CAPÍTULO XXIV

DE LO QUE QUISO HACER EL COCINERO DE SU MAJESTAD, DE LO QUE NO HIZO Y DE LO QUE HIZO AL FIN

Montiño se había quedado aturdido en la hostería de Ciervo Azul, después de la salida de Quevedo.

Tenía tanto en que pensar el triste del cocinero mayor, que su cabeza estaba hecha una devanadera.

Iba y venía con sus cavilaciones, y de todas ellas no sacaba más que una cosa en claro: lo referente á los amores de su mujer con el sargento mayor don Juan de Guzmán.

Este pensamiento se formulaba en la frase que Francisco Montiño pronunciaba con los nervios crispados:

—¡Como la otra!

Montiño era, pues, un hombre predestinado.

Pero como todos los predestinados, dudaba de su predestinación.

Y luego decía—: aunque todos lo dicen, es muy posible que todos se hayan engañado. Mi mujer puede haber cometido inocentemente alguna imprudencia... ¡y ese sargento mayor ó ese demonio, está allí detrás de mí, en el fondo de la sala! le oigo coscurrear entre sus mandíbulas de lobo las cortezas de pan, ¡si yo me atreviera!... si yo me presentara á él de improviso... ¡si le preguntara!...

Pero acordábase Montiño del semblante de bandido del sargento mayor, de su mirada sesgada, de sus largos mostachos y de su inconmensurable tizona, se desplomaba y renunciaba á su resolución.

Y era el caso que tampoco se atrevía á levantarse y á salir, por temor de ser visto por don Juan de Guzmán.

Permanecía, pues, acurrucado en su silla, vuelto de espaldas al sargento mayor, y haciendo como que comía; pero en realidad, aterrado, reducido á la menor expresión, anonadado.

Pero de repente, sacóle de su anonadamiento una voz que conocía demasiado.

Aquella voz había saludado al sargento mayor.

Aquella voz era la del galopín Cosme Aldaba.

—¡Maldígate Dios, racimo de horca!—dijo el sargento mayor á Aldaba—; hace una hora que me tienes esperando.

—Vuesa merced sabe que hay cosas que no se hacen por el aire; después que vi á vuesa merced y me dió el recado, he tenido que comprar el pañuelo. Por cierto que he tenido que poner algunos maravedises.

—No hay que hablar de ello. ¿Y le has hallado como convenía?

—Ya lo creo: encarnado, encarnado, sin pinta de otro color.

—¿Y lo has llevado á la señora Luisa?

Volvióse todo oídos el cocinero.

—He tenido que esperar á que saliera el señor Montiño, porque si después de haberme despedido me hubiera encontrado, no sé lo que hubiera sido de mí.

—¡Buen temor el tuyo! si no fuera porque Luisa no quiere escándalos, ya le hubiera yo acostumbrado á que se saliese humildemente de su casa cuando yo entrase, sólo con haberle hecho huir á puntapiés la primera vez. ¿Pero qué te ha dicho la señora Luisa?

—Nada; ha tomado el pañuelo, se ha puesto muy pálida y ha exclamado: ¡me quiere perder!

—Si fuera viuda, no temblaría así.

Estremecióse Montiño.

—¡Viuda!—dijo Aldaba—; el cocinero mayor está tan apergaminado y enjuto, que me parece que tiene vida para muchos años.

—El día menos pensado... es rico, ¿no es verdad?

—¡Vaya!... ¡si dicen que revende empleos!

—Luisa dice que en un cuarto obscuro tiene un arcón que debe estar lleno de talegos.

—Es muy avaro.

—Y muy ciego: dicen que su primera mujer era peor que ésta.

—Ya se ve; y que le gustaban los pajes.

—Y que Inés no es su hija.

—No, pues la Inés, que es un pimpollo, ha sacado las mismas aficiones que la madre; ya ha tenido tres novios pajes de su majestad.

—¿Y cuál es el paje de ahora?

—Un muchachote rubio, paje de la reina; un chico rubicundo, que la echa de valiente, y á quien tengo ojeriza.

—¿Y cómo se llama ese paje?

—Valentín Pedraja.

—¡Ah, ah, el hijo del palafrenero mayor!

—Eso es.

—Pues mira, Aldaba, no te metas con ese paje, le protejo yo.

—Si la Inés me quisiera, sería bastante; pero no queriéndome, á qué buscar ruidos.

