo como de corazón, quedaría reducido uno a un cadáver.

El día nor sorprendió a los dos despiertos.

Marguerite estaba lívida. No decía una palabra. Gruesas lágrimas corrían de cuando en cuando de sus ojos y se detenían en su mejilla, brillando como diamantes. Sus brazos agotados se abrían de cuando en cuando para abrazarme, y volvían a caer sin fuerza sobre el lecho.

Por un momento creí que podría olvidar lo que había pasado desde que me marché de Bougival, y dije a Marguerite:

––¿Quieres que nor vayamos, que dejemos París?

––No, no ––me dijo casi con espanto––, seríamos muy desgraciados; yo ya no puedo valer para hacerte feliz, pero mientras me quede un soplo de vida seré la esclava de tus caprichos. A cualquier hora del día o de la noche que me desees, ven y seré tuya; pero no asocies más tu futuro con el mío: serías muy desgraciado y me harías muy desgraciada. Aún seré por algúa tiempo una chica bonita: aprovéchate, pero no me pidas más.

Cuando se marchó, me quedé espantado al ver la soledad en que me dejaba. Dos horas después de su marcha aún estaba sentado en la cama que ella acababa de abandonar, mirando el almohadón que. conservaba los pliegues de su forma y preguntándome qué sería de mí entre mi amor y mis celos.

A las cinco, sin saber lo que iba a hacer allí, me dirigí a la calle de Antin.

Me abrió Nanine.

La señora no puede recibirlo ––me dijo, confusa.

––¿Por qué?

––Porque el señor conde de N... está aquí y ha dicho que no deje entrar a nadie. .

––Es natural ––balbucí––, lo había olvidado.

Volví a mi casa como un borracho, y ¿sabe lo que hice durante el minuto de delirio celoso que bastó para la acción vergonzosa que iba a cometer? ¿Sabe lo que hice? Me dije que aquella mujer estaba burlándose de mí, me la imaginaba en su tete-à-tête inviolable con el conde, repitiendo las mismas palabras que me había dicho por la noche, y, cogiendo un billete de quinientos francos, se lo envié con estas palabras.

 

«Se ha ido usted tan de prisa esta mañana, que olvidé pagarle.

Ahí tiene el precio de su noche.»

 

Luego, cuando hube enviado la cartá, salí como para sustraerme a los remordimientos instantáneos de aquella infamia.

Fui a casa de Olympe, a quien encontré probándose vestidos, y que, en cuanto estuvimos solos, me cantó obscenidades para distraerme.

Era ella el tipo perfecto de cortesana sin vergüenza, sin corazón y sin entendimiento, al menos para mí, pues quizá algún hombre había soñado con ella como yo con Marguerite.

Me pidió dinero, se lo di y, libre entonces de irme, volví a mi casa.

Marguerite no me había contestado.

Es inútil que le diga en qué estado de agitación pasé el día siguiente.

A las leis y media un recadero trajo un sobre que contenía mi carts y el billete de quinientos &ancos: ni una palabra más.

––¿Quién le ha entregado esto? ––Iije a aquel hombre.

––Una señora que ha subido con su doncella en el correo de Boulogne y que me ha encargado que no la trajera hasta que el coche estuviera fuera del patio.

Corrí a casa de Marguerite..

––La señora se ha ido a Inglaterra hoy a las leis ––me respondió el portero.

Nada me retenía ya en París, ni odio ni amor. Estaba agotado por todas aquellas conmociones. Un amigo mío iba a hacer un viaje a Oriente; fui a decir a mi padre que deseaba acompañarlo; mi padre me dio camas de crédito y recómendaciones, y ocho o diez días después me embarqué en Marsella.

Fue en Alejandría, por medio de un agregado de la embajada a quien había visto alguna vez en casa de Marguerite, donde me enteré de la enfermedad de la pobre chits.

Le escribí entonces la carts cuya contestación conoce usted, y que recibí en Toulon.

Sali en seguida, y el resto ya lo sabe usted.

Ahora ya no le queda más que leer las pocas hojas que Julie Duprat me ha enviado y que son el complemento indispensable de lo que acabo de contarle.

 

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