XXVI

 

Lo que siguió a aquella noche fatal lo sabe usted tan bien como yo, pero lo que no sabe, lo que no puede sospechar es lo que he sufrido desde nuestra separación.

Me enteré de que su padre se lo había llevado consigo, pero me figuraba que no podría vivir mucho tiempo lejos de mí, y, el día en que me encontré con usted en los Campos Elíseos, me emocioné, pero no me

sorprendí.

Comenzó entonces aquella serie de días, cada uno de los cuales me traía un nuevo insulto suyo, insulto que recibía casi con alegría, pues, aparte de que era la prueba de que me seguía queriendo, me parecía que cuanto más me persiguiera más me engrandecería a sus ojos el día en que supiera la verdad.

No se extrañe de este martirio gozoso, Armand:: el amor que usted sintió por mí abrió mi cora,––ón a nobles entusiasmos.

Sin embargo no fui tan fuerte en seguida.

Entre la realización del sacrificio que hice por usted y su vuelta pasó un tiempo bastante largo, durante el cual necesité recurrir a medios físicos para no volverme loca y para aturdirme en la vida a que me había lanzado. ¿No le düo Prudence que iba a todas las fiestas, a todos los bailes, a todas las orgías?

Tenía una especie de esperanza de matarme rápidamente a fuerza de excesos, y creo que esa esperanza no tardará en realizarse. Mi salud se alteró necesariamente cada ve,–– más, y el día en que envié a la señora Duvernoy a pedirle clemencia estaba agotada de cuerpo y de alma.

No le recordaré, Armand, de qué forma recompensó usted la última prueba de amor que le di, y por medio de qué ultraje arrojó de París a la mujer que, moribunda, no pudo resistirse a su voz cuando le pidió una noche de amor, y que, como una insensata, cregó por un instante que podría volver a unir el pasado y el presente. Tenía usted derecho a hacer lo que hizo, Armand: ¡no siempre me han pagado mis noches tan caras!

¡Entonces lo abandoné todo! Olympe me reemplazó al lado del señor de N..., y me han dicho que se encargó de comunicarle el motivo de mi marcha. El conde de G... estaba en Londres. Es uno de esos hombres que, no dando a los amores que tiepen con las chicas como yo más que la importancia justa para que sea un pasatiempo agradable, siguen siendo amigos de las mujeres que tuvieron, y no tienen odio, pues nunca tuvieron celos; en fin, es uno de esos grandes señores que sólo nos abren un lado de su cora.Zón, pero nos abren los dos lados de su bolsa. En seguida pensé en él. Fui a buscarlo. Me recibió de maravilla, pero era allí amante de una mujer del Bran mundo y tenía miedo de comprometerse I¡gándose a mí. Me presentó a sus amigos, que me ofrecieron una cena, tras la cual me fui con uno de ellos.

¿Qué quería usted que hiciera, amigo mío?

¿Matarme? Hubiera sido cargar su vida, que debe ser fell.Z, con un remordimiento inútil; y además, ¿a qué matarse cuando está uno tan cerca de morir?

Pasé al estado de cuerpo sin alma, de cosa sin pensamiento; viví durante algún tiempo con aquella vida automática; luego volví a Paris y pregunté por usted; me enteré entonces de que se había ido a un largo viaje. , Ya nada me sostenía. Mi existencia volvió a convertirse en lo que era doss años antes de que lo conociera. Intenté atraerme al duque, pero habáa herido harto rudamente a aquel hombre, y los ancianos no son pacientes, sin duda porque se dap cuenta de que no son eternos. La enfermedad se apoderaba de mí de día en día, estaba pálida, estaba triste, estaba más delgada todavía. Los hombres que compran el amor examinan la mercancía antes de tomarla. Había en Paris mujeres con mejor salud y más carnes que yo; me olvidaron un poco. Este ha sido el pasado hasta ayer.