—Haces bien; toma un ducado por lo que has hecho, y puesto que el cocinero mayor te ha despedido, te tomo por mi criado; tú me guisarás, y me excusaré de venir á este figón del infierno. Conque, vámonos, hijo, y te enseñaré mi casa, que tengo mucho que hacer.

El sargento mayor pagó y salió con Aldaba sin reparar en Montiño.

—¿Conque es decir—exclamó Montiño levantándose con la fuerza de un muelle—, que mi honra anda ya por los figones, y no solamente por un lado sino por los dos? ¡mi mujer y mi hija! ¡y que no sepa yo lo que pasa en mi casa! ¡y que temiera yo llevar á ella á mi sobrino! ¡mi sobrino! ¡será necesario decírselo todo! ¡mi sobrino que es tan valiente! ¿pero cómo decirle: tu tía y tu prima son dos mujeres perdidas? ¡y yo que había pensado en ver el medio de casarle con mi hija!

El cocinero mayor estaba tan desencajado que daba miedo verle.



Permanecía, pues, acurrucado en su silla.

Y póngase cualquiera en su situación, en aquella situación anormal, aflictiva, deshonrosa, interesados el corazón y la vanidad, todo herido, todo magullado en su alma; encontrábase de repente solo en el mundo, porque todo lo que constituía su familia era ficticio: su mujer no era su mujer, su hija no era su hija, su sobrino no era su sobrino.

Hacía casi veinticuatro horas que estaba sonando para él la trompeta del juicio final.

Su hermano muerto, su corazón amargado; su cocina, que constituía para él la mitad de su alma, abandonada.

Y además de esto, metido en enredos trascendentales, de los cuales no sabía cómo salir; amenazado casi con la Inquisición...

La cabeza de Francisco Martínez Montiño era un hervidero.

Y en este hervidero se le olvidó una cosa importantísima: esto es, la carta que la madre Misericordia le había dado para el duque de Lerma, y que se había llevado Quevedo.

Pero necesariamente, ó permanecía de una manera indefinida en la hostería del Ciervo Azul, ó tomaba un partido.

Montiño tomó el de acudir á donde le llamaba su pensamiento dominante.

A su casa.

Por el camino fué pensando que lo que debía hacer era encerrarse con su mujer, hablarla decididamente como hombre que lo sabía todo, presentarla como prueba lo del pañuelo encarnado, y después hacerla abrir los cofres, apoderarse del pañuelo, apoyarse en él como en una prueba concluyente, y después de esto, confesado el crimen, como no podía menos de suceder, por su mujer, montarla en un macho de los de palacio, y con un mozo de mulas enviarla á su país natal.

Luego metería á su hija en un convento.

Una vez libre, haría dejación de la cocina del rey, se retiraría de intrigas y de enredos, y se iría pacíficamente á comerse sus doblones á Navalcarnero, llevándose consigo la misteriosa arca, donde se encerraba indudablemente el destino del bastardo de Osuna.

Hay proyectos que se piensan, se redondean, se concluyen, que parecen ya conseguidos, pero que al quererlos poner en práctica se desvanecen como humo.

Habíase atravesado además una circunstancia puramente casual, un suceso que debía embrollar más al cocinero mayor.

Poco después de la desaparición de Montiño, una litera llevada por dos ganapanes, y seguida á paso lento por un criado, se detuvo á poca distancia del alcázar, se abrió la portezuela y salió de una manera violenta una mujer.

Era Dorotea.

Hemos retrocedido algún tiempo.

Al punto en que Dorotea, antes de encontrar á Quevedo, había ido al alcázar en busca del cocinero mayor.

Cuando estuvo fuera de la litera, dijo al criado:

—Vete.

—¿Con la litera, señora?

—Sí, con la litera.

—Pero llueve y hace lodos.

—No importa; me mareo, me muero dentro de ese armatoste. Vuélvete con la litera á casa.

Y se entró violentamente en el alcázar.

—Llevadme al cuarto del cocinero mayor—dijo á un lacayo de palacio dándole un ducado.

El lacayo tiró el patio adelante y llevó á la comedianta á las altas regiones donde vivía el cocinero mayor.

—Allí es, señora—dijo señalando una puerta á Dorotea.

—Bien, idos; gracias.

El lacayo se fué.

Dorotea se quedó sola en una galería estrecha, larga y tortuosa y delante de una puerta.

Llamó á ella con impaciencia.

Abrióla una mujer joven y bella.

Era Luisa.

—¿Sois la hija del cocinero mayor?—dijo Dorotea.

