XXVII

 

––¿Lo ha leído? me dijo Armand cuando terminé la lectura del manuscrito.

––Comprendo lo que ha debido de sufrir usted, amigo mío, si todo lo que he leído es cierto.

––Mi padre me lo ha confirmado en una carta.

Charlamos aún un rato sobre el triste destino que acababa de cumplirse, y volví a mi casa a descansar un poco.

Armand, siempre triste, pero un poco aliviado por el relato de esta historia; se restableció rápidamente; y fuimos juntos a visitar a Prudence y a Julie Duprat.

Prudence acababa de quebrar. Nos dijo que era Marguerite la causante; que, durante su enfermedad, le había prestado mucho dinero, por el que había firmado pagarés que luego no pudo pagar, pues Marguerite se murió sin devolvérselo y sin haberle dado recibos con los que hubiera podido presentarse como acreedora.

Con ayuda de esa fábula, que la señora Duvernoy contaba por todas partes para justificar sus malos negocios, le sacó un billete de mil francos a Armand, que no lo creyó, pero que prefirió dar a entender que lo creía, de tanto respeto como tenía por todo lo que estaba relacionado con su amante.

Luego llegamos a casa de Julie Duprat, que nos contó los tristes acontecimientos de que había sido testigo, derramando lágrimas sinceras ante el recuerdo de su amiga.

Finalmente fuimos a la tumba de Marguerite, sobre la que los primeros rayos del sol de abril hacían brotar las primeras hojas.

Le quedaba a Armand por cumplir el último deber: ir a reunirse con su padre. Quiso también que lo acompañase.

Llegamos a C..., donde vi que el señor Duval era tal como me lo había imaginado por el retrato que de él me hizo su hijo: alto, digno, afable.

Acogió a Armand con lágrimas de felicidad y me estrecho afectuosamente la mano. Pronto me di cuenta de que el sentimiento paternal dominaba en el recaudador sobre todos lo demás.

Su hija, llamada Blanche, tenía esa transparencia de los ojos la mirada, esa serenidad de la boca que demuestran que el alma sólo concibe santos pensamientos y los labios sólo dicen palabra piadosas. La casta joven sonreía ante el regreso de su hermano sin saber que lejos de ella una cortesana había sacrificado su felicidad ante la sola invocación de su nombre.

Me quedé algún tiempo con aquella venturosa familia dedicada por entero al que les traía la convalecencia de su corazón.

Volví a París, donde escribí esta historia tal como me la contaron. No tiene más que un mérito, que quizá le será discutido: el de ser verdadera.

No saco de este relato la conclusión de que todas las chica como Marguerite son capaces de hacer lo que ella hizo, ni mucho menos; pero tuve conocimiento de que una de ellas había experimentado en su vida un amor serio, por el que sufrió y por el que murió, y he contado al lector lo que sabía. Era un deber.

No soy apóstol del vicio, pero me haré eco de la desgracia noble dondequiera que la oiga implorar.

La historia de Marguerite es una excepción, lo repito; pero, si hubiera sido algo habitual, no habría merecido la pena escribirla

 

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