Ahora estoy enferma de verdad. He escrito al duque pidiéndole dinero, pues no lo tengo, y los acreedores hen vuelto y me traen sus facturas con un encarnizamiento despiadado. ¿Me contestará el duque? ¡Si estuviera usted en Paris, Armand! Vendría a verme y sus visitas me consolarían.

 

20 de diciembre,

 

Hace un tiempo horrible, nieva, estoy sola en casa. Llevo tres días con tanta fiebre, que no he podido escribirle una palabra. Nada nuevo amigo mío; todos los días espero vagamente una carta suya, pero no llega y sin dada no llegará nunca. Sólo los hombres tiepen fuer:Za suficiente para no perdonar. El duque no me ha contestado.

Prudence ha vuelto a empe.Zar con sus viajes al Monte de Piedad.

No dijo de escupir sangre. ¡Oh, le daría pena verme! Tiene usted la gran suerte de estar bajo un cielo cálido y no tener como yo todo un invierno de hielo pesando sobre su pecho. Hoy me he levantado un poco y, tras las cortinas de mi ventana, he mirado pasar esa vida de Paris con la que ahora sí que creo haber roto definitivamente. Algunos rostros conocidos han pasado por la calle, rápidos, alegres, despreocupados. Ni uno ha levantado los ojos hacia mis ventanas. No obstante, han venido algunos jóvenes y han dejado su nombre. Ya estuve enferma otra vez, y usted, sin conocerme, sin haber obtenido de mí más que una impertinencia el día en que lo vi por primera vez, usted vino a preguntar por mí todas las mañanas. Aquí me time enferma otra vez. Hemos pasado seis meses juntos. He sentido por usted todo el amor que el cora.zón de una mujer puede encerrar y ofrecer, y usted está lejos, me maldice y no me llega ni una palabra suya de consuelo. Pero estoy segura de que sólo el azar es el causante de este abandono, pues, si estuviera usted en Paris, no se apartaría de la cabecera de mi cama ni saldría de mi habitación.

 

25 de diciembre.

 

Todos los dies el médico me prohábe escribir. En efecto, mis recuerdos no hacen más que aumentar mi fiebre, pero aver recibí una carte que me hizo macho bien, no tanto por la ayuda material que me aportaba cuanto por los sentimientos que expresaba. Así que hoy puedo escribirle. La carta era de su padre y mire lo que decía:

 

«Señora:

Acabo de enterarme de que está usted enferma. Si estuviera en Parás, iría personalmente a saber cómo se encuentra; si mi hijo estuviera aquí, le diría que fuera a preguntar por usted; pero yo no puedo salir de C..., y Armand está a seiscientas o setecientas leguas de aquí; así pues, permítame, señora, que le escriba simplemente diciéndole cuánto me apena su enfermedad, y créame que hago sinceros votos por su pronto restablecimiento.

El señor H..., un buen amigo mío, irá a su casa: le ruego que lo reciba. Le he dado un encargo, cuyo resultado espero con impaciencia.

 

Reciba, señora, mis mejores sentimientos.»

 

Esta es la carta que recibí. Su padre tiene un cora.zón noble; ámelo, amigo mío, pues hay pocos hombres en el mundo tan dignos de ser amados. Este papel firmado con su nombre me ha sentado mejor que todas las recetas de nuestro ilustre médico.

Esta mañana ha venido el señor H... Parecía. muy incómodo con la delicada misión que le había encargado el señor Duval. Venía sencillamente a traerme mil escudos de parte de su padre. Al principio no he querido cogerlos, pero el señor H... me ha dicho que ese rechazo ofendería al señor Duval, que le había autorizado a darme ahora esa cantidad y a enviarme todo lo que necesitara en adelante. He aceptado ese favor que, viniendo de su padre, no puede ser una limosna. Si ya he muerto cuando vuelva usted, enséñele a su padre lo que acabo de escribir para él y dígale que, al trazar estas líneas, la pobre chica a la que se ha dignado escribir esta consoladora carta derramaba lágrimas de agradecimiento y rogaba a Dios por él.

