LO QUE HACE POR SU AMOR UNA MUJER
Con tanto accidente habíasele olvidado al duque de Lerma revocar la orden que había dado á Santos, su secretario, para que prendiesen á Quevedo.
Y esto no tenía nada de extraño.
El pobre duque estaba tan acosado por todas partes de recelos, tan asustado por avisos; y era tan grave lo que acerca de la reina le había dicho Francisco Martínez Montiño, que su cabeza se había convertido, como decimos los españoles, en una olla de grillos.
El único, el exclusivo pensamiento de Lerma cuando salió de casa de la Dorotea, fué encaminarse á palacio en busca de algo exacto, de algo que ver por sí mismo.
El duque de Lerma no había visto nunca nada, por más que había procurado ver, y sin embargo, reincidía en poner á prueba su mala vista.
Pero si el duque de Lerma se había embrollado, no aconteció lo mismo á su hija doña Catalina.
Ella tenía muy buena vista, y además, tenía concentrada toda su atención, todo su cuidado en un objeto: en que no se le escapara Quevedo.
Y como no confiaba demasiado en su padre, no dejó abandonado á su padre el negocio, ni se fió de otra persona que de sí misma.
Doña Catalina estaba enamorada, y á más de enamorada, irritada.
Temía haber sido burlada por Quevedo, y esto la hacía temblar de indignación.
Le había abierto su alma y sus brazos, y la condesa de Lemos era demasiado altiva, demasiado honrada, demasiado pura, para permitir que el único hombre por quien se había olvidado de todo, se desprendiese de sus brazos riendo.
Así, pues, cuando salió de casa de su padre y se metió en su silla de manos, se hizo llevar á una tienda inmediata, donde tomó una silla y se ocultó tras de la puerta.
—Rivera—dijo á un hombre embozado que acompañaba á la silla de mano—; id, entrad casa del duque, buscad á su secretario Santos, y decidle de mi parte que venga.
Rivera, criado de confianza de la condesa, fué á cumplir las órdenes de su señora; poco después entró en la tienda con Santos.
La condesa se dirigió entonces á la tendera, que estaba admirada y aun enorgullecida por tener á una tan gran señora y tan hermosa en su casa:
—Necesito—la dijo—un lugar donde hablar á solas con este hidalgo.
La tendera abrió la compuerta del mostrador, y manifestando servicialmente á la condesa que su casa, ella y su familia estaban á su disposición, la llevó á la trastienda.
Siguió Santos á la condesa, y cuando quedaron solos entre sacos de garbanzos, castañas y judías, la condesa dijo al secretario del duque:
—¿Os ha dado mi padre alguna orden?
—Su excelencia me da muchas todos los días, señora—contestó respetuosamente Santos.
—Una orden de... prisión.
—Efectivamente, señora: su excelencia me ha dado orden de que mande en su nombre á un alcalde de casa y corte, que prenda á...
—¿Don Francisco de Quevedo?
—Sí, señora.
—Don Francisco es caballero del hábito de Santiago y no puede ir á la cárcel—dijo doña Catalina.
—Se le prenderá en su casa.
—Don Francisco no tiene casa en Madrid... por ahora.
—Se le llevará á una torre del alcázar.
—Estaría demasiado cerca del rey.
—La torre de los Lujanes...
—Es demasiado honor para un simple caballero que le encierren donde ha estado encerrado un rey de Francia.
—Le llevaremos á un convento.
—Quevedo se serviría de los frailes.
—Consultaré, pues, á su excelencia.
—¿El duque no os ha indicado el lugar de la prisión de Quevedo?
—No, señora.
—Ha sido un olvido. Mandad al alcalde que le envíe resguardado por una guardia de cuatro hombres al alcázar de Segovia.
—Su excelencia no me ha dicho eso.
—Mejor... mucho mejor.
—No comprendo á vuecencia.
—¿Creéis que merece la pena el servirme á mí?
—¡Oh, señora! vuecencia puede disponer de mí como de un esclavo.
—Gracias, Santos, gracias: de mi cuenta corren vuestros adelantamientos: por lo pronto guardad esto en memoria mía.
La condesa se sacó del seno un relicario de oro guarnecido de perlas y diamantes y del hermoso cuello la cadena de que pendía.
Había algo de tentación en dar á un hombre una prenda tan íntima, cuando podía haberle dado una de las ricas sortijas que llevaba en las manos.
Aquello podía tomarse por un favor.
Santos era joven, buen mozo é hidalgo, y las mujeres, aun las de más alto coturno, han dado en todos tiempos tales ejemplos...
