XXV

 

Armand, cansado por este extenso relato interrumpido menudo por sus lágrimas, se llevó las dos manos a la frente cerró los ojos, ya fuera para pensar o ya para intentar dormir, después de darme las páginas escritas de puño y letra de Marguerite.

Unos instantes después una respiración un poco más rápida me indicaba que Armand dormía, pero con ese sueño ligero que el menor ruido hace desaparecer.

Esto es lo que leí, y lo transcribo sin añadir ni quitar ninguna sílaba:

 

Hoy estamos a 15 de diciembre. Hace tres o cuatro días que no me siento bien. Esta mañana me he quedado en la cama; el tiempo está sombrío, yo estoy triste; no tengo a nadie junto a mí y pienso en usted, Armand. Y usted, ¿dónde está usted en el momento en que escribo estas líneas? Me han dicho que lgos de París, muy lejos, y quizá ya haya ? olvidado a Marguerite. En fin, sea feliz, usted, a quien debo los únicos momentos alegres de mi vida.

No pude resistir el deseo de darle una explicación de mi conducta, y le escribí una carta; pero, escrita por una chica como yo, tal carta puede ëparecer una mentira, a no ser que la muerte la santifique con su autoridad y que en vez de ser una carta sea una confesión.

Hoy esto; enferma; puedo morir de esta enfermedad, pues siempre he tenido el presentimiento de que moriría joven. Mi madre murió enferma del pecho, y mi forma de vivir hasta el presente no ha podido sino

empeorar esa afección, la única herencia que me dejó; pero no quiero morir sin que sepa usted a qué atenerse respecto a mí, si es que, cuando regrese, aún se preocupa por la pobre chica a quien tanto quería antes de marcharse.

He aquí lo que contenía aquella carta, que me sentiría feliz de volver a escribir para darme una nueva prueba de mi justificación:

Recordará usted, Armand, cómo la llegada de su padre nos sorprendió en Bougival; se acordará del terror involuntario que aquella llegada me causó, de la escena que tuvo lugar entre usted y él y que usted

me contó por la noche.

Al día siguiente, mientras estaba usted en París esperando a su padre, que no volvía, se presentó un hombre en mi casa y me entregó una carta del señor Duval.

Aquella carta, que adjunto a ésta, me rogaba en los términos más solemnes que lo alejara a usted al día siguiente con cualquier pretexto y que recibiera a su padre; tenía que hablar conmigo y me recomendaba

sobre todo que no le d#era a usted nada de su petición.

Ya sabe con qué insistencia le aconsjé a su vuelta que fuera otra ver a París al día siguiente.

Hacía una hora que se había marchado usted cuando se presentó su padre. Excuso decirle la impresión que me causó su rostro severo. Su padre estaba imbuido de las vigas teorías, que quieren que toda cortesana sed un ser sin corazón, sin razón, una especie de máquina de coger oro, siempre dispuesta, como las máquinas de hierro, a triturar la mano que le tiende al go y a desgarrar sin piedad, sin discernimiento, al que la hace vivir y actuar.

Su padre me escribió una carta muy correcta para que yo accediera a recibirlo; no se presentó en absoluto como había escrito. Hubo en sus primeras palabras la suficiente altanería, impertinencia a incluso amena.Zas para que yo le hiciera comprender que estaba en mi casa y que no tenía por qué darle cuenta de mi vida, a no ser por el sincero afecto que sentía por su hijo.

El señor Duval se calmó un poco, y con todo se puso a decirme que no podía sufrir por más tiempo que su h o se arruinará por mí; que yo era hermosa, cierto, pero que por hermosa que fuese no debía servirme de mi hermosura para echar a perder el porvenir de un joven con gastos como los que yo tenía.

A eso no había más que una cosa que responder, ¿verdad?, y era enseñar las pruebas de que desde que era su amante no me había costado ningún sacrificio serle fiel sin pedirle más dinero del que pudiera darme. Le enseñé las papeletas del Monte de Piedad, los recibos de las personas a quienes había vendido los objetos que no pude empeñar y participé a su padre mi decisión de deshacerme de mi mobiliario para pagar mis deudas y para vivir con usted sin serle una carga demasiado pesada. Le conté nuestra feliciáad, la revelación que usted me había hecho de una vida más tranquila y más dichosa, y acabó por rendirse a la evidencia y tenderme la mano, pidiéndome perdón por su forma de presentarse al principio.

Luego me dijo:

––Entonces, señora, no será con reprensiones ni amenaZas, sino con súplicas, como intentaré obtener de usted un sacrificio más grande que todos los que ha hecho hasta ahora por mi hijo.

