CAPÍTULO XXV

DE CÓMO LOS SUCESOS SE IBAN ENREDANDO, HASTA EL PUNTO DE ATURDIR AL INQUISIDOR GENERAL

Por aquel mismo tiempo el padre Aliaga se paseaba en su celda.

A juzgar por el semblante sombrío, pálido, inmóvil del confesor del rey, debía suponerse que gravísimos pensamientos le ocupaban.

De tiempo en tiempo se detenía, leía una carta arrugada que tenía en la mano, crecía su palidez al leerla, temblaba, y volvía á arrugar la carta en un movimiento de despecho.

Aquella carta era la que le había escrito doña Clara Soldevilla, acusando ante la Inquisición á Dorotea y á Gabriel Cornejo.

Aquella acusación era gravísima.

La carta contenía lo siguiente:

«Respetable padre y señor fray Luis de Aliaga: El celo por la religión de Jesucristo, y mi amor á la reina nuestra señora, me obligan á revelaros lo que por fortuna he podido averiguar y que interesa al servicio de Dios y al de su majestad. Se trata de dos miserables, de un hombre y una mujer: el hombre es un galeote huído, un hereje hechicero que vende untos, y hace ensalmos y presta á usura. Se llama Gabriel Cornejo y tiene una ropavejería en el Rastro. La mujer es comedianta, hermosa y joven, y se llama Dorotea. Vive en la calle Ancha de San Bernardo. Es mujer de mala vida, y de malas costumbres, y de malos hechos, y tiene entretenidos á un tiempo al duque de Lerma y á don Rodrigo Calderón. Es hija de padres desconocidos, según he podido averiguar, y para asegurarse del amor de esos dos hombres, se vale de bebedizos y otras artes reprobadas. He sabido esto procurando aclarar un misterio que interesa sobre manera á la honra y acaso á la vida de su majestad la reina. Yo sé cuánto os interesáis por su majestad, fray Luis; lo sé tanto, que no dudo que siendo vos inquisidor general, y aun cuando no lo fuérais, haríais cuanto fuese necesario hacer para sellar los labios de esos dos miserables, que, os lo repito, pueden comprometer gravemente á su majestad. Si queréis informaros mejor, decidme dónde podremos vernos, pero entre tanto asegurad, os lo ruego, á esas dos personas, y haced de modo que no puedan hablar con nadie. Es cuanto tengo que deciros. Vuestra humilde servidora, doña Clara Soldevilla

Esta carta había sido dictada á doña Clara, por su lealtad, por su amor á Margarita de Austria, que más que su señora era su amiga; pero además de esto, había en doña Clara otro empeño íntimo de que no podía darse cuenta, pero que la impulsaba á hablar de una manera hostil contra Dorotea: su sospecha de que la comedianta hubiese visto al joven, de que le amase, de que el bufón tuviese empeño de favorecer los amores de Dorotea.

Doña Clara, en fin, no había escrito aquella carta sin un secreto placer, el placer de la venganza; porque una intuición misteriosa, una conciencia íntima, la decía que Dorotea amaba á aquel joven que era tan hermoso, tan leal, tan noble, tan valiente.

La carta de doña Clara había aturdido al padre Aliaga.

Aquella carta era para él gravísima.

En el momento que la leyó, la arrugó con cólera entre sus manos.

Porque cuando el padre Aliaga estaba solo, era un hombre distinto del que conocían las gentes.

Entonces no era humilde, ni su semblante conservaba la inmovilidad glacial que el mundo veía en él.

Por el contrario, su frente se levantaba con altivez, ceñuda, pálida, como cargada de tempestades.

Sus negros ojos brillaban, relucían, chispeaban, parecía que llevaban en sí una expresión de reto continua, persistente, indomable.

Su paso no era lento, grave y acompasado, sino vago, indecisivo, maquinal, nervioso, por decirlo así.

Estaba abandonado á sí mismo, y se reflejaban en su semblante, en su ademán, en sus movimientos, pasiones enérgicas, tanto más violentas cuanto estaban de continuo más dominadas, más subordinadas á la conveniencia delante del mundo.

—¿Conque comprenden—decía con voz ronca, consultando un pasaje de la carta—, cuánto me intereso por su majestad la reina? ¿Conque es decir, que en vano he pasado días y noches de afán y de delirio, luchando conmigo mismo? ¿veinticuatro años de esfuerzos inútiles, puesto que esa mujer comprende?... sí, sí; lo dice con seguridad, lo afirma: con esas palabras se dirige á mi conciencia. ¿Lo habrá notado también la reina? No; su orgullo la defiende, la ciega. ¿La habrá dicho doña Clara?... ¿La habrá avisado? No, no; esa mujer no se habrá atrevido... Yo lo sabré, yo lo comprenderé, y doña Clara no volverá á leer en mi alma, porque me ha avisado. ¡Y Dorotea!... ¡Dorotea! ¡la hija de aquella otra Margarita, infeliz!... ¡la acusan aquí!... ¡en esta carta! ¡ella y ese Gabriel Cornejo pueden comprometer á la reina!... ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Y esta última exclamación del inquisidor general, más que una humilde invocación á Dios, era la impaciente queja de un alma exasperada por el sufrimiento, saturada de dolor, violentada, enferma, desesperada.

Los ojos del padre Aliaga resplandecían con un fuego febril.

Su cuerpo temblaba de una manera poderosa.

—¡El mundo! ¡la tentación! ¡siempre combatiéndome, siempre poniéndome á punto de ser vencido!—exclamó con acento desesperado—; ¡siempre fijo en mí el recuerdo doloroso de la una, la aspiración desesperada, oculta, comprimida, hacia la otra! Dos imposibles, porque sólo Dios podría levantar de la tumba á la Margarita humilde; sólo Dios podría llenar el abismo que me separa de la Margarita altiva; ¡y esa coincidencia en el nombre!... y luego... la hija de la una, enemiga, ó yo no sé qué de la otra! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Y esta segunda invocación del padre Aliaga fué más rugiente, más desesperada, en una palabra, más blasfema que la primera.