—Soy su mujer—contestó con cierta mortificación Luisa—. ¿Para qué queréis á mi marido?

—Para hablarle.

—Acaba de salir.

—No importa—dijo Dorotea entrándose en el cuarto—. Le esperaré.

—Pero yo, señora, no os conozco.

—No le hace; vengo á preguntarle una cosa importante.

—Pero es muy natural que una mujer honrada, cuando ve que otra busca en su misma casa á su marido... piense...

—Pensad lo que queráis.

Y Dorotea se sentó sin ceremonia.

—Y bien, mejor...—dijo Luisa sentándose á coser—ya sé lo que debo decir á mi marido cuando tenga un nuevo disgusto con él.

Ninguna de las dos mujeres habló más.

Al cabo de cierto tiempo Dorotea hizo un movimiento de impaciencia.

—¿Dónde estará ese hombre?—exclamó.

—Si lo deseáis—dijo Luisa—le enviaré á buscar.

—¡Para largas esperas estoy yo!...—dijo la Dorotea—. Me ahogo aquí en este chiribitil... y me voy... decid cuando venga á vuestro marido que le espera en su casa la querida del duque de Lerma.

—¡Ah!

—Sí, del duque de Lerma, á quien sirve de correo vuestro buen marido, como le sirve de otras muchas cosas. Conque adiós.

Y la Dorotea salió primero del cuarto de Montiño y luego del alcázar, tomó por la calle del Arenal, y en ella fué donde encontró á Quevedo.

Cuando llegó Montiño á su casa, se encontró á su mujer y su hija cantando y cosiendo.

—Están juntas—se dijo—, y esto me contraría.

Montiño debía haber supuesto que las encontraría de aquel modo, porque siempre las había encontrado así.

Dió dos ó tres vueltas por la sala.

Vió dos ó tres veces á su mujer.

Cada vez le pareció más hermosa y más inocente.

—Pero, señor, ¿y lo que yo mismo he oído?—se dijo.

Y volvió á dar otras dos ó tres vueltas.

—¡Luisa!—dijo al fin.

—¿Qué queréis?—respondió tranquilamente su mujer.

—¿Ha estado alguien aquí?

—Ha estado Cosme Aldaba.

—¡Ah! ha estado ese bribón de Aldaba. ¿Y qué quería?

—Quería hablarme á solas.

—¿Y le hablaste?

—Sí.

—¿Y qué te dijo?

—Que le habías despedido.

—Me ha echado á perder un capón relleno. Es un infame.

—En tratándose de la cocina, ciegas.

—No ciego mucho cuando no he hecho ya una atrocidad.

—La muerte de tu hermano te tiene de muy mal humor.

—Sí, sí, la muerte de mi hermano, eso es. ¿Y no te dijo más Aldaba?

—Sí, que me empeñase por él contigo.

—¡Pues hombre, no faltaba más! ¡habrá insolencia!

—Yo le he dicho...

—¡Qué!

—Que ya se te pasará; que tú al principio, tomas las cosas muy á lo vivo y por donde queman; pero que eres muy buen hombre, y todo al fin se te pasa.

—¡Conque soy yo muy buen hombre!

—Ya lo creo.

—¡Pues no señor! ¡soy un hombre muy malo!

—Como quieras, Francisco; cuando estás así, es necesario dejarte en paz y luego tienes razón.

—¡Que si la tengo! ¡que si tengo razón! ¡tanta tengo, que se me sale por la tapa de los sesos!

—Pues mira, primero eres tú.

—Ya lo creo que primero soy yo.

—Ello pasará; los primeros momentos son crueles; pero cuando te acostumbres...

—¿Y á qué me he de acostumbrar?

—A pasarte sin tu hermano...

—Pues qué, ¿no me pasaba sin él?

—Sí, pero no es lo mismo decir tenía un hermano, á decir ya no le tengo.

—Tienes razón, es muy doloroso perder una cosa que se ama.

Montiño se calló, y Luisa, por no irritarle más, se calló también.

—Está delante Inesita—dijo para sí Montiño—, y no me atrevo... será necesario quedarme solo con ella.

Y siguió paseándose en silencio durante ocho ó diez minutos.

Su mujer y su hija no cantaban, pero cosían.

—Pues señor—dijo para sí el cocinero mayor, deteniéndose de repente—, ello es preciso.

Y luego dijo alto:

—¡Luisa!

—¿Qué quieres?—contestó la joven.

—Tengo que hablarte á solas de un asunto muy importante.

Púsose levemente pálida Luisa.