 

4 de enero

 

Acabo de pasar una serie de días muy dolorosos. No sabía que e cuerpo pudiera hacernos sufrir tanto. ¡Oh, mi vida pasada! Hoy estoy pagándola dos veces.

Me han velado todas las noches. Ya no podía respirar. El delirio y la tos se repartían el resto de mi pobre existencia.

El comedor está lleno de bombones, de regalos de toda clase que m han traído mis amigos. Entre ellos hay alguno sin dada que espera qué más tarde seré su amante. Si vieran lo que la enfermedad ha hecho conmigo, huirían espantados.

Prudence da el aguinaldo con los que yo recibo.

Es la época de las heladas, y el doctor me ha dicho que podría salir de aquí a unos días si continúa el buen tiempo.

 

8 de enero.

 

Ayer salí en mi coche. Hacía un tiempo magnífico. Los Campos Elíseos estaban llenos de gente. Parecía la primera sonrisa de la primavera. A mi alrededor todo tenía un aire de fiesta. Nunca sospeché que en un rayo de sol pudiera haber tanta alegría, dulzura y consuelo como encontré ayer.

Me he encontrado con casi todas las personas que conozco, siempre alegres, siempre dedicadas a sus placercs. ¡Cuánta gente feliz que no sabe que lo es! Olympe ha pasado en un elegante coche que le ha regalado el señor de N... Ha intentado insultarme con la mirada. No sabe cuán lejos estoy de todas eras vanidades. Un buen muchacho que conozco desde hace mucho tiempo me ha preguntado si quería cenar con él y con un amigo suyo, que tiene muchos deseos, según decía, de conocerme.

He sonreído tristemente y le he tendido mi mano ardiente de fiebre.

Nunca he visto un rostro tan asombrado.

He vuelto a las cuatro y he cenado con bastante apetito.

Esta salida me ha sentado bien.

¡Si me curase!

¿Cómo es que el aspecto de la vida y de la felicidad de los demás hace que le entren deseos de vivir al que el día anterior, en la soledad de su alma y en la sombra de su habitación de enfermo, deseaba morir rápidamente?

 

10 de enero.

 

La esperanza de recobrar la salud no era más que un sueño. Aquí estoy, otra vez en la cama, con el cuerpo cubierto de emplastos que me queman. ¡Vete a ofrecer este cuerpo, que tan caro pagaban en otro tiempo, y ya verás lo que darían hoy!

Es preciso que hayamos hecho mucho mal antes de nacer o que vayamos a gozar de una felicidad muy grande después de la muerte, para que Dios permita que en esta vida se den todas las torturas de la expiación y todos los dolores de la prueba.

 

 

12 de enero

 

Sigo sufriendo.

Ayer me envió dinero el conde de N..., y no lo acepté. No quiero nada de ese hombre. El es el causante de que no esté usted a mi lado.

¡Oh! ¿Dónde están nuestros hermosos días de Bougival?

Si salgo viva de esta habitación, será para ir en peregrinación a la casa en que vivimos juntos; pero sólo saldré muerta.

¿Quién sabe si podré escribirle mañana?

 

25 de enero

 

Llevo once noches sin dormir, ahogándome y creyendo a cada instante que me voy a morir. El médico ha ordenado que no me dejen tocar una pluma. Julie Duprat, que me vela, aún me ha permitido que le escriba estas pocas líneas. ¿Es que no va a volver usted antes de que muera? ¿Ha terminado todo eternamente entre nosotros? Me parece que, si usted viniera, me curaría. ¿Para qué curarme?

 

28 de enero.

 

Esta mañana me ha despertado un gran ruido. Julie, que dormía en mi habitación, se ha precipitado al comedor. He oído voces de hombres contra las que la suya luchaba en vano. Ha vuelto llorando.

Venían a embargar. Le he dicho que les dejara hacer lo que ellos llaman justicia. El alguacil ha entrado en mi habitación sin quitarse el sombrero. Ha abierto los cajones, ha tomado nota de todo lo que ha visto, y no ha parecido darse cuenta de que había una moribunda en la cama que, afortunadamente, la caridad de la ley me deja.