Y volvió á leer la carta palabra por palabra, sílaba por sílaba, letra por letra; la devoró con una mirada hambrienta, como pretendiendo traslucir el misterio que bajo aquellas letras se revolvía, grave, misterioso, aterrador, y volvió á arrugar con cólera la carta entre sus manos.

De tiempo en tiempo consultaba con impaciencia la muestra de un enorme reloj de pared.

—Ya es la tarde—dijo—; el bufón vendrá... vendrá... de seguro... no puede tardar... el tío Manolillo tiene un gran interés por Dorotea; acaso la ama... acaso es por ella tan desgraciado como yo... por él... él puede mostrar al mundo su desesperación; él no está adherido al claustro; él no está ligado por ningún voto, por ningún juramento; él puede decir sin temor al mundo: yo soy hombre; ¡yo!... yo me veo obligado á hacer creer que soy un cadáver vivo, un cuerpo sin corazón, un alma sin pasiones... ¡Mentira! ¡mentira repugnante!... Hay momentos en que lo intenso de nuestra desesperación, que se concentra en un ser que no pertenece al mundo, nos hace mirar con desprecio todo lo que al mundo pertenece; hay momentos en que creemos que nuestro corazón ha muerto, que no existe nada que pueda hacerle latir; necesitamos la soledad y el silencio y las tinieblas, todo aquello en que hay menos vida, todo aquello que habla más al alma, entonces nos arrojamos al pie de un altar, pronunciamos un voto; después... ¡oh! después, cuando el tiempo, que si todo no lo cura, lo gasta todo, ha cubierto con una capa más ó menos densa de olvido, de ese polvo que cae sobre el alma, nuestros dolores... ¡oh! entonces... entonces... podemos ver otro ser... una mujer, por ejemplo... y entonces volvemos con desesperación los ojos en derredor de la prisión que encierra, no nuestro cuerpo, sino nuestra alma... de ese claustro que nos dice con su silencio: soy tu sepulcro ó tu infierno.

El padre Aliaga calló y siguió paseándose lento y solemne por la celda con la carta de doña Clara arrugada entre las manos...

Pasó algún tiempo.

Oyéronse al fin pasos en el corredor.

Pasos tardos y acompasados.

Se abrió la puerta de la celda y apareció el hermano Pedro.

Aquel lego en quien el padre Aliaga tenía tanta confianza.

Sin embargo, al sentir sus pasos, el padre Aliaga se había dirigido á uno de los balcones y permanecido de espaldas á la puerta como si se ocupase en mirar algo en la huerta del convento.

El lego no podía ver su semblante.

—Nuestro padre—dijo—, un hombre pide hablaros con urgencia.

—¡Que entre, que entre!—dijo el padre Aliaga suponiendo que aquel hombre era el tío Manolillo.

Poco después el padre Aliaga sintió pasos en la celda.

Aún estaba de espaldas; aún no estaba seguro de que hubiesen desaparecido de su semblante las huellas de la lucha anterior, y quería evitar que nadie lo adivinase.

El hombre que había entrado se había detenido y no hablaba.

El confesor del rey se volvió. Su semblante estaba completamente sereno. Al volverse vió que quien había entrado en su celda no era el bufón, sino el cocinero del rey.

Francisco Martínez Montiño venía mojado completamente.

Su capa goteaba, ó por mejor decir, chorreaba la lluvia que había empapado sobre la estera de la celda.

Era una de esas tardes lóbregas, en que parece que la Naturaleza, sobrecogida por un dolor silencioso, se cubre con un velo y llora.

Una tarde de luz fría y débil, melancólica y opaca, en que al gotear continuo y múltiple de la lluvia se unía de tiempo en tiempo el silbido seco y sonoro del viento del Norte.

Nada, pues, tenía de extraño el estado en que se encontraban la gorra, la capa y los zapatos de Francisco Martínez Montiño.

Pero lo que era verdaderamente alarmante era el estado moral en que, á juzgar por el estado de su fisonomía, se encontraba el cocinero mayor.

Había algo de insensatez en su mirada, en la contracción de su boca, en la actitud de su cabeza, y la chispa de razón que en aquel semblante se revelaba aún era una razón desesperada.

Temblaba además el mísero, y de una manera tal, que se comprendía harto claro que no era el frío lo que le hacía temblar.

—¿Para qué me querrá este hombre y en este estado?—dijo para sí el padre Aliaga al ver á Montiño.

A pesar de ser el dominico un padre muy respetado en Atocha, confesor del rey, y además recientemente inquisidor general, era un hombre de costumbres sencillas, humildes, hasta el cual todo el mundo tenía acceso.

En cuanto se comunicó á la Inquisición su nombramiento, el Consejo de la Suprema le invitó á que ocupase la casa, casi palacio, que el inquisidor general tenía en Madrid.

El padre Aliaga lo agradeció mucho; pero á pretexto de que tenía amor á su celda, declaró que permanecería en ella.

Enviáronle pajes, familiares y servidores, y como el padre Aliaga no quería ser espiado, y temía que para sólo eso se le hubiese nombrado inquisidor general, despidió aquella servidumbre.

Enviaron algunos alguaciles, para que sin pasar de la portería del convento estuvieran á la disposición de su señoría el señor inquisidor general, y se deshizo también de los alguaciles.

Mandáronle una magnífica carroza, y el padre Aliaga lo agradeció mucho, y dijo que le bastaba con su silla de manos de baqueta negra.

Pusiéronle por delante el decoro inquisitorial, y contestó que cuando con la Inquisición fuese á alguna ceremonia, iría como al decoro de la Inquisición conviniera.

Todas estas contestaciones pasaron en dos horas después de que el padre Aliaga volvió aquella mañana de palacio.

El Consejo de la Suprema le dejó en paz esperando á ver por dónde saldría el fraile dominico, á quien todos, exceptuándose muy pocos, creían un pobre hombre.