—Vete Inés, hija mía—dijo á la niña.

Inesita se levantó, miró con cuidado á su padre, y dijo para sí saliendo:

—Me quedaré tras de la puerta, y escucharé lo que hablen.

Montiño fué á sentarse en la silla que había dejado desocupada su hija.

—Vamos, Francisco—dijo Luisa, viendo que su marido guardaba silencio—, ya estamos solos.

—¡Es que!... ¡sí!... ¡yo!... ¡tú!—tartamudeó Montiño, á quien faltó de todo punto el valor.

Estaba viendo por completo sin gorguera el cuello blanco y redondito de su mujer.

—¿Pero qué es ello?—dijo Luisa.

—Me encuentro en un gran compromiso—dijo Montiño renunciando de todo punto á hacer cargos á su mujer, y rompiendo para salir de la situación por donde primero se le ocurrió.

—¡Un compromiso!

—Sí, por cierto, tengo un sobrino.

—Pues no comprendo...

—Ese sobrino ha venido á Madrid.

—¿Y bien?

—Necesito traerle á vivir aquí.

—¡Aquí, como quieras!

—Pero hay un obstáculo.

—¿Cuál?

—Inesita.

—¡Ah!

—Sí, Inesita está ya alta y hermosa, y mi sobrino...

—Es su primo.

—No, no; no estaría bien. Es necesario que Inés salga de casa—replicó Montiño.

—¿Y á dónde ha de ir esa pobre niña?

—¿Dónde? A un convento.

—¡A un convento! ¡Pero si ella no tiene vocación de monja!

—A un convento mientras esté aquí su primo.

—De modo que si lo haces porque Inés es joven, yo soy también joven, pocos años mayor que ella.

—También he pensado en eso.

—¡Cómo! ¿Quieres echarme de casa por causa de tu sobrino?

—Escucha, Luisa, hija mía; tu embarazo está muy adelantado, las montañas de Asturias son muy sanas...

—Declaro que no me muevo de aquí—dijo Luisa levantándose y arrojando su costura—. Yo no te dejo solo. Tú quieres echarnos de la casa, no para meter á tu sobrino, sino á una perdida.

—¡Cómo á una perdida!—exclamó Montiño, que se estremeció, porque veía una nueva complicación.

—Sí... yo no había querido decirte nada, pero además del galopín Cosme Aldaba ha estado aquí una mujer.

—¡Una mujer!

—¡Buscándote!

—¡Eso es mentira!

—¡La querida del duque de Lerma!

Montiño puso asustado su mano sobre la boca de su mujer.

—Yo me he callado—dijo Luisa...—y tú te alborotas, yo tengo evidencias y sufro... y me resigno... ¡Qué desgraciada soy!

—Yo no quiero ir á un convento, padre—exclamó Inesita entrándose de repente y colgándose al cuello de Montiño.

—Yo me moriré si me encuentro en este trance cruel lejos de mi esposo y señor...

—Yo no puedo vivir sino al lado de mi buen padre.

Y las dos jóvenes lloraban desconsoladas, y se comían á besos al pobre hombre.

A Montiño se le partía el corazón.

—¡Pues señor!—exclamó—¡no puedo! ¡yo me acostumbraré!

—Yo no me voy sino hecha pedazos—dijo Luisa.

—Ni yo saldré si no me llevan atada—exclamó Inés.

—Bien, bien—dijo el cocinero mayor rindiéndose á discreción—; mi sobrino no vendrá aquí, le buscaré una posada... esto me costará el dinero...

—Dinero os hubiera costado, padre, el tenerme en el convento—dijo Inés.

—Dinero te hubiera costado, Francisco mío, el enviarme á Asturias y el mantenerme allí—dijo Luisa.

A estas palabras, dictadas por una lógica rigurosa, no había nada que contestar.

Además, las dos jóvenes lloraban que era un desconsuelo.

Sucedióle á Montiño lo que á muchos que se creen invencibles antes del combate: huyó á la vista del enemigo.

Y huyó, literalmente hablando.

Luisa, al verle huir, sintió una especie de perverso consuelo.

Había adivinado algo aterrador en Montiño.

Se había visto descubierta.

Había temblado.

Pero al huir Montiño se tranquilizó.

Había comprendido, con la perspicacia peculiar á todas las mujeres, que su marido estaba domesticado.

Pero si Luisa hubiera podido leer por completo en el alma de su marido, no se hubiera tranquilizado tan completamente.

