Parte novena María

Fallece esperanza y crece tormento
(Anónimo)

Morte bella parea nel suo bel viso

(Petrarca)

"La muerte parecía bella en su rostro bello."

María

¿Qué hará María? En la tierra

ya no se arraiga su vida.

¿Dónde irá? Su pecho encierra

tan honda y vivaz herida,

tanta congoja y pasión,

que para ella es infecundo

todo consuelo del mundo,

burla horrible su contento,

su compasión un tormento,

su sonrisa una irrisión.

¿Qué le importan sus placeres,

su bullicio y vana gloria,

si ella, entre todos los seres,

como desechada escoria,

lejos, olvidada está?

¿En qué corazón humano,

en qué límite del orbe,

el tesoro soberano,

que sus potencias absorbe,

ya perdido encontrará?

Nace del sol la luz pura,

y una fresca sepultura

encuentra; lecho postrero,

que al cadáver del guerrero

preparó el más fino amor.

Sobre ella hincada, María,

muda como estatua fría,

inclinada la cabeza,

semejaba a la tristeza

embebida en su dolor.

Sus cabellos renegridos

caen por los hombros tendidos,

y sombrean de su frente,

su cuello y rostro inocente,

la nevada palidez.

No suspira allí, ni llora;

pero como ángel que implora,

para miserias del suelo

una mirada del cielo,

hace esta sencilla prez:

-Ya en la tierra no existe

el poderoso brazo

donde hallaba regazo

mi enamorada sien:

Tú ¡oh Dios! no permitiste

que mi amor lo salvase,

quisiste que volase

donde florece el bien.

Abre Señor a su alma

tu seno regalado,

del bienaventurado,

reciba el galardón;

encuentre allí la calma,

encuentre allí la dicha,

que busca en su desdicha,

mi viudo corazón.

Dice. Un punto su sentido

queda como sumergido.

Echa la postrer mirada

sobre la tumba callada

donde toda su alma está;

mirada llena de vida,

pero lánguida, abatida,

como la última vislumbre

de la agonizante lumbre,

falta de alimento ya.

Y alza luego la rodilla;

y tomando por la orilla

del arroyo hacia el ocaso,

con indiferente paso

se encamina al parecer.

Pronto sale de aquel monte

de paja, y mira adelante

ilimitado horizonte,

llanura y cielo brillante,

desierto y campo doquier.

¡Oh noche! ¡Oh fúlgida estrella!

Luna solitaria y bella

sed benignas; el indicio

de vuestro influjo propicio

siquiera una vez mostrad.

Bochornos, cálidos vientos,

inconstantes elementos,

preñados de temporales,

apiadaos; fieras fatales

su desdicha respetad.

Y Tú ¡oh Dios! en cuyas manos

de los míseros humanos

está el oculto destino,

siquiera un rayo divino

haz a su esperanza ver.

Vacilar, de alma sencilla,

que resignada se humilla,

no hagas la fe acrisolada;

susténtala en su jornada,

no la dejes perecer.

Adiós pajonal funesto,

adiós pajonal amigo.

Se va ella sola ¡cuán presto

de su júbilo, testigo,

y su luto fuiste vos!

El sol y la llama impía

marchitaron tu ufanía;

pero hoy tumba de un soldado

eres, y asilo sagrado:

pajonal glorioso, adiós.

Gózate; ya no se anidan

en ti las aves parleras,

ni tu agua y sombra convidan

sólo a los brutos y fieras:

soberbio debes estar.

El valor y la hermosura,

ligados por la ternura,

en ti hallaron refrigerio;

de su infortunio el misterio

tú sólo puedes contar.

Gózate; votos, ni ardores

de felices amadores

tu esquividad no turbaron,

sino voces que confiaron

a tu silencio su mal.

En la noche tenebrosa,

con los ásperos graznidos

de la legión ominosa,

oirás ayes y gemidos:

adiós triste pajonal.

De ti María se aleja,

y en tus soledades deja

toda su alma; agradecido,

el depósito querido

guarda y conserva; quizá

mano generosa y pía

venga a pedírtelo un día;

quizá la viva palabra

un monumento le labra

que el tiempo respetará.

Día y noche ella camina;

y la estrella matutina,

caminando solitaria,

sin articular plegaria,

sin descansar ni dormir,

la ve. En su planta desnuda

brota la sangre y chorrea;

pero toda ella, sin duda,

va absorta en la única idea

que alimenta su vivir.

En ella encuentra sustento.

Su garganta es viva fragua,

un volcán su pensamiento,

pero mar de hielo y agua

refrigerio inútil es

para el incendio que abriga,

insensible a la fatiga,

a cuanto ve indiferente,

como mísera demente

mueve sus heridos pies,

por el Desierto. Adormida

está su orgánica vida;

pero la vida de su alma

fomenta en sí aquella calma

que sigue a la tempestad,

cuando el ánimo cansado

del afán violento y duro,

al parecer resignado,

se abisma en el fondo obscuro

de su propia soledad.

Tremebundo precipicio,

fiebre lenta y devorante,

último efugio, suplicio

del infierno, semejante

a la postrer convulsión

de la víctima en tormento:

trance que si dura un día

anonada el pensamiento,

encanece, o deja fría

la sangre en el corazón.