Así es que á Montiño no le costó el ver á aquel personaje, terrible por su posición, más trabajo que el de ir al convento de Atocha.

El padre Aliaga le conocía personalmente y le habló con suma afabilidad.

—Sentáos, sentáos, señor Francisco Montiño—le dijo—y sobre todo quitáos esa capa que debe helaros.

—¡Ah, señor! no es la capa la que me hiela—dijo el cocinero mayor.

—Pues hace frío—repuso con su impasibilidad delante de las gentes el padre Aliaga—; el invierno es muy crudo...

Y avivaba los tizones de la chimenea.

—Pero más cruda mi fortuna—dijo Montiño.

—¿Pues qué desgracia os ha sucedido?—dijo el confesor del rey, dejando de ocuparse de los tizones y mirando de hito en hito á Montiño.

—¡Oh! ¡si sólo fuese una desgracia!

—¡Qué! ¿es más que una desgracia?

—Sí; sí, señor, porque son muchas desgracias.

—¡Válgame Dios!—dijo el padre Aliaga—; la vida es una prueba...

—Sí; sí, señor, una prueba muy amarga.

—Pedid fuerzas á Dios, y Dios os las dará.

—¡Dios me castiga!—exclamó Montiño en una tremenda salida de tono, chillona, desesperada y rompiendo al mismo tiempo á llorar.

—¡Vamos!—dijo el padre Aliaga—; confiad en que Dios es infinitamente misericordioso, y que si os castiga hoy os perdonará mañana.

—Soy muy pecador... y lo que á mí me sucede...

—Me parecéis muy desesperado...

—¡Sí; sí, señor! ¡terriblemente desesperado!

Montiño se calló esperando á que el padre Aliaga le preguntase, pero el padre Aliaga se redujo á dejarle oír una de esas frases generales de consuelo, que toda persona buena dirige á un semejante suyo á quien ve atribulado.

Después el padre Aliaga se calló también.

Hubo algunos momentos de silencio.

—¡Perdonadme, señor!—dijo tartamudeando Montiño.

—¿Y de qué os he de perdonar?—contestó con dulzura el padre Aliaga.

—Vos, señor, sois un gran personaje.

—No lo creáis; yo soy un siervo de Dios, aunque indigno, y vuestro hermano.

—Sois confesor del rey.

—Lo que no me hace ni más ni menos sacerdote que otro.

—Sois inquisidor general...

—El rey me lo manda.

—Y yo soy un cocinero, no más que un cocinero, que aunque lo es del rey...

—No dejáis por eso de ser cristiano y hermano mío.

—¡Ah, señor! ¡qué bondadoso sois!

—No tal; pero dejáos de señorías y llamadme padre.

—Pues bien, padre Aliaga, ya que me dais valor, voy á deciros... me atrevo á deciros...

Montiño se detuvo.

Fray Luis siguió arreglando sus tizones.

—Pues... me atrevo á deciros, aunque os parezca impertinencia, que vengo á confesarme con vos.

—Vos no sois impertinente por eso; todos los días abro el tribunal de la penitencia á desdichados que son tan pobres que me veo obligado á recomendarlos al limosnero de su majestad.

—Nadie hay tan pobre como yo...—dijo Montiño saliéndose de nuevo de tono.

—¿Venís preparado?—dijo el padre Aliaga.

—¿Preparado para qué...?—dijo el cocinero, que se alarmaba por todo.

—Para hacer una buena confesión—repuso el padre Aliaga—; he querido preguntaros si habéis hecho examen de conciencia.

—Os diré, padre Aliaga: yo no había pensado hasta hace algunos momentos en hacer confesión general.

—Resulta, pues, que no venís preparado y no puedo confesaros hoy.

El padre Aliaga esperaba con impaciencia al tío Manolillo, y quería quitarse de encima de la mejor manera posible al cocinero mayor.

—Tenéis razón, señor—dijo Montiño—, pero como se trata de hacer una confesión general, yo me atrevería á suplicaros...

Montiño se detuvo; fray Luis no dijo una sola palabra.

—Pues... yo me atrevería á suplicaros... que... me dirigiéseis... me ayudáseis en mi examen de conciencia... y como se trata de una confesión general... y ¡como yo he sido muy malo!

Y para pronunciar esta última frase, salió de nuevo de tono y más ruidosamente que las veces anteriores, el cocinero mayor.

El padre Aliaga sintió un poderoso impulso de impaciencia, casi de despecho.

Su pensamiento estaba fijo en el bufón del rey, que según él, debía llegar de un momento á otro.

Montiño había llegado á ponerse en la situación de uno de esos grandes estorbos que contrarían al más paciente.

Sin embargo, el impenetrable semblante del padre Aliaga no se alteró.

Montiño se le había venido encima con una petición á que no podía negarse como sacerdote.

Además, no quiso alegar ninguna ocupación.

Y, por último, á pesar de la contrariedad que le causaba aquel incidente, tenía un interés vago en conocer la conciencia del cocinero mayor, que por su estado febril, por lo exagerado de su expresión, por otros mil indicios patentes, daba á conocer claro que se hallaba en una situación grave.

Y todo el mundo sabía, y en particular el padre Aliaga, que Francisco Martínez Montiño era en la corte algo más que cocinero del rey.

—¡Tratáis de hacer una confesión general!—dijo el padre Aliaga—; esto es grave.

—¡Oh! sí; lo que me sucede es muy grave—dijo Montiño—; desde ayer han pasado por mí tantas desdichas que con ellas se puede llenar un libro, y por grande que fuese no sobraría mucho. ¡Ayer era yo tan feliz!

—¡Erais feliz y os confesáis malo!

—¡Ah, padre! todo me venía bien y tenía dormida la conciencia.

—El que aduerme su conciencia puede despertar condenado.

—Cuando la desgracia me ha herido, he dicho para mí: esto es que Dios me avisa. Había salido del alcázar loco y desesperado sin saber qué hacer, sin saber dónde ir, y me acordé de vos, padre.

—Hicísteis bien, pero nos vamos olvidando del asunto principal.