Al marcharse ha consentido en decirme que podía interponer recurso antes de nueve días, ¡pero ha dejado un vigilante! Dios mío, ¿qué va a ser de mí? Esta escena me ha puesto más enferma aún. Prudence quería pedir dinero al amigo de su padre, pero me he opuesto.

He recibido su carta esta mañana. La necesitaba. ¿Le llegará a tiempo mi contestación? ¿Volverá a verme? Es éste un día feliz que me hace olvidar todos los que he pasado desde hace seis semanas. Me parece que estoy mejor, a pesar del sentimiento de tristeza bajo cuya impresión le he contestado.

Al fin y al cabo no vamos a ser siempre desgraciados.

¡Cuando pienso que puede ocurrir que no me muera, que venga usted, que vuelva a ver la primavera, que me ame todavía y que volvamos a empezar nuestra vida del año pasado!

¡Qué loca estoy! Apenas si puedo sostener la pluma con que le escribo este insensato sueño de mi corazón.

Pase lo que pase, yo lo quería de verdad, Armand, y habría muerto ya hace mucho tiempo si no me asistiera el recuerdo de ese amor y una especie de vaga esperanza de volver a verlo a mi lado.

 

4 de febrero.

 

Ha vuelto el conde de G... Su amante lo ha engañado. Está muy triste, la quería mucho. Ha venido a contármelo todo. Al pobre muchacho le va bastante mal en sus negocios, lo que no le ha impedido pagar al alguacil y despedir al vigilante.

Le he hablado de usted y me ha prometido hablarle de mí. ¡Cómo olvidaba yo en esos momentos que había sido su amante y cómo intentaba él también hacérmelo olvidar! Tiene buen cocaón.

El duque mandó a preguntar por mí ayer y ha venido esta mañana. No sé qué le puede hacer vivir aún a ese anciano. Se ha quedado tres horas conmigo y no me habrá dicho veinte palabras. Dos gruesas lágrimas han caído de sus ojos cuando me ha visto tan pálida. Sin duda le hacía llorar el recuerdo de la muerte de su hija. La habrá visto morir dos veces. Tiene la espalda encorvada, su cabeza se inclina hacia el suelo, le cuelga el labio, su mirada está apagada. La edad y el dolor cargan su doble peso sobre su cuerpo agotado. No me ha hecho un reproche. Incluso se diría que se alegraba secretamente de los estragos que ha causado en mí la enfermedad. Parecía orgulloso de estar de pie, cuando yo, joven aún, estaba aplastada por el sufrimiento.

Ha vuelto el mal tiempo. Nadie viene a verme. Julie vela a mi lado todo lo que puede. Prudence, a quien ya no puedo dar tanto dinero como otras veces, comienza a pretextar asuntos para alejarse.

Ahora que estoy al borde de la muerte, a pesar de lo que me dicen los médicos, pues tengo varios, lo que prueba que la enfermedad se agrava, casi siento haber escuchado a su padre; de haber sabido que no quitaría más que un año a su porvenir, no habría resistido al deseo de pasarlo con usted, y al menos moriría teniendo la mano de un amigo. Claro que, si hubiéramos vivido juntos ese año, no habría muerto tan pronto.

¡Hágase la voluntad de Dios!

 

5 de febrero

 

¡Oh, Armand, venga, venga, sufro horriblemente! ¡Dios mío, voy a morir! Ayer estaba tan triste, que quise pasar fuera de mi casa la noche, que prometía ser tan larga como la del día anterior. El duque vino por la mañana. Me parece que la vista de ese anciano olvidado por la muerte me hace morir más de prisa.