Dos soles pasan. ¿Adónde

tu poder ¡oh Dios! se esconde?

¿Está, por ventura, exhausto?

¿Más dolor en holocausto

pide a una flaca mujer?

No; de la quieta llanura

ya se remonta a la altura

gritando el yajá. Camina,

oye la voz peregrina

que te viene a socorrer.

¡Oh ave de la Pampa hermosa,

cómo te meces ufana!

Reina, sí, reina orgullosa

eres, pero no tirana

como el águila fatal;

tuyo es también el espacio

el transparente palacio:

si ella en las rocas se anida,

tú en la esquivez escondida

de algún vasto pajonal.

De la víctima el gemido,

el huracán y el tronido

ella busca, y deleite halla

en los campos de batalla;

pero tú la tempestad,

día y noche vigilante,

anuncias al gaucho errante;

tu grito es de buen presagio

al que asechanza o naufragio

teme de la adversidad.

Oye sonar en la esfera

la voz del ave agorera,

oye María infelice;

alerta, alerta, te dice;

aquí está tu salvación.

¿No la ves cómo en el aire

balancea con donaire

su cuerpo albo-ceniciento?

¿No escuchas su ronco acento?

Corre a calmar tu aflicción.

Pero nada ella divisa,

ni el feliz reclamo escucha;

y caminando va a prisa:

el demonio con que lucha

la turba, impele y amaga.

Turbios, confusos y rojos

se presentan a sus ojos

cielo, espacio, sol, verdura,

quieta, insondable llanura

donde sin brújula vaga.

Mas ¡ah! que en vivos corceles

un grupo de hombres armados

se acerca. ¿Serán infieles,

enemigos? No, soldados

son del desdichado Brian.

Llegan, su vista se pasma;

ya no es la mujer hermosa,

sino pálido fantasma;

mas reconocen la esposa

de su fuerte capitán.

Creíanla cautiva o muerta;

grande fue su regocijo.

Ella los mira, y despierta:

-¿No sabéis qué es de mi hijo?-

con toda el alma exclamó.

Tristes mirando a María

todos el labio sellaron,

mas luego una voz impía:

-Los indios lo degollaron-

roncamente articuló.

Y al oír tan crudo acento,

como quiebra el seco tallo

el menor soplo del viento

o como herida del rayo,

cayó la infeliz allí;

viéronla caer, turbados,

los animosos soldados;

una lágrima la dieron,

y funerales la hicieron

dignos de contarse aquí.

Aquella trama formada

de la hebra más delicada,

cuyo espíritu robusto

lo más acerbo e injusto

de la adversidad probó,

un soplo débil deshizo:

Dios para amar, sin duda, hizo

un corazón tan sensible;

palpitar le fue imposible

cuando a quien amar no halló.

Murió María. ¡Oh voz fiera!

¡Cuál entraña te abortara!

Mover al tigre pudiera

su vista sola; y no hallara

en ti alguna compasión,

tanta miseria y conflito,

ni aquel su materno grito;

y como flecha saliste,

y en lo más profundo heriste

su anhelante corazón.

Embates y oscilaciones

de un mar de tribulaciones

ella arrostró; y la agonía

saboreó su fantasía;

y el punzante frenesí

de la esperanza insaciable

que en pos de un deseo vuela,

no alcanza el blanco inefable;

se irrita en vano y desvela,

vuelve a devorarse a sí.

Una a una, todas bellas,

sus ilusiones volaron,

y sus deseos con ellas;

sola y triste la dejaron

sufrir hasta enloquecer.

Quedaba a su desventura

un amor, una esperanza,

un astro en la noche obscura,

un destello de bonanza,

un corazón que querer,

una voz cuya armonía

adormecerla podría;

a su llorar un testigo,

a su miseria un abrigo,

a sus ojos qué mirar.

Quedaba a su amor desnudo

un hijo, un vástago tierno;

encontrarlo aquí no pudo,

y su alma al regazo eterno

lo fue volando a buscar.

Murió; por siempre cerrados

están sus ojos cansados

de errar por llanura y cielo,

de sufrir tanto desvelo,

de afanar sin conseguir.

El atractivo está yerto

de su mirar; ya el desierto,

su último asilo, los rastros

de tan hechiceros astros

no verá otra vez lucir.

Pero de ella aun hay vestigio.

¿No veis el raro prodigio?

Sobre su cándida frente

aparece nuevamente

un prestigio encantador.

Su boca y tersa mejilla

rosada, entre nieve brilla,

y revive en su semblante

la frescura rozagante

que marchitara el dolor.

La muerte bella la quiso,

y estampó en su rostro hermoso

aquel inefable hechizo,

inalterable reposo,

y sonrisa angelical,

que destellan las facciones

de una virgen en su lecho

cuando las tristes pasiones

no han ajado de su pecho

la pura flor virginal.

Entonces el que la viera,

dormida ¡oh Dios! la creyera;

deleitándose en el sueño

con memorias de su dueño,

llenas de felicidad,

soñando en la alba lucida

del banquete de la vida

que sonríe a su amor puro;

más ¡ay! que en el seno obscuro

duerme de la eternidad.