—Sí, ciertamente; de mi examen de conciencia.

—Veamos: recorramos el decálogo. ¿Habéis amado á Dios sobre todas las cosas?

Quedóse Montiño mirando de una manera perpleja á fray Luis.

Luego suspiró profundamente y dijo:

—Lo que yo he amado más sobre todas las cosas ha sido...

Y se detuvo.

—Ved que estáis hablando con vuestra conciencia—observó el padre Aliaga.

Montiño hizo un poderoso esfuerzo y contestó:

—Lo que yo he amado sobre todas las cosas ha sido... el dinero.

—Me dais cuidado por vuestra alma, Montiño—dijo fray Luis—; el amor al dinero trae consigo muchos y grandes pecados.

—En efecto, he pecado mucho.

—¿Y os habéis hecho rico...?

Vaciló Montiño entre su codicia, que le impulsaba á ocultar su riqueza, y su temor á un terrible castigo de Dios, que creía ya empezado en las desgracias que una tras otra se le habían venido encima y seguían viniéndosele desde la noche anterior.

Al fin triunfó el miedo.

—Sí; sí, señor—dijo—soy... muy rico.

—¿Qué medios habéis empleado para adquirir esa riqueza?

Púsose notablemente encarnado Francisco Montiño y guardó silencio.

—¿A qué queréis, pues, que yo os auxilie para prepararos dignamente á una confesión general?—dijo con dulzura el padre Aliaga.

—A los quince años me huí de la casa de mis padres, robándolos.

—¿Considerablemente?

—Les hurté veinticinco ducados y una mula, que vendí en llegando á Madrid en otros diez ducados. Con aquel dinero viví ocioso algún tiempo. Cuando se me acabó el dinero, cuando sentí el hambre, quise buscarme la vida, y logré entrar de galopín en la cocina de la señora infanta doña Juana. Allí me apliqué al oficio...

—En el que habéis adelantado. Sois un cocinero famoso... según dicen.

—Cuando me tranquilice, yo mismo, por mi misma mano, os haré una merienda que os convencerá de que sé cumplir con mi obligación.

—Gracias, seguid; hablábamos de vuestros pecados por el desordenado amor que tenéis al dinero.

—Padre fray Luis, yo creía que con el dinero se conseguía todo.

—Sí, en la tierra; pero no en el cielo.

—Ni en el cielo ni en la tierra. Por rico que sea un hombre no puede librarse de que se la pegue su mujer... y á mí me han engañado dos. Soy muy desgraciado.

—Acaso seáis, más que desgraciado, mal pensador.

—¡Tan buena la una como la otra!

—Ya llegaremos á eso, ya llegaremos. Estamos en que entrásteis de galopín en la cocina de la infanta doña Juana.

—Sí; sí, señor; y como el salario era corto, hurté.

—¡Hurtásteis!

—Cuanto pude; hasta las especias.

—Hicísteis muy mal.

—¡El amor al dinero!...

El padre Aliaga iba ya fastidiándose.

—Reduzcámonos, reduzcámonos, porque no es necesario que me contéis vuestra vida. ¿De cuántas maneras habéis pecado por el dinero?

—Hurtando sagazmente, y procurando que la culpa de mis hurtos no cayese sobre mí.

—Eso es ya un grave delito. ¿Y de qué otro modo más?

—Cuando fuí cocinero mayor del rey, poniendo en las cuentas otro tanto del gasto.

—¿Y de qué otro modo?

—¡Ah, sirviendo á todo el que me ha pagado bien!

—Entendámonos; más claro: ¿qué clases de servicios han sido esos?

—Siendo espía de los unos y de los otros.

—¿De qué unos y de qué otros?

—Del padre y del hijo, del tío y del sobrino.

—Más claro.

—Se comprende fácilmente: el padre es el duque de Lerma; el hijo, el de Uceda; el otro, don Baltasar de Zúñiga, y el sobrino, el conde de Olivares, esto sin contar el de Lemos y otros...

—¿De modo que habéis vivido engañando á todo el mundo?

—El amor al dinero... Porque sin el dinero...

—¿Habéis llegado al punto de matar por el dinero?

—¡Ah, no, señor; no, señor!—exclamó todo horrorizado Montiño.

—¿Y si os pagaran por envenenar á una persona que hubiese de comer de vuestros manjares?

—He sido y soy codicioso—exclamó, levantándose el cocinero mayor—, lo confieso; pero matar... ¡eso no, no, no!

Y había verdadero horror, verdadera repugnancia en el aspecto, en la mirada, en el acento de Montiño.

El padre Aliaga se tranquilizó.

No podía dudarse de aquella situación del cocinero mayor.

Sin embargo, dijo:

—Es pública voz y fama que se han dado bebedizos al rey.

—Mientras se hace la comida de su majestad, nadie levanta una cobertera que yo no lo vea, nadie echa una especia que yo no examine; tengo hasta la sal guardada bajo llave. Pero su majestad come y bebe con mucha frecuencia en las Descalzas Reales.

—¡Religiosas!

—Religiosas, sí; pero la madre Misericordia es sobrina del duque de Lerma.

—¿Y bien?...

—¡Si yo tuviera una carta que me dió para el duque la madre Misericordia! Es verdad que si yo no hubiera perdido esa carta, no me hubiera desesperado hasta el punto de pensar en hacer confesión general.

—Pero ¿tan importante creéis que era esa carta?

—¿Y qué sé yo?

—¿Y no recordáis cómo la habéis perdido?

—¡Que si lo recuerdo!... Cuando la eché de menos no lo recordaba... pero cuando salí de palacio... el frío, la lluvia me refrescaron de tal modo, que me acordé de que se me ha quedado con esa carta don Francisco de Quevedo.

—Veo con disgusto que andáis en muy malos pasos, señor Francisco.

—Sí; sí, señor; el amor al dinero.

—Veo, además, que habéis pecado tanto por el dinero, que desde ahora, sin que os confeséis, puedo deciros...

—¡Qué! ¡señor!

—Que si no reparáis el mal que habéis hecho, os condenáis.

Estremecióse todo Montiño.

—¡Que me condeno!—exclamó.

—Irremisiblemente.

—¿Y qué he de hacer, qué he de hacer, padre?

Fray Luis miró profundamente al cocinero mayor.

Había creído que le echaban aquel hombre para explorarle, y le había tratado con la mayor reserva. Pero muy pronto se convenció de que el cocinero obraba de buena fe, que estaba desesperado, que tenía miedo.

Comprendió, además, que siendo como era avaro y de una manera exagerada Montiño, no había que pensar en imponerle reparaciones respecto á su dinero.

Consideró también que por esa misma avaricia, además de darle buenos consejos, se le debía dar dinero para que sirviese mejor.

En una palabra, el padre Aliaga determinó utilizar al cocinero mayor.

—La manera de reparar en cierto modo el mal que habéis hecho—le dijo—, es decidiros á servir fielmente á una sola persona.

—¿A quién, señor?

—Al rey.

—¡Al rey! ¿pues qué, acaso no le sirvo?

—No por cierto: servís á sus enemigos.

—Yo creía que esos caballeros podían muy bien ser enemigos entre sí, pero al mismo tiempo leales servidores del rey.

—Os engañáis; todos los que hoy se agitan alrededor del rey, piensan antes en su provecho que en lo que conviene á su majestad. Y ciertamente que no podéis decir vos que no sabéis las traiciones de esos hombres, cuando anoche un vuestro sobrino tuvo ocasión de prestar un eminente servicio á la reina.

—He ahí un muchacho que tiene muy buena suerte—dijo Montiño con envidia—; todos me hablan bien de él, todos le protejen: hasta el duque de Lerma.

—¡El duque de Lerma!

—¿Qué creéis que me ha dado para él el duque de Lerma?

—¡Oro!

—No por cierto: una encomienda. Mirad, padre.

Y Montiño sacó un estuche y le abrió.

—Pero eso es un collar de perlas—dijo el padre Aliaga.

Montiño, que no se había repuesto de su turbación, había tomado un estuche por otro, y había mostrado al fraile la alhaja que el duque de Lerma le había dado para seducir á la aventurera con quien se pensaba entretener al príncipe don Felipe.

—Esto es otra cosa—dijo precipitadamente Montiño.

El padre Aliaga no contestó.

Montiño se encontraba terriblemente predispuesto á la confesión y continuó:

—Esta alhaja me la ha dado el duque para una dama.

Hizo un gesto de repugnancia el padre Aliaga.

—Se trata de una dama á quien conoce el duque de Uceda.

—¡Qué vergüenza! ¡qué corrupción! ¡qué escándalos!—exclamó el padre Aliaga.

—Es una dama muy hermosa, de quien pretenden se aficionó el príncipe de Asturias.

—¡Ah!

—Una perdida, aunque no lo parece.

—Importa al servicio del rey que averigüéis quién es esa mujer.

—Esa mujer se ha presentado en la corte hace un año.

—¿De dónde ha venido?

—No sé más.

—¿Cómo se llama?

—Doña Ana.

—¿Doña Ana de qué?

—Doña Ana de Acuña.

—El apellido es noble.

—Ciertamente: se llama viuda de un caballero de la montaña.

—¡Ah! todas estas son viudas ó tienen su marido ausente.

—Y presente el amante.

—¿Y quién es el amante de esa mujer?

—El amante de esa dama es el amante de mi mujer.

—¡El amante... de vuestra mujer!...

—Sí, señor; he sido muy desgraciado en el matrimonio; me he casado dos veces: mi primera mujer era muy aficionada á los pajes; llevósela Dios y quedéme en la gloria; pero como me había quedado una hija, necesité casarme de nuevo; mi segunda mujer ha salido muy aficionada á los soldados, y como es soldado el amante de doña Ana de Acuña...

—Mirad, no levantéis un falso testimonio á vuestra esposa.

—¡Un falso testimonio! si yo no supiera de seguro que mi mujer es amante del sargento mayor don Juan de Guzmán ¿por qué había de estar desesperado?

—¡Don Juan de Guzmán!—exclamó el padre Aliaga, poniéndose pálido—; yo conocí á un Juan de Guzmán, soldado de á caballo; ¿qué edad tiene ese hombre?

—Más de cuarenta años, pero aparenta menos.

Quedóse profundamente abismado en su pensamiento el padre Aliaga.

Guardó por un largo espacio silencio.

—¡Juan de Guzmán—dijo al fin—, es amante de una aventurera de quien se valen ellos! ¡y además es amante de vuestra mujer!

—Sí, señor.

—¿Habéis dado algún escándalo en vuestra casa?

—¡No; no, señor! intenciones de más que eso he tenido... ¡pero quiero tanto á mi mujer!... á la pobre han debido darla algún bebedizo.

—¿Ha podido sospechar vuestra mujer que conocéis su falta?

—No; no, señor.

—Pues bien, seguid obrando en vuestra casa como si nada supiérais.

—Sí; sí, señor.

—¿Qué pretende el duque de Lerma de esa doña Ana?

Montiño contó al padre Aliaga lo que respecto á aquella mujer le había encargado el duque de Lerma.

—Es hasta donde puede llegar la degradación—dijo el inquisidor general—; de todo se echa mano. Oíd, Montiño: estáis hablando al mismo tiempo que con el sacerdote, con el confesor del rey y con el inquisidor general.

Estremecióse Montiño.

El padre Aliaga había cambiado de expresión y de acento.

—Yo, señor—dijo balbuceando—, he venido á buscar en vos amparo y consuelo.

—Y yo no os lo niego; pero habéis pecado mucho, y es necesario que reparéis el mal que habéis hecho sirviendo de medio para que el crimen no triunfe de la virtud.

—Os serviré, señor.

—Hablábamos de vuestro sobrino. ¿Quién es ese joven?

—Ese joven, señor, no es mi sobrino—dijo Montiño, que temblaba como un azogado.

—¿Que no es vuestro sobrino?

—No, señor.

—¿Pues por qué se nombra vuestro sobrino?

—El cree que lo es.

—Decidme lo que sabéis acerca de ese joven.

—Os voy á confesar un terrible secreto de familia—dijo Montiño sacando con miedo la carta de su hermano Pedro, que había traído para él la noche anterior el joven.

—Yo guardaré ese secreto bajo confesión—dijo el fraile.

Montiño entregó la carta al padre Aliaga, que se levantó y fué á leerla junto á la vidriera de un balcón.

El padre Aliaga leyó y releyó aquella carta.

Luego volvió junto al cocinero mayor.

—¿Sabe esto alguien?—dijo guardando la carta del difunto Pedro Montiño, con gran cuidado el cocinero.

—Sí, señor—exclamó Montiño—; lo sabe una mujer.

—¿Qué mujer es esa?

—Doña Clara Soldevilla.

—¿Ha estado alguna otra vez ese joven en la corte?

—No, señor.

—¿Y entonces cómo conoce á doña Clara?

—Yo no lo sé, pero en palacio le conocen y mucho.

—Hablad, hablad.

—Yo creo, señor, y casi tengo pruebas, que doña Clara sólo es la cortina de ciertos amores.

—Explicáos.

—La reina...

—¡Qué decís de la reina!...

—La reina ama á mi sobrino.

Pasó algo siniestro por el semblante del fraile.

—¿Decís—exclamó—que su majestad ama á ese joven?

—Estoy casi cierto de ello.

—¡La prueba! ¡la prueba!

—No puedo dárosla ahora, pero os la daré.

—Si me la dais, os hago doblemente rico.

Montiño miró de una manera extraviada al fraile. Su corazón se embrolló más y más, los grandes ojos negros del padre Aliaga le devoraban; no era ya la mirada indiferente y tranquila de antes la suya; había en ella inquietud, ansiedad, cólera... un mundo entero de pasiones.

—¡Habéis dicho—exclamó roncamente—que la reina ama á ese caballero!

—Sí; sí, señor, y creo... creo tener pruebas... en fin... yo... averiguaré...

—Sí... sí... averiguad... pero esto es imposible, imposible de todo punto—añadió como hablando consigo mismo el confesor del rey—; y sin embargo, las mujeres...

—Son muy caprichosas, señor; ya veis, mi mujer...

—¡Vuestra mujer!... ¡vuestra mujer!... ¿decís que es querida del sargento mayor don Juan de Guzmán?

—¡Sí, señor!

—¿Cómo ha llegado ese hombre al empleo que tiene?

—Le favorece don Rodrigo Calderón.

—¿Y favoreciéndole don Rodrigo Calderón, ese hombre ha enamorado á vuestra mujer?...

—¿Qué pensáis de eso?

—Vigilad á vuestra mujer.

—¿Y no sería mejor que vos, señor, que sois inquisidor general, encerráseis á ese hombre?...

—Haced lo que os mando.

—Lo haré, señor.

—Además, en esta carta de vuestro difunto hermano que me habéis dado, se dice que existe un cofre sellado.

—Sí; sí, señor.

—¿Dónde está ese cofre?

—Le tengo yo.

—Traedme ese cofre esta misma noche.

—¡Ese cofre, señor! ¿pero no sabéis que es un secreto?

—Para la Inquisición no hay secretos.

—¡La Inquisición!—exclamó aterrado Montiño.

—Lo que me habéis revelado es muy grave, para que la Inquisición deje de ocuparse de ello.

—Pero yo os lo he revelado en confesión.

—No importa. Si no queréis exponeros vos mismo, obedeced.

—Obedeceré, señor.

—Esta noche, tarde... á las doce, por ejemplo...

—El cofre es muy pesado, señor.

—Emplead para traerle cuantos hombres fuesen necesarios.

—¡Ah!

—Ahora oíd. No escandalicéis en vuestra casa.

—¡Si no me atrevo á ello, señor!

—¿Habéis dado ocasión para que vuestra mujer vea en vos desconfianza?

—No; no, señor.

—Pues bien, no la deis. Seguid tratando á vuestra mujer como de costumbre.

—Es, señor... que... no sé en lo que consiste, pero ahora la quiero más que antes.

—Seguid, seguid sin novedad alguna.

—Muy bien, señor.

—Respecto al duque de Lerma, seguid sirviéndole de la misma manera que le habéis servido hasta aquí.

—¿Pero no me habéis dicho que peco sirviéndole de ese modo?

—Si antes pecásteis obrando así, ahora que persistiendo en esas obras serviréis al rey, hacéis una obra meritoria.

—¡Ah!

—Para que lo entendáis más claro: antes obrábais por codicia, por interés vuestro; ahora sois en cuerpo y en alma un hombre que sirve al Santo Oficio, para servir al rey.

—¡Ah! ¡es decir, yo!...

—Vos me daréis parte de cuanto sepáis, de cuanto veáis, de cuanto oigáis...

—Pero yo acaso no sirva para eso.

—Servís demasiado para servir al duque de Lerma.

—¿Y es preciso absolutamente que yo?...

—Si os negáis á ello, será prudente prenderos: sabéis secretos demasiado graves.

—Contad enteramente conmigo, señor.

—No, no soy yo quien cuento con vos, sino la Inquisición, siempre justa, siempre previsora. Por ejemplo: habéis descubierto que su majestad la reina ama á... vuestro sobrino postizo... observad... observad... vos por vuestro empleo en palacio, podéis...

—No sé si puedo mucho.

—Procuradlo... y no dejéis de avisarme... de lo más mínimo que descubráis acerca de esos amores.

—¡Oh, Dios mio!

—¡Quién pudiera creerlo!... ¡quién pudiera siquiera sospecharlo!... ¡la reina!...

—Es en verdad muy extraño... pero ello en fin... y yo he podido equivocarme.

—¡Oh! ¡si os hubiérais equivocado!

Montiño no pudo comprender el verdadero sentido de la exclamación del padre Aliaga: si era una amenaza para él, ó un deseo íntimo del fraile.

—¿Conque decís—dijo al fin—que yo debo seguir en mi oficio de espía y de corredor para ciertos asuntos del duque de Lerma?

—Sí.

—¿Debo, pues, llevar este collar á doña Ana de Acuña?

—Indudablemente.

—¿Y después debo deciros lo que me haya dicho esa dama?

—Sí.

—Una cosa hay, sin embargo, que yo no puedo hacer.

—¿Cuál?

—Llevar al duque de Lerma la carta que me ha dado para su excelencia la abadesa de las Descalzas Reales... porque... ¡como don Francisco de Quevedo me ha quitado esa carta!

—No se la llevéis.

—Es que todo está entonces echado á perder... porque... de seguro... al no recibir contestación de su excelencia la madre abadesa... le escribirá de nuevo... se descubrirá... ó se creerá descubrir que yo he hecho mal uso de su carta... desconfiará de mí el duque...

—Esperad—dijo el padre Aliaga.

Y se fué á la mesa, se sentó y escribió lentamente una carta que cerró y selló, con el sello del uso privado del inquisidor general, sobre una especie de lacre verde.

—Tomad—dijo—: llevad esta carta á la madre Misericordia y os dará otra, que llevaréis al duque de Lerma.

—¡Ah! Dios os lo pague, señor; porque la pérdida de esa carta era una de las cosas que me tenían desesperado—exclamó con alegría el cocinero mayor.

—Ahora, idos—dijo el padre Aliaga—, y no os olvidéis de volver esta noche á la hora que os he dicho, con ese cofre y con las noticias que hayáis podido adquirir.

Francisco Martínez Montiño saludó profundamente al inquisidor general, salió de la celda, y se alejó aturdido, con el pensamiento embrollado y en paso vacilante como el de un ebrio.

En tanto el padre Aliaga había quedado inmóvil, pálido, sombrío, con los brazos fuertemente apoyados en la mesa.

—¡Dios me castiga!—exclamó—; no he sabido dominar mis pasiones: mi cuerpo está en el claustro, pero mi alma en el mundo; soy un miserable hipócrita. Amo... á una mujer casada... á la esposa de mi rey... de mi hijo... porque yo soy su confesor... Yo que le reprendo sus malos deseos, sus debilidades, no sé acallar el grito de los míos, no sé ser fuerte... y al saber... al oír que ella ama á otro, por más que esto pueda ser una equivocación, una calumnia, me estremezco de celos, y siento odio... un odio terrible á ese hombre... que dicen ama ella... y le haría pedazos entre mis manos...

El padre Aliaga echó violentamente hacia atrás su pesado sillón, se levantó y se puso á pasear irritado á lo largo de su celda.

—¿Y si no es una calumnia?—dijo con voz cavernosa, después de algunos minutos de meditación—¿si en efecto ella... olvidada de todo, le amase?... ella me escribió anoche... él trajo su carta... anduvo muy reservado en sus contestaciones... y es joven y hermoso... tiene esa figura, esa expresión... ese conjunto... esa alma... ese todo que tanto agrada á las mujeres... y la carta de la reina... me le recomendaba eficazmente... veamos otra vez esa carta...

Y se fué á su mesa, abrió los cajones y los revolvió inútilmente.

La carta no parecía.

—¡Oh!—exclamó recordando—; ¡la quemé!... pero... yo la recordaré entera... la recordaré porque quiero recordarla... la memoria obedece á la voluntad.

Y con toda su voluntad, con todo su deseo, el padre Aliaga procuró recordar el contenido de la carta de la reina.

Y le recordó, pero de una manera truncada, á trozos.

—¡Oh!—dijo—; la reina me decía que importaba mucho que ese joven estuviese en palacio... en la guardia española... me mandaba comprarle una provisión de capitán... y me hablaba con calor de él...

El alma del padre Aliaga se ennegreció más.

—¡Oh!—exclamó—; ¡la gratitud de las mujeres! las mujeres no saben tener por un hombre un afecto profundo, sin que aquel afecto las lleve al amor... ¡si al verse salvada de un peligro por ese joven!... pero en todo caso... si nunca ha estado ese joven en Madrid... si anoche le vió ella por primera vez, no puedo suponerla tan liviana que... aún hay tiempo... indudablemente... obrando con sagacidad y energía podrá evitarse... pero si todo esto no fuese más que una locura de Montiño... una exageración de mi recelo...

El padre Aliaga detuvo su paseo y miró á las vidrieras.

—Ya obscurece—dijo—y el bufón no ha venido... ¡el tío Manolillo! acaso el tío Manolillo pudiera darme alguna luz.

—¿Se puede hablar con vuestra señoría?—dijo á la puerta el bufón, como si le hubiera evocado el pensamiento del padre Aliaga.

—Entrad, entrad—dijo con mal encubierta ansiedad el padre Aliaga—; ¡cuánto habéis tardado!

—Decid más bien, que habéis estado muy entretenido. Pero cerrad bien la puerta, padre Aliaga, cerradla bien, que tenemos que hablar cosas que no conviene que las oiga nadie.

—Dejad, antes es necesario que nos traigan luz; ya ha obscurecido.

—Y decidme, ¿hay por aquí algún lugar donde yo me obscurezca, de modo que no me vea el que traiga la luz?

—¿Y qué os importa que os vean ó no?

—Tanto me importa, como que esperando á que concluyéseis vuestra larga audiencia con el cocinero mayor, me he estado en el claustro bajo mirando los cuadros uno detrás de otro, y volviéndolos á mirar esperando á que saliese el bueno de Montiño, y luego me he paseado otro gran rato en el claustro alto, á fin de encontrar un momento en que nadie me viese para colarme en vuestra celda.

—No comprendo la razón de este recelo; pero puesto que no queréis ser visto, escondéos aquí, en mi alcoba.

Escondióse el bufón, y el padre Aliaga pidió luz.

Cuando se la hubieron traído y se quedó de nuevo solo, cerró la puerta.

Entonces el bufón salió de la alcoba, y puso en la puerta, colgado de la llave, su capotillo.

—¿A qué es eso?—dijo el padre Aliaga.

—A fin de que no puedan verme; y hablo muy bajo, á fin de que no puedan reconocerme por la voz.

—Nadie escucha ni observa lo que se dice ni lo que se hace en mi celda.

—¿Olvidáis que la Inquisición quiere teneros tan cerca que os tiene á su cabeza?

—¡La Inquisición! ¡la Inquisición es mía!

—¿Y no teméis que sea más bien del duque de Lerma?

—Tío Manolillo—dijo con reserva el padre Aliaga—, nada tengo que temer; sirvo á Dios y al rey...

—Pero no servís, sino que más bien estorbáis á algunos hombres.

—Muy quieto me estaba yo en mi convento de Zaragoza, sin salir de él sino para mi cátedra en la Universidad, cuando el duque de Lerma me sacó de mi celda para traerme á la corte; muy alejado de toda codicia, cuando me hicieron provincial de la Tierra Santa y visitador de mi Orden en Portugal, y muy ajeno de que más adelante me nombrasen archimandrita del reino de Sicilia.

—Y consejero de Estado... y á más, á más inquisidor general.

—No sé por qué se han empeñado en engrandecerme.

—Porque á un mismo tiempo os temen y os necesitan.

—Vano temor: yo me limito á dirigir la conciencia del rey.

—Vos conspiráis, padre.

—¡Cómo!

—Como conspiro yo y como conspiramos todos: ¿acaso no conspira también el cocinero de su majestad?

Movióse impaciente en su silla el padre Aliaga.

—Henos aquí juntos—dijo el bufón—: vos fuerte en la apariencia, y yo en la apariencia débil; ¡sabe Dios cuál de entrambos es el fuerte!

—Tío Manolillo, no os entiendo—dijo con gran indiferencia el padre Aliaga—. ¿Qué habláis de fuertes ni de débiles? Si no recuerdo mal, yo os he llamado.

—Es verdad; esta mañana en la recámara del rey, me dijísteis: os espero esta tarde en el convento de Atocha.

—Necesitaba preguntaros...

—Sí, por una mujer... y por esa mujer he venido yo. Y á propósito de esa mujer, ¿tendréis que hablarme también de algún hombre?

—Y de algunos.

—Esa mujer... la madre... se llamaba Margarita como la reina.

Coloróse levemente el semblante del padre Aliaga.

—En efecto—dijo—; Margarita...

—Ha sido siempre vuestra desesperación. Debe de ser para vos fatal ese nombre.

—¡Para mí!

—¡Esto de que hayan de llamarse Margaritas todas las mujeres que amáis!...

—¡Que yo amo!

—¡Bah! ¡ya lo creo! un hombre, al hacerse fraile, no se arranca el corazón.

—Creo que os atrevéis á hacer suposiciones muy arriesgadas.

—Pero las hago en voz muy baja. Estamos solos. Vos tenéis el corazón hecho pedazos, yo también; vos amáis, yo también amo; pero amo con más heroísmo que vos, y lo sacrifico todo á mi amor... todo... hasta los celos.

—Venís muy donosamente loco, tío; yo creí que os habríais dejado á la puerta de mi celda vuestros cascabeles de bufón.

—En efecto, ni aun en los bolsillos los traigo. Soy ni más ni menos un pobre enfermo del corazón que viene á buscar á otro enfermo y á decirle: busquemos juntos nuestro remedio. En este momento, ni vos sois el padre grave de la Orden de Predicadores, maestro, provincial, visitador, confesor del rey, inquisidor general, y qué sé yo qué más, ni yo soy el loco, el simple, el cura fastidios del rey. Somos dos hombres. Si vos os empeñáis en manteneros puesta la carátula, nada tengo que hacer aquí... me habéis llamado en vano. Adiós.

Y el tío Manolillo se levantó y se dirigió á la puerta.

—Esperad—dijo el padre Aliaga.

El bufón volvió atrás, se sentó de nuevo y miró audazmente al padre Aliaga.

—¿Nos quitamos al fin el antifaz?—dijo.

El padre Aliaga no contestó directamente á esta pregunta.

—Esta mañana—dijo—me contásteis una historia muy triste.

—Margarita, cuando estaba más loca, llamaba á su hermano Luis... vos os llamáis Luis, padre Aliaga; hace muchos años que pasó esto, y entonces debíais ser muy joven; ¿sois vos, acaso, el Luis que recordaba Margarita?

—Me habéis dicho que la hija de esa desdichada se parece mucho á su madre; cuando la vea podré deciros...

—¿Queréis verla?

—¿Y cómo puede ser eso?

—De una manera muy sencilla; id ahora mismo á palacio.

—¡A palacio!

—Sí por cierto. Nadie extrañará que el confesor del rey entre á estas horas en palacio. Yo estaré esperándoos en la escalerilla por donde se sube al cuarto del rey.

—Lo que no alcanzo es cómo pueda ir á palacio esa comedianta.

—La llevaré yo.

—En verdad, en verdad, tengo una obligación grave de averiguar quién es esa mujer. ¿No se llama Dorotea?

—¿Quién os ha dicho que la hija de Margarita se llama Dorotea?—exclamó con acento amenazador el bufón.

—Cuando se trata de esa mujer—dijo sonriendo tristemente el padre Aliaga—, todo os espanta.

—Como os espanta á vos todo, cuando se trata de la otra.

El padre Aliaga pareció no haber oído la contestación del tío Manolillo.

—Sólo quiero ver á esa joven—dijo—para salir de una duda; y puesto que vos podéis mostrármela en palacio, á palacio voy.

Y el padre Aliaga se levantó.

En aquel momento sonaron pasos en el corredor.

Al oírlos el bufón se levantó, y escuchó con atención.

Luego se escondió precipitadamente y sin ruido en la alcoba del padre Aliaga.

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