A pesar de la fiebre ardiente que me abrasaba, pedí que me vistieran y me llevaran al Vaudeville. Julie me puso colorete, porque si no habría parecido un cadáver. Fui al palco donde le di nuestra primera cita; todo el tiempo tuve los ojos clavados en la butaca que ocupaba usted aquel día, y que ayer ocupaba un paleto que reía ruidosamente de todas las estupideces que decían los actores. Me llevaron a casa medio muerta. He estado tosiendo y escupiendo sangre toda la noche. Hoy no puedo hablar y apenas si puedo mover los brazos. ¡Dios mío, Dios mío, voy a morir! Lo esperaba, pero no puedo hacerme a la idea de tener que sufrir más de lo que sufro, y si...

 

A partir de esta palabra los pocos caracteres que Marguerite había intentado trazar resultaban fegibles, y fue Julie Duprat quien continuó.

 

18 de febrero.

 

Señor Armand:

Desde el día en que Marguerite se empeñó en ir al teatro, cada vez se puso peor. Perdió la voz por completo y luego el uso de los miembros. Es imposible decir lo que sufre nuestra pobre amiga. No estoy acostumbrada a esta clase de emociones, y tengo continuos temores.

¡Cuánto me gustaría que estuviese usted a nuestro lado! Delira casi siempre, pero, delirante o lúcida, siempre pronuncia su nombre en cuanto llega a poder decir una palabra.

El médico me ha dicho que no durará mucho. Desde que se ha puesto tan mala, el viejo duque no ha vuelto.

Ha dicho al doctor que este espectáculo le dolía demasiado.

La señora Duvernoy no se porta bien. Esa mujer, que creía que iba. sacar más dinero de Marguerite, a cuyas expensas vivía casi completamente, ha adquirido compromisos que no puede mantener y, al ver que su vecina ya no le sirve de nada, ni siquiera viene a verla. Todo el mundo la abandona. El señor de G..., acosado par sus deudas, se ha vista obligado a volverse a Londres. Al marcharse nos ha enviado algún dinero; ha hecho lo que ha podído, pero han venido otra vez a embargar, y los acreedores están esperando a que se muera para realizar la subasta.

He intentado agotar mis últimos recursos para impedir todos esto embargos, pero el alguacil me ha dicho que era inútil, y que aún quedaban, otros juicios pendientes de ejecución. Puesto que va a morir, más vale abandonarlo todo que salvarlo para su familia, a quien ella no ha querido ver y que nunca la quiso. No puede usted imaginarse en medio de qué miseria dorada se muere la pobre chica. Ayer no teníamos absolutamente nada de dinero. Cubiertos, joyas, cachemiras, todo está empeñado; el resto está vendido o embargado. Marguerite aún tiene conciencia de lo que pasa a su alrededor, y sufre en su cuerpo, en su espíritu y en su corazón. Gruesas lágrimas corren par sus mejillas, tan enflaquecidas y tan pálidas, que, si usted pudiera verla, no reconocería el rostro de la que tanto lo amó. Me ha hecho prometer que le escriba cuando ella ya no pueda, y estoy escribiéndole delante de ella. Dirige sus ojos hacia mí, pero no me ve: su mirada está ya velada par la muerte cercana; sin embargo sonríe, y estoy segura de que todo su pensamiento y toda su alma están puestos en usted

Cada vez que alguien abre la puerta sus ojos se iluminan y siempre cree que va a entrar usted; luego, cuando ve que no es usted, su rostro recobra su dolorida expresión, queda bañado en un sudor frío, y sus pómulos se tiñen de púrpura.

 

19 de febrero, dote de la noche.

 

¡Qué triste dáa el de hay, mi pobre señdr Armand! Esta mañana Marguerite se ahogaba, el médico le ha hecho una sangria, y ha recobrado un poco la voz. El doctor le ha aconsejado que vea a un sacerdote. Ella ha dicho que bueno, y él mismo ha ido a buscar a un cura de Saint-Roch.

Entre tanto Marguerite me ha llamado al lado de su cama, me ha rogado que abriera el armario, luego me ha señalado un gorro, un camisón cubierto de encajes, y me ha dicho con voz debilitada:

––Voy a morir después de confesarme; vísteme entonces con estas cosas: es una coquetería de moribunda.

Luego me ha besado llorando y ha añadido:

––Puedo hablar, pero me ahogo mucho cuando hablo. ¡Me ahogo! ¡Aire!

Deshecha en lágrimas, abrí la ventana, y unos instantes después entró el sacerdote.

Fui a su encuentro.

Cuando supo dónde estaba, pareció temer que iba a ser mal recibido.

Entre sin miedo, padre ––le he dicho.

Ha estado poco tiempo en la habitación de la enferma, y ha salido diciéndome:

Ha vivido coma una pecadora, pero morirá coma una cristiana.

Unos instantes después ha vuelto acompañado de un monaguillo que llevaba un crucifijo, y de un sacristán que iba delante tocando la campanilla, para anunciar que Dios venía a casa de la moribunda.

Han entrado los tres en este dormitorio, donde en otro tiempo resonaron tantas palabras extrañas, y que en aquella hora sólo era un tabernáculo sagrado.

He caído de rodillas. No sé cuánto tiempo durará la impresión que me ha producido este espectáculo, pero creo que, hasta que yo llegue al mismo momento, no habrá cosa humana que pueda impresionarme tanto.

El sacerdote ungió con los cantos óleos los pies, las manos y la frente de la moribunda, recitó una breve oración, y Marguerite se encontró preparada para ir al cielo, donde irá sin duda, si Dios ha visto las pruebas de su vida y la santidad de su muerte.

Desde entonces no ha dicho una palabra ni ha hecho un movimiento. Veinte veces la hubiera creído muerta, de no haber oído el esfuerzo de su respiración.

 

20 de febrero, cinco de la tarde.

 

Todo ha terminado.

Marguerite ha entrado en agonía esta noche alrededor de las dos. Nunca un mártir ha sufrido semejantes tormentos, a juzgar por los gritos que daba. Dos o tres veces se ha incorporado del todo sobre su lecho, como quisiera agarrar la vida que se remontaba hacia Dios.

Dos o tres veces también ha pronunciado el nombre de usted, luego se ha callado y ha vuelto a caer agotada en la cama. Lágrimas silenciosas brotaban de sus ojos, y ha muerto.

Me he acercado entonces a ella, la he llamado y, como no respondía, le he cerrado los ojos y la he besado en la frente.

¡Pobre querida Marguerite! Me hubiera gustado ser una santa, para que ese beso lo encomendara a Dios.

Luego la he vestido como me había pedido que lo hiciera, he ido a buscar un sacerdote a Saint-Koch, he encendido dos velas por ella y he rezado durante una hora en la iglesia.

He dado a los pobres dinero que era de ella.

No entiendo mueho de religión, pero pienso que Dios reconocerá que mis lágrimas eran verdaderas, mi oración fervorosa, mi limosna sincera, y que tendrá piedad de ella, que, habiendo muerto joven y bella, no me ha tenido más que a mí para cerrarle los ojos y amortajarla.

 

22 de febrero.

 

Hoy ha sido el entierro. Han venido a la iglesia muchas amigas de Marguerite. Algunas lloraban sinceramente. Cuando el cortejo ha tomado el camino de Montmartre, sólo dos hombres iban detrás: el conde de G..., que ha venido expresamente de Londres, y el duque, que andaba sostenido por dos criados.

Le escribo todos estos detalles desde su casa, en medio de mis lágrimas y ante la lámpara que arde tristemente al lado de una cena que no toco como puede usted imaginar, pero que Nanine ha mandado hacer, pues llevo sin probar bocado más de veinticuatro horas.

Mi vida no podrá conservar durante mucho tiempo estas triste impresiones, pues mi vida no me pertenece más de lo que pertenecía la suya a Marguerite; por eso le doy todos estos detalles en los mismo, lugares donde han sucedido, por temor a no poder contárselos con toda su triste exactitud, si pasa mucho tiempo entre ellos y su regreso.

 

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