Me eché a temblar ante aquel preámbulo.

Su padre se acercó a mí, me cogió las dos manos y continuó en tono afectuoso:

––Hija mía, no me tome a mal lo que voy a decirle; comprenda solamente que la vida tiene a veces necesidades crueles para el corazón, pero a las que hay que someterse. Es usted buena, y hay en su alma generosidades desconocidas de muchas mujéres que quizá la desprecian y no valen lo que usted. Pero piense que al lado de la amante está la familia; que más allá del amor están los deberes; que a la edad de las pasiones sucede la edad en que el hombre, para ser respetado, necesita estar sólidamente asentado en una posición seria. Mi hijo no tiene fortuna, y sin embargo está dispuesto a cederle la herencia de su madre. Si él aceptara el sacrificio que está usted a punto de hacer, sería para él un motivo de honor y dignidad el hacerle a usted a cambio esa cesión que la pondría para siempre al abrigo de una adversidad completa. Pero él no puede aceptar ese sacrificio, porque el mundo, que no la conoce, atribuiría a ese consentimiento una causa desleal que no debe alcanZar al nombre que llevamos. No mirarían si Armand la ama ni si usted lo ama a él, si ese doble amor es una felicidad para él y una rehabilitación para usted; no verían más que una coca: que Armand Duval ha permitido que una entretenida, y perdóneme, hija mía, lo que me veo obligado a decirle, vendiera para él todo lo que poseía. Luego llegaría el día de los reproches y las lamentaciones, puede estar segura, para usted como para los demás, y arrastrarían los dos una cadena que no podrían romper. &ué harían entonces? Usted habría perdido su juventud, el porvenir de mi h o estaría destruido, y yo, su padre, sólo tendría de uno de mis h os la recompensa que espero de los dos.

»Es usted joven y hermosa, la vida la consolará; es usted noble, y el recuerdo de una buena acción la redimirá de muchas cocas pasadas. Desde hace seis meses que la conoce, Armand me ha olvidado. Le he escrito cuatro veces, y no ha pensado ni una vez en contestarme. ¡Hubiera podido morirme sin que lo supiera!

»Cualquiera que sea su decisión de vivir de un modo distinto a como ha vivido hasta ahora, Armand, que la ama, no se resignará a la reclusión a que la condenará su modesta posición y que no está hecha para su belleza. ¡Quién sabe lo que haría entonces! Sé que ha jugado; sé también que no le ha dicho nada a usted; pero, en un momento de embriagueZ, hubiera podido perder una parte de lo que yo he ido reuniendo desde hace muchos años para la dote de mi hüa, para él y para la tranquilidad de mi vejez. Lo que pudo ocurrir puede ocurrir todavía.

»Además, ¿está usted segura de que no la atraerá de nuevo la vida que dejaría por él? ¿Está segura, usted que lo ha amado, de no amar a otro? Y, en fin, ¿no sufrirá usted con las trabas que su relación pondrá a la vida de su amante, de las gue quizá no pueda consolarlo, si, con la edad, a los sueños de amor suceden ideas de ambición? Reflexione sobre todo esto, señora; usted ama a Armand; demuéstreselo con el único medio que aún le gueda de demostrárselo: sacrificando su amor por el futuro de él. Todavía no ha ocurrido ninguna desgracia, pero ocurrárá, y quizá mayor de lo que preveo. Armand puede ponerse celoso de algún hombre que la haya amado; puede provocarlo, puede batirse, puede morir en fin, y piense en lo que sufriría usted ante este padre que le pediría cuentas de la vida de su hijo.

»En fin, hija mía, sépalo todo, pues no se lo he dicho todo; sepa, pues, lo que me traía a París. Acabo de decirle que tengo una hija, joven, guapa, pura como un ángel. También ella ama y quiere hacer de ese amor el sueño de su vida. Le escribí todo esto a Armand, pero estaba tan ocupado con usted, que. no me contestó. Bueno, pues mi h& va a casarse. Se casa con el hombre que ama y entra en una familia honorable que quiere que todo sea honorable en la mía. La familia del hombre que será mi yerno se ha enterado de la vida que Armand lleva en París y ha manifestado que retirará su palabra si Armand sigue viviendo así. En sus manos está el futuro de una niña que no la ha hecho nada y que tien derecho a contar con el futuro.

»¿Puede ustéd y se siente con fuerzas para destrozarlo? En nombre de su amor y de su arrepentimiento, Marguerite, concédame la felicidad de mi hija.