Montiño era uno de esos hombres cobardes para obrar por sí mismos, pero capaces de todo de una manera indirecta.

No podía tener duda de que su mujer le engañaba.

De que amaba á otro.

No tenía duda tampoco, puesto que acababa de experimentarlo, de que jamás se atrevería á hacer nada contra su mujer.

Pero no se encontraba en las mismas disposiciones de debilidad respecto al amante de su mujer.

Esto ya era distinto.

Montiño necesitaba vengarse de aquel hombre.

Cierto es que el cocinero mayor carecía de todo punto del valor suficiente para ponerse delante de Guzmán y decirle:

—Os voy á matar porque me habéis herido el alma.

Montiño se estremecía de miedo al pensar solamente que podía verse en un lance singular con el sargento mayor.

Pero Montiño tenía medios indirectos.

El primer medio que se le ocurrió, fué el señor Gabriel Cornejo.

Esto es, una puñalada dada por detrás.

Pero aquella puñalada debía costarle dinero.

Además, podía envolverle en un proceso.

Montiño desechó aquella idea, dos veces peligrosa.

Ocurriósele valerse de su sobrino.

Valiente, audaz, generoso, no vacilaría ni un punto en ponerse delante del sargento mayor, tirar de la espada y despacharle en regla.

—¿Pero cómo decir á su sobrino que su tía?...

Montiño desechó este pensamiento como había desechado el anterior.

Pero se puso en busca de otro medio de vengarse.

Quevedo se presentó á su imaginación; Quevedo, capaz de plantar una estocada al mismo diablo; Quevedo, enemigo de Lerma, y de Calderón no muy amigo, según las palabras que el mismo Montiño recordaba haberle oído en la hostería del Ciervo Azul, del sargento mayor, don Juan de Guzmán.

Pero al acordarse de Quevedo, se acordó del duque de Lerma; al acordarse del duque de Lerma, recordó que para él le había dado una carta la abadesa de las Descalzas Reales, y que se la había dado de una manera urgente.

Entonces hizo un paréntesis en sus imaginaciones, y dijo suspirando:

—Puesto que necesitamos vengarnos, es necesario servir á quien vengarnos puede. Vamos á llevar esta carta á su excelencia.

Y la buscó en el bolsillo interior de su ropilla.

Sólo encontró dos estuches.

Aquellos dos estuches le recordaron que debía entregar á su sobrino, de parte del duque de Lerma, una cruz de Santiago, y que para servir al duque, debía entregar una gargantilla á la dama con quien pretendía entretener al príncipe de Asturias el duque de Uceda, y que se entretenía particularmente con don Juan de Guzmán.

El amante de su mujer se le ponía otra vez delante.

—¡Dios mío!—exclamó el desdichado—¡me van á matar! ¡Pero señor! ¡la carta que me dió la abadesa de las Descalzas Reales! ¿qué he hecho yo de esa carta?... ¡tengo la cabeza hecha una grillera! ¡todo me anda alrededor! ¡todo me zumba, todo me chilla, todo me ruge! ¡pero esta carta!... ¡esta carta!

Y se registraba de una manera temblorosa los bolsillos, los gregüescos, hasta la gorra.

Y la carta no parecía.

Empezó á sentir ese escalofrío, ese entorpecimiento que acompaña al pánico.

Aquello era muy grave.

Porque sin duda la madre Misericordia decía cosas gravísimas en su carta al duque de Lerma.

¿Y cómo decir al duque que he perdido esa carta? ¿Cómo atreverse ni siquiera á presentarse sin ella ante él?

Y volvió á la rebusca; se palpó, y volvió á buscar.

Y la carta no parecía, y su terror crecía.

Por la primera vez de su vida blasfemó.

Por la primera vez de su vida se creyó el más desgraciado de los hombres.

Y por la primera vez se olvidó de su cocina.

Esto era lo más grave que podía acontecer á un hombre como el cocinero mayor.

Volvió de nuevo á su inútil pesquisa.

Y todo esto le acontecía parado, siendo objeto de la curiosidad de los que pasaban y cruzaban, que no podían menos de decirse:

—¿Qué acontecerá al cocinero mayor?

Y Montiño no se acordaba de que había dado á Quevedo la carta y de que Quevedo no se la había devuelto.

Entonces, aturdido enteramente, vacilante, asustado, semimuerto, salió del patio del alcázar, en donde se encontraba, y escapando por la puerta de las Meninas, tiró hacia el laberinto de callejas del cuartel situado frente al alcázar, y se perdió en él.

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