Santos, á quien doña Catalina parecía deliciosa como lo parecía á todo el mundo, porque en efecto lo era, y mucho más cuando ella tenía interés en parecerlo de una manera enérgica, se turbó, se puso pálido, guardó el relicario en lo interior de su justillo por la parte del corazón, y tartamudeó algunas palabras.
Doña Catalina le había dado un golpe rudo.
Y para hacer más terrible aquel golpe, los ojos poderosos de doña Catalina, medio velados por sus sedosas pestañas negras, arrojaban sobre él fuego; le miraban de una manera tal que... Santos hubiera dado su alma al diablo porque aquellos ojos le hubiesen mirado de una manera más clara, porque le hubiesen prometido, aunque remotísimamente, algo.
Pero la intensa y ardiente mirada de la condesa era incomprensible.
—¿Estáis enterado de lo que debéis hacer? dijo doña Catalina cuando vió que tenía á Santos rendido á discreción.
—Sí; sí, señora—contestó Santos reponiéndose—; pero suplicaría á vuecencia me dijese claramente punto por punto...
—Oíd: iréis á buscar al alcalde de casa y corte más duro, más valiente, más á propósito para no dejarse engañar por Quevedo.
—Ruy Pérez Sarmiento, es que ni pintado.
—Bien: diréis á ese señor... le mandaréis que sin perder un momento, suelte por Madrid cuantas rondas de alguaciles pueda en busca de don Francisco. Todos le conocen. Encargadle que los alguaciles sean bravos por si Quevedo arrastra de espadas.
—Es decir, que le prendan muerto ó vivo.
—¿Quién ha dicho eso?—exclamó la condesa con impaciencia y cólera—que le prendan vivo y sin tocarle con las espadas: seis hombres bien pueden apoderarse de uno solo, por valiente que sea, sin herirle.
—¡Ah! muy bien, señora.
—En seguida... si es de día, que le metan en una litera y le lleven á una de mis casas desalquiladas... mi criado Rivera os llevará á ella...
—Muy bien, señora.
—Luego... cuando sea de noche y en la misma litera, que le saquen resguardado por cuatro alguaciles á caballo, para Segovia.
—¿Cuatro alguaciles no más? ¿y si se escapa?
—Que sean buenos los cuatro.
—Ahora bien; vuecencia comprenderá que sobre mí carga la responsabilidad del envío á Segovia de don Francisco.
—No importa: si el duque de Lerma os hace cargo, decidle que habíais entendido la orden de llevarle á Segovia.
—Su excelencia tiene muy buena memoria.
—Y bien: todo puede reducirse á que os despida, y á que si ahora sois secretario de mi padre, lo seáis después mío.
—¡Oh, noble condesa!
—Conque ¿habéis comprendido bien lo que os he dicho?
—Sí; sí, señora; prender á don Francisco sin herirle ni maltratarle, aunque resista; llevarle á donde Rivera me diga, y á la noche enviarle en una litera, cerrada, con una guarda de cuatro alguaciles á caballo, al alcázar de Segovia.
—Al punto de obscurecer.
—Muy bien, señora.
—Recordad que esto es lo primero que os mando.
—Soy enteramente vuestro, señora.
—Pues no perdáis tiempo.
—Guarde Dios á vuecencia.
—Adiós.
Santos salió embriagado, fascinado, loco, porque la condesa, sin concederle nada, sin dar lugar á ninguna suposición de parte de Santos, había sido con él una gran coqueta.
Después salió de la trastienda doña Catalina, dió algunas monedas de plata á la tendera, se metió en la silla de manos y mandó que la llevasen á su casa.
Cuando entró en ella, se encerró en su recámara con Rivera.
—Voy á encargaros—le dijo—de una comisión muy reservada, y tanto, que si cumplís bien, os saco una bandera para Flandes, y antes de dos años os hago capitán de infantería.
—Sin eso, señora, podéis mandar.
—¿Qué casa tengo yo desalquilada en un lugar retirado de Madrid?
—Vuecencia tiene una á la malicia en la calle de la Redondilla.
—Pedid las llaves de esa casa y con ellas idos á acompañar, encubierto, á Pelegrín Santos, secretario del duque de Lerma, y haced lo que él os mande.
—Muy bien, señora.
—En seguida, buscad un hombre bravo y de puños, que tenga conocimiento con algunos como él, y avisadme cuando le tuviéreis.
—Muy bien, señora.
—Idos, pedid las llaves de esa casa y buscad en seguida, con ellas, á Pelegrín Santos.
Rivera se inclinó y salió.
La condesa de Lemos, sobreexcitada, trémula, enamorada, se quedó profundamente pensativa y devorada por la impaciencia, paseándose á lo largo de su recámara.