Yo lloraba silenciosamente, amigo mío, ante todas aquellas reflexiones que yo me había hecho con tanta frecuencia y que, en boca de su padre, adquirían una realidad más seria aún. Me decía todo lo que su padre no se atrevía a decirme y que tuvo en la punta de la lengua veinte veces: que al fin y al cabo yo no era más que una entretenida y que cualquier razón que diera a nuestra relación tendría siempre el aspecto de cálculo; que mi vida pasada no me daba ningún derecho a soñar con semejante futuro y que aceptaba responsabilidades que por mis costumbres y mi reputación no ––ofrecían ninguna garantía. En fin, yo lo amaba a usted, Armand. La manera paternal de hablarme del señor Duval, los castos sentimientos que evocaba en mí, la estima de aquel anciano leal que iba a conquistar, la suya, gue estaba segura de tener más tarde, todo ello despertó en mi corazón nobles pensamientos que me realzaban a mis propios impulsaban a hablar de santas vanidades, desconocidas hasta entonces. Cuando pensaba que algún día aquel anciano, que me imploraba por el futuro de su h o, diría a su h& que añadiera mi nombre a sus oraciones, como el nombre de una misteriosa amiga, me transformaba y me sentía orgullosa de mí misma.

La exaltación del momento exageraba qui.Zá la verdad de aquellas impresiones; pero eso era lo que yo experimentaba, amigo, y aquellos nuevos sentimientos hacáan callar los cons jos que me Baba el recuerdo de los días felices pasados con usted.

––Está bien, señor dije a su padre, enjugando mis lágrimas––. ¿Cree usted que amo a su hijo?

––Sí me dijo el señor Duval.

––¿Con un amor desinteresado?

––Sí.

––¿Cree que había hecho de ese amor la esperanza, el sueño y el perdón de mi vida?

––Firmemente.

––Pues bien, señor, béseme una vez como besaría a su hija, y le juro que ese beso, el único realmente casto que habré recibido, me hará fuerte contra mi amor, y que antes de ocho días su hijo volverá con usted, quizá desgraciado por algún tiempo, pero curado para siempre.

––Es usted una noble muchacha ––replicó su padre, besándome en la frente, e intenta algo que Dios le tendrá en cuenta, pero mucho me temo que no obtendrá nada de mi hijo.

––¡Oh!, esté tranquilo, señor: me odiará.

Hacía falta levantar entre nosotros una barrera infranqueable para el uno como para el otro.

Escribí a Prudence que aceptaba las proposiciones del señor corule de N..., y que fuera a decirle que cenaría con ella y con él. Cerré la carta y, sin decirle lo que encerraba, rogué a su padre que la enviara a su destáno en llegarrdo a París. No obstante me preguntó gué contenía.

––Es la felicidad de su hijo le respondí.

Su padre me besó una vez más. Sentí en mi frente dos lágrimas de agradecimiento, que fueron como el bautismo de mis faltas de otro tiempo y, en el momento en que acababa de consentir en entregarme a otro hombre, irradiaba de orgullo al pensar en lo gue redimía por medio de aquella nueva falta.

Era muy natural, Armand; usted me había dicho que su padre era e, hombre más honrado que se podía encontrar.

El señor Duval subió al coche y se fue.

Sin embargo soy mujer y, cuando volví a verlo a usted, no pude menoj de llorar, pero no flaqueé.

¿He hecho bien? Eso es lo que me pregunto hoy que he caído enferma en un lecho que quizá sólo muerta dejaré.

Usted fue testigo de lo que yo experimentaba a medida que se acercaba la hora de nuestra separación inevitable; su padre ya no estaba allí para apoyarme, y hubo un momento en qxe estuve muy cerca de confesárselo todo, de tan espantada como estaba ante la idea de que ustea iba a odiarme y despreciarme.

Quizá no lo crea, Armand, pero rogaba a Dios que me diera fuerza, y la prueba de que aceptó mi sacrificio es que me dio la fuerza que le imploraba.

¡Aún necesité ayuda en aquella cena, pues no quería saber lo que iba A hacer, de tanto como temía que me faltase valor! .

¿Quién me hubiera dicho a mí, Marguerite Gautier, que llegaría a sufrir tanto ante la sola idea de tener un nuevo amante?

Bebí para olvidar y, cuando me desperté al día siguiente, estaba en la cama del conde.

Esta es toda la verdad, amigo: ju.Zgue usted y perdóneme, como ya le he perdonado todo el daño que me hizo desde aquel